María Ignacia Vela está a cincuenta kilómetros de Tandil, es un pueblo de 1900 habitantes que tiene aire de bohemía. Osvaldo Soriano estuvo allí escribiendo, la sombra del genial escritor aún se siente por las calles empedradas. Conocé este pueblo que vive un ritmo de vida propio, donde la cultura del vermouth al mediodía es una religión.
por Leandro Vesco
El pasacalle de un pastor que promete un día de bendición es lo primero que se ve cuando se entra a Vela, un boulevard empedrado y las esquinas que parecen sacadas de la imaginación de Cordaro hacen del pueblo un sitio especial, una plaza con árboles añosos, monumentos en ella, la sucursal de un banco y autos que pasan lentamente por badenes profundos mientras sus conductores se hablan entre sí, los vecinos cruzan las calles y se saludan y muchos comercios tienen carteles llamativos. María Ignacia se llama el pueblo, al fondo, la estación ferroviaria es conocida por Vela, para simplificar, se unieron nombres y apellido y así es hoy un pueblo con garbo y sobrados antecedentes de bohemia.
Osvaldo Soriano caminó por sus calles y respiró su noche como ninguno, el recuerdo de su paso por el pueblo aun es comentado, el Gordo vivía en las horas en donde la Luna domina el cielo y muchos lo recuerdan caminar solo, ensimismado por las animosas y nobles calles adoquinadas. Ficcionó a Vela en sus libros y de alguna manera es un pueblo de novela, sobrevuela en sus esquinas las sombras de personajes que se han escapado de páginas soñadas. El bar Tito, donde se sentaba a escribir está frente a la estación, en los suburbios del pueblo, don Rivero atiende el boliche y señala donde acostumbraba sentarse Soriano. La visión irradia nostalgia y también algo emoliente. No debe existir un mejor lugar para escribir. Don Rivero hace cincuenta años que atiende el Bar, pero es crítico con nuestra visita. Llegamos a las 13:05. “Cierro a las una, mis clientes saben que tienen que venir antes” Con cierto aire marcial y preocupado por el tuco que se está haciendo, nos cierra la puerta con atildada generosidad.
Vela llegó a tener 6000 habitantes, pero no se habrían aburrido porque en su época de gloria, supieron convivir cincuenta bares y cinco cabarets. “No te alcanzaba el día para ir a todos los boliches” nos cuenta Julio, dueño de uno de los pocos que han quedado, “El Pulpo”, su abuelo escapó de la guerra civil española y halló en Vela un lugar ideal para vivir. “Acá todos tenemos la costumbre del bar, todo se corta a las doce para tomar un aperitivo, pero a la noche es mayor la actividad” Julio atiende a sus clientes con placer. Nació para esto, su padre fue Don Tito Alegre, dueño del famoso bar donde iba Soriano. Los autos paran y dejan el motor en marcha para pedirle a Julio un vermuth al paso. Se siente una despreocupada sensación de que en el pueblo nadie está nervioso. Uno de los clientes nos cuenta que aquel que está sentado solo en una mesa le dicen Formula Uno. “Tiene motor de cinco litros” Algunos de atrás festejan la victoria de un equipo de futbol local y hablan de un empleado de un comercio que atiende con algunas copas de más. El pueblo a la hora meridiana del almuerzo es un ir y venir de chistes y chismes, pero con buenas costumbres. Hay buena gente en Vela que se toma la vida con paciencia y contemplación.
“Se hace costumbre vivir acá” nos cuenta Julio quien nos guía hasta el único restaurant abierto. Se trata del Kiosko “Del Corcho”, quien detrás de las estanterías y las carameleras tiene cuatro mesas con manteles de plástico con cuadrados rojos y blancos, un par de cuadros en la pared y un televisor. Pudiendo ser un lugar sin estilo no lo es, algo en ese cubículo gastronómico nos devuelve la sospecha de que es uno de esos espacios en donde se cocina como antes. El menú es sencillo: ravioles con estofado, y Corcho saluda como un verdadero maître criollo. El aroma de la salsa podría parar hasta la guerra más sangrienta, es literalmente delicioso. Corchito, el hijo, nos trae los platos y se queda hasta que probamos. Sin palabras. Una música de fondo acompaña, Julio se queda y nos cuenta los secretos e historias del pueblo, una lectura que se hace de la obra de Soriano en el Bar Tito, la próxima fiesta del Dulce de Leche y su cansancio de vivir de noche.
Fuente:
Leandro Vesco, Vela, El Pueblo que Soriano eligió para escribir, 30/08/15, El Federal. Consultado 31/08/15.
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