Cinco años
después del tsunami que mató a miles de personas en Japón, un
hombre sigue buscando a su mujer en el océano. Se le ha unido un
padre que tiene la esperanza de encontrar a su hija. Para ellos,
bucear es luchar contra el olvido.
por Jennifer
Percy
Yuko Takamatsu
estaba en el mar, en algún lugar de la costa japonesa. Habían
pasado dos años y medio desde el tsunami y nadie la había
encontrado; pero nadie estaba realmente buscando, a excepción de su
marido, Yasuo Takamatsu, que la amaba demasiado. Takamatsu buscó
primero en tierra, en el lugar de la costa donde había desaparecido.
Buscó en las playas de Onagawa, en las montañas, en los bosques.
Después de dos años y medio, en septiembre de 2013, seguía sin
encontrarla, entonces volteó hacia el mar.
Takamatsu
contactó a la tienda local de buceo, High Bridge, para preguntar si
daban clases. El instructor de buceo, Masayoshi Takahashi, llevaba
voluntarios a limpiar escombros en la costa y habían encontrado
cuerpos atrapados dentro de vehículos o flotando en el mar. Estaba
seguro de que Takahashi le ayudaría a encontrar a Yuko. “Veámonos
y hablemos”, le dijo por teléfono. Una vez en la tienda le confesó
su plan. “La razón por la que estoy interesado en aprender a
bucear a los 56 años es porque trato de encontrar a mi mujer en el
mar”.
Takahashi tenía
mapas de la búsqueda de Takamatsu donde registraba en qué sitio y a
qué profundidad lo había intentado. Ya habían pasado varias veces
por la misma zona porque la corriente movía cuerpos y escombros.
Cada búsqueda era diferente: en círculos, en semicírculos, en
línea recta o a través de una corriente. De vez en cuando,
Takamatsu tenía la intuición de que su mujer estaba en este lugar o
en aquel, y Takahashi intentaba adaptarse a sus esperanzas. Pero
había muchas zonas restringidas -rutas de pesca, zonas de
corrientes peligrosas- y Takahashi tenía que coordinar cada salida
con los guardacostas y los pescadores.
El primer día
que se sumergió, Takamatsu salió al mar en una barca. Tenía miedo.
El agua estaba turbia y sabía que bajo la superficie acechaba el
peligro. Podía quedarse atrapado por una cuerda o por los escombros.
Un barco podía golpearlo y hacer que la máscara se llenara de agua.
Podía dejar de funcionar el regulador de oxígeno. Podía entrar en
pánico. Podía morir por hipotermia, enganchado, o en los meandros
de la corriente.
En su primera
inmersión llegó a una profundidad de casi cinco metros. Creía que
sería silencioso, pero el mar tenía un sonido. Takamatsu lo llamó
chirichiri, el sonido del aire que se calienta, o el silbido de una
serpiente. Takahashi le pidió que no tocase el fondo con sus manos
ni con las aletas porque podía provocar una ola de arena que lo
desorientaría. Takamatsu mantuvo la cabeza abajo y las aletas por
arriba.
Un día,
Takamatsu visitó a Masaaki Narita, de 57 años, encargado de una
planta de procesamiento de pescado. Narita había perdido a su hija
de 26 años, Emi, durante el tsunami. Emi trabajaba con Yuko en la
sección de Onagawa del Banco 77, una institución con sede en
Sendai. Las mujeres se habían refugiado en el techo del banco pero
la ola se las llevó. Takamatsu sentía pena por la pérdida de
Narita y se ofreció a buscar también a Emi en el mar. Pero Narita
decidió que él mismo bucearía para buscar a su hija. En febrero de
2014, Takamatsu presentó a Narita con Takahashi.
La mañana en que
vi cómo Takahashi preparaba a Narita para una inmersión comenzó a
llover intensamente. Era enero de 2016, un invierno cálido y lleno
de flores. Narita llegó tarde a la tienda. Vestía unos zuecos
azules y pantalones caqui. Se quedó parado en una esquina y metió
sus manos bajo las axilas. Miraba al suelo. La sala estaba llena de
orquídeas blancas y olía a pino. Takahashi revisó los tanques de
oxígeno y recogió los trajes de buceo que se estaban secando. En
las camisetas de la tienda se leía “Bucea hacia tu vida”. En una
caja había folletos que llevaban el título “Onagawa, tierra de
sueños”.
Condujimos hasta
una playa llamada Takenoura, al este del puerto principal de Onagawa.
Narita sacó su equipo del coche. El suelo estaba lleno de conchas
rotas, azulejos de baño, trozos de objetos de porcelana. De los
pinos colgaban sogas de pesca y boyas color naranja que parecían
congeladas entre las ramas.
