jueves, 15 de enero de 2015

La noche del 23 al 24 de enero, tal como yo la viví


por José Eugenio Castiglione

Comienza una pesadilla
Anochecía lentamente aquel jueves 23 de enero de 2014 mientras cruzábamos la cuesta de regreso a El Rodeo, luego de una calurosa tarde en la ciudad. Había comenzado a llover, y la lluvia aumentaba en intensidad mientras nos acercábamos al Valle.

Llegamos a nuestra casa antes de las 9 p.m. y -apresurados- concurrimos a la de mi hermano, en "Las Aljabas”, a donde íbamos a compartir una cena en familia. Para ese momento, la lluvia se había tornado en una intensa tormenta eléctrica, que continuó durante la cena.

En algún momento, mi cuñado salió a la galería y me llamó afuera. Allí me preguntó acerca del sordo y fortísimo ruido que inundaba al Valle. La tormenta eléctrica continuaba con intensidad.

- "Truenos muy fuertes”, contesté; dudando de mis propias palabras.

- "No. No son truenos” -me dijo- "es un ruido continuo, que no se interrumpe…!”

En efecto, era un sonido extraño: Muy intenso y sordo como un trueno que lo sacude todo. Pero -a diferencia de los truenos- este no se terminaba. Era un sonido que daba miedo. El piso vibraba, el ruido ensordecía al valle, el ambiente se respiraba extraño. Algo provocaba miedo en ese momento.

Bastó mirarnos para saber de qué se trata: el Río Ambato una vez más estaba embravecido. No lo sabíamos aún, pero en ese momento por el centro mismo de El Rodeo, piedras gigantes rodaban con el lodo y el agua enfurecida arrastrándolo todo a su paso; y el ensordecedor choque entre ellas provocaba una vibración del suelo que se sentía como un temblor en todo el pueblo. 

Sin imaginarnos el horror, decidimos acercarnos por curiosidad; para "ver la creciente”.

He conocido las mayores crecientes que recuerden los rodeanos. Cincuenta y siete eneros viniendo a El Rodeo me mostraron las más bravas de ellas. Acercarme a verlas es casi una curiosidad turística. Pero ese 23 de enero no lo era, y yo estaba próximo a descubrirlo.

Con mi hermano Juan llegamos enseguida al mástil. Allí había destrucción y desolación. Si yo no hubiese sabido a dónde estaba en ese momento, jamás habría podido adivinarlo, a no ser por el mástil, pues todo lo demás era diferente a lo que yo conocía.

La ruta ya no estaba debajo de nuestros pies. Una gruesa capa de barro cubría completamente toda la zona, modificando su fisonomía. Tampoco estaban las calles que a ella convergen. No estaban ya las artísticas verjas de las casas, ni las artesanales pircas de piedra que caracterizaban a esa bonita esquina desde que tengo memoria.

Tampoco estaban los postes de tensión eléctrica, ni los de alumbrado público. Habían caído, y sus cables cruzaban el lugar a la altura de nuestras cinturas, y hasta en el piso.

Rostros de gente perdida deambulaban con angustia. Se escuchaban gritos y llantos. Había gente mojada, hipotérmica, sin un lugar a donde ir; mirándose entre ellos sin encontrar una explicación. Gente que corría…

No había luz eléctrica y la oscuridad de la noche se alternaba con los permanentes relámpagos, que mostraban a esa imagen surrealista como en una espantosa película de cuadros detenidos.

En vano trataba de buscar la casa de mi tío Julio César. Ya nada se veía como antes, y hacia esa dirección sólo se observaba un extraño mar de piedras enormes y lodo. El ruido del río, detrás de esa escena dantesca, continuaba atemorizando a la gente.

Desde la oscuridad del sector de Villafáñez corría hacia nosotros gente que huía de ese río embravecido. Llevaban consigo lo que podían. Todo era caos, desorden, angustia, desconsuelo y desolación absolutos.

De repente, el horror!
Repentinamente, una voz de desesperación me llamó por mi nombre desde atrás. Me volví hacia ella y vi a mi prima, Eugenia. Estaba cubierta de barro y mojada. Era difícil reconocer su rostro, detrás del lodo que lo cubría.

