Susceptibles al imperio de acciones pergeñadas en una escala geográfica superior, los equipamientos nucleares son externamente regulados por acuerdos internacionales y normas e instituciones mundializadas. Así, cada país debe someterse a la fiscalización del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) y respetar el Tratado de No Proliferación Nuclear (TNPN) (1); el Tratado de Tlatelolco -que proscribe la presencia de armamento nuclear en América Latina-, el Grupo de Países Proveedores Nucleares, las salvaguardias del OIEA y las regulaciones de la Convención de Viena -relativas a las condiciones de seguridad de las plantas nucleo-eléctricas- complementan asimismo ese esquema de pautas de comportamiento que, a nivel planetario, prescriben las acciones ligadas a esa forma de trabajo (Silveira, 1999).
Férreo, el control que los Estados soberanos ejercen sobre sus propios sistemas nucleares no impide, pues, la internacionalización y unificación de los comandos sobre el sector: el ambiguo papel del OIEA -que deviene promotor de la energía atómica y, a un tiempo, limita la propagación de los sistemas de objetos derivados (2)- permite centralizar una normatización de la que también participan las grandes potencias, cuyos intereses se impregnan con la racionalidad propia de una acción global. Es en el sector nuclear donde hace más patente el gobierno mundial sobre el que teoriza Santos (1996a), y cuyos tentáculos -integrados por firmas transnacionales, organismos multilaterales y gobiernos de países centrales- todo lo abarcan. Ensayados por los agentes hegemónicos globales, los sistemas externos de control permiten clasificar a las naciones según parámetros de permeabilidad y obediencia; paralelamente, el orden resultante de ese inventario metamorfosea el valor relativo y la densidad de los segmentos que componen la red nuclear: cada país asiste a una suerte de reorganización jerárquica de su circuito de producción que, comandada desde el exterior, modifica internamente su mapa de productividades espaciales, pues multiplica los vectores que dinamizan a algunos lugares, en tanto fomenta el vaciamiento funcional de otros recortes del territorio.
Obediente, también, a un comando centralizado que gobierna con relativa autarquía su papel estratégico en cuanto a la producción de tecnología, la investigación nuclear se ha revelado, en Argentina, como una precoz manifestación de la precedencia del trabajo intelectual respecto del trabajo material (Silveira, 1999). Sus orígenes históricos se remontan a mediados del Siglo XX, con la fracasada construcción, en la ciudad rionegrina de Bariloche, del Laboratorio Nacional de Energía Atómica (Kozulj et al., 2005), y la posterior creación de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA) (3). Hito-clave en el desenvolvimiento de la actividad, ese evento marcaría una notoria reorientación de las estrategias energéticas de los sistemas de acciones públicas, destinada a complementar las fuentes preexistentes -combustión de hidrocarburos y explotación de complejos hidráulicos- con un sistema de ingeniería que, fundado en la manipulación de elementos radiactivos, proveyese continuamente de flujos eléctricos al Sistema Interconectado Nacional (SIN) y fomentara las actividades de I+D.
Decidido a diversificar la matriz eléctrica, el Estado nacional procuró imitar sistemas de objetos y acciones pretéritos de los países centrales y, paralelamente, desarrollar programas de formación científico-tecnológica; el correlato de ambos propósitos se plasmaría en la construcción de la primera central nucleo-eléctrica argentina (Atucha I), y la creación del Centro Atómico Bariloche y el Instituto Balseiro, este último notablemente especializado en física nuclear.
Los nuevos segmentos de la división territorial del trabajo se articularían, además, a los programas de exploración y explotación de uranio desarrollados en distintas provincias, así como también a los procesos de diseño y ulterior operación del reactor RA-1. Forjado por la intensificación de las demandas energéticas domésticas y el concomitante incremento de las exportaciones de crudo, el flamante proyecto nacional de desarrollo nuclear condujo a una difusión de modernos sistemas de objetos cuyo epicentro histórico fue la década de 1960. Comenzando a poblar distintos puntos del territorio, minas, complejos fabriles y nodos de alta tecnología definieron una embrionaria configuración reticular. Llamada a reorganizar sus funciones, la CNEA (4) no sólo consumó la construcción del reactor RA-3, sino que fundó los centros atómicos de Ezeiza y Constituyentes e inició la producción y aplicación de radioisótopos en el campo de la medicina, la industria, la biología y el sector agropecuario; se crearon, pues, nuevas complementariedades respecto de la modernización agrícola-ganadera y la multiplicación de los servicios médicos (Silveira, 1999). Son los nuevos rasgos de una actividad cada vez más orientada a consolidar y exacerbar su contenido técnico-científico.