Narita se colocó
el tanque de oxígeno en la espalda y caminó tambaleándose. Se
apretó las aletas. Su mujer, Hiromi Narita, caminaba por el muelle.
Se subió a varios barriles llenos de conchas y utilizó la mano como
visera para protegerse del sol. Asistía a todas las inmersiones de
su marido porque le preocupaba; el océano es peligroso y no quería
perder a su esposo también. “Si muero, lanza mis cenizas al mar”,
decía él. Caminó por la rampa de los barcos, avanzó por la
superficie del agua y, cuando llegó al lugar donde comenzaba la
profundidad, descendió.
Los fines de
semana, Hiromi preparaba cajas de comida para Emi y las arrojaba al
mar cada domingo. Estaban llenas de los platos favoritos de su hija:
sopa de cerdo, filete Salisbury y camarón frito, todo en cajas
especiales que se degradan. Lanzaba las cajas desde rampas en los
botes, desde los muelles o desde alguna saliente en las rocas. A
veces las colocaba con cuidado para que se las llevara el mar.
Siempre desde algún lugar escondido donde nadie pudiera verla. Había
hecho lo mismo durante cinco años. Pero el año siguiente al
tsunami, cuando la familia se mudó a Ishinomaki, una ciudad a 30
minutos, ella y su marido lo hicieron cada día, saliendo de su casa
a las cinco de la mañana para dejar el almuerzo en Onagawa antes de
comenzar sus jornadas laborales.
Pasaron 35
minutos y Narita volvió a surgir en el agua brillante. Estaba vivo,
con el respirador descolocado, respirando. Hiromi caminó hacia su
coche y se fueron. Era la hora del arroz y el pollo frito.
“Harías
cualquier cosa por un hijo”, dijo.
Yasuo Takamatsu y
Yuko se conocieron en 1988, cuando Yuko tenía 25 años y trabajaba
en el Banco 77 de Onagawa. Takamatsu era un soldado en la Fuerza de
Autodefensa de Japón, y fue su jefe quien los presentó. Fue amor a
primera vista, dice Takamatsu. Él dice que ella era una persona
amable. Le gustó su sonrisa, su modestia. Yuko escuchaba música
clásica y pintaba acuarelas que no le mostraba a nadie más que a
él.
El viernes 11 de
marzo de 2011, el día del tsunami, Takamatsu llevó a Yuko al banco,
que estaba en el paseo marítimo de Onagawa, frente al puerto. Esa
misma mañana, llevó a su suegra al hospital de Ishinomaki.
Takamatsu estaba en la entrada del hospital, saliendo por la puerta,
cuando empezó el terremoto magnitud 9. El temblor duró seis
minutos. Los semáforos dejaron de funcionar. Takamatsu regresó a
Onagawa por carreteras secundarias mientras escuchaba que en la radio
hablaban de un tsunami. Recibió un mensaje de la Universidad de
Sendai sobre su hijo, quien estaba bien. Pero no pudo contactar con
Yuko ni con su hija, estudiante de secundaria en Ishinomaki.
Finalmente, a las
15:21, recibió un mensaje de texto de Yuko: “¿Estás bien? Quiero
irme a casa”. Takamatsu pensó que Yuko había sido evacuada a un
hospital en el monte Horikiri, a unos 244 metros del banco. Estaba en
una colina, una de tantas que rodean Onagawa, designada como punto de
evacuación para la ciudad. Pero Takamatsu no fue capaz de llegar
allí. Los bomberos bloqueaban el paso hasta el hospital. Había una
casa en llamas en la ladera. No había manera de reunirse con Yuko,
así que se fue a casa. Yuko ya se había perdido antes, me dijo, en
una de sus primeras citas, cuando Takamatsu la llevó a una capilla
el día de Año Nuevo. Le dijo que no se perdiera en la multitud,
pero ella lo hizo igual, durante 20 minutos, hasta que pudo
encontrarla entre la gente que salía del lugar. Nunca olvidó esos
20 minutos.
Takamatsu volvió
al hospital por la mañana. “Estoy buscando a mi mujer”, dijo a
las enfermeras. Un trabajador del hospital le pidió que escribiera
su nombre en la parte de atrás de un calendario, y él le preguntó
si alguien sabía lo que había sucedido con los empleados del banco.
Mucha gente en el hospital había visto lo que les había pasado -sus
gritos, sus brazos extendidos al aire- pero nadie dijo nada. Al
final, una mujer le dijo a Takamatsu que había oído que algunos
empleados habían sido arrastrados del techo por la ola. Estaba
segura de que no habían sobrevivido. “Pero sobre Yuko, no sé”,
añadió.