- "Pepe, me falta mi hija Caro, me falta mi madre, me falta Mari…”; me decía con desesperación.

Creo que la reconocí por su voz; y confieso que me costó entender lo que escuchaba. No porque su voz no fuera clara, sino porque mi razón tardó unos instantes en asimilar ese impacto.

Mi primo Agustín -a su lado- se adivinaba preso de la impotencia de la limitación humana ante la enfurecida naturaleza. Había a su lado gente que lo contenía.

Alguien me indicó que mi tío, con su avanzada edad, estaba mojado y embarrado allí cerca, pero yo no lo vi en ese momento. Miré hacia el río.

Las imágenes seguían pasando en cuadros detenidos, como una sucesión de fotografías con cada relámpago, que nunca terminaban.

Muchas cosas pasaron en ese instante por mi cabeza:

¿A quién asistir primero? 
¿A los que estaban allí, mojados, sin ropa, hipotérmicos, embarrados? 
¿O a quienes no estaban allí, y que podían estar en ese momento necesitando de una ayuda desesperada, en algún lugar de la infinitud de ese mar de lodo embravecido?

Tal vez la inteligencia tenga una respuesta rápida a esta cuestión. Tal vez el corazón tenga otra respuesta diferente.

Sólo recuerdo que los dejé allí, en el mástil; y sin dudarlo me lancé hacia el sector de la casa. Me costó encontrar la dirección correcta. Hube de trepar piedras enormes, y evitar otras, hasta que el techo de esa querida casa apareció por fin detrás de aquel espantoso escenario. Pero sólo se visualizaban los techos, que reconocí en el acto bajo los fogonazos de los relámpagos.

Seguía lloviendo, y el río rugía furioso a medida que me acercaba con dificultad a la casa. De repente, mis pies comenzaron a hundirse en el barro. El lodo me succionaba hacia abajo, de un modo como nunca me había sucedido en mi vida. Cuando una pierna empujaba para extraer a la otra, en lugar de lograrlo, más se hundía el pie que se apoyaba.

Afirmé entonces mis manos, tratando de aumentar la superficie de apoyo. El barro me llegaba cerca de la cadera. Mis manos tampoco lograron rescatar a mis piernas. Se hundían en el barro por igual.

Espantosamente tomé conciencia de mi imposibilidad de avanzar en la búsqueda. Quise arañar ese lodo infinito para buscar y buscar. Sentí en mi cuerpo y en mi voluntad la impotencia más grande que jamás sentiré en mi vida. Era una lucha despareja contra la naturaleza infinita! Había perdido antes de comenzar siquiera esa desigual batalla.

Miré de nuevo hacia la casa, que estaba muy cerca ya. A unos veinte metros. Vi cerca de ella a rescatistas que habían podido llegar hasta la misma. Ellos me veían a mí. La distancia era escasa, pero el ruido y la oscuridad dificultaban comunicarnos.

Me gritaron que regresara. Que no siguiera avanzando. Que ellos ya habían revisado la casa, y que nadie estaba en ese sector.

Aún así permanecí un rato buscando en vano en ese sector, en lo que hasta minutos atrás era un hermoso chalet, de jardín de flores y frutales; convertido ahora en un mar de desolación y de muerte. No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que me convencí de mi impotencia.

La ayuda de los rescatados
Volví entonces con dificultad tras mis pasos. Regresé al mástil y de allí hacia mi casa, buscando en el camino a la diezmada, querida familia de mi tío. Recién allí comprendí que los había abandonado.

Gracias a Dios, estaban todos en mi casa. Mi esposa les había ofrecido una ducha caliente y ropa seca que -en la oscuridad- pudo encontrar en nuestros placares con linternas y con velas.

Colchones en el piso, mantas y sábanas improvisadas, abrigos prestados, almohadones, todo tenuemente iluminado bajo la penumbra de velas que se consumían lentamente, era el aspecto triste y desolado de mi casa.

No había luz, no había comunicaciones ni había agua corriente. Preservando para beber lo que quedaba de agua en el tanque, comenzamos a usar el agua de la piletita de lona del jardín para otros usos sanitarios.

