por Sergio Federovisky
Le Monde Diplomatique publicó una nota de Verónica Ocvirk alabando el plan atómico del gobierno y lanzando loas a la energía nuclear. Esta fue mi respuesta, publicada en el número siguiente.
En relación a la nota titulada “El renacer de la energía nuclear”, haremos el intento de exponer algunos argumentos. Para la autora, desarrollar un plan nuclear es sí o sí una excelente noticia. Quien lo cuestione es un “ecologista duro” incapaz de vislumbrar que de la mano del átomo nos encaminamos a la victoria final. La descalificación del otro siempre recurre a un tótem: “la” ciencia, talismán que anula la discusión y desvela que quienes critican el desarrollo nuclear (o la soja transgénica, o la minería a cielo abierto) en realidad ocultan finalidades ulteriores y espurias. Anuncio: lo que sigue está fundamentado por científicos. Eso sí, representan “otra” ciencia.
La técnica del ocultamiento
El artículo repite como una letanía que, en tiempos de cambio climático, la nuclear es una energía “limpia”, es decir que no emite gases de efecto invernadero.
Ed Kerschner, jefe del departamento de Investigación de Citigroup Investment, que claramente no es un fundamentalista verde sino un representante del poder económico, considera “un error identificar de modo automático las prácticas energéticas que intentan frenar el cambio climático como opciones ecológicas. Una cosa es lo alternativo y otra lo ambientalmente sustentable” (1). El mejor ejemplo, alega, es la energía nuclear: es alternativa pero ambientalmente cuestionable.
Los defensores de la energía nuclear se solazan cuando señalan a la Argentina como integrante del grupo de países que manejan “el ciclo completo del combustible”, desde la obtención del uranio hasta su uso en las centrales. Pero para que eso sea virtud fragmentan artificialmente ese ciclo y le mutilan las puntas: la elevada contaminación en la producción de uranio y la generación de residuos radiactivos. La nuclear es una actividad “libre” de gases de invernadero solo si se la encapsula al hecho específico de producir electricidad. El uranio a partir del cual se elabora el combustible nuclear es, como todo mineral, no renovable, al igual que el petróleo y el gas, dato que los atómicos relativizan. Hay estudios que apuntan que para la demanda actual se genera más CO2 en la extracción y enriquecimiento de uranio que el que luego se evita, en comparación con una generación igual con gas natural (2).
Ex profeso vamos a saltear el espejismo de la independencia tecnológica. En la era global del capitalismo de las corporaciones, reeditar discursos del desarrollismo de posguerra y asociar la aplicación tecnológica con la soberanía suena inocente y hasta cómplice. Si no se reconoce quién detenta el poder nuclear (y decide quién y cómo accede a la tecnología), tener muchos científicos atómicos es un activo cultural pero no un baluarte de la liberación nacional. En todo caso, similar valor tendría si se tratara de técnicos en energía solar o eólica (o ingenieros navales) en tanto el propósito fuera (cito la nota) “alcanzar cierto grado de desarrollo tecnológico, lo que implica formar profesionales y técnicos altamente capacitados que luego tendrán trabajo en el país”.
La autora expone otra ventaja que, curiosamente, parece que solo otorga la energía nuclear: diversificar la matriz para “dejar de depender de los combustibles fósiles en general y del gas licuado importado en particular”. ¿Sabrá que dicho objetivo también, y preferentemente, puede alcanzarse con el desarrollo de energías alternativas? ¿Sabrá que existe una ley (26190) que dispone un 8 por ciento de energías renovables para el 2016 y que el gobierno incumple pues hoy las energías limpias -de verdad- no alcanzan el uno por ciento del total? La defensa atómica resalta el tercer adjetivo de la habitual monserga nuclear (“limpia, segura y barata”). Para rebatir la idea de los bajos costos de la operación nuclear (que solo se logra fragmentando falsamente el proceso, al ocultar la incidencia de la obtención y procesamiento de uranio y anular la variable económica de los desechos radiactivos), vayamos a Francia, que tanto gusta. Según la Asociación Europea de la Energía Eólica, en 2020 la energía nuclear costará 102 euros el MWh y la eólica terrestre 58 euros el MWh (3).
La ética intercambiable
Para sostener una postura sin debate lo primero es suspender la ética. Solo de ese modo es posible que la autora vea a uno de los fraudes más escandalosos de la historia argentina (la aventura filo-fascista de Ronald Richter con Juan Perón para el “proyecto Huemul”) como el romántico episodio necesario para el nacimiento de la energía atómica nacional y popular. Que luego haya sido capturada durante casi tres décadas por la Marina no parece preocuparle.