Takamatsu no
creía que ella estuviese muerta. Fue a cada planta del hospital y,
como no la encontró, caminó hasta el gimnasio, a la escuela, a los
hoteles y a cada uno de los puntos de evacuación. Durante su
búsqueda se cruzó con muchos vecinos y amigos, y le dijeron que su
hija estaba a salvo. Pero ninguno había visto a Yuko.
El día del
tsunami nevó. El cielo estaba plomizo, casi negro, y el viento
soplaba con fuerza entre las colinas que rodean Onagawa. Se esperaba
que la ola entrara desde el mar con una altura de tres metros. Cuando
llegó a la costa, a las 15:20, tenía 13 metros. Cuando se retiró,
los edificios de la ciudad comenzaron a resquebrajarse y a hundirse
por el peso. El agua estaba tan fría que los supervivientes que se
dirigieron al hospital morían de hipotermia por el camino. Los
pacientes de más edad morían de frío incluso después de llegar a
un lugar seguro.
Los soldados
llegaron a Onagawa y a la mañana siguiente al tsunami comenzaron a
buscar cuerpos entre los escombros. Utilizaban palos largos en
lugares en los que la montaña de escombros podía medir 4,5 metros.
Envolvían los cuerpos en sábanas y los dejaban en la calle hasta
que podían regresar a recogerlos. En total se han identificado a 613
víctimas, muchas de ellas personas de edad avanzada que quedaron
atrapadas en sus casas.
Takamatsu se
había retirado del ejército; se suponía que iba a comenzar a
trabajar como conductor de autobús ese mismo junio. Hasta entonces
buscó a Yuko todos los días, desde la mañana hasta la noche. A
comienzos de junio comenzó a buscar los fines de semana. En una de
sus primeras salidas caminó hasta la orilla, avanzó con cuidado
sobre un montón de escombros. Los trenes yacían retorcidos en las
laderas. Un coche colgaba de la ventana de un quinto piso. Una farola
se había doblado hasta formar un ángulo de 90 grados.
Aparentemente, solo el mercado de pescado seguía en pie. La
comisaría de policía estaba al lado. Se quedó de pie frente al
edificio. Ya no era nada: solo un marco, despojado de todo.
A veces Takamatsu
caminaba junto a los soldados y escuchaba mientras hablaban por sus
radios. Si se anunciaba el descubrimiento de un cuerpo, se acercaba a
ellos para preguntarles qué ropa llevaba. Yuko llevaba pantalón
negro y un abrigo de color camello. Pese a que buscaba el cuerpo de
Yuko, se sentía aliviado cuando no se trataba de ella.
Un mes después
del tsunami, mientras limpiaban las instalaciones del banco, alguien
encontró el teléfono de Yuko en el aparcamiento. Era un teléfono
rosa. Takamatsu encontró un mensaje de texto que no había llegado a
recibir, escrito a las 15:25: “Gran tsunami”, decía. Por ese
texto supo que estaba viva a esa hora. Supuso que el tsunami le
llegaba hasta los pies.
Cuando Narita
supo lo que había pasado con los empleados del banco, que todos
habían sido arrastrados del techo por la ola, regresó a casa
llorando. Había visto a su hija Emi por última vez un día antes,
el 10 de marzo. Era el cumpleaños de su esposa y Emi había llevado
un pastel. Hiromi Narita trabajaba en el hospital Ishinomaki cuando
comenzó el terremoto y no se enteró de que había habido un tsunami
hasta el día siguiente. Su casa desapareció y la familia tuvo que
quedarse con unos parientes. La mañana del domingo, el marido de Emi
fue a Onigawa en bicicleta y el día siguiente toda la familia llegó
en coche. Todos buscaron el cuerpo de Emi. Fueron al banco, gritaron
su nombre. Encontraron sus tarjetas de presentación en el barro.
Seis semanas
después del tsunami, en abril, apareció un cuerpo flotando bajo los
escombros en la playa de Tsukahama, en el lado contrario al puerto,
en la bahía de Goburra. Era el de Michiko Tanno, de 54 años, que
había trabajado más de 20 años en el banco. Había siete u ocho
cuerpos flotando en los alrededores según las hermanas de Tanno,
Keiko y Reiko. Dijeron que el cuerpo estaba en buen estado. “Estaba
intacto”.
El cuerpo de un
segundo empleado del mismo banco apareció en Onagawa, en la playa
Takenoura, el 26 de septiembre de 2011. Kenta Tamura, de 25 años.
Había estado en el mar unos siete meses.
Los padres de
Tamura, Takayuki e Hiromi, tuvieron que ir a identificar a su hijo a
la morgue. El cuerpo estaba descompuesto así que les mostraron la
ropa. “Estábamos tan deshechos y asustados por tener que verle”,
dijo Hiromi, “que ni siquiera quisimos preguntar por el cuerpo”.