Recorrí los dormitorios y las camas. No me fue fácil dirigirme hacia mi querido tío, que había recuperado el calor del cuerpo, tras la ayuda, pero cuya alma se veía afligida por un frío muy hostil. Toqué sus pies y le pregunté cómo estaba él:

- "Yo estoy muy bien, pero me falta mi esposa, la Mari, mi nieta…”.

¡Qué difícil se me hacía escucharlo! ¡Qué impotente me sentí esa noche! ¡Dios mío!

Ese hombre, con tantos años de experiencia, con tanta inquebrantable fe en Dios, con admirable lucidez de palabras y de ideas, era toda una lección de vida para mí. Y yo no tenía respuestas!

Tras la búsqueda de mi hermano
Viendo a la familia de mi tío contenida, salí en búsqueda de la familia de mi hermano Pablo, cuya suerte desconocíamos. Sólo sabíamos que había ido temprano a cenar a la Hostería. Vano resultaba intentar llamar a los celulares.

Con Juan salimos caminando hacia la Hostería. Lo hicimos por una ruta extraña, poblada de autos detenidos, de rostros extraviados y de gente que buscaba como nosotros, sin saber a dónde.

Pasando la Cabeza de Piedra la ruta estaba cortada. Un brazo del río había desbordado por lo que siempre fue una pequeña acequia de riego. Era un río de lodo que cruzaba la ruta con muchos metros de ancho y más de un metro de profundidad.

Debíamos cruzar ese obstáculo si queríamos saber de nuestro hermano y su familia. Le pedí a Juan que me esperara en ese lugar, mientras yo cruzaba del otro lado. Era necesario que uno supiera a dónde estaba el otro, pues no habían comunicaciones.

Nuevamente, me tocó sufrir la experiencia de la succión de mis piernas, y la dificultar para moverme. Temía que un recrudecimiento de la creciente me sorprendiera inmovilizado en la mitad de ese cauce, e inexorablemente me ahogara allí.

Como pude, llegué del otro lado; tras unos veinte o más metros de difícil avance. Algunas personas en mi misma situación me indicaban los sectores más firmes del terreno, para ayudarme a avanzar.

Embarrado, llegué a la Hostería Provincial y la recorrí completamente, entre un mar de gente sorprendida y a media luz. La familia de mi hermano no estaba allí. Lo llamé a viva voz en los jardines, grité su nombre en la calle, lo busqué entre las personas, sin éxito.

La posibilidad de que hubiese estado regresando con el auto cuando la ruta fue cortada por este brazo desbordado del río, y que su vehículo hubiese sido arrastrado con ellos adentro -como les sucedió a muchos esa noche- era un espantoso fantasma que rondaba nuestras ideas.

Regresamos a casa, desandando la aventura. Felizmente, allí nos encontramos con Pablo, quien nos trajo tranquilidad avisándonos que el resto de su familia estaba bien, aunque aislada del otro lado de El Rodeo (habían cenado en "La Chicha”). Al no poder regresar, ellos estaban pasando la noche en la Escuela. (Para llegar a casa, Pablo había atravesado por un sector intransitable gracias a su contextura y fuerza física, pero el resto de su gente no estaba en capacidad de cruzarlo).

Asistiendo a un sobrino herido
Con la familia ya localizada, regresamos entonces con Juan a lo de la familia Sal Castiglione, nuestros primos. Avanzaba ya la fatídica madrugada del día 24.

Mi sobrino Gonzalo Sal Castiglione (17) presentaba una herida en su pierna, provocada por los vidrios de la ventana a través de la cual había sido arrastrado por la creciente. En la herida había barro y vidrios. Él la había lavado, pero necesitaba de un médico con adecuado instrumental para su tratamiento; y ello no podía seguir esperando. Me la mostró, a la luz de velas y linternas y resolvimos sacar nuestro auto para buscar un puesto móvil de salud, en algún lado al que pudiésemos llegar.

El pueblo estaba dividido esa noche en varias partes inaccesibles entre sí; y más inaccesibles aún en vehículo, que era el modo como mi sobrino necesitaba ser transportado. Por el tiempo transcurrido y las impurezas ingresadas, la pierna dolía hasta impedirle caminar. Lo transportamos entre su hermano Agustín, mi hermano Juan, y yo.

