El barrio Pueyrredón, histórico trazado de la ciudad de Córdoba, alberga una comunidad que nunca disimula orgullos y sentimientos de pertenencia. Menos aún por estos días, en que la diáspora de todo el mundo se apresta a conmemorar el centenario de las masacres que se convirtieron en el primer genocidio del siglo 20. El Genocidio Armenio y sus heridas y dolores imposibles de cicatrizar fueron evocados por seis familiares directos de víctimas de aquellas matanzas cometidas por el Imperio Otomano y a las que el Estado turco se niega aún a llamar por su nombre. Los testimonios que siguen fueron recogidos un lunes de abril, junto al colegio y la iglesia que congrega a esa comunidad, sobre una calle que no podía tener otro nombre que el de Armenia.
por Marcelo Taborda
Alice Dishchekenian tiene 80 años, nació en Alepo, hoy devastado por la guerra en Siria y llegó aquí en 1967. Su testimonio, en armenio, refleja emociones y amarguras.
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“Mi madre tenía 7 años y vivía en Behes, cerca de la provincia armenia de Zeitún. Vivía con su madre y tenía un hermano de 14. A su padre lo habían matado. En medio de las matanzas, una familia turca le dijo a mi abuela que le entregara a su hija para salvarla y le prometieron que podría ir a verla cuando quisiera. Tenían que cruzar el Éufrates, porque su casa quedaba del otro lado del río. Después de que había subido su hijita al bote, con un remo golpearon a mi abuela y se llevaron a la nena, que era mi mamá. Mi abuela no resistió la pérdida y se suicidó con veneno”.
“La familia turca que se apropió de mi madre le decía que todos sus parientes habían muerto y no tenía a nadie más; pero un día, un chico unos años mayor que ella la paró en la calle y le dijo: ‘¡Terfanda, vos sos mi hermana!’. Ella le contestó que no tenía hermanos, pero al regresar a la casa de la familia turca contó su encuentro. Le dijeron entonces que si hablaba otra vez de ello podía pasarle lo que a toda esa gente que se veía cada tanto en el río. Mi madre nos contaba que, sentada desde su ventana, veía pasar los cadáveres flotando por el Éufrates. Ella vivió así hasta la derrota turca en la Primera Guerra, cuando los franceses dieron la orden de que todos aquellos que tuvieran niños que no fueran suyos los entregaran a orfanatos. El hermano de mi madre había sobrevivido y nunca dejó de buscarla, hasta que, rastreando el apellido Assadourian, la encontró”.
“Recuerdo la historia de una hermana de mi padre, que siendo muy joven y con dos hijos, un varón de 2 años y una bebé de 6 meses fue enviada a la caravana al desierto. También a la abuela que vivía allí. No había comida, ni leche, ni agua para la bebé. La tía, exhausta, dejó a su beba junto a un árbol pensando que no sobreviviría. Por la noche, con culpa, se volvió a buscarla pero la bebé había muerto. Conocí a la mamá de la bebé, que siempre lloraba nombrando a su hija muerta”.
“Nací en Alepo y con mi marido vinimos aquí recién en 1967, porque estaban por entrar en guerra Siria contra Israel. Mi marido era chofer de taxi y un día le dijeron los militares que le iban a dar un camión para que llevara armas a la frontera con Israel y como él tenía familiares aquí decidimos dejar aquello, aunque teníamos un buen pasar. Éramos cinco hermanos y yo la única mujer. Los cuatro hombres viven hoy en Beirut. Mi madre dijo siempre que yo me salvé por venir a la Argentina”.
Rosa Avakian integra una de las primeras familias armenias que se instalaron en Córdoba. Entre las fotos y recortes que esparce sobre la mesa, Rosa muestra la tijera con que su suegra se defendía de los soldados turcos que la hostigaban.
“Nací en Córdoba en el año 1929. Mis padres decidieron venirse cuando allá estaban matando a todos los hombres. Mi padre, tres hermanos y un sobrino vinieron primero a la Argentina y cuando estaban aquí comenzó la guerra y todos sus familiares murieron. Quedaron solitos, esperando a saber quién había sobrevivido allá… Pero no quedaba nadie. Entonces pensaron en traer 15 mujeres que quisieran venir a casarse. Entre ellas estaba mi madre, a quien la sacaron de un orfanato en Siria”.