Le pidió a la policía que hiciera una prueba de ADN para asegurarse
de que el cuerpo realmente pertenecía a su hijo. Días después
quemaron los restos. Recogió huesos de entre las cenizas. “Mirando
hacia atrás”, dijo “aun estando asustados, debimos haber visto
el cuerpo”.
Takayuki me dijo
que entendía que otras familias aún tienen personas desaparecidas y
debería estar contenta por haber encontrado a su hijo. “Pero aún
tras encontrar el cuerpo, una se siente muy mal. Mantuvimos la
esperanza hasta que apareció el cuerpo”.
A Takamatsu le
preocupaba que su esposa fuera la siguiente. Mientras no la
encontrara, no sabía a qué atenerse. Me habló de una cabeza de
maniquí que había encontrado en una ladera cerca de la playa. Por
un momento pensó que era Yuko. Fue lo más cerca que estuvo de
encontrar un cuerpo.
Tetsuya Takagi,
un patólogo forense en la Universidad de Medicina y Farmacia Tohoku,
en Sendai, me habló de lo que pasa con los cuerpos en el mar. El día
del tsunami estaba dando clases en Tokio. A pedido de la policía
viajó a Sendai y visitó gimnasios llenos de cuerpos. En ocho días
examinó más de 200.
“Si un cuerpo
llega al océano y desaparece, es difícil saber lo que sucede”,
dijo Takagi. “Nadie sabe a ciencia cierta cómo se mueve el mar. Si
el cuerpo llega a una profundidad determinada, allí se queda. Si se
enreda en aparejos de pesca, podría flotar por el Pacífico y llegar
hasta Hawái. Un cuerpo en el mar probablemente se volverá blando
como el queso y, si lo tocas, la piel se separa. En otros casos
podría verse envuelto por una sustancia similar a la cera que lo
vuelve duro como el yeso”. Para que se forme esa cera, algo que
puede suceder cuando se descompone la grasa del cuerpo, normalmente
es necesario que la temperatura sea baja, en un ambiente húmedo y
sin oxígeno. Si un cuerpo flota, no se convierte en cera. “La
descomposición puede llevar desde días hasta años”, dijo. “En
Onagawa, después del tsunami, a un cuerpo le habría llevado medio
año convertirse en ‘queso’ y uno año o dos descomponerse
totalmente hasta que solo queden los huesos”. Pero depende de la
temporada, dijo, y de otras variables, como los animales marinos que
pudieran comérselo. Describió un cuerpo que tenía carne en la
espalda pero no en el estómago. “Creo que los animales se lo
comieron”, dijo.
Un mes después
del tsunami, el aire y el agua estaban fríos y los cuerpos recién
habían comenzado a descomponerse. Una córnea embarrada por aquí,
un vientre verdoso por allí. Había cuerpos flotando en la
superficie del océano pero la mayoría estaba en la costa. Si
aparecía un cuerpo con espuma en la boca o la nariz, significaba que
aún respiraba bajo el agua cuando murió. Cuando pensamos en un
tsunami, según Takagi, pensamos en ahogamiento, pero a veces la
muerte es por hipotermia o por golpes (han aparecido cuerpos sin un
brazo o una pierna). También algunas de las víctimas se quemaron.
En Ishiomaki, un autobús escolar flotando sobre la ola se incendió
y los equipos de búsqueda encontraron cuatro niños carbonizados.
“Eran tan solo unos niños”, dijo Takagi, “con dientes de
leche”.
Hace algunos
años, una víctima del tsunami apareció en la costa de Ibaraki ya
convertido en esqueleto pero con la ropa puesta y algo de tejido en
el pecho. La ropa flota y tarda más en descomponerse que la carne. A
veces los huesos regresan en forma de cuerpo porque abrigos,
pantalones, guantes y zapatillas deportivas los mantienen unidos.
La gente que
vivía en las montañas donde las casas se apilaban una sobre otra
entre acantilados y árboles no podían haber visto llegar el
tsunami. Pero quienes vivían en los campos de arroz, sí. En esas
zonas planas, el tsunami entró unos seis kilometros en la tierra a
una velocidad que dio a la gente tiempo para reaccionar, pero no para
escapar. Los supervisores de una residencia de ancianos decidieron
poner a todos los internos en la misma habitación. Todos murieron, y
sus cuerpos fueron recuperados con el equipamiento médico que
llevaban. “También trabajé en ese caso”, dijo Takagi. “Vi
entre 300 y 400 cuerpos en el gimnasio de una escuela y nunca lo
olvidaré”.
Una mañana de
viernes, Takamatsu y yo dimos vueltas por las rutas que recorría
años antes, cuando buscaba a Yuko en tierra. Condujimos por
carreteras sinuosas junto al mar. Señaló los cedros y su maleza, el
cementerio que cruzaba para llegar a la playa de arena crujiente.