Desatada por la crisis internacional del petróleo de 1973, la escasez de crudo instó a las grandes potencias a morigerar su dependencia de los hidrocarburos y alentó la propagación de tal racionalidad en la periferia del sistema capitalista mundial. Cuadruplicado, el precio del petróleo inició un colapso de hiperacumulación cuya vorágine obligó a algunas naciones a absorber los excedentes financieros resultantes mediante un endeudamiento externo sistemático; aunado a la búsqueda, por parte de los capitales hegemónicos, de nuevas fuentes de lucro, el citado proceso implicó la objetivación de nuevas funciones energéticas. Campo fértil para la satisfacción de ambas lógicas, algunos países africanos y latinoamericanos se tornaron permeables a la implantación de faraónicos proyectos hidráulicos y nucleares, so pretexto de desarrollo y modernidad. Hacia la segunda mitad de esa década se produjo, entonces, la eclosión del ‘Plan Nuclear Argentino’ (1976-1983) (5), cuya expansión obedeció a los factores externos ya descriptos y a las peculiares estrategias geopolíticas de algunos segmentos del Estado nacional.
Harto ambicioso, ese programa procuraría que, hacia finales del Siglo XX, nuestro país contara con seis usinas núcleo-eléctricas, numerosas minas de uranio, plantas de procesamiento mineral y obtención de plutonio, firmas extranjeras implicadas en la producción de insumos y tecnología, diversos centros de investigación aplicada e, incluso, un ‘basurero’ atómico internacional. Fraguados por sectores militares y facciones de la burguesía nacional, los intereses estratégicos del entonces gobierno de facto permitieron dominar el ciclo del combustible nuclear a partir de la incorporación de un nuevo eslabón al circuito espacial de producción: el enriquecimiento de uranio (6) por difusión gaseosa; paralelamente era alumbrada INVAP, firma estatal (7) que, constituyendo un brazo operativo de la CNEA surgido para ofrecer servicios tecnológicos a empresas de diversas áreas -ingeniería, robótica, informática, electrónica, mecánica, física, química, metalurgia-, manifestaría, empero, una relativa autonomía y una marcada predilección por el desarrollo de proyectos secretos y/o clandestinos.
En 1978 nacía, pues, el ‘Secreto de Pilcaniyeu’, imitación vernácula de Los Álamos -la famosa base nuclear estadounidense (8)-, empirizando tardíamente los contenidos de un sistema externo de acciones pretéritas. Llevado a cabo por la CNEA y, sobre todo, por INVAP, tal ‘secreto’ consistía en la implantación, en la localidad homónima -un inhóspito, desértico y poco poblado paraje situado en plena meseta rionegrina-, de una planta industrial de alta tecnología destinada a la producción de uranio enriquecido al 20 % (Greenpeace, 2002). Destinado a satisfacer el consumo de los reactores de investigación y las plantas de energía, ese proceso estaba, empero, animado también por objetivos geopolíticos y belicistas; ejemplo de ello fue la creación, en el Centro Atómico Ezeiza, del Laboratorio de Procesos Radioquímicos, especializado en la producción de plutonio (Brailovsky; Foguelman, 1993). Otro hito del Plan Nuclear Argentino se hallaría constituido por la creación de una empresa estatal de suministro de uranio concentrado (Nuclear Mendoza) y la fundación, algunos años después, de CONUAR, una firma pública parcialmente privatizada (9) que, desde entonces, elaboraría en condiciones monopólicas las barras de combustible utilizadas por las centrales núcleo-eléctricas.
Crítico para los intereses militares, el proyecto hegemónico de la burocracia nacional -que consumió 5.000 millones de dólares, esto es, el 13 % de la deuda externa argentina de la época- se reveló eficaz para controlar el ciclo del combustible nuclear en todas sus fases, más no registró significativos avances en cuanto a la expansión del parque eléctrico y fue decididamente nefasto para la gestión de los residuos generados por la expansión de la actividad. Impermeables a la injerencia de los sistemas externos de control nuclear, las clases dominantes argentinas se negaron sistemáticamente a colocar sus avances bajo la órbita de los organismos internacionales de vigilancia, lo cual redundó en la no adhesión de nuestro país a múltiples tratados, so pretexto de resultar lesivos para la soberanía nacional (10) (Brailovsky; Foguelman, 1993). En 1983, el ocaso del gobierno de facto decretó la agonía del Plan Nuclear Argentino, cuyo final coincidió con la construcción e integración al macro-sistema energético de la planta cordobesa de Embalse, la más grande del país; gestado dicho eslabón, el circuito espacial de producción de esa peculiar división territorial del trabajo se cristalizó, adquiriendo así buena parte de los rasgos formales y funcionales que conserva en la actualidad. En las postrimerías del Siglo XX, y en el marco de la implantación de un modelo de modernidad mucho más abierto a las racionalidades externas, la industria nuclear argentina fue reorganizada por la compleja amalgama urdida entre circunstancias internacionales y domésticas que, así entrelazadas, se conjuraron para contribuir a la redefinición de las funciones de los lugares partícipes de esa división territorial del trabajo, reforzando al mismo tiempo el esquema -ya existente, claro está- de desarrollo desigual y combinado. Tardía, la empirización en el sector atómico nacional de algunos vectores regulatorios exógenos desembocó, pues, en la desaparición de ciertos eslabones del circuito y condujo a la reestructuración de los nodos remanentes. Concretada a mediados de los años noventa, la adhesión de nuestro país a normas globales como el TNPN -vigente desde 1970- y el Tratado de Tlatelolco (11) fijó límites a los niveles de enriquecimiento de uranio (12) y abrió las puertas a la penetración de otros mecanismos externos de sujeción, como las limitaciones impuestas por el OIEA, los compromisos derivados de la pertenencia al Grupo de Países Proveedores Nucleares y las exigencias de la Convención de Viena. Como resultado, el único segmento del sistema energético que todavía permanece en manos del Estado -los complejos hidráulicos y térmicos fueron privatizados en su casi totalidad- es, paradójicamente, el más sometido al imperio de una acción y un comando global.
