lunes, 21 de marzo de 2016

Esta maldita lujuria en el otoño de la época colonial


por Antonio Elio Brailovsky

Queridos amigos:

Hace casi un siglo, Johan Huizinga publicó "El otoño de la Edad Media", un estudio histórico que mostró, con la vivacidad de una novela, la vida cotidiana en el norte de Europa durante los años previos al Renacimiento, donde la vida era tan rica y tan llena de contrastes que olí­a a sangre y a rosas. A los que vivimos en tiempos de cambios nos seducen las obras que describen el enmarañado final de una época y el oscuro nacimiento de algo nuevo.

Por eso quiero compartir con ustedes la reedición de mi novela "Esta maldita lujuria", ambientada en el otoño de la época colonial, cuando lo nuevo aparece como una amenaza para quienes necesitan que el tiempo no transcurra.

En 1782, cuatro barcos españoles remontan el Río Negro de la Patagonia en busca de un espacio mítico: la Ciudad de los Césares, con sus casas de oro y techos de plata, donde la gente no muere y los hombres tienen a las mujeres en comunidad. Los marinos son un grupo de aventureros que surcan el sur del mundo ávidos de riquezas y hembras fascinantes.

En su travesía, deben cargar los barcos al hombro, hundirse en el barro y evitar que los indí­genas los cosan a flechazos.

América, tierra de desmesuras creadas por el diablo entre vapores ardientes. América, lujuria de la carne y el oro, del paisaje y de los mitos, donde el erotismo es la metáfora maldita de lo diferente, lo no europeo. América, el último sur del mundo, territorio de las sucias maravillas y los fulgurantes espantos de la cintura abajo del planeta.

El libro obtuvo el premio Casa de las Américas que lo publicó en Cuba. Al recibir un ejemplar, Fidel Castro preguntó: "¿Por qué la lujuria habría de ser maldita?

La edición argentina la hizo Planeta. La traducción al francés (como "Maudite luxure") la editó en París La Esprit des Peninsules. Se realizaron varias tesis de doctorado en distintas universidades latinoamericanas sobre esta novela.

Hace tiempo que está agotada, y ésta es la primera edición uruguaya, a cargo de Ediciones de la Banda Oriental. Es una edición para suscriptores, que no se distribuye en librerías, pero las personas interesadas en adquirirlo pueden ponerse en contacto con los editores en los mails que figuran más abajo.

En esta entrega ustedes reciben:
Un capítulo de mi novela "Esta maldita lujuria", donde el protagonista destaca los motivos, más importantes que el oro, para embarcarse en esa aventura. Agrego también la tapa del libro y el correo electrónico de su editor.
La obra de arte que acompaña esta entrega es un cuadro "El Otoño" del pintor italiano Giuseppe Arcimboldo (1527-1593). Es conocido sobre todo por sus representaciones del rostro humano a partir de flores, frutas, plantas, animales u objetos. Predominan en esta obra los símbolos de la vendimia, como los racimos de uvas, las hojas de parra en la cabeza del personaje o el tonel que le sirve de vestimenta. Los tonos ocre y sepia crean el clima de la estación que está representada.
En estos mensajes utilizo cada cambio de estación para recordar que nuestra sociedad olvida los ritmos de la naturaleza y que ese olvido no es casual sino que responde a intereses concretos.

Aquellos que lucran con la destrucción de nuestro patrimonio natural prefieren desconocer nuestra pertenencia a la Tierra. Sólo así es posible que se puedan negociar votos en el Senado a cambio de la impunidad ante un derrame de cianuro.

Por eso nuestra insistencia en recordar los ritmos de la naturaleza.

Quiero saludarlos en el comienzo del otoño.

Un gran abrazo a todos.

Antonio Elio Brailovsky

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Búsqueda

Y quizá fuera cierto, señor Virrey, quizás tuviéramos que recorrer tantos mares y horizontes para encontrar algo muy cercano. Porque, ¿qué estamos buscando en América, señor, qué cosa tan dificil de hallar que hubo que venirse tan lejos para hacerlo?

Nos dijeron, señor, que España era muy pequeña. Que no cabíamos todos en ella y que por eso nos era forzoso emigrar. Es posible que así fuera. Pero también yo he visto forjas cerradas porque las herraduras venían de Inglaterra, telares inactivos porque los paños llegaban de Holanda y aún viñedos y olivares abandonados porque el aceite que se tomaba era italiano y el vino era francés. Pequeño país el nuestro, pero las minas de hierro de Vizcaya y las de azogues del Almadén tienen las galerías silenciosas. Las curtiembres de Córdoba están cerradas y fríos los hornos de mayólicas de Sevilla.

- Trabajo para nuestras manos vacías, me dijo el tonelero de Sevilla, y quizá tuviera razón, porque el oficio de los hombres es duro, pero mucho más es no tenerlo y alguna razón que se me escapa el sudor de la frente no es suficiente para ganarse el pan.

Por eso América y esas tierras hasta el infinito, para él, que no tenía más bienes que la honra de su mujer, y por eso gastó sus únicos pesos en ponerle un cerrojo entre las piernas, con la ilusión de que el fierro es capaz de detener la fuerza de la carne. Pero no, señor Virrey, que entre los marinos se cuentan variadas historias sobre la forma en que las mujeres eluden los cinturones de castidad usando las manos y la lengua y hasta los servicios de un herrero para liberarlas de su deber de fidelidad.

Así que los casados vinieron a América a ganar cuernos y perder la honra buscando quizá trabajo, pero también buscando un horizonte que se perdiera en el infinito, y es como si en España el horizonte estuviera muy cerca y tuviésemos que irnos a un mundo donde todo tiene proporciones desmesuradas: los mares, las montañas, las selvas y los desiertos inmensos, y un horizonte tan lejano que da miedo pensar en la frágil calidad del hombre.

Vinimos, entonces, a descubrir y a percibir el tamaño del mundo. Pero hay algo más. Porque Cortés y Pizarro vinieron a buscar oro. Por el oro uno quemó los barcos y el otro trazo una marca en la arena: «De este lado, los que se quieran ir a Perú y serán ricos; del otro, los que quieran ser pobres en Panamá». Oro y plata. el sol y la luna, convertidos en lingotes, o en las casas de la Ciudad de los Césares, en la larga corriente que brota de las peñas del Potosí, o en los tesoros que los incas arrojaron al fondo de un lago. A buscar oro vinimos, señor Virrey. Pero hay algo más.

Porque otros vinieron a buscar honores, trayendo un apellido que olía a moro o a judío, con un papel de limpieza de sangre falsificado o comprado a buen precio en una trastienda de Cádiz. Honores, un título, un emblema, quizás un escudo con leones en rojo y castillos en azul, una carroza, lacayos de librea amarilla como los del Papa, y todo el mundo inclinándose ante ellos, los que volvían de América cargados de honores. Pero también hay más.

Porque todos vinimos a América porque es la parte de abajo del mundo, la zona húmeda, caliente y oscura donde los hombres penetran a las mujeres. España son las casacas de cuero, los abrigos de pieles, las armaduras de fierro, las sotanas. América son los taparrabos de hojas, las grandes hamacas colgando de los árboles como una invitación a repetir el rito ancestral. Allí la aridez y aquí la selva; allá las piedras secas de la Mancha y aquí los ríos calientes del Paraguay.

Vinimos porque nos lo pedía la sangre, porque aquí había mujeres pasionales, con sangre de jaguares, mujeres doradas como los guacamayos, mujeres lustrosas como el palosanto, enormes como las ballenas, alegres como las garzas. Por esas mujeres y por lo que nosotros haríamos con ellas, sobre ellas y por debajo de ellas, con el miembro y con los dedos y la boca y la nariz y los dedos de los pies.

Mujeres que olieran a selva y no a monasterio, a mares en vez de abadías; que hicieran el amor en playas y a la luz del sol y no apagando los candiles, con una larga camisa puesta con un ojal en ese lugar. Mujeres que nos tocaran y acariciaran, nos besaran y chuparan en todo el cuerpo para ir sintiendo lentamente cómo aparece, muy de a poco, cada parte de la piel que hemos tenido siempre y que un tacto de mujer va encontrando. Llegamos por esas manos que iban a recorremos el pecho, por esas uñas que íbamos a sentir en el vientre, esos labios que nos iban a hacer gritar de gozo. Vinimos, señor Virrey, a descubrir nuestro propio cuerpo.

(Antonio Elio Brailovsky: “Esta Maldita Lujuria”, Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 2016)

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Fuente:
Antonio Elio Brailovsky, Esta maldita lujuria en el otoño de la época colonial, 20/03/16, Defensoría Ecológica.

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