La barbarie de un
país en el que las palabras ya no dicen.
por Eliane Brum
Sheila da Silva
bajó la colina de Querosene para comprar tres patatas, una zanahoria
y pan. Oyó tiros. No paró. Sencillamente siguió, porque los tiros
no le resultan extraños. Sheila da Silva comenzaba a subir la colina
cuando los vecinos le avisaron de que una bala perdida había
encontrado la cabeza de su hijo y, así, se había convertido en una
bala encontrada. Subió las escaleras corriendo, con el pecho
jadeante, le faltaba el aire. En la puerta de casa, el cuerpo de su
hijo cubierto por una sábana. Levantó la sábana. Vio la sangre. La
madre sumergió los dedos y se pintó la cara con la sangre de su
hijo.
La escena se
produjo el 10 de junio, en Río de Janeiro. Con ella, la pietà negra
de Brasil atravesó el vaciado de las palabras. La cara en la que se
mezclan las lágrimas y la sangre, documentada por el fotógrafo
Pablo Jacob, de la Agência O Globo, estampó los periódicos. Por un
efímero instante, que ya comienza a pasar, la muerte de un joven
negro y pobre en una favela carioca se convirtió en noticia. Su
madre hizo de ella un acto. Si no fuese vida, sería arte.
Sheila oyó los
disparos y siguió adelante. Tenía que seguir adelante, con la
esperanza de que las balas fueran para otros hijos, otras madres. Y
volvió con su bolsa con patatas, una zanahoria y pan. Aún no sabía
que la bala, esta vez, era para ella. Aún no había sangre, pero la
imagen ya era terrible, por ser cotidiana, invisible. La mujer que
sigue a pesar de los tiros y regresa con patatas, una zanahoria y
pan, furiosamente humana, en busca de un espacio de rutina, un
fragmento de normalidad, en medio de una guerra que nunca pudo ganar.
Y las guerras que no se puede ganar no son guerras, sino masacres. Y
entonces corre, sin aliento. Y esta vez las patatas, la zanahoria, el
pan ya no pueden salvarla.
La pietà se
pinta la cara con la sangre de su hijo para hacerse humana en el
horror. Y entonces nos alcanza. Pero es una guerrera desde siempre
derrotada, porque nos llega solo por un instante, y pronto caerá en
el olvido. Y, tras el suyo, las balas ya han perforado a otros hijos.
Y su sangre corrió por los callejones, las callejuelas y las
escaleras, hasta mezclarse con las aguas podridas de los ríos y
riachuelos contaminados que serpentean por los suburbios.
La pietà de la
favela no ampara el cuerpo muerto de su hijo como en la imagen
renacentista. Va más allá de ese gesto, porque aquí no hay
renacimientos. Hace de la sangre de su hijo su piel, convierte su
sangre en la suya, lo lleva en su ser. Ritualiza. En este gesto,
denuncia dos tragedias: el genocidio de la juventud negra que, esta
vez, alcanzó a su hijo y el hecho de que "genocidio" sea
una palabra que, en Brasil, ya no dice. Si no hay palabras para
describir el dolor de la madre que pierde a un hijo, hay otro horror,
y este apunta hacia Brasil. La tragedia brasileña es que las
palabras existen, pero ya no dicen.
Porque, si no hay
escucha, no se dice nada. Las palabras se convierten en cartas
enviadas que jamás llegan a su destino. Cartas extraviadas,
perdidas. Si el otro es una dirección siempre equivocada, una casa
ya deshabitada, no hay oídos, no hay respuesta. En un país en el
que las palabras dejan de decir, queda la sangre. Las palabras que
las madres podrían decir, las palabras que de hecho dicen, no
perforan ningún tímpano, no hieren ningún corazón, no conmueven
ninguna conciencia. Ante el cuerpo muerto del hijo, la pietà negra
necesita vestir la sangre, encarnar, porque las palabras han
desencarnado. En Brasil, las palabras son fantasmas.
