Mariana, la hija
de Etchecolatz
Mariana D. se
cambió el apellido hace un año. Es la hija del represor Miguel
Etchecolatz. El 10 de mayo marchó a Plaza de Mayo. Como las 500 mil
personas que se movilizaron en Buenos Aires contra el 2x1, como
millones de argentinos, quiere que su padre cumpla la condena en la
cárcel. “Es un ser infame, no un loco. Un narcisista malvado sin
escrúpulos”, dice ella, que padeció la violencia de Etchecolatz
en su propia casa.
por Juan Manuel
Mannarino foto Federico Cosso
La hija de Miguel Etchecolatz camina por Avenida de Mayo y Perú buscando a sus dos amigas. No agita el pañuelo blanco ni salta con los cánticos. Podría ser cualquier mujer de las miles que asisten a la marcha contra el 2×1. Salvo sus amigas, ninguna de las 500 mil personas que se amontonan en la Plaza de Mayo y alrededores y gritan “como a los nazis les va a pasar, adonde vayan los iremos a buscar” saben que esa mujer anónima es hija de uno de los hombres más conocidos de la represión. Se llama Mariana D. Hace un año se cambió el apellido.
Mariana lloró
cuando se conoció el fallo de la Corte que otorgó el 2×1 al
represor Luis Muiña. Horas después del fallo de la Corte,
Etchecolatz, condenado seis veces por delitos de lesa humanidad,
pidió el beneficio del 2×1. Como los que marcharon el 10 de mayo,
como millones de argentinos, quiere que los genocidas condenados
mueran en la cárcel. Que su padre, el excomisario Miguel Osvaldo
Etchecolatz, muera en la cárcel. Mariana D. fue por primera vez a
una marcha por los derechos humanos. Nunca se animó a ir a Plaza de
Mayo los 24 de marzo. Por miedo a ser rechazada. Por miedo a no poder
soportar el dolor en vivo y en directo. Pero ahora está allí por
primera vez para decir que ella, también, desea verlos morir en la
cárcel.
Etchecolatz era
una presencia fantasmagórica en su casa de Avellaneda. Mariana y sus
hermanos varones J .M. y F. M. solo lo veían los fines de semana. De
lunes a viernes, el padre conducía el aparato represivo de la ciudad
de La Plata y alrededores. Daba órdenes para secuestrar personas,
torturarlas, asesinarlas. Los sábados y domingos Etchecolatz casi no
hablaba. Se la pasaba echado en una cama mirando televisión. Cada
tanto emitía un silbido: había que llevarle rápido un vaso de agua
mineral fresca con gas. Si algo no le gustaba, Etchecolatz les pegaba
unos bifes con la palma abierta a sus hijos.
Mariana supo de
grande que su madre intentó varias veces escaparse con ella y sus
dos hermanos. Lo planeó varias veces. Etchecolatz se dio cuenta y la
amenazó: “Si te vas te pego un tiro a vos y a los chicos”.
A las siete de la
tarde del 10 de mayo, a unas cuadras de la Plaza de Mayo, Mariana D.,
rubia, de estatura media, se mueve con la misma soltura con la que
da clases en una universidad privada. Viste zapatillas y campera
negra. Y cada vez que pide permiso para avanzar entre la multitud,
sonríe. Alguien grita “un médico, por favor, un médico”. Los
cuerpos se aprietan unos con otros. Es imposible llegar a la Plaza.
Mariana se marea por la oleada de gente, se toma de los brazos de sus
amigas, hasta que logra sacarse las zapatillas y treparse a la
baranda de una parada de subte. Desde ahí, mira: las banderas de
CTERA por la defensa de la educación pública, las del Partido
Obrero, la de La Cámpora, los carteles con las caras de los
desaparecidos.