También había bosques de pino negro y vistas sobre campos de
amaranto y hierba plateada. Después del tsunami, cuando llegó el
deshielo primaveral, siguió la nieve derretida en su camino hasta el
mar. En la playa Tsukahama me mostró las aguas oscuras a lo largo de
un muelle de hormigón donde encontraron a Michiko Tanno. Takamatsu
era asustadizo y caminaba siguiendo pautas sinuosas. Encontramos un
montón de estrellas de mar de color púrpura colocadas como si
fueran galletas tras una antigua red de pesca. Introdujo los dedos en
un montón de cuerda y vio cómo huían los cangrejos. Lo seguí por
una escalerilla hasta la parte alta de un muro de hormigón de metro
y medio que separaba el muelle del océano. Puso las manos en la
cadera y miró al agua. No había nada. Fuimos a otro lugar donde el
fondo del mar estaba lleno del tipo de azulejos de baño populares
hace 40 años, azul claro y oscuro. Platos, cuencos, un microondas.
En una de sus inmersiones vio un reloj que se había detenido para
siempre a la hora del tsunami.
Cerca del mar,
cuando regresábamos al coche, a medio camino del estacionamiento,
Takamatsu se detuvo y cerró los ojos. “Escucha”, dijo.
Del océano
llegaba algo parecido al latido de un corazón.
Avanzó unos
pasos hacia unos trabajadores de la construcción cerca de un barco
amarrado al muelle. El sonido provenía de un tubo color vino que se
sumergía en el agua. Takamatsu dijo que el tubo debía estar
conectado a la escafandra de un buzo.
“¿Qué
significa eso?”, pregunté.
“Es el sonido
de la respiración”, respondió.
Tres días de
entrenamiento con Takahashi, el instructor de buceo, sirvieron para
que Takamatsu tuviera su licencia de principiante. Sus clases fueron
en el mar. Aprendió a ponerse y a quitarse la máscara, a ajustar la
flotabilidad, a trabajar con una cuerda, a navegar en la oscuridad.
Durante seis meses solo pudo realizar una inmersión al mes antes de
que se le calmara la respiración, y los músculos se le relajaran,
hasta que finalmente pudo seguir a Takahashi mar adentro.
Takamatsu salía
al mar con los clientes de Takahashi, los que buceaban por diversión.
No tenían idea de que él buscaba un cuerpo.
Cada inmersión
comenzaba con una revisión de los equipos, y una nueva revisión.
Supervisado por Takahashi, Takamatsu examinaba su regulador, la
unidad de comunicación, el manómetro, el medidor de profundidad.
Siempre llevaba una linterna. Takamatsu esperaba alcanzar una
profundidad de 30 metros. Le tomó un año para llegar a bucear a
unos 24 metros, y su inmersión más profunda era de 26 metros. Podía
permanecer 10 minutos a esa profundidad.
Nunca estaba solo
en el mar. Siempre lo acompañaba Takahashi u otro buceador, y cada
mes nadaban lentos y silenciosos como manatíes sobre el fondo
marino. Sus linternas iluminaban huesos de perros y huesos de aves
como constelaciones en la arena.
“¿Y qué
viste?”, le pregunté.
“Todas las
cosas en la vida de una persona”, respondió.
En diciembre de
2013, Takamatsu dedicó una hora por día a leer un libro de texto de
350 páginas para obtener el certificado de buceo nacional que lo
habilitaría a mover escombros y buscar cuerpos. Pasó el examen en
febrero de 2014. Durante meses se lanzó con los grupos de
voluntarios de Takahashi para eliminar los residuos de la costa
norte. Después de seis meses, Takahashi comenzó a enseñarle
algunas lecciones que normalmente no le hubiese dado: cómo encontrar
y recuperar los cuerpos del océano. Takamatsu aprendió la forma en
que los colores cambian según la profundidad, porque eso le iba a
ayudar a localizar un cuerpo hundido. En los días soleados descendía
a través de tonos de azul, y en las tormentas a través de tonos de
marrón. Se enteró de que los cuerpos de los ahogados por lo general
se encuentran con el trasero levantado, y las manos y los pies
colgando.
Para enero de
2016, Takamatsu ya había estado en 110 inmersiones, con una duración
de entre 40 y 50 minutos cada una. No solo buscaba el cuerpo: también
buscaba una billetera, ropa o joyas, cualquier cosa con la que
pudiera identificar a su esposa después de cinco años en el océano.
“Yo esperaba
que fuera difícil”, dijo Takamatsu, “y ha sido bastante difícil,
pero es lo único que puedo hacer. No tengo más remedio que seguir
buscándola. Me siento más cerca de ella en el océano”.