Sabíamos que frente a la Hostería había una ambulancia. En la Cabeza de Piedra se alistaba una máquina vial para quitar el barro que interrumpía el tránsito a la altura de calle Los Sauces. Pero las varias horas que demandaría el trabajo eran excesiva espera para nuestro paciente. Finalmente, un cuatriciclo todo terreno lo transportó al otro lado, mientras nosotros hacíamos el cruce en la caja de un camión que prestaba un servicio de vaivén.

Una vez reunidos del otro lado, continuamos nuestra marcha al playón frente a la Hostería, a donde encontramos a una enfermera con equipo de campaña para curaciones, que pudo limpiar adecuadamente la herida, a la luz de vehículos y linternas.

Para regresar, debimos desandar el mismo complicado derrotero, lo que prolongó enormemente el regreso a casa.

Una angustia tras otra
Cabe aquí que relate una angustia más que yo atravesaba en ese momento; angustia que se sumaba a tantas otras de esa trágica noche:

La familia Sal Castiglione acababa de perder horas atrás a tres de sus integrantes arrastrados por el río. Una de esas pérdidas -particularmente trágica por la edad de la joven víctima- era una hermana de Gonzalo.

A esa familia, sumida en un grado extremo de desesperación y angustia, yo acababa de retirarle dos hijos más: a Gonzalo -para curarle su herida- y a Agustín para que me ayudase a transportar a su hermano.

En ese trayecto, no eran pocos los riesgos que corrimos. De hecho, tuvimos que atravesar un brazo "aparecido” del río en la ruta; que si bien no tenía abundante caudal en ese momento, nadie me garantizaba que no volviera a crecer, provocando nuevos daños y más víctimas.

Yo no podía apartar de mi cabeza que en medio de la tremenda tragedia de esa familia, dos de sus hijos debían correr -bajo mi responsabilidad- lo que era un riesgo más aquella noche.

El no hacerlo, por otra parte, imposibilitaba la necesaria limpieza de la herida, que ya se veía infectada para ese momento.

¡Qué difícil volcar en palabras lo que aquella noche vivimos a cada instante!

Y otra pesadilla terrible
Mientras curaban a mi sobrino Gonzalo, corrí hacia el tinglado que muchas veces funciona como local bailable. Me habían indicado que a personas rescatadas del río las habían llevado a ese lugar para asistirlas.

Al llegar a la puerta la gente me detuvo, diciéndome que ya nadie quedaba sin conocimiento de su familia.
Ante mi desesperada insistencia acerca de la identidad de los que allí permanecían, me respondieron que había una adolescente de nombre Carolina.

- "Carolina!”; grité, y abriéndome paso entre los presentes nos abalanzamos con Juan hasta llegar a ella.

¡Trágica coincidencia! Se trataba de otra chica, de similar edad y del mismo nombre.

Con mi hermano Juan pasamos de picos emocionales de efusividad y depresión tan grandes, de un instante al otro, que temí por mi propia salud.

Por cierto, no pude relatar este hecho -trágico sobre la tragedia- aquella noche. Y sólo hoy, en la serenidad que transmite el tiempo, me atrevo a evocarlo.

De regreso a casa y un nuevo intento de búsqueda
Con Gonzalo curado, debimos regresar siguiendo el camino inverso y con el auxilio de los mismos medios discontinuos de cruce. Perdí bastante la noción del tiempo esa madrugada, pero calculo que para ese momento había pasado largamente las tres de la mañana.

Teniendo a nuestro sobrino ya seguro con su madre, volvimos a salir con Juan. Deseábamos llegar al Minihospital, y a la sala de primeros auxilios improvisada en la Escuela. Queríamos con desesperación agotar todas las instancias de búsqueda, aferrándonos hasta a la más tenue de las esperanzas.

Caminamos por la ruta hasta la calle de los Artesanos, y desde ella hasta la Comisaría. Allí desafiamos al puente, cuya estructura nadie sabía si resistiría, pues el otro puente (el de la farmacia) ya había cedido y caído. Recuerdo que en ese lugar, cerca ya de las cuatro de la mañana, encontramos a periodistas de la ciudad de Catamarca, que buscaban desesperadamente obtener información entre el caos.

Del otro lado del puente de la comisaría, nuevamente nos detuvo el lodo. Un río de esa masa espesa de arena y arcilla había cubierto la esquina de la gomería. Nos internamos en ese fangal con el barro hasta arriba de nuestras rodillas, tratando de avanzar hacia el minihospital. Tres adolescentes intentaban lo mismo cerca de nosotros. Muchos buscaban a familiares esa madrugada, o trataban de llegar hasta sus casas. Finalmente, todo fue vano. La profundidad nos impidió movernos más, y no tuvimos otra alternativa que regresar tras nuestros pasos, sin haber logrado nuestro propósito.

Era ya casi las cinco de la mañana cuando volví a casa. Embarrado, me dirigí con un balde a la piletita de lona del jardín, y allí -como pude- me quité el barro que me cubría el cuerpo, para poder ingresar al hogar.

La desazón, la angustia y el llanto
Cuando entré a la sala, las luces se habían apagado casi todas. Las velas se habían consumido, tan lentamente como se consumían nuestras esperanzas en un milagro. Alguna lamparita de pilas se resistía a extinguir su pálida luz amarillenta, echando tenues sombras largas sobre la familia, que se hallaba sobre colchones en el piso, en vano intento de encontrar un descanso que no fue.

Me sentía desolado, perdido, extraviado. No tengo palabras para describir mi sensación de impotencia de esa noche. Busqué un espacio vacío en el comedor y allí, detrás de la mesa, me dejé caer al piso, apoyándome contra la pared. No sé cuánto tiempo permanecí en ese lugar. Mi perro se acercó a buscarme, como si hubiese sido capaz de entender sin palabras todo el infierno espantoso de esa noche.

De ese momento tan triste recuerdo llantos contenidos debajo de sábanas y mantas; gemidos apagados en la oscuridad, rompiendo de a ratos un tenso silencio. Era como si esa familia -que en vano simulaba dormir- hubiese sentido temor a liberar su llanto, o a mostrar a los demás su desesperación.

¡Qué desesperante es la desaparición de una hija, de una madre, de una hermana; de cuyas suertes a esa hora nada se conocía!!

Para ese momento, otros integrantes de la misma familia, en Santiago del Estero, ya habían recibido la infausta noticia y viajaban hacia El Rodeo para reunirse con sus seres queridos.

La llegada de esos primos a las seis de la mañana, y el natural llanto del reencuentro en el horror de esa madrugada, me sacó de mi letargo, luego de una hora en la que yo tampoco pude conciliar el sueño.

Saludé a los recién llegados y los acompañé hacia la zona del mástil. Al llegar allí -ya a la luz de la mañana- todos quedamos estupefactos ante la visión apocalíptica de esa tan querida y tradicional esquina de El Rodeo. Mi prima no soportó aquello, y no pudo acercarse a su casa más allá del mástil. Yo acompañé al resto de ellos (mi primo, José Gigena, y mis sobrinos Grand) hasta las ruinas de lo que había sido esa hermosa casa; y todos lloramos esa mañana.

El relato de una testigo
Durante la Semana Santa de 2014 (esto es, tres meses después de la creciente) volví a El Rodeo y le pedí a una persona amiga que vive en la Villa, que me relatara cómo había vivido ella esa noche.

Ella estaba en proximidades del puente de Villafáñez. Minutos antes de que llegara la creciente, comenzó a escuchar el extraño ruido de esa noche y percibió la vibración del suelo. Conocedora de El Rodeo, intuyó que una gran creciente debía estar aproximándose, y posó su oído sobre la estructura de caños del pasamanos del bar que hay en ese puente. El fuerte temblor del metal le confirmó su presunción, y corrió hacia el puente para ver la llegada de la creciente.

Todos los que conocemos El Rodeo sabemos del "privilegio” que constituye ver la llegada de la creciente, la "cabeza” de la creciente. A todo habitante o veraneante nos atrae la curiosidad que la misma constituye. Y cuando se presenta la oportunidad, solemos correr hacia el río; sin detenernos a pensar que la aventura puede ser peligrosa.