Diseñado y perfeccionado en los centros del sistema capitalista mundial, ese mandar hegemónico funcionaliza en la industria nuclear argentina una densidad normativa cuya espesura no es aumentada apenas por la penetración y adopción de pautas externamente elaboradas, sino también por la reproducción, en el plano interno, de ese orden. Tributarios y en cierto modo complementarios de las normas globales, emergen instrumentos y mecanismos secundarios de regulación; el acuerdo rubricado entre Argentina y Brasil para la creación de la Agencia de Contabilidad y Control de Materiales Nucleares y, también, el Régimen Nacional de Exportaciones Sensitivas (13), constituyen vívidos ejemplos empíricos de esa lógica. Se destacan asimismo el Ente Nacional Regulador Nuclear (ENREN) y la Agencia Regulatoria Nuclear (ARN), ambos sometidos a los designios de la Comisión Regulatoria Nuclear del gobierno estadounidense. Es por eso que, para un autor como Santos (1996a), el énfasis de la racionalidad dominante del período contemporáneo en cuanto a la absoluta desregulación de todos los sistemas materiales e inmateriales no hace sino producir -vaya contradicción- un exceso de normas que opera en todos y cada uno de los campos del espacio geográfico.
Caleidoscópica, esa proliferación de normas incorpora vectores proclives a exacerbar la globalización del sector atómico nacional, como la implantación, en diversos puntos del país, de estaciones de monitoreo de la ONU, pertenecientes al sistema internacional de vigilancia desarrollado a partir de la constitución del Tratado de Prohibición Completa de Ensayos Nucleares (14). Acto de imperio del orden global, esa red mundializada esparce bases y nodos por el mundo para registrar en tiempo real -vía infrasonido y detección de radionucleidos- las detonaciones atómicas ocurridas en cualquier lugar del planeta. Tal situación ilustra, empero, la perversidad o, cuanto menos, la ineficacia de los sistemas normativos externos: Argentina -país que jamás realizó ensayo o explosión alguna debe -so pretexto de colaborar con el desarme mundial- someterse al comando de las instituciones globales que controlan las actividades nucleares a nivel mundial, más aquellas -pese a contar a su disposición con múltiples mecanismos de coerción- nada hacen para impedir que los cargamentos japoneses de plutonio (15) continúen transitando por el Cabo de Hornos y violando las aguas patagónicas. Es el orden global, anulando las normas del territorio para sustituirlas por una racionalidad externa. Ideología y sistema de poder, el neoliberalismo no ha sido ciertamente ajeno a la reciente reorganización de la red nuclear argentina; impregnadas con su lógica, las actividades estatales fueron limitadas y racionalizadas, algunas funciones fueron desmanteladas, ciertas industrias fueron relocalizadas, nuevas especializaciones fueron incorporadas, flamantes firmas públicas nacieron en tanto otras declinaban y, en consecuencia, objetos y lugares mutaron su jerarquía. Tal proceso obliga a indagar acerca de la metamorfosis del circuito espacial de la actividad y estudiar las nuevas configuraciones derivadas. Sin embargo, la compleja naturaleza de esa peculiar división territorial del trabajo impone, ineludiblemente, desarrollar una estructuración analítica la red, ensayando una agregación metodológica de sus múltiples eslabones; emerge así un esquema constituido por la minería del uranio, el parque nucleo-eléctrico, los centros atómicos de I+D y los repositorios de residuos radiactivos, cada instancia compuesta por su propia constelación de nodos tributarios, algunos de ellos recíprocamente superpuestos.
Del letargo al conflicto. La minería del uranio: auge, decadencia y... ¿resurrección?
Obstando su notable complejidad técnica y organizacional, la industria nuclear siempre ha dependido, de modo estrecho e indisociable, del desenvolvimiento y expansión de una simple actividad primaria: la minería.
El funcionamiento de usinas eléctricas y reactores de investigación sería imposible per se si tales objetos modernos no fueran continua y sistemáticamente alimentados con los combustibles obtenidos a partir de la industrialización de algunos minerales radiactivos, tales como el torio, el uranio -natural o enriquecido en los isótopos 233 o 235- y sus sub-productos -plutonio 239-. En su génesis ontológicoepistemológica -esto es, en su fase primigenia-, el circuito espacial de producción se encuentra absolutamente dominado, pues, por el imperio de una racionalidad eminentemente extractiva.