Pensé en esa
canción que un compositor francés, llamado Sylvain Guinet, compuso
para Takamatsu después de enterarse de su pérdida. El título es
“Yuko Takamatsu“, y es un solo de piano. Takamatsu escuchaba la
canción cuando hacía sus compras por internet, cuando planchaba su
ropa, cuando conducía su su coche y cuando se quedaba dormido. Le
pregunté si la canción le traía recuerdos de Yuko. “No me trae
recuerdos”, dijo. “Porque no la he olvidado”.
A menudo pensamos
en la búsqueda como una especie de movimiento, un movimiento hacia
adelante a través del tiempo, pero tal vez puede ser todo lo
contrario, una suspensión del tiempo y de la memoria. Heidegger
escribió acerca de un dolor metafórico al que llamó “la unión
de la grieta”. Esta grieta, dijo, es la que mantiene unidas las
cosas que han sido desgarradas, quizá para crear un nuevo espacio en
el que la alegría y la tristeza pueden encontrar una comunión. Creo
que Takamatsu encontraba este espacio bajo el mar, donde podía
sentirse cerca de su esposa, en la grieta entre “perdida” y
“muerta”.
Hubo un
sobreviviente del banco. Lo encontraron los pescadores el día del
tsunami, enredado en los desechos, semiinconsciente. Un mes más
tarde, las familias organizaron una reunión con el banco, y todo el
mundo esperaba para hablar con él. Querían saber por qué los
empleados fueron evacuados en el techo y no en el hospital. Querían
conocer cualquier detalle acerca de lo que había ocurrido con sus
seres queridos. Sin embargo, la reunión terminó antes de que
pudieran hablar con el sobreviviente. “Todo el mundo estaba
bastante confundido”, dijo Takamatsu. “Pensamos que lo
volveríamos a ver”. El banco programaba otro encuentro, pero el
sobreviviente siempre cancelaba.
Un año después recibió una carta del banco. Le invitaban formalmente a un homenaje. “No tuvimos nada más que hablar con ellos desde entonces”, dijo Takamatsu. En ese momento, debatió con otras familias sobre la posibilidad de presentar una demanda. El Banco 77 era la fuente de empleo más importante de la región y nadie quería demandar pero necesitaban saber qué había sucedido. Keiko y Reiko Tanno, las hermanas de Michiko, se sumaron a varias familias en esa demanda. Su madre, anciana, era la demandante oficial. “Todos asumimos que habían muerto cuando trataban de evacuar por las escaleras”, dijo Keiko. “Ellos no mencionaron que estaban en el techo, esperando morir”. El juicio comenzó en febrero de 2014 en Sendai y el juzgado dictó sentencia a favor del banco. Concluyó que el plan de evacuación era razonable. En abril de 2015 fracasó una apelación. Pero por aquel entonces ya habían podido escuchar la versión de lo sucedido de boca del sobreviviente.
En enero me
encontré con Keiko y Reiko en el memorial del banco fuera del
hospital. Nos sentamos afuera, en la nieve, alrededor de una mesa
plegable donde se apilaban las transcripciones del juicio. Keiko me
contó la historia del superviviente como recordaba haberla escuchado
en el juzgado.
El hombre recordó
que el terremoto fue a las 14:46. El encargado del banco en Onagawa -cuyo nombre ha sido mantenido en secreto por el banco, al igual
que el del sobreviviente- estaba fuera del edificio cuando
ocurrió. Volvió a las 14:55 y los empleados estaban acomodando las
cosas. Les avisó de la alerta de tsunami. Dos clientes se fueron. Le
dijo a todo el mundo que cerraran las puertas y pusieran documentos
en una caja de seguridad. El sobreviviente y Kenta cerraron la puerta
frontal y abrieron la puerta que llevaba al techo. No era fácil de
abrir. El encargado llamó a la oficina central del banco en Sendai
para notificarles a dónde se dirigían. No consultó con nadie hacia
donde evacuar, y nadie cuestionó su orden de subir al techo.
Una empleada
pidió irse. “Quiero irme a casa”, dijo. “Estoy preocupada por
mis hijos”. El mar arrastraba la marea. Sabía que no era seguro
irse pero quería llegar a donde estaban sus hijos. Cuando salió
eran las 15:05 y ya sonaban las sirenas de tsunami. Ella sobrevivió.
A las 15:10, los
demás empleados subieron al tejado. Llevaron una radio con ellos. Se
preveía que el tsunami iba a ser de unos tres metros y el tejado
estaba a 9 metros de altura. Llegaría a las 15:30. Tenían tiempo.
Varios hombres regresaron al piso de abajo para coger sus abrigos.
Hacía frío y nevaba. A las 15:15, los 13 empleados estaban en el
tejado. Todo el mundo parecía estar tranquilo. Llamaron por teléfono
y escribieron mensajes a sus familias. Yuko escribió a Takamatsu.