Ella estima que habría sido cerca de las 22:45 cuando subió al puente. Entonces, un relámpago le mostró de repente -como una fotografía espantosa- una montaña de agua y lodo embravecidos que superaba en altura todo lo imaginable.

Corrió, alcanzando a salir del puente hacia el norte, justo cuando el río comenzaba a taparlo todo. Intentó regresar al bar a buscar a su madre, pero el agua ya no le permitió llegar allí (después supo que su madre había corrido por la ruta, alejándose del furioso torrente que todo lo arrastraba).

Empapada, tomó entonces su cuatriciclo en un intento por sacarlo, y se alejó con él. Para ese momento, el agua inundaba ya la propiedad y ferretería del Sr Alberto Otado y familia, arruinando muchos de sus bienes (la familia Otado puso en venta su casa y decidió marcharse para siempre, luego de esa noche).

Ella vio dos olas de creciente. La primera ola duró unos tres minutos, y luego recrudeció con mayor bravura y caudal, para durar unos veinte minutos más el pico de la segunda.

Trauma
Por mi profesión de soldado, me ha tocado presenciar experiencias muy traumáticas, como la guerra. Nos preparamos para vivirlas, y en nuestra instrucción militar buscamos "endurecernos” ante ellas, como se endurecen las callosas manos de un trabajador, para poder llevar adelante su oficio sin lastimarse.

He visto el horror de la guerra y sus secuelas en civiles, en Croacia (1993 y 94); y he vivido el espanto de la posguerra entre Irak y Kuwait y la Alianza Atlántica en el desierto fronterizo entre esos dos países (en 1997). He desminado territorios y he destruido bombas. He visto la mutilación que los explosivos producen en los cuerpos humanos. Y también he visto los destrozos que las guerras producen en el alma de las personas.

En 1998 me tocó desempeñarme como oficial de operaciones en la Zona de Desastre del Litoral, durante las inundaciones que devastaron a esas provincias. Tuve que planificar la evacuación de la ciudad de Goya (finalmente no ejecutada, gracias a Dios). En el exterior, expuse sobre el apoyo militar en ocasiones de desastres, en una convención de ingenieros de ejércitos americanos (Missouri, 1998).

He vivido (desde la Patagonia) la Guerra de las Malvinas, y he perdido a queridos compañeros allí, y he escuchado le experiencia de quienes volvieron.

Finalmente, completé mi carrera militar en unidades de Sanidad Militar conociendo los centros de atención postraumática de los pacientes que quedaron psiquiátricamente afectados luego de esas experiencias.

A mis 56 años, creo que me encallecí bastante como para soportar mucho de ello sin afectar mi salud. Me endurecí como para atravesarlas sin desfallecer en la travesía. Es por eso que hoy siento cierta seguridad al afirmar que la vivencia de quienes debieron atravesar el horror de esa noche en El Rodeo, fue más traumática que la guerra.

Una familia apaciblemente cenaba en su hogar, con sus hijos, los abuelos, la tía…; y -de repente- el río rompe las paredes de la casa e irrumpe corriendo por adentro con bravura. Chicos y grandes se aferran a lo que pueden por eternos minutos, durante los cuales observan a sus seres queridos salir uno a uno arrastrados por la corriente hacia el mar infinito de barro y piedras, hacia la noche oscura e interminable.

Cuando bajan las aguas, algunos están allí. Otros ya no están. A mi prima le falta su madre, su hermana y su hija. A mi tío –octogenario- se le escapó de sus propias manos su esposa de toda su vida. A los chicos les falta su querida hermana. Al padre la falta su hija, a la que vio irse con la corriente.

Cuando un soldado va a la guerra, sabe que puede morir, y sabe que puede ver morir a un camarada. Sabe que puede ver el horror y se prepara para todo ello desde lo psicológico a lo físico.

Pero una familia que cenaba unida, grandes y chicos, abuelos y nietos, padres e hijos ¿puede sobrellevar con naturalidad tanto horror?

Esa noche quedó muy fuertemente grabada en mi memoria, y allí quedará.

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