Hacia mediados del Siglo XX, la industria atómica argentina emprendió la urdimbre de una división territorial del trabajo basada en el control del llamado ‘ciclo del combustible nuclear’, alentado, en principio, por los programas de exploración, prospección y explotación encabezados y desarrollados por la CNEA. Así, la satisfacción de las necesidades domésticas de consumo uranífero se tornó relativamente independiente de los avatares y las vicisitudes de un abastecimiento externo rígidamente regulado por las preocupaciones geopolíticas y los intereses militares de los Estados Unidos y la Unión Soviética en tanto potencias hegemónicas.
Acto de imperio de la ideología dominante en aquella época, la égida del desarrollismo determinó que, durante las décadas de 1950 y 1960, fuera notable, pues, la prosperidad de algunas minas mendocinas -Agua Botada y Huemul (Malargüe)-, salteñas -Don Otto, Los Berthos, Miguel Martín de Güemes (San Carlos)- y cordobesas -capital provincial-. Deliberadamente implantados en determinados lugares para obedecer a designios alumbrados en el centro de poder y riqueza del país, algunos sistemas de objetos -plantas de lixiviado de baterías nucleares (Tonco), complejos fabriles (Malargüe, Córdoba)- engendraron, asimismo, solidaridades técnicas que, orientadas a garantizar el suministro constante de mineral concentrado a las industrias experimentales, perseguían el propósito de proveer regularmente de combustible a las centrales nucleo-eléctricas. Incipientemente, en el Centro Atómico Ezeiza se desarrollaba una actividad complementaria: la fabricación de uranio metálico por calciotermia.
Comandado por la CNEA y algunas firmas privadas -Uranco, Sánchez Granel-, el desarrollo de la minería nuclear argentina se aceleró durante los años setenta y ochenta cuando el paulatino agotamiento de algunos filones -Huemul, Don Otto- propició el descubrimiento de nuevas canteras: así, las riquezas del subsuelo cordobés y, sobre todo, mendocino -más de 70.000 tn-, situaron a nuestro país entre las cinco naciones uraníferas más importantes del mundo (Silveira, 1999). Las reservas de Baulíes (San Rafael) y Schlagintweit (Punilla) determinaron el surgimiento de los complejos minero-fabriles de Sierra Pintada y Los Gigantes, en tanto sendas plantas de enriquecimiento de uranio eran emplazadas en las provincias de Río Negro -Pilcaniyeu- y Chubut -Los Adobes (Gastre)-. Se produjo entonces una sostenida expansión de la actividad, la cual resultó también alentada por la fugaz pero intensa producción de pequeñas minas chubutenses -Pichiñan y Cerro Cóndor (Gastre)- y puntanas -Las Termas (Junín)-. En sólo ocho años (1975-1983), el volumen de mineral extraído del subsuelo nacional casi se septuplicó (681,8 %), pasando -según Kozulj et al. (2005)- de 22.000 a 172.000 tn.
Irrumpiendo en nuestro país para amalgamarse con variables forjadas en el plano interno, vectores externos, propios del nuevo orden global, determinarían, empero, una ostensible reestructuración de los circuitos de producción de la industria atómica nacional. El ocaso de la ‘guerra fría’ implicó un sustancial declive del consumo tecnológico-militar de uranio a nivel mundial, lo cual se tradujo en la acumulación de inmensos excedentes de material fisible en los arsenales soviéticos y norteamericanos. Quedando disponible para la generación eléctrica y los mercados de exportación, buena parte de ese remanente fue acondicionada para su uso en reactores civiles. El mercado internacional se saturó con grandes volúmenes de materia prima, los cuales precipitaron, por consiguiente, el rápido e imparable desplome de las cotizaciones del mineral: a mediados de la década de 1990, el valor de la libra de uranio había caído a guarismos inferiores a los 9 dólares. Agotados en sus posibilidades técnicas de explotación, algunos yacimientos -Malargüe, Los Adobes-Pichiñan, ciertos filones salteños- fueron apenas sustituidos por la efímera producción de la cantera riojana Mogotes Colorados (Independencia).
La entronización del sistema de poder neoliberal paralelamente eclipsó el objetivo del autoabastecimiento primigeniamente concebido y defendido por el Estado nacional, en tanto el importante incremento de los costos operativos suscitado en el puñado de minas remanentes redundó en su casi completa desactivación durante las postrimerías de la pasada centuria. Sumergidos en un pronunciado letargo, los complejos fabriles asociados a explotaciones abandonadas o decadentes fueron paulatinamente desmantelados, despojando a los lugares del dinamismo que les fuera imbuido en tiempos pretéritos por la actividad nuclear. Derivada de la comunión del orden global y el orden interno, la producción de esa solidaridad organizacional tornó prácticamente inviable la continuidad de esa parcela de la división territorial del trabajo.