Cuatro días
después de que Sheila da Silva se pintase la cara con la sangre de
su hijo, el 14 de junio, en el municipio de Caarapó, en Mato Grosso
do Sul, cerca de 70 hacendados se montaron en sus camionetas e
invadieron la zona donde un grupo de indígenas guaraníes kaiowás
habían reconquistado Toro Paso, su tierra ancestral. Asesinaron al
indígena Clodiodi Aquileu Rodrigues de Souza Guarani Kaiowá, de 26
años, agente sanitario, e hirieron de bala a otros cinco indígenas,
entre ellos a un niño de 12 años, que recibió un disparo en la
barriga. No fue una "confrontación", como la prensa
insiste en decir. Fue una masacre.
Cerca de 70
personas salieron de sus casas con una idea: "Vamos a expulsar a
esos indígenas, aunque tengamos que matarlos". Y los mataron.
Al menos desde la víspera ya se sabía en la región que se había
planificado el ataque, pero las autoridades no tomaron ninguna medida
para evitarlo. Un episodio más de otro genocidio, el de los
indígenas. Más de 500 años después de la invasión europea, en la
que empezó a matarse a millones de ellos, el exterminio sigue en
marcha. Pero la palabra ya nada dice. Y la sangre manchó Toro Paso,
una vez más.
Los guaraníes
kaiowás saben que la palabra de los no indígenas, en Brasil, nada
dice. Desde 1980 se denuncia que los jóvenes indígenas se ahorcan
en los árboles porque las palabras de los blancos nada dicen. Al no
poder vivir, se matan. Esto llamó un poco la atención, al inicio
del "fenómeno". Después entró en la rutina, ya no era
noticia. Las altas tasas de desnutrición, que ya han llevado a niños
a la muerte, también son bien conocidas. Ni la conciencia de que los
indígenas pasan hambre ha acelerado el proceso de demarcación de
sus tierras.
En 2012 un grupo
de 170 hombres, mujeres y niños guaraníes kaiowás escribió una
carta. Los arrancarían una vez más de su lugar por una decisión de
la (in)justicia. Por eso escribieron, en la lengua de los blancos,
que resistirían en su tierra ancestral, de la que no saldrían ni
muertos: "Les pedimos al Gobierno y a la Justicia federales que
no decreten la orden de desalojo/expulsión, sino que decreten
nuestra muerte colectiva y nos entierren a todos aquí. Pedimos, de
una vez por todas, que decreten nuestra extinción/diezmado total,
además de mandar varios tractores para que caven un agujero grande
al que tiren nuestros cuerpos y los entierren".
La carta les
arrancó del silencio mortal al que se los había condenado. Después
de todo, la interpretación de lo que los indígenas decían era
clara: asuman el genocidio y decreten nuestra extinción. Sepúltennos
a todos de una vez y planten soja, caña de azúcar y bueyes en la
tierra robada y fertilizada con nuestros cuerpos. Tengan el valor de
asumir el exterminio en lugar de utilizar sus leyes para matarnos
poco a poco. Pronuncien el nombre de lo que realmente son: asesinos.
Era eso y, dicho en la lengua de los blancos por aquellos que a otra
lengua pertenecen, causó un shock. Pero el shock pasó. Y se
continúan exterminando a los guaraníes kaiowás. También a tiros.
La palabra, para
los guaraníes, tiene un sentido profundo. Ñe’ẽ es palabra y es
alma, es palabra-alma. Vale la pena recordar un fragmento del hermoso
texto de la antropóloga Graciela Chamorro:
"La palabra
es la unidad más densa que explica cómo se trama la vida para los
pueblos llamados guaraníes y cómo estos se imaginan lo
trascendente. Las experiencias de vida son experiencias de palabra.
Dios es palabra. (...) El nacimiento, como el momento en el que la
palabra se sienta o se proporciona a sí misma un lugar en el cuerpo
del niño. La palabra circula por el esqueleto humano. Es
precisamente lo que nos mantiene de pie, lo que nos humaniza. (...)
En la ceremonia de nombramiento, el chamán revelará el nombre del
niño y marcará, con ello, la recepción oficial de la nueva palabra
en la comunidad. (...) Las crisis de la vida –enfermedades,
tristezas, enemistades, etc.– se explican como un alejamiento de la
persona y de su palabra divinizadora. Por eso, los rezadores y las
rezadoras se esfuerzan por traer de vuelta, volver a sentar la
palabra en la persona, devolviéndole la salud. (...) Cuando la
palabra ya no tiene lugar o asiento, la persona se muere y se
convierte en un devenir, un no ser, una palabra que ya no es. (...)