Michiko le escribió a sus hermanas: “Estoy a salvo”.
El encargado del
banco le dijo a Kenta y al sobreviviente que escucharan la radio y
miraran al mar. Había un edificio entre el agua y el banco así que
cuando los hombres caminaron hacia el borde del tejado, vieron la
bahía. Kenta se dio cuenta de que el hospital en la montaña estaba
lleno de gente evacuada. También había personas en los techos de
los coches en el aparcamiento esperando la ola. Habló con el
sobreviviente sobre el hospital. Se preguntaron si debían ir allí.
Estuvieron de acuerdo en que aún estaban a tiempo de correr. Todo el
mundo estaba tranquilo. Decidieron quedarse.
El sobreviviente
vio que los barcos cerca del mercado de pescado se movieron de
repente sobre el agua. El banco estaba construido sobre una zona
plana e inundable. El agua comenzó a subir. Quebró la tierra y
avanzó por las calles. Poco después de las 15:30 llegó la ola.
Primero fue baja y pasó rápidamente el edificio, pero entonces el
nivel del agua comenzó a subir, poco a poco y después más rápido.
Desde los cinco metros iniciales llegó a 19 metros de altura. Al mar
le llevó cinco minutos inundar la primera planta. El encargado le
pidió a todo el mundo que se fuera a la parte más alta del techo,
una pequeña habitación para la electricidad con una escalerilla
vertical de tres metros. Él fue el último en subir y cuando llegó
arriba el edificio ya estaba cubierto por el agua.
Masaaki Narita
llevaba unas zapatillas de Mickey Mouse, jeans y un suéter estampado
con renos. Estábamos en su nueva casa, en Ishinomaki. Se frotó la
espalda y suspiró. Dijo que el buceo le provocaba dolor de espalda.
Más temprano ese mismo día, durante su inmersión, llevaba ocho
kilos de lastre para no flotar.
“Estoy
agradecida de que mi marido bucee”, dijo Hiromi, su esposa, “porque
puedo ver el amor que tenía por mi hija. Aún está aprendiendo así
que todavía no habla mucho sobre lo que ve, pero cuando llega a casa
tiene buen aspecto, incluso cansado. Creo que es un proceso que le
hace bien porque se siente cercano a nuestra hija. Si encontramos
algunas de sus cosas, estoy segura de que puede darnos una pista
sobre dónde deberíamos mirar”.
En la sala de la
casa de Narita hay dos ofrendas en memoria de su hija. Hiromi se
sentó en el suelo junto a la mesilla de café, frente a un retrato
de Emi de tamaño real. “Así podemos tenerla entre nosotros”,
dijo. El retrato está hecho a partir de una fotografía de ella y de
su marido en Disneylandia siete años atrás. El marido de Emi vivió
con ellos un año después del tsunami, pero sabían que no podría
estar allí para siempre. Le dijeron que siguiera adelante con su
vida y buscara otra esposa.
“No puedo
asumir que este era su destino”, dijo Hiromi. “Si era inevitable,
al menos deberíamos haberla enviado en una cama cálida. Ella no
nació para permanecer en el agua fría. Tengo la sensación de que
podría estar diciendo: ‘¿Para qué me dejaron nacer?’. Por
supuesto que mi hija nunca hubiera imaginado que su vida terminaría
el día siguiente. Damos por sentado que habrá un mañana. Trato de
imaginarme en qué pensaba la noche anterior, mientras se dormía”.
Hiromi se cubrió
la cara con las manos.
“Era mi única hija”, dijo. “Estaba todo el tiempo conmigo desde que nació. Llevo cinco años sin creer que ya no está conmigo”. Habría cumplido 31 este año. “Ella me dijo: ‘Tienes que vivir más que tus padres’. Le digo eso a todo el mundo que es tan joven como hija”.
La madre de
Hiromi, la abuela de Emi, se nos unió en la sala. Ella preparaba la
comida que Hiromi se llevaba al mar. Vestía un delantal verde con
flores y tenía una espesa mata de pelo gris rizado. Se sentó en la
silla junto a nosotros.
“De hecho”,
dijo Hiromi señalando a su madre, “me preguntó varias veces si
quería unirme a ella en el suicidio después de que mi hija
desapareció”. La abuela me miró y asintió con la cabeza. “La
verdad ya no quiero seguir viviendo, pero no pude hacerlo porque si
nos vamos dejaríamos a mi marido solo”.
“¿Él lo
sabe?”, pregunté.
“Se lo contamos
después”, respondió.
Emi había vivido
en un apartamento que estaba en un segundo piso, a dos minutos de la
casa de sus padres. Todas las plantas del edificio quedaron cubiertas
de barro después del tsunami pero los Narita recuperaron la mayoría
de sus cosas. Encontraron un álbum de fotos lleno de imágenes de
Emi que ella quería usar para su boda. Hiromi las usó para su
funeral.