Vaciados de sus funciones de antaño -ora merced al agotamiento del recurso, ora en virtud del prematuro ocaso de la actividad-, los yacimientos y complejos industriales desmantelados constituyen actualmente una geografía letárgica compuesta de desolados paisajes y auténticos páramos: si la explotación de las canteras de Huemul (1952-1974) determinó que hoy día aún permanezcan en el lugar 22.000 m3 de colas de uranio, la expoliación de las reservas de Malargüe (1955-1982) implicó la acumulación de 700.000 tn de residuos tóxicos; las vetas arrancadas a Don Otto (1955-1981) y Tonco (1960- 1981) dejaron tras de sí 400.000 y 500.000 tn de colas de mineral, respectivamente, en tanto el breve auge de la minería en Pichiñan (1976- 1980) y Los Adobes (1977-1981) explica la existencia, en nuestra contemporaneidad, de 390.000 y 155.000 tn de desechos radiactivos. Tal situación se reproduce en Sierra Pintada (1980-1997), Los Gigantes (1982-1990), La Estela (1982-1990) y Mogotes Colorados (1992-1996) (16), en tanto el Complejo Minero-Fabril Córdoba -fundado en 1952- alberga, medio siglo después, más de 57.600 tn de colas de uranio (CNEA, 2005).
Producto de su incorporación a un mapa de absoluta devastación, el letargo de esos lugares es, empero, funcional a los intereses globales: el Banco Mundial explota su ‘saneamiento’ mediante el otorgamiento de un empréstito de 26 millones de dólares a la CNEA, canalizados a partir del Programa de Restitución Ambiental de la Minería del Uranio (PRAMU); se trata de una métrica burocrática que, metamorfoseada en mercantil, permite a algunos agentes hegemónicos externos convertir ese estrago ambiental en una perversa e inescrupulosa fuente de lucro financiero (17).
Instados a adecuarse a las racionalidades del período contemporáneo, los círculos de cooperación de la industria nuclear han sido, asimismo, refuncionalizados en sus aspectos técnicos y territoriales, lo cual ha obligado a la CNEA a externalizar el control directo del abastecimiento de mineral mediante el traspaso de las funciones de importación de uranio y elaboración de combustible a Dioxitek SA, una firma subsidiaria (18).
No obstante, esa forma jurídico-organizacional -la de una sociedad anónima, no del Estado- testimonia el velado propósito de operar en el sector nuclear como una empresa sujeta al derecho privado y, de ese modo, imponer una racionalización de distintos segmentos del aparato burocrático. De ahí la constante trasgresión de Dioxitek respecto de aquellas reglas que, paradójicamente, han sido elaboradas por los propios sistemas de acciones públicas: ingresando por los puertos de Buenos Aires y Bahía Blanca, las cargas de uranio circulan por el interior del país, infringiendo leyes provinciales y locales cuya eficacia real es empíricamente anulada por el imperio de acciones emanadas de una escala superior de regulación.
Es la irresoluble tensión gestada entre una circulación hegemónica -una verticalidad- y algunas normas jurídicas del territorio que, así, se revelan desfasadas o disfuncionales respecto de la actual configuración espacial del circuito.
Impuesto desde el exterior, el reciente proceso de modernización de la industria atómica argentina ha decretado, además, la inviabilidad de otros eslabones de la división territorial del trabajo nuclear: la firma estatal proveedora de mineral concentrado -Nuclear Mendoza-, por ejemplo, desapareció sin dejar rastros. Importado desde Norteamérica y las repúblicas asiáticas de Uzbekistán y Kazajstán, el uranio natural y/o levemente enriquecido (3,4 %) es sometido a una primera elaboración industrial en el Centro Atómico Ezeiza, nodo del circuito que, así, gana una nueva función, la cual otrora fuera desempeñada por el Centro Tecnológico Pilcaniyeu.
Determinada por algunas regulaciones globales nacidas de la voluntad de racionalización del acontecer jerárquico, la caducidad de determinados segmentos de la red altera, pues, las productividades espaciales de los lugares tributarios de la reproducción de ese orden interno.
Dependiente de la cambiante combinación de acciones externas e internas, el letargo de algunos lugares no está, empero, destinado a ser duradero. Tendencias como el raudo ascenso de la cotización internacional del uranio y la reactivación del ‘programa nuclear argentino’ procuran arrancar a algunas minas e industrias de su ostracismo e instar a determinados recortes del espacio nacional a participar de la aún incipiente resurrección de la actividad. Empujada por el alza del petróleo, la demanda energética mundial alentó la acelerada revalorización del uranio, mineral cuyo precio por libra pasó, en pocos años, de 20 a 200 dólares; junto a factores tales como la multiplicación de los costos de importación (19) y el renacimiento de antiguos proyectos estatales -autoabastecimiento de uranio, expansión del parque eléctrico (20)-, ese vector externo diseñó un eje de eventos que, imbuido de un contenido verticalizador, exige perentoriamente la reincorporación de ciertos subespacios al nuevo mapa de la minería nuclear.