Ñe’ẽ y ayvu pueden traducirse tanto como 'palabra' como por
'alma', con el mismo significado de 'mi palabra soy yo' o 'mi alma
soy yo'. (...) De este modo, el alma y la palabra pueden adjetivarse
mutuamente. Se puede hablar de palabra alma o de alma palabra, siendo
el alma no una parte, sino la vida como un todo”.
Como explicó el
antropólogo Spensy Pimentel cuando se divulgó la carta, “la
palabra es el centro de la existencia, tiene una acción en el mundo,
hace que las cosas sucedan, hace el futuro”. Para los guaraníes
kaiowás, la palabra es una “palabra que actúa”. Los indígenas
todavía no habían entendido la profundidad de la corrosión de lo
que se llama Brasil, esa tierra erguida sobre sus cadáveres por
colonizadores que ya fueron colonizados, expropiados que se
convirtieron en expropiadores, refugiados que expulsan. Esta tierra
en permanente ruina por haberse construido sobre huesos, vísceras y
sangre, uñas y dientes, ruinas humanas. Al invocar la palabra de los
no indígenas, los guaraníes kaiowás no habían entendido aún que
Brasil se pudre porque la palabra de los blancos ya no actúa.
El genocidio de
los guaraníes kaiowás, así como el de otros pueblos indígenas, al
ser pronunciado, hasta gritado, no produce acción, no produce
movimiento. Que se cuelguen, que se mueran de hambre, que los
perforen a balazos, nada de eso mueve. Las palabras se han vuelto tan
silenciosas como los cuerpos muertos. Las palabras, como los cuerpos,
ya no tienen vida. Y, así, no pueden decir. No son ni fantasmas,
porque para ser un fantasma se necesita un alma, aunque en pena. La
palabra-alma de los guaraníes ilumina, del revés, que la palabra de
sus asesinos ya no está. Ni es.
Si hay un
genocidio negro, si hay un genocidio indígena, y conocemos las
palabras, y las pronunciamos, y no ocurre nada, se ha creado algo
nuevo en el Brasil actual. Algo que no es censura, porque está más
allá de la censura. No es que no se puedan decir las palabras, como
en los tiempos de la dictadura, es que las palabras dichas ya no
dicen. El silenciamiento de hoy, lleno de sonido y de furia en las
calles de asfalto y también en calles de bytes, está abarrotado de
palabras que nada dicen. Este es el golpe. Y la carne golpeada es
negra, es indígena. Este es el golpe fundador de Brasil, que se
repite. Y se repite. Y se repite. Pero siempre con un poco más de
horror, porque el mundo cambia, el pensamiento avanza, pero el golpe
se sigue repitiendo. Hasta el punto de que hoy calla incluso las
palabras pronunciadas.
En la película
Trago comigo (traigo conmigo), de Tata Amaral, que acaba de
estrenarse en los cines de Brasil, los más potente son las franjas
negras. La obra entreteje una narrativa de ficción con testimonios
de personas reales. Un director de teatro, interpretado por Carlos
Alberto Riccelli, es un guerrillero de una dictadura, encarcelado,
torturado y exiliado, que se ha olvidado de un capítulo vital de su
historia. Para la reapertura de un teatro que había sido abandonado,
un teatro lleno de polvo, telarañas y silencios, como ese rincón de
su memoria, pone en escena una pieza que es su propia historia, el
capítulo borrado de la historia. Para acordarse de sí mismo, pone
en escena la realidad como ficción. Pero para que recordemos
nosotros, quienes lo vemos, qué es y de qué realidad se trata, los
torturados por el régimen civil-militar cuentan cómo era estar en
los sótanos de la represión.
Sin embargo, al
pronunciar los nombres de los torturadores, se calla la voz y una
franja negra le tapa la boca a aquel que habla. Los nombres no
podrían ser pronunciados todavía hoy, cuando se vive formalmente en
una democracia, porque los torturadores y los asesinos del régimen
no han sido juzgados ni condenados. Al elegir la franja, la directora
se protege a sí misma de eventuales procesos legales. Pero también
denuncia el golpe que continuó –y continúa– perpetrándose.
