Un estudiante en coma, un perseguido por el narco y la escuela normalista: tres escenas para entender la tragedia de Iguala.
por Jan
Martínez Ahrens
Aldo
Gutiérrez Solano lleva dos años en coma. Nicolás Mendoza Villa
nunca ha dejado de huir. Y los alumnos de la Escuela Normal Rural de
Ayotzinapa siguen esperando reencontrarse con sus compañeros
desaparecidos. Son tres historias de Iguala y su tragedia. En todas
ellas, la vida y la muerte se han dado la mano.
Aldo
no ríe ni llora
Fue
el primero de los normalistas en caer. Una bala le atravesó la
frente de izquierda a derecha y su cráneo estalló. Pero no murió;
tampoco sobrevivió. Aldo Gutiérrez Solano simplemente abandonó el
mundo que habitaba, el fútbol y los caballos, y quedó atrapado en
la larga noche de Iguala.
Han
pasado dos años y Aldo reposa en la cama 347 del Instituto Nacional
de Rehabilitación, en la Ciudad de México. Las sábanas muy blancas
y el rostro brillante. Aunque respira por sí mismo, le alimentan con
una sonda gástrica y apenas reacciona a los estímulos exteriores.
No habla, no escucha, no ríe, no llora.
Su
familia, campesinos de Ayutla de los Libres, se encarga de cuidarle.
Se sientan a su lado, le acarician, le comentan cosas. A veces abre
los ojos, pero nada más ocurre en su universo vegetal. Está en
coma.
Su
padre, Leonel, no lo puede perdonar. “Le disparó la Policía
Municipal de Iguala y luego impidieron durante 40 minutos que lo
recogiera la ambulancia; y en el hospital ni siquiera le atendieron
como es debido: cuando llegué a mediodía, aún estaba en un
pasillo”, se lamenta.
Tras
dos años en estado vegetativo, se han registrado unos pocos avances.
Aldo ha engordado y la familia ha descubierto un hilo del que tirar.
Los olores. Le llevan el cacao y la vainilla que tanto le gustaban, y
el chaval, que ya tiene 21 años, abre los ojos y mastica en el
vacío. Cuando eso sucede, su hermana Gloriluz sale al pasillo a
llorar. Lo hace fuera, dice, para que Aldo no se dé cuenta.
Aquí
la muerte no existe
Hay
un lugar en México donde la muerte dejó de existir. Es la Escuela
Normal Rural Raúl Isidro Burgos, en Ayotzinapa. Desde que hace dos
años desaparecieron 43 de sus estudiantes, el recinto ha cerrado sus
puertas a la duda: para los que habitan dentro, no ha muerto ningún
normalista.
-
Siguen vivos, todo lo demás son mentiras, afirma Eliazar, de 19
años.
- ¿Y
dónde están?
-
Encerrados en un cuartel clandestino del Ejército.
A
Eliazar no le importan mucho las resoluciones judiciales que
califican las desapariciones de homicidio, ni las confesiones que
detallan la matanza. Ni siquiera la identificación genética de los
restos de uno de los normalistas le vale. Para él, como tantos
otros, no hay fallecimiento que valga.
- El
Estado opresor los tiene retenidos para obtener información.
Julio,
de 20 años, piensa igual. Sus compañeros de habitación, tumbados
entre mantas y rollos de papel higiénico, callan cuando habla.
“Estamos en lucha y siempre lo estaremos, por eso tienen
secuestrados a nuestros compañeros”, sentencia.
En el
cuarto de Julio duermen nueve alumnos. Es un espacio oscuro, de unos
15 metros cuadrados, sin ventanas ni camas pero repleto de pintadas.
“Vivos se los llevaron, vivos los queremos”, dice una. Casi todos
sus ocupantes son hijos de campesinos pobres. Están orgullosos de
estudiar para maestro rural. Han conocido el hambre y no están
dispuestos a renunciar a los ideales del colectivo normalista, uno de
los grandes semilleros de la izquierda radical mexicanos. Los dibujos
del Che lo atestiguan. Asoman por doquier. En la habitación y fuera
de ella. Aindiado, cubista, en blanco y negro o en los colores del
pavo real, los retratos del revolucionario ocupan desde hace años en
Ayotzinapa el espacio dejado por la duda.
La
pesadilla sigue en Iguala
Nicolás
Mendoza Villa nunca regresará a Iguala. Allí le espera la muerte.
Hace tres años, maniatado y torturado, este chófer vio cómo el
entonces alcalde de Iguala, José Luis Abarca, mataba de un tiro en la cabeza a su rival político, el ingeniero Arturo Hernández Cardona, líder de un movimiento campesino. Cuando le llegó el turno
a él, pudo escapar y denunciar el asesinato. Aquel crimen fue el
antecedente de la matanza de Iguala, pero las autoridades no
actuaron. Abarca, un peón del narco, siguió imponiendo su ley. Y la
impunidad creció hasta acabar en la barbarie. Fue entonces cuando el
caso de Mendoza saltó momentáneamente a la luz. Amparado por la
Comisión Interamericana de Derechos Humanos, llegó a tener escolta.
Pero pronto la perdió.
Ahora,
fugitivo en su propia tierra, cada mañana se despierta pensando que
lo van a liquidar. “El alcalde de Iguala estará encarcelado, pero
él aún tiene el mando”, dice. Su antigua casa ha sido saqueada,
ha recibido amenazas de muerte y se ha sentido espiado. Y por si
albergaba alguna duda, a su hermano lo secuestraron hace un año y le
enterraron de seis balazos. Su error: quedarse en Iguala.
Mendoza
no pudo ir a su entierro. Como tampoco se puede mover libremente por
el país. Casado y con cuatro hijos ha buscado refugio en el
laberinto de la Ciudad de México. Pero vive en una permanente cuenta
atrás. “Lo llevo mal, he visto lo que ha pasado, las muertes a
machetazos y tiros, y no tengo dudas sobre lo que pueden hacer, que
nadie se equivoque, a los normalistas los mataron, igual que a tantos
otros, por orden de Abarca”, afirma. Está sentado en una mesa de
una cafetería de los suburbios. Ha pedido café con leche y pan
dulce. Come sin demasiadas ganas. Sabe que en algún momento le
llamarán a declarar y tendrá que enfrentarse otra vez cara a cara a
Abarca. “Esto no terminará nunca”, musita. Luego se despide y se
pierde entre la multitud.
Fuente:
Jan Martínez Ahrens, La muerte en vida de Ayotzinapa, 26/09/16, El País. Consultado 27/09/16.
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