“Mi mamá vivía en un pueblo que era Cesarea, en Chomaklu. Eran personas humildes, pero mis abuelos habían hecho una casa de dos pisos que apenas habían estrenado cuando vinieron los turcos y los sacaron así como estaban, desnudos, sin comer, porque los iban a deportar. Caminaban sin saber adónde los llevaban, es la historia de todos los que iban al desierto de Der Zor. Iban padres, hermanos, caminando hacia Siria. Muchos murieron en el camino. Su padre, de cólera; los hermanos, de otras enfermedades. Las únicas que quedaron fueron mi madre, con 12 años y una hermanita de 5. Pasaron los años hasta que llegó esa posibilidad de venir a la Argentina cuando ella tenía ya 14 o 15 años”.
“Mi madre estuvo en el orfanato con su hermana más chica. Mi mamá atendía en un hospital a enfermos. Su hermanita le decía: ‘Vos me vas a dejar solita a mí aquí’. ‘No”, respondía ella, pero al final se vino sin despedirse. Y se casó con mi papá que le llevaba 20 años y de ahí surgimos nosotros. Mamá todas las noches nos ponía de rodillas porque tenía remordimiento de haber dejado a su hermanita allá. Años después lograron ubicarla, pero cuando se embarcó y llegó al puerto en Buenos Aires, como no sabía comunicarse y estaba enferma, no la dejaron ingresar y la enviaron de vuelta en el mismo barco. Ella se quería tirar al mar porque no tenía a nadie en el mundo, pero tuvo la suerte de conocer a un soldado armenio con quien luego formó una familia. Vivía en Francia, casada con ese soldado y con su familia. Nunca más se pudieron ver”.
“Mi suegra, que era de Harpert, se enamoró de un muchacho con quien se encontraba a escondidas, hasta que se casaron. El marido era fedaí (guerrillero de la resistencia). Mi suegra y su primer marido tenían unas 40 personas ocultas en la montaña y era ella la que les llevaba alimentos en secreto. Los turcos la torturaron más de una vez para que confesara dónde estaba su esposo. Una noche la siguieron, descubrieron el escondite y atacaron a los fedayines. El único sobreviviente del combate fue su marido. Ella escuchó que un oficial turco pidió que le traigan el corazón de ese valiente que había peleado solo. Ella vio cómo traían estaqueado el corazón de su marido. Quedó viuda y con una hija de 9 años. Para poder sobrevivir hacía pan para vender a los turcos. Una vez fue a repartir ese pan mientras su hija preparaba el baño. Cuando regresó, se encontró con que le habían robado a la nena”.
“Pasaron los años y ella se volvió a casar con alguien que vino a Argentina, Assadour Khadeyan… Tuvieron un hijo que es mi marido. Yo me casé y tuve un hijo varón que se llama Ricardo y una mujer, Mirta. Después de que se enfermó, mi suegra llamaba a mi hijita con el nombre de la nena que le robaron”.
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Enrique Suren Kademian tiene 90 años. Tiene una foto con Evita allá por el 17 de octubre de 1945 y muestra su “carta de ciudadanía peronista de 1953”. Habla del Genocidio Armenio con pasión y su voz se quiebra cuando repasa injusticias.
“Yo nací dos años después de que terminó el genocidio. El abuelo era guerrillero, fedaí . Mi papá, un tío abuelo de él y un primo defendieron el pueblo de ellos que era Tomarza, lleno de conventos, orfelinatos, seminarios”.
“La primera independencia de Armenia se produce en 1918 y ese gobierno duró hasta el 29 de noviembre de 1920. Ese año, un grupo de Armenia probolchevique derrocó al gobierno nacionalista armenio y (José) Stalin le dio a los turcos el pueblo de mi papá. Entonces mi papá y mi tío mayor se enrolaron en el ejército convencidos de que iban a pelear para reconquistar Armenia. Pero resultó que el frente que tenían que atacar era Polonia, así que desertaron. En la época del genocidio, mi abuelo materno pudo irse a Estados Unidos y trató de salvar a los familiares desde allá. En Armenia quedaron mi abuela, con seis hijos, y otros cinco familiares. Cuando la desterraron, lo único que llevaba era un pequeño baldecito donde podía recoger un poquito de agua para los chicos o para algún otro peregrino que iba en la caravana. Y cuando los chicos tenían que orinar, mi abuela los hacia orinar en el balde y eso era lo que tomaba ella, para guardarles el agua a los niños”.
“Un día, en la caravana, mi abuela vio un aljibe en un campo. Pasó el cerco y rompió el candado con que los turcos cerraban los lugares donde había provisiones. Cuando se agachó para sacar con una soga el balde con agua, entró un gendarme a caballo y le encajó dos golpes en la cabeza que le hundieron el cráneo… Cayó al suelo moribunda. Los chicos se sentaron al lado esperando alguna ayuda, con apenas 4, 5, 6 o 7 años. En eso se murió un camello y, entonces, uno de esos seis chicos, tío mío, le abrió la panza al camello, se metió en ella y le sacó el hígado al animal para dárselo de comer a los otros. Él salió bañado en sangre, pero gracias a eso se mantuvieron vivos, me contaba mi abuela. Y a los ocho días ella resucitó como un pajarito… Mi abuela siempre estaba con un pañuelo negro en la cabeza y yo le preguntaba por qué. Un día me dijo: ‘Sentate, te voy a contar’. Entonces, se sacó el pañuelo negro y me mostró esa parte de cráneo que le faltaba, y que no lo podía tocar porque le daba un dolor terrible. Ella recorrió Asiria, Babilonia, Fenicia y terminó en Persia. Murió a los 103 años. Sus restos descansan en el cementerio San Vicente”.
“Yo participé en una caravana. Me acuerdo de que mi papá me cargaba en un burrito. Y en el camino murió un hermano menor, que tendría 6 meses. Íbamos mi hermanito, mi papá y yo hacia un descampado. Lo único que me acuerdo es que mi papá tomó una pala hizo un pozo y metió a la criatura allí y la tapó”.
“Ya en este país, hice el servicio militar porque fui anotado como argentino y además hice la carrera naval hasta teniente de navío… Por la edad no embarqué a Malvinas”, dice Enrique con orgullo.
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Mairanush Ezaian de Torosian tiene 85 años y nació en Beirut. Su hijo Eduardo es el actual presidente de la Colectividad Armenia de Córdoba. Sus recuerdos le llenan los ojos de lágrimas.
“Nunca me olvido del día en que mi madre estaba mirando televisión y al ver cómo arrastraban a un hombre de un carro con cadenas comenzó a gritar y a llorar. Estaba viendo Bonanza , estaba enferma y en cama y, de pronto, se puso muy mal. Le preguntamos qué sucedía y nos contó que había visto a un hombre arrastrado y que así se lo habían llevado a su hermano Levon, dos años mayor que ella. Los turcos lo habían arrastrado con un caballo hasta matarlo”.
“Mi mamá estuvo en Egipto, en una carpa, después de haber caminado tanto en la arena, en un lugar que les habían dado los ingleses. Apenas llegaron, les sacaron toda la ropa y la pusieron en un tacho para quemarla; y a ellos los bañaron con creolina, porque estaban llenos de piojos. Dormían en el suelo, su hermana se murió a su lado, porque había muchas pestes… Esa hermana, estando con mucha fiebre, le dijo a mi madre que había visto un altar con mucha gente y un hombre de barba blanca que le dijo: ‘Dentro de media hora te voy a venir a buscar’. Eso le contó su hermana a mi mamá: ‘dentro de media hora me vendrán a buscar’. Ellas tenían una vela encendida, que a la media hora se apagó y, tras tres suspiros fuertes, la hermana de mi madre murió. El padre también murió de tifus”.
“Mi madre quedó sola hasta que una mujer le dijo que tenía un hijo que había quedado viudo y le preguntó si quería casarse con él. Mi madre, sabiendo lo que les hacían los turcos a las mujeres armenias dijo: ‘Sí, cualquier cosa menos estar con un turco’. Se casó y la primera hija que tuvo vino al mundo entre la lluvia y el barro. Después, al marido, que era un intelectual mucho mayor que ella y tenía hijos casi de su edad, lo mataron. Se quedó otra vez sola, con una hija…”.
“Mis padres se conocieron en Beirut, donde ella trabajaba de noche para cuidar huérfanos. Mi papá estaba muy bien trabajando en un hotel como cocinero y entonces nací yo, y decidieron venir a la Argentina porque mamá había recibido una carta de un hermano de ella, que ella no sabía que estaba aquí”. “Estamos muy agradecidos a la Argentina por cómo nos recibieron porque no sé si en otro lado hubiera sido lo mismo”, dice Mairanush con una gratitud compartida por todos.
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Sara Kozigian tiene 84 años y nació en Valentín Alsina. Fue vecina de Sandro, que vendía vino y soda a su familia e iba a tocar siempre al bar de Pancho, cuyo dueño era armenio. Sara tiene fresca la historia de persecuciones y exilio de sus antepasados.
“Cuando era chica mi padre me contaba la triste historia del pueblo armenio. De cómo cuando él tenía 12 años, tres turcos tiraron la puerta de entrada de su casa y mataron a su madre y a su padre, es decir, a mis abuelos. Él corrió hacia las montañas e hizo un pozo, donde se escondió. Salía de noche para buscar comida y una de esas noches encontró a una vecina que lo reconoció y le dijo que si lo veían lo iban a matar. Esa mujer se quitó la pollera y se la puso a él, le puso un pañuelo en la cabeza, los aros y barro en la cara para que los turcos no lo mataran. Le dijo que se fuera de ahí y entonces mi padre comenzó a caminar hasta llegar a Boliz. Un día, un turco le tocó la espalda y lo reconoció. Mi padre pensó: ‘Este me va a matar’, pero aquel le dijo que no tuviera miedo, que había conocido a su padre y este le había hecho muchos favores. Mi padre le contó que estaba solo, que habían matado a sus padres delante de sus ojos y que tenía dos hermanas, que quizá ya habían muerto, dos cuñados y un hermano. ‘No tengas miedo, te llevaré a mi casa y te harás cadete mío y ahí tendrás techo y comida’, dijo este turco, con quien mi papá trabajó bastante tiempo”.
“Otra vez, haciendo un mandado, se encontró con un amigo que era de su barrio. Se abrazaron, lloraron y el otro le dijo que se fuera a trabajar con él a una compañía norteamericana. Juntos alquilaron una casita. Tiempo después se encontraron ambos con otro muchacho que era también del barrio. Y este tercero le dijo a mi papá: ‘Tu hermana está viva, trabaja en una casa de sirvienta’ y les pidió que le pasaran su dirección porque él ya se iba a ‘no sé a qué país’. Mi papá le dio la dirección y fue a buscar a su hermana a la que se llevó a vivir con él”.
“Una tarde, cuando volvían de trabajar, su amigo le mostró una casita chiquita, de madera, con una escalera angosta y le dijo que ahí vivía una señora que leía muy bien la borra del café. ‘Yo no creo en el café, ni creo en Dios’, le respondió mi papá. ‘¿Dónde estaba Dios cuando el turco nos mató a un millón y medio de armenios?’, le increpó. ‘Subí –dijo entonces la señora–, yo sé que no me creés, pero subí’. Mi papá subió y la mujer le dijo: ‘Escuchame, vos hoy o mañana recibís una carta y vas a romper el océano’. Cuando llegó a la casa, su hermana le dijo que había llegado una carta. Era de su cuñado, que estaba en Buenos Aires. Mi padre no sabía dónde era eso. El cuñado le decía: ‘Aquí te envío un cheque, cambialo, sacá pasajes y vení a la Argentina’. Mi padre se tomó la cabeza y salió a buscar el primer barco que saliera hacia la Argentina. Se despidió del amigo, se fue al puerto con su hermana y allí se acordó del café. Como el barco salía tres horas después, dejó a su hermana sentada sobre un baúl y se fue a la casa de la mujer que leía la borra y le preguntó si tenía algún libro sobre la borra del café, que trajo y hoy atesoro”.
“Mi mamá era de otro pueblo. A su padre lo mataron. Su madre y sus hermanos se escaparon. Les tomaron la casa y los mandaron al desierto. Después se llevaron a mi mamá. Uno de los hermanos vino en 1912 a la Argentina y se salvó del genocidio. Los otros dos se escaparon, pero sintieron que la hermana y la madre estaban en el desierto. Caminando y buscándolas llegaron a Alepo. Mi abuela se murió de hambre en el camino y mi madre quedó sola. Mis tíos se unieron a la marcha del Der Zor y se encontraron. Luego ella se instaló en Siria y desde allí se vino a la Argentina dos años después. Al resto de tíos y abuelos los mataron a todos. Mi papá llegó a la Argentina en 1924 y mi mamá en 1923. Mi padre soñaba con volver a su país y siempre decía: ‘No va a morir Armenia, tiene que vivir’”.
“Sin reconocimiento no habrá descanso”
Elisa Shekerdemian tiene 86 años y aún espera el día cuando Turquía reconozca lo vivido por su padre y cientos de miles de armenios.
El isa Shekerdemian tiene 86 años y aún espera el día cuando Turquía reconozca lo vivido por su padre y cientos de miles de armenios.
“Mi papá vivió la tragedia desde antes de 1915. No es que se lo contaron. Mi papá tenía unos 20 años pero eso empezó mucho antes de 1915 con las iglesias, la religión... Mi papá era casado, tenía dos hijos y vivía en Hadjin. Él vio matar a sus padres. Era un dirigente y fedaí al que se lo conocía como Manuk Chavush (comandante Manuk). Tuvo dos hermanos que se escaparon y de los que nunca más supo. A sus dos hijos los mataron dos turcos en su presencia, junto a su señora… Mi padre todas las noches nos sentaba junto a un brasero porque en ese tiempo éramos muy humildes, y cada noche nos contaba una historia de lo que había visto de sus abuelos, de sus compañeros y hasta que pudo salir y llegar a Atenas y de ahí a Francia, donde estuvo en la Legión Extranjera. Él conoció al general Antranik, héroe máximo de los armenios. Llegó a la Argentina el 1° de mayo de 1924, con unos 27 años. Aquí se volvió a casar y tuvo cinco hijos. A nosotros nos contaba sus días enteros sin agua o sus meses de andar deambulando, comiendo yuyos o cualquier cosa para tener algún gusto en la boca. Siempre decía que las casas armenias se señalaban con una mancha amarilla…”.
“Mi padre siempre ponderó a la Argentina que lo recibió. Sin dejar de ser armenios, somos muy argentinos y al revés”, agrega Elisa.
- ¿Qué dice cuando Turquía se niega a reconocer todo esto?
- Es una lástima porque uno no debe ser rencoroso, pero no se trata de algo que no es verdad o que a uno se lo cuentan. Cuántos países del mundo ya lo han reconocido… Muchos turcos también reconocen esta historia de crímenes y matanzas. Mi papá era muy visitado por camaradas y compañeros y cada uno contaba lo que había vivido. Ya somos cuarta generación, pero el armenio, si ellos no reconocen al genocidio, no va a descansar nunca y no es odio lo que tiene. Es por el amor a ser armenios y el dolor por el martirio de sus antepasados que tienen su derecho a pedir el reconocimiento de Turquía, aparte de las tierras de las que fueron despojados.
Cerca de ella, Martín Simonian apunta: “Una vez le preguntaron a Charles Aznavour si él se sentía más francés que armenio, o viceversa, y dijo que era como el café con leche, que no se sabe qué tiene más, pero precisa de ambos”.
Fuentes:
Marcelo Taborda, La memoria: imprescriptible, 19/04/15, La Voz del Interior.
“Sin reconocimiento no habrá descanso”, 19/04/15, La Voz del Interior.
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