Las generosas reservas todavía existentes y el perfeccionamiento de los modernos sistemas técnicos de explotación entablan una interdependencia funcional orientada a inaugurar otra fase de expoliación del subsuelo y, así, someter a los lugares al imperio de una nueva oleada modernizadora. Apenas explorada la quinta parte de su superficie, nuestro país cuenta, sin embargo, con 18 yacimientos de uranio y torio (21) cuyos recursos podrían satisfacer holgadamente el consumo de cuatro centrales nucleo-eléctricas durante sesenta años (Fernández Francini; De Dicco, 2006) (22). Suprimiendo o amortiguando las limitaciones técnicas de antaño -derivadas de la baja ley de las vetas remanentes-, sistemas de producción más eficaces constituyen, por su parte, manifestaciones materiales de las posibilidades del período actual, pues permiten la reapertura de explotaciones que en el pasado fueron abandonadas por su inviabilidad económica. Importantes reservas -11.000 tn- y costos de producción -70 dólares por libra- significativamente inferiores a la media internacional (Fernández Francini; De Dicco, 2006) despiertan la codicia de los capitales hegemónicos, definiendo una productividad espacial que, fundada en la comunión de riquezas, intereses externos y normas políticas, ejerce un magnético e irresistible influjo sobre firmas globales norteamericanas -Wealth Minerals, Magnum, SXR Uranium, Maple Minerals, Madero Minerals, Calypso Uranium, Cusac Gold Mines, Hunter Bay Resources, CanAlaska Uranium, Cameco-, australianas -Globe Uranium, Jackson Minerals-, asiáticas -UrAsia Energy, Marifil-, brasileñas -Votorantim Metaisy argentinas -Techint-.
Tejiendo una solidaridad temporal entre sistemas de acciones desarrollados en períodos históricos diferentes, se concreta un velado proceso de privatización, fundado en la entrega para cateo y exploración de las vastas áreas que fueron descubiertas en el pasado por la CNEA o de los ricos yacimientos situados en las adyacencias de minas pretéritas. Sigilosamente, algunas grandes empresas desarrollan un embrionario pero sistemático proceso de concentración de tierras, destinado a incorporar nuevos puntos productivos a sus esquemas globales de acumulación (23) e introducir en los lugares un contenido de tiempo hegemónico puro. Instalándose para desempeñarse como sub-contratistas de Dioxitek, esas firmas extranjeras persiguen, empero, otra finalidad: el drenaje del mineral hacia el exterior; una vez consumada, dicha racionalidad implicaría que, en un futuro no muy lejano, nuestro país sea obligado a adquirir, a precios internacionales, el uranio extraído de sus propios yacimientos (24). Es la perversidad propia de una métrica burocrática que, renunciando a su vocación compensadora de antaño, acaba sometiéndose a los implacables y despóticos designios del mercado mundial.
Otrora inadecuados para albergar a los datos dinámicos del presente, lugares cristalizados en el tiempo -generalmente obedientes a una división territorial del trabajo inherente a otras épocas, incluso relativamente ajenos al curso de modernidades pretéritas- son perentoriamente llamados a cooperar con el resurgimiento doméstico de la minería nuclear. Citamos, entre otras, a localidades cordobesas -San Alberto, San Javier, Pocho, Minas (Pampa de Achala y Valle de Traslasierra)-, salteñas -Metán, Cachi-, catamarqueñas -Fiambalá (Valles Calchaquíes), Tinogasta (Las Termas)-, jujeñas -Tilcara-, puntanas -San Martín, Chacabuco-, riojanas - Famatina, Sanagasta (El Gallo)- y santacruceñas -Deseado (Laguna Sirven)-, las cuales atestiguan, como condición de posibilidad, la potencial empirización de esa lógica hegemónica.
Ingente, la magnitud de los recursos albergados por esos yacimientos empalidece, sin embargo, ante las riquezas que esconden Sierra Pintada -la mina de uranio a cielo abierto más importante de Sudamérica- y, sobre todo, la enorme veta de Cerro Solo; emplazado en Paso de Indios (Chubut), ese último yacimiento se sitúa entre los más ricos del mundo, pues sus reservas de uranio son equiparables a las de Namibia (CNEA, 2006). La reapertura de Don Otto, asimismo, podría satisfacer nada menos que el 25 % del consumo de las usinas nucleares argentinas. Finalmente, la localidad santiagueña de Sumampa (Quebrachos) debe ser considerada como la más reciente incorporación a ese mapa de puntos obedientes a un comando global, merced al descubrimiento de minerales raros vitales para la industria atómica -escandrio, itrio, lantano, praseodimio-. He aquí los potenciales nuevos espacios de la racionalidad, otrora opacos, largamente olvidados, más ahora devenidos repentinamente estratégicos para intereses globales y domésticos. No obstante, los lugares que esa suerte de cooperación burocrático-mercantil pretende despertar de su letargo y, así, suprimir buena parte de su irracionalidad, ensayan una resistencia ante el sistema hegemónico de eventos que procura en ellos manifestarse. Obedeciendo a lógicas más amplias, banales, orgánicas, dicha rebelión se concreta a partir de la producción de una contrarracionalidad, generando acciones horizontales, opuestas a la implantación y consagración de finalidades externamente impuestas. El otrora escenario de la pasividad y la quietud se convierte, pues, en un protagonista de la revuelta, sobre todo cuando las lógicas locales de uso del territorio y explotación de la naturaleza son amenazadas o puestas en jaque.