Su teléfono
nunca apareció. Hiromi no quería cerrar la cuenta de su hija.
Escribió a la empresa explicándole que era el único modo que tenía
de comunicarse con su hija y pidió que no la cancelaran. La empresa
fue a la casa con un teléfono nuevo -el mismo número y la misma
dirección- como una muestra de respeto a la familia. Hiromi puso
el teléfono en el altar de su hija. Sus amigos le envían mensajes
de texto en su cumpleaños. Hiromi lo hace todos los días. “Lo
siento”, escribe. “Lo siento”.
Masaaki
desapareció en su dormitorio. Hiromi y la abuela lloraban.
“Necesitamos pastel”, dijo Hiromi. La abuela corrió a la cocina
y regresó con una tarta. Chocolate, fresa, castañas. Masaaki estaba
solo en la oscuridad de su dormitorio. Las mujeres comieron, Hiromi
me contó una historia sobre el cabello de su hija. Debido a que Emi
estaba desaparecida, no tienen nada que poner en la tumba. Ella
quería algo. Así que retiró algunos pelos de Emi del desagüe y
los enterró.
El 11 de enero
por la tarde, vistiendo una chaqueta plateada ligera y tenis blancos,
Takamatsu vino a ver a una búsqueda de cuerpos realizada por la
guardia costera. Su chaqueta brillaba como papel de aluminio. Narita
llevaba una chaqueta acolchada con una capucha de piel y pequeñas
gafas de sol oscuras. Keiko y Reiko, las hermanas, llegaron con
comida: bolas de arroz rellenas con ostras y ciruelas ácidas.
La búsqueda fue
idea de Narita. De vez en cuando le pedía a la guardia costera de
Japón que llevara a cabo una búsqueda oficial del cuerpo de su
hija. Él había pedido que hicieran una búsqueda en mayo y en
octubre, y de nuevo en enero. El gobierno dejó a Narita decidir
dónde. Narita escogió una ruta de navegación que pertenecía al
gobierno, porque era un lugar en el que nunca sería capaz de
sumergirse.
No muchas
personas concurrieron a ver la búsqueda. Solo las familias de las
víctimas del banco y Takahashi, y algunos habitantes. Los miembros
de la prensa japonesa superaban en número a los espectadores.
Los buzos de la
guardia costera llegaron por mar. Eran siete, vestidos con trajes de
buceo brillantes de color naranja y negro y gruesos cascos amarillos.
Los hombres bucearían una hora, siguiendo la longitud de una cuerda
sumergida en el agua. En el camino registrarían lo que vieran para
Narita y Takamatsu. Atracaron y saltaron a tierra. Eran marciales,
ceremoniales. Todo el mundo estaba en silencio. En fila saludaron a
su comandante. Después de un breve discurso, saludaron a las
familias y condujeron el barco a 20 metros del muelle.
Hiromi vertió
café en el océano para Emi y todo el mundo tomó fotos. Caminó
hacia mí y señaló hacia el mar. “Hoy he servido filete
Salisbury”, dijo. “El favorito de Emi”. Esperamos una hora
antes de que los buzos regresaran a la superficie. Uno a uno se
subieron al bote y regresaron a la costa. El responsable de la
inmersión habló con las familias.
“No encontramos
nada”, dijo. Narita asintió y se limpió la nariz. Takamatsu
estaba muy quieto.
“No hay nada
que no pertenezca ya al mar”, continuó el comandante. “Las latas
de refresco son todas nuevas. Pero ¿quieren ver las fotos de todos
modos?”.
“Sí”, dijo
Narita.
Pasaron las
imágenes submarinas en la pantalla de un ordenador portátil en la
parte de atrás de una furgoneta. Narita y Takamatsu se inclinaron
hacia delante para mirar. El comandante habló sobre el agua. Aquí
hay parte de un edificio, dijo, y parte de un reloj. Aquí hay una
lata de Coca Cola.
Takamatsu se
alejó rápidamente del grupo. Se quedó cerca del mar y yo traté de
ponerme al día con él. Empezó a buscar de nuevo. Se subió a un
montón de piedras, puso las manos sobre las rodillas y se quedó
mirando hacia el mar. La búsqueda del amor, la búsqueda -la suya,
la de ella, la de todos- no es la de una aguja en un pajar ni la de
un pez en el mar. Es la de una persona concreta en la tierra. El
mundo nunca parece tan grande como cuando alguien se pierde.
Fuente:
Jennifer Percy, Después del tsunami: los hombres que aprendieron a bucear por amor, 16/08/16, The New York Times. Consultado 19/08/16.
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