****
“Debiendo verme
confrontada en mi historia casi constantemente y no por propia
elección al linde y al deslinde que diferentes personas, con ideas
contrarias o no a su accionar horroroso y siniestro pudieran hacer
sobre mi persona, como si fuese yo un apéndice de mi padre, y no un
sujeto único, autónomo e irrepetible, descentrándome de mi
verdadera posición, que es palmariamente contraria a la de ese
progenitor y sus acciones (…) Permanentemente cuestionada y
habiendo sufrido innumerables dificultades a causa de acarrear el
apellido que solicito sea suprimido, resulta su historia repugnante a
la suscripta, sinónimo de horror, vergüenza y dolor. No hay ni ha
habido nada que nos una, y he decidido con esta solicitud ponerle
punto final al gran peso que para mí significa arrastrar un apellido
teñido de sangre y horror, ajeno a la constitución de mi persona.
Pero además de lo expuesto, mi ideología y mis conductas fueron y
son absoluta y decididamente opuestas a las suyas, no existiendo el
más mínimo grado de coincidencia con el susodicho. Porque nada
emparenta mi ser a este genocida”.
Argumentos
personales en la solicitud del cambio de apellido de Mariana
Etchecolatz a Mariana D, mujer nacida el 12 de agosto de 1970 en
Avellaneda. Texto presentado en noviembre de 2014 en un juzgado de
Familia de Capital Federal.
***
- ¿Cuánto
escuchaste por primera vez lo que había hecho tu padre?
- De joven. Fue
muy difícil, porque vivíamos en una burbuja, sometidos y
desinformados. Aparentábamos lo que no éramos. Las personas que nos
rodeaban decían “qué capo es tu viejo”. No había quienes nos
dijeran “mirá este hijo de puta lo que hizo”. Una vez que
escuché un testimonio en un juicio ya no me hizo falta nada más.
Hasta hoy me da aberración.
Mariana es
psicoanalista y en el consultorio a veces escucha a pacientes con
problemas de sueño. Es ella, esta vez, la que no puede dormir
después de la marcha. En su departamento, donde vive con su pareja
Nicolás y tres perros que encontró en la calle, hace zapping y pone
una película del Rey Lear. Dice que por el cambio de apellido siente
una “reparación”, pero que sigue preocupada por “este gobierno
de derecha que avanza contra los derechos del pueblo”.
El día que el
correo le envió el nuevo documento y abrió el sobre, se desesperó.
Seguía teniendo el apellido Etchecolatz. “Fue un error
administrativo, así que lo tuve que hacer de vuelta. Mirá lo que me
costó borrarme ese estigma”.
- ¿Qué sentís
con tu nueva identidad?
- Siento calma,
perdí el miedo y adquirí la madurez necesaria. Lo de la marcha fue
conmovedor. Hay que tener la memoria despierta. Me siento acompañada
porque somos millones.
- ¿Y cómo lo
viven tus otros hermanos y tu mamá?
- Todos nos
liberamos de Etchecolatz después de que cayó preso por primera vez,
allá por 1984. Vivíamos en Brasil porque era jefe de seguridad de
los Bunge y Born, y regresó pensando que era un trámite, como si la
Justicia no le llegara a los talones. Al principio lo visitábamos,
pero después mi madre, María Cristina, pudo decirle en la cara que
íbamos a dejar de verlo. Ella siempre nos protegió de ese monstruo,
si no hubiera sido por su amor, no podríamos haber hecho una vida. Y
mis hermanos J.M. y F.M. se fueron a vivir lejos de Buenos Aires,
cada uno hizo su familia, ahora somos muy unidos. Mi mamá se casó
con un hombre que ama, y está en el exterior. Nadie llegó a lo que
yo llegué, pero me apoyan.
- ¿Para vos tu
padre era un monstruo? ¿Lo viviste así?
- Su sola
presencia infundía terror. Al monstruo lo conocimos desde chicos, no
es que fue un papá dulce y luego se convirtió. Vivimos muchos años
conociendo el horror. Y ya en la adolescencia duplicado, el de
adentro y el de afuera. Por eso es que nosotros también fuimos
víctimas. Ser la hija de este genocida me puso muchas trabas.
- ¿Cómo cuáles?
- Portar un
apellido así es como que te obliga a sostener lo que hizo, y eso no
se lo permito más. Aparte, nunca existió un vínculo real con él.
Me produjo inconmensurables angustias, huellas de traumas infantiles,
a eso se le suma lo que todos nos fuimos enterando sobre su rol
criminal en el terrorismo de Estado. Fue la encarnación del mal en
todos los ámbitos.
- ¿Nunca fue
afectuoso con ustedes?
- No. Etchecolatz
hizo todo lo que un padre no hace. Era un ser invisible, que usaba la
violencia y no se le podía decir nada. Aparentaba tener una familia,
pero nos tenía asco y era encantador con los de afuera. Vivíamos
arrastrados por él, mudanzas todo el tiempo, sin lazos, sin amigos,
sin pertenencias. Una realidad cercenada. Nos cagó la vida. Pero nos
pudimos reconstruir.
***
Hay algo que
Mariana no se explicará jamás: cómo un hombre criado en el campo,
en la pampa húmeda bonaerense, de familia honesta y humilde, llegó
a convertirse, con una instrucción básica y rudimentaria, en uno de
los ejecutores más fríos y eficientes de la maquinaria del terror.
A los 13 años entró a la Escuela Vucetich y, tiempo después, se
ganó la confianza de Ramón Camps, jefe de Policía de la provincia
de Buenos Aires.
La charla
transcurre en el living de su casa. A pocos metros, en una biblioteca
hay libros de Zygmunt Bauman, Julio Cortázar, Noam Chomsky, Juan
José Hernández Arregui y Edgar Allan Poe.
A Mariana le
interesa destacar la figura de su madre, a la que considera una
víctima de violencia de género. Etchecolatz le llevaba veinte años.
Se conocieron cuando ella fue a hacer una denuncia a la comisaría de
Avellaneda. “Se enamoró de una imagen. Luego él la empezó a
golpear, ascendió rápidamente en la policía y mi mamá hizo lo que
pudo. Se resistió pero era como luchar sola contra toda una fuerza
policial. Y cuando cortamos relación con él, empezamos de cero, mi
mamá nunca había trabajado y vivimos con lo justo, pero con un
alivio descomunal”, dice. Y llora.
***
La primera
infancia fue feliz. Mariana D. vivió en la casa de los abuelos
maternos, en Avellaneda. Les decían “El Perón y la Perona”, por
su simpatía con el movimiento peronista. La abuela hacía asados en
el patio. Su madre era hija única y disfrutaban de la visita de
amigos músicos, se ponían a cantar tangos, a escuchar ópera. Unos
tíos abuelos los alzaban y les compraban facturas.
- Eran
laburantes, del interior de Buenos Aires. Por su cargo de jefe,
Etchecolatz ya vivía poco con nosotros. Mis abuelos no lo querían.
Lo llamaban el “mal bicho”.
Mariana nunca
reconocerá a Miguel Etchecolatz con la palabra padre o papá. Lo
llamará siempre por el apellido.
A los ocho años
se fueron a vivir a La Plata. Y empezó el infierno. Jamás pudo
completar más de un año en un mismo colegio. A ella y a sus
hermanos los cambiaban “por seguridad”. No pudo hacer amigos. Se
relacionaban con los hijos de otros represores conocidos, como el ex
médico Jorge Antonio Bergés y el mismo Camps, que fue padrino de
F.M., el hijo más chico de Etchecolatz.
El bautismo de
F.M. lo hicieron en la residencia oficial del máximo jefe de la
fuerza, una mansión en La Plata. La familia Etchecolatz viajó en
cinco autos “por seguridad”. Había custodia de refuerzo. Se
desató tormenta fuerte. Miguel Etchecolatz estaba atento a un handy.
Le llamaban “Dorotea Inés”, apodo que combinaba las letras de su
cargo como director de la Dirección de Investigaciones.
- Dorotea Inés,
Dorotea Inés, hubo un accidente - gritó entonces un custodio. Un
custodio suyo se había disparado un arma automática, tras pasar un
badén. Etchecolatz bajó de su auto, constató la muerte de su
subordinado y siguió como si nada hubiera ocurrido. El bautismo
siguió con total normalidad.
- Nunca lo vi
sufrir. Ni siquiera cuando una vez le pusieron una bomba en la
jefatura de policía y le habían roto el oído. En el hospital
seguía dando órdenes como un autómata. Los hijos de Bergés o de
Camps al menos recibieron algo de amor, nosotros, nada - dice
Mariana.
- ¿Nada lo
conmovía?
- Lo religioso.
Se persignaba dándoles besos a las estampitas. Él se consideraba
por debajo de Dios pero por encima de los mortales. Con mi hermano
J.M. decíamos que cuando rezaba se estaba comiendo los santos.
***
La segunda
infancia fue la de vivir con custodios que hacían de niñeras cama
adentro en un edificio blindado de tres pisos de calle 62 y 11, en La
Plata. No podían dormir en paz. Ciertas madrugadas estallaban
disparos y su madre les tapaba los oídos con mantas y colchones. De
día los llevaban de paseo por la Escuela Vucetich y por el Tiro
Federal. Etchecolatz pernoctaba en el destacamento policial.
- Lo veíamos en
fiestas oficiales, en desfiles. Con nosotros infundió el mismo miedo
y respeto que con sus subordinados.
Los sábados y
domingos, cuando Etchecolatz se aparecía por el edificio de 62 y 11,
Mariana y J.M. se escondían en un placard. Apenas escuchaban la voz
metálica, los niños temblaban esperando un arranque de furia contra
ellos o su madre. Nunca miró sus cuadernos de colegio, nunca jugó
con ellos, nunca una caricia.
Cuando dejaba el
edificio, Mariana y sus hermanos se ponían a rezar. Para que nunca
jamás volviera. “Que por favor se muera”, pensaba ella,
entonces.
***
Una vez, recuerda
Mariana, la llevó a ver una película. Fue una de las pocas salidas
juntos. Mariana era la hija contestataria. “Mirá lo que me hacés
hacerte”, le decía su padre cuando la castigaba. Movía la
mandíbula y las manos, preparaba la escena con frases como
“Mmm…vida” o “Marianita, Marianita”, como advirtiendo una
futura paliza. Luego de golpear con la palma abierta, pedía perdón.
Era flaco, alto, de espalda pequeña y tenía tanta fuerza que un día
partió un jarrón al medio con las manos, sin arrojarlo al piso.
Mariana tenía 15 años cuando Etchecolatz la invitó al cine. No
hablaron nunca: ni antes, ni durante ni después de la película. Era
“La Historia Oficial”. Mariana cerró los ojos cuando el
personaje de Héctor Alterio le apretó a Chunchuña Villafañe los
dedos contra una puerta. La escena la reconoció como familiar. Y no
la olvidará jamás. “No tengo dudas que fue un goce silencioso. El
del perverso, que es el que más duele”, dice ahora, con la
precisión de una pericia psicológica.
***
Dice que empezó
a salir a la calle con “Néstor y Cristina”. Que sintió los
escraches de H.I.J.O.S. como si hubieran sido propios. Que nunca
olvidará el velorio de Néstor Kirchner y el cierre de mandato de
Cristina Fernández de Kirchner. “Fue hermoso sentir lo politizado
que estábamos, ir de marcha en marcha, este pueblo no va a sucumbir
ante los poderosos”.
Cuando cumplió
veinte años se alejó de su familia. Viajó a España, volvió,
vivió sola. Trabajó de secretaria. Se puso a estudiar en la
Facultad de Psicología, aunque no en la Universidad Nacional de
Buenos Aires como hubiera querido. Su hermano F.M. abandonó la
universidad. “Su examen está desaparecido”, le dijo un profesor.
- Lo terrible es
que con mis hermanos nos refugiamos en el anonimato por la sombra de
ese hijo de puta. Ellos no lo soportaron y se fueron de la ciudad, yo
decidí quedarme. Vivir así es duro, humillante. A mí me bochaban
los exámenes por el apellido y volvía a casa con un ataque de
angustia.
A Mariana había
gente que le retiraba el saludo por el sólo hecho de portar ese
apellido. Cuando en una librería entrega la tarjeta de crédito para
pagar, del otro lado del mostrador escuchaba: “Qué apellido, eh”.
Ella se quedaba muda. No sabía, no podía, responder o hacer algún
gesto.
La última vez
que escuchó la voz de su padre fue en la cárcel de Magdalena, en
1985. Dijo: “Qué vergüenza estos zurdos, lo que me hicieron”. Y
nada más.
- ¿Cómo te
sentías cuando escuchabas su apellido en los medios?
- Me invadía el
terror. Me angustié desesperadamente con lo de Julio López. Me temo
que aún sigue sosteniendo poder desde la cárcel, no es un ningún
viejito enfermo, lo simula todo. Todavía hay gente que piensa que
fue alguien íntegro porque “nunca robó nada”. Como si eso lo
exculpara de los crímenes aberrantes que cometió.
- ¿Y quién es
verdaderamente Etchecolatz?
- Es un ser
infame, no un loco, alguien que le importan más sus convicciones que
los otros, alguien que se piensa sin fisuras, un narcisista malvado
sin escrúpulos. Antes me hacía daño escuchar su nombre, pero ahora
estoy entera, liberada.
- ¿Qué deseas
de acá en adelante?
- Que no salga
nunca más. Nunca me había animado a contar mi historia. Y lo único
que quiero expresar ante la sociedad es el repudio a un padre
genocida, repudio que estuvo siempre en mí. Mejor dicho: el repudio
de una hija a un padre genocida.
Juan Manuel
Mannarino
Cronista
Era un niño
tímido y los relatos de fútbol lo sacudieron. Tal fue esa pasión
que se imaginó torneos de fútbol y después de básquet, donde
Mannarino era quien hacía los relatos y los comentarios. Le costaba
darse con la gente y descubrió que uno de los pocos libros que su
padre guardó en un depósito que estaba al lado de su pieza, tenía
una mordedura de rata. El libro era “A sangre fría”, de Truman
Capote. Lo leyó y nunca más paró: se entregó por completo a la
religión de la lectura. Porque escribir, dice, es antes que todo ser
un lector voraz, devoto y fiel de la buena literatura.
Perdió a su
mascota, un pequinés llamado Stich, en el temporal que destrozó La
Plata. Aún no la encontró y sigue recibiendo, cada tanto, el dato
nuevo de un perro encontrado. “El 80 por ciento son caniches. Me
revienta que la gente no sepa diferenciar un pequinés de un caniche.
Los pequineses son singulares, tienen una historia milenaria y
mística, no como los caniches, que son perros de la farándula y
víctimas del cancherismo, y que suelen ser estupidizados al grado
que se los confunde con un juguete de peluche”, dice.
Fanático de
Gimnasia y Esgrima de La Plata, tuvo unos últimos años muy
difíciles. Al Lobo le pasó de todo. Con el equipo de vuelta en
Primera División, está tranquilo. Los dirigidos por Pedro Troglio
le transmiten seguridad, momentos de buen fútbol y mucha entrega.
Una vez recibido
de periodista en la Universidad Nacional de La Plata, se metió en el
Profesorado de Historia de la Facultad de Humanidades. Actualmente es
docente de la Facultad de Comunicación Social de la UNLP,
periodista, y escribe y dirige obras de teatro. Coordina la
experiencia de “Teatro Intimo”, que sucede en La Plata y se trata
de hacer puestas en escena en casas particulares. Ya van por las 20
funciones, y confiesa que no hay nada más atractivo que un
espectador que se anima a romper el voyeurismo y entra a una
habitación donde un actor, a centímetros suyo, le transmite la
carne viva de un cuerpo en trance.
Federico Cosso
Fotógrafo
Federico Cosso se
considera un fotógrafo apasionado. Con paciencia, observa, alinea,
congela, dispara y comunica a través de sus fotografías.
En 2012, se
recibió de Licenciado en Comunicación Social y Periodismo de la
Universidad Nacional de La Plata y en ese mismo año obtuvo el título
de Fotógrafo Profesional en NOVA Estudio Creativo.
Trabajó en Ojos,
Revista Parlante, en formato audible destinada al público no
vidente, entre 2008 y 2010.
En 2014 hizo la
cobertura del día 2-4 y podio del World Rally Champioship para la
agencia de noticas internacional EFE como fotógrafo.
Hoy es editor,
fotógrafo y cronista en TV Universidad
(http://www.webtv.unlp.edu.ar/), el canal de televisión de la
Universidad Nacional de La Plata, y desde 2010 es fotógrafo
freelance.
Fuente:
Juan Manuel Mannarino, Marché contra mi padre genocida, mayo 2017, Revista Anfibia.
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