Eficaz para arrancar de la roca el uranio hallado en baja ley, el sistema de explotación utilizado por las compañías mineras atenta contra la reproducción de la vida en sus diversas formas. Ingentes cantidades de dinamita y explosivos plásticos pulverizan cerros, mesetas y suelos para permitir el surgimiento de gigantescas minas a cielo abierto. Esas detonaciones y la ulterior trituración y molienda de las rocas ocasionan la liberación a la atmósfera de grandes cantidades de radón 222, gas de alta radiactividad resultante de la desintegración del radio 226. Tóxico incluso en mínimas cantidades, el radón no contamina apenas el suelo, los cultivos y el agua -tanto superficial como subterránea- y extingue la flora y la fauna circundantes, sino que también acarrea la proliferación, entre las poblaciones locales, de múltiples afecciones del sistema inmunológico, incontables malformaciones genéticas y distintos tipos de cáncer (25).
Inescrupulosa, la lógica portada por los actores hegemónicos y los sistemas de objetos dóciles a sus propósitos impone, asimismo, un patrón excluyente de uso del territorio. En el período actual, las empresas apenas tienen ojos para sus objetivos, siendo ciegas para todo lo demás; de hecho, cuanto más racionales resultan las reglas de su acción individual, menos respetuosas éstas son del entorno económico, social, político, cultural, moral o geográfico en el cual se instalan (Santos, 2000). No es extraño, pues, que la siguiente etapa del proceso de explotación -la lixiviación por amalgama química- exija el consumo de 500 litros de agua por segundo, expoliados de los arroyos y ríos que abastecen a los poblados y ciudades circundantes. Se asiste entonces a un proceso de producción limitada de racionalidad para los agentes externos, intrínsecamente asociado a la producción exacerbada de escasez para el resto de sociedades locales que, así, es virtualmente despojado de su más vital y estratégico recurso por el imperio de esa racionalidad extractiva; el agua utilizada en las minas queda, además, eternamente contaminada con drenajes ácidos, lodos tóxicos y sustancias radiactivas.
Concentrado vía precipitación con amoníaco gaseoso, el óxido de uranio resultante de la lixiviación es separado de impurezas -sílice, hierro, fosfatos, sulfato de calcio- que luego se acumulan en las colas del mineral (26) junto a compuestos químicos -ácido sulfúrico, cianuro de sodio, nitratos, amonio, isodecanol, hidróxido de sodio, solventes-, metales pesados -hierro, aluminio, molibdeno, manganeso, cromo, vanadio, cobre, níquel, cobalto, plomo- y residuos nucleares -uranio 235 y 238, radio 226, radón 222, torio 230, polonio 210, etc- (Greenpeace, 2006; Pardo, 2006). Conteniendo el 70 % de la radiactividad original, esos peligrosos desechos permanecen alojados en los diques de colas durante siglos, incluso milenios (27). Tal es la racionalidad dominante, esto es, el contenido hegemónico que la reciente reorganización del circuito espacial de producción de la industria nuclear pretende inocular en algunos lugares para incorporarlos a su vasta y expansiva red.
Oponiéndose a ese vector de desorden o perturbación impuesto desde fuera -una verticalidad-, despuntan racionalidades espontáneas que, emergentes de un cotidiano horizontal basado en el trabajo colectivo y la vida de relaciones del lugar, rechazan de plano la concreción del nefasto futuro que los actores hegemónicos han planificado para algunos subespacios. Codiciados por las riquezas alojadas en sus propias entrañas, ciertos recortes del territorio nacional se rebelan denodadamente contra el cruel y sombrío destino al que el afán de lucro del capital y la nueva fase de reestructuración de la industria atómica pretenden someterlos. Negando la empirización de ese trabajo hegemónico, algunas acciones -irracionales para la cosmovisión dominante- se empirizan a partir de la producción de regulaciones jurídicas orientadas a impedir o, cuanto menos, demorar la implantación de esa función: son los casos de Mendoza, Chubut y La Rioja, donde sendas leyes provinciales han prohibido el uso de insumos imprescindibles para la actividad, como ácido sulfúrico, cianuro y mercurio; por otra parte, la resistencia de los lugares es complementada por vectores externos -los intereses de las firmas extranjeras que se benefician con las importaciones argentinas de uranio- que coadyuvan a impedir la explotación del mineral en los Valles Calchaquíes. Son las contradicciones del orden global, resquebrajando su monolítica coherencia y revelando la colisión de finalidades tornadas incompatibles en el territorio, aunque paradójicamente elaboradas en una misma escala superior.