La franja señala
lo que es obsceno, o pornográfico: que los torturadores y los
asesinos no puedan ser nombrados porque no serán juzgados. Y, así,
no responderán por sus crímenes. Al no poder nombrar a los que los
violentaron, los que sobrevivieron siguen siendo violentados. Y los
muertos, los que fueron asesinados, sin el nombre del asesino
seguirán sin enterrar. Sin hacer el ajuste de cuentas con la
historia, un país condena el presente, porque el pasado sigue
repitiéndose en el presente. Y nada peor que un pasado que no pasa.
La cuestión es
que, fuera del cine, los nombres de los 377 agentes del Estado que
participaron directa o indirectamente en el secuestro, la tortura, el
asesinato y la ocultación de cadáveres durante el régimen de
excepción (1964-1985) fueron pronunciados. Están documentados y son
de libre acceso al público en el informe de la Comisión Nacional de
la Verdad, que investigó los crímenes de la dictadura. Pero no por
ello fueron juzgados. El único torturador reconocido por la Justicia
fue el coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra (1932-2015). Sin
embargo, en abril de 2015, una de las acciones contra él fue
suspendida por una medida cautelar de la ministra Rosa Weber, del
Tribunal Supremo de Brasil, que se basaba en el perdón promovido por
la Ley de Amnistía. El coronel murió en octubre sin haber sido
castigado. Hay un gran clamor para que se revise la Ley de Amnistía,
pero en 2010 el Supremo decidió no revisarla. La Orden de los
Abogados de Brasil (OAB) interpuso recursos, que años más tarde
todavía no han sido analizados.
Por lo tanto, es
aún más complicado que la censura, es aún más complicado que el
no poder decir. Porque, de nuevo, las palabras existen. Las palabras
son dichas. Pero nada dicen, porque no producen el movimiento
suficiente para transformar la realidad. En este caso, el movimiento
suficiente para promover la justicia, para que las palabras puedan
decir que este país no tolera –ni tolerará– a torturadores y
asesinos, que este país no tolera –ni tolerará– a dictadores y
dictaduras.
Solo en un país
donde las palabras han fallado la elección de poner una franja sobre
las palabras pronunciadas es una denuncia más potente que decirlas,
o destaparlas. La franja señala menos lo que no se puede decir y más
lo que de nada sirve decir. La censura es la represión aplicada a
las palabras que actúan, y, por actuar, desestabilizan la opresión,
se convierten en peligrosas para los opresores. Aquí ya no actúan.
Lo que sumerge el país que ha regresado a la democracia en un terror
de otro orden.
En la votación
en la Cámara Baja que decidió la apertura del proceso de
destitución de la presidenta Dilma Rousseff, del Partido de los
Trabajadores, el 17 de abril, el diputado Jair Bolsonaro, del Partido
Social Cristiano, mostró lo que sucede en un país en el que las
palabras han perdido el alma. Al votar a favor de la destitución, le
rindió homenaje a uno de los mayores torturadores de la dictadura
civil-militar: “Por la memoria del coronel Carlos Alberto Brilhante
Ustra, el pavor de Dilma Rousseff; por el ejército de Caxias; por
las Fuerzas Armadas; por Brasil, por encima de todo, y por Dios, por
encima de todo, mi voto es ‘sí’”.
Bajo el mando del
Ustra, fueran asesinadas al menos a 50 personas y torturadas a
centenas. Una de ellas fue Amélia Teles, más conocida como
Amelinha. Después de haber sido salvajemente torturada, la sentaron
en la silla del dragón, un instrumento en el que se ata a la víctima
con correas de cuero y se le ponen cables eléctricos en diferentes
partes del cuerpo, entre ellas los genitales. Amelinha estaba
desnuda, orinada y vomitada. Ustra mandó llamar a sus dos hijos, de 4 y 5 años, para que presenciasen la situación de su madre. La niña
preguntó: “Mamá, ¿por qué estás azul?” Amelinha estaba azul
debido a las descargas eléctricas. Se llevaron a los niños y
siguieron torturando a la madre.
Este fue el
torturador al que Bolsonaro le rindió homenaje, y este es solo un
caso entre centenas. Jair Bolsonaro fue aclamado por muchos por
reivindicar a un asesino en serie, por no mencionar la perversión
explícita de la aposición: “El pavor de Dilma Rousseff”. Como
se sabe, la presidenta, hoy suspendida temporalmente, es una de las
torturadas por la dictadura.
Cuando el
diputado Jean Wyllys, del Partido Socialismo y Libertad, votó en
contra del impeachment, Bolsonaro lo insultó, llamándole “maricón”,
y lo agarró por el brazo. Jean Wyllys le escupió a Bolsonaro. El
escupitajo despertó polémica. Para una parte de la sociedad
brasileña, escupir se convirtió en un acto más grave que
homenajear a un torturador y asesino que murió impune. ¿Pero qué
puede haber denunciado el escupitajo? La imposibilidad de la palabra,
por su vaciado. Además de debatir si el escupitajo es aceptable o
no, hay que descifrarlo.
Cuando alguien
democráticamente elegido puede homenajear a un asesino en serie de
la dictadura y recordar con sadismo que era el “pavor” de la
presidenta que está suspendida temporalmente y, en seguida, cometer
homofobia, y nada se mueve además de más palabras, es porque las
palabras se han vaciado de poder. El escupitajo no le dio solo a
Bolsonaro, llegó a muchas más cosas. Por tener solo palabras
muertas a su disposición, palabras que no dicen, tal vez solo le
haya quedado más que escupir. Y así, sin palabras, tras el 17 de
abril, algunos manifestantes escupieron y vomitaron sobre fotos de
parlamentarios por todo Brasil.
Ya he escrito más
de una vez que considero el Gobierno de Dilma Rousseff indefendible
en aspectos fundamentales, y que el del vicepresidente-conspirador
Michel Temer es su continuación empeorada. Sin embargo, un proceso
de destitución de una presidenta democráticamente elegida, sin base
legal, no respeta el voto de la mayoría y le costará muy caro al
país. Por eso, estoy en contra del impeachment. Pero la disputa entorno a la palabra “golpe” –si el proceso de destitución es un
golpe o no– me parece apuntar también hacia el vaciado de las
palabras. Es imperativo preguntar, para evitar el riesgo de las
simplificaciones que pueden servir al pragmatismo de ahora, pero
cobrar un precio elevado más adelante: ¿Dónde está el golpe?¿Y
quiénes son los golpeados en este país?
Basta seguir la
sangre. Basta seguir el rastro de indignidades de aquellos cuyas
casas son violadas por agentes de la ley en los suburbios; de
aquellos que ven sus casas destruidas por las obras, primero de la
Copa del Mundo, después de los Juegos Olímpicos; de aquellos cuyas
vidas son robadas por los grandes proyectos en la Amazonia; de los
que abarrotan las cárceles debido a su color; de los que tienen
menos de todo a causa de su raza; de aquellos a quienes el Estado
solo finge que les enseña en escuelas que se caen a pedazos, cuando
en realidad les niega todas las posibilidades; de los expulsados de
sus tierras ancestrales, a quienes se empuja a las favelas de las
grandes ciudades; a los que ven cómo les arrancan las mantas en el
frío para no “refavelizar” el espacio público. Basta seguir a
los que mueren y a los asesinados para saber dónde está el golpe y
quiénes son los golpeados. Como nos recordó Sheila da Silva, la
pietà negra de Brasil, la sangre dice lo que las palabras ya no son
capaces de decir.
Esta crisis no es
apenas política y económica. Es una crisis de identidad, y es una
crisis de la palabra. Las palabras son las que nos arrancan de la
barbarie. Si las palabras no vuelven a encarnarse, si no vuelven a
decir en Brasil, el pasado no pasará. Y solo nos quedará pintarnos
la cara con sangre.
Eliane Brum es
escritora, periodista y documentalista. Autora de los libros de no
ficción Coluna Prestes - o avesso da lenda, A vida que ninguém vê,
O olho da rua, A menina quebrada, Meus desacontecimentos, y de la
novela Uma duas.
Traducción de
Óscar Curros
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