Solo con la suspensión de la ética es factible que se morigere hasta el ridículo el principal obstáculo técnico de la energía nuclear: los residuos radiactivos. “El volumen no es grande y son fácilmente vigilables y conservables”, dice como si hablara de envases de pet no retornables. Los desechos nucleares aún permanecen en las centrales, pues nadie sabe qué hacer con ellos. El proyecto Yucca Mountain, formación geológica estable a la que Estados Unidos derivaría sus desechos, nunca pudo ser aprobado y, aunque sucediera, habría que construir un reservorio de ese tipo por año para disponer lo que se producirá en los próximos veinte. El volumen no es grande, justiprecia la nota: un millón de toneladas de material probadamente cancerígeno y mutagénico vagando por el planeta le parece poco.
Hervé Kempf (4) se sorprende de que un procedimiento técnico que hipoteca de tal modo el provenir pueda presentarse a sí mismo como “la energía del futuro”. “Los desechos nucleares constituyen un problema moral insoluble”, dice. ¿En nombre de qué legarle por miles de años a nuestros bisnietos productos tóxicos que sólo habrán servido al bienestar de dos o tres generaciones? Si de la definición de desarrollo sustentable se toma la parte correspondiente a las generaciones futuras, la energía nuclear no pasa la prueba.
Solo con la suspensión de la ética se puede evaluar positivamente que “sólo” se han producido tres accidentes (Three Miles Island, Chernobil y Fukushima). Del primero, Estados Unidos, el baluarte de la transparencia, jamás informó la cantidad de víctimas. Del segundo, comienzo del fin de la presunta supremacía tecnológica soviética, la industria nuclear contó cuatro mil muertos, mientras las organizaciones humanitarias hablan de más de doscientas mil víctimas. Del desastre japonés, la meca de la tecnología soberana, se informó de veinte mil muertes, aunque “cada día hay una nueva víctima” (5). A raíz de esos “accidentes”, dice la autora, “la industria está mejor preparada”. Se trataría de un costo de aprendizaje y no de un riesgo insoportable inherente a la actividad: las dos guerras mundiales, por caso, podrían considerarse meras “enseñanzas” para enfrentar la tercera. La estadística muestra que la tasa de accidentes con daños en el núcleo del reactor es de 0,0001 por año. Así expresado parece poco, pero suena más fuerte si se toma la proyección de reactores que elaboró el MIT (6) a pedido del lobby nuclear: un accidente grave cada veinte años. El periodista Leonardo Moledo, aun defendiendo la energía nuclear, admitía la contundencia ética del concepto de “esperanza matemática”: eventos de baja probabilidad de ocurrencia pero elevadísimas -e intolerables- consecuencias.
Solo con la suspensión de la ética puede soslayarse la subjetividad social. A partir del sesgo autoritario que da usar “la” ciencia como verdad irrefutable, las sociedades se resistirían a lo nuclear porque están tomadas por la ignorancia. Es la única forma de explicar que la democracia del sufragio sea respetada para elegir un presidente pero calificada como lavado de cerebro cuando se aplica a decidir si se convalida o no un programa atómico: Italia, España, Suecia, Alemania, Noruega, pasan a ser países poblados de seres inferiores cuando abrumadoramente rechazan la centrales nucleares con todos los argumentos que aquí expusimos.
Solo con la suspensión de la ética puede minimizarse el costado bélico asociado al átomo desde su concepción. Usaremos el mismo argumento que para la autora es favorable: nueve de los treinta países que usan energía nuclear tienen armas atómicas. Vale reiterar el dato: uno de cada tres.
Todo conduce, pausadamente, a una descalificación que no por reiterada es menos insultante. “Se trata de la eterna tensión entre desarrollo y ambiente”, ilustra el artículo, previa denuncia de “estar a favor de los combustibles fósiles” -es decir, ser sostén intelectual de la corporación petrolera- a quienes ocupan el segundo término de aquella falsa ecuación. El señalamiento conlleva la acusación, tan antigua como falaz, de que quienes están por el ambiente se resisten al progreso. Cabría, antes que nada, definir si lo que aquí se señaló respecto de la energía nuclear (incluyendo ciudades abandonadas por siempre como Pripyat y Fukushima) supone progreso. Más bien, colocar a quienes disienten como oscuros militantes del regreso a la tracción a sangre es un chantaje. Y quien extorsiona es -siempre- argumentalmente débil.
- El País, 8 de febrero de 2007.
- “El espejismo nuclear a la luz de la situación energética mundial”, Marcel Coderch Collel, Revista ARI-Real Instituto Elcano, Número 30, marzo 2006, pág. 8.
- José Santamarta: “La energía nuclear no ha pasado la prueba de mercado”, en www.energiadiario.com
- Kepmf, Hervé, “Para salvar el planeta salir del capitalismo”, Capital Intelectual, 2009.
- Cable de Europa Press, 28 de octubre de 2013.
- http://web.mit.edu/nuclearpower/
Fuente:
Sergio Federovisky, La grieta nuclear, 04/02/15, Contaminación Cero.
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