Obstando ese caleidoscópico mosaico de resistencias y rebeliones, la CNEA despliega estrategias tendentes a inocular, en los imaginarios colectivos locales, la necesidad de adoptar el camino de modernización inducido por la consumación de la racionalidad dominante. La potencial creación de centenares de empleos directos e indirectos merced a la reapertura de minas abandonadas -Sierra Pintada, Don Otto- y la explotación de yacimientos todavía vírgenes -Cerro Solo, Las Termas, El Gallo- constituye el basamento de una legitimación ideológica elaborada para generar una nueva opacidad de la consciencia, esto es, una nueva fuente de alienación. Nada se dice, entonces, respecto de las consecuencias derivadas de la ejecución de la actividad más peligrosa del mundo (28), ni tampoco se efectúa referencia alguna a la contratación de fuerza de trabajo extrarregional, clásico mecanismo que permite a las empresas extranjeras -y a la propia CNEA- desembarazarse rápidamente de los obreros afectados por las fatales enfermedades contraídas en los yacimientos. En connivencia, algunas burocracias provinciales procuran avasallar las normas locales despojando a los lugares de sus instancias de regulación, como lo revelan los conflictos suscitados entre el gobierno cordobés -funcional a los intereses mineros- y los poblados del Valle de Traslasierra y Pampa de Achala -opuestos a esa lógica-.
Omnipresente, esa todavía irresuelta tensión entre complacencia y rebeldía alumbra un interrogante y, también, una hipótesis y una pista heurística que reclaman el seguimiento empírico de su devenir. Sometidos, pues, a una encrucijada, algunos lugares se debaten entre su fidelidad a un letargo heredado de otras épocas y su potencial metamorfosis en nuevos espacios de la racionalidad, relativamente aptos para albergar a algunos vectores hegemónicos que, intrínsecos a la latente resurrección del eslabón primario del circuito espacial de producción, les permitan participar de la nueva configuración asumida por la división territorial del trabajo.
CONTINÚA
Ingente, la magnitud de los recursos albergados por esos yacimientos empalidece, sin embargo, ante las riquezas que esconden Sierra Pintada -la mina de uranio a cielo abierto más importante de Sudamérica- y, sobre todo, la enorme veta de Cerro Solo; emplazado en Paso de Indios (Chubut), ese último yacimiento se sitúa entre los más ricos del mundo, pues sus reservas de uranio son equiparables a las de Namibia (CNEA, 2006). La reapertura de Don Otto, asimismo, podría satisfacer nada menos que el 25 % del consumo de las usinas nucleares argentinas. Finalmente, la localidad santiagueña de Sumampa (Quebrachos) debe ser considerada como la más reciente incorporación a ese mapa de puntos obedientes a un comando global, merced al descubrimiento de minerales raros vitales para la industria atómica -escandrio, itrio, lantano, praseodimio-. He aquí los potenciales nuevos espacios de la racionalidad, otrora opacos, largamente olvidados, más ahora devenidos repentinamente estratégicos para intereses globales y domésticos. No obstante, los lugares que esa suerte de cooperación burocrático-mercantil pretende despertar de su letargo y, así, suprimir buena parte de su irracionalidad, ensayan una resistencia ante el sistema hegemónico de eventos que procura en ellos manifestarse. Obedeciendo a lógicas más amplias, banales, orgánicas, dicha rebelión se concreta a partir de la producción de una contrarracionalidad, generando acciones horizontales, opuestas a la implantación y consagración de finalidades externamente impuestas. El otrora escenario de la pasividad y la quietud se convierte, pues, en un protagonista de la revuelta, sobre todo cuando las lógicas locales de uso del territorio y explotación de la naturaleza son amenazadas o puestas en jaque.
Eficaz para arrancar de la roca el uranio hallado en baja ley, el sistema de explotación utilizado por las compañías mineras atenta contra la reproducción de la vida en sus diversas formas. Ingentes cantidades de dinamita y explosivos plásticos pulverizan cerros, mesetas y suelos para permitir el surgimiento de gigantescas minas a cielo abierto. Esas detonaciones y la ulterior trituración y molienda de las rocas ocasionan la liberación a la atmósfera de grandes cantidades de radón 222, gas de alta radiactividad resultante de la desintegración del radio 226. Tóxico incluso en mínimas cantidades, el radón no contamina apenas el suelo, los cultivos y el agua -tanto superficial como subterránea- y extingue la flora y la fauna circundantes, sino que también acarrea la proliferación, entre las poblaciones locales, de múltiples afecciones del sistema inmunológico, incontables malformaciones genéticas y distintos tipos de cáncer (25).
Inescrupulosa, la lógica portada por los actores hegemónicos y los sistemas de objetos dóciles a sus propósitos impone, asimismo, un patrón excluyente de uso del territorio. En el período actual, las empresas apenas tienen ojos para sus objetivos, siendo ciegas para todo lo demás; de hecho, cuanto más racionales resultan las reglas de su acción individual, menos respetuosas éstas son del entorno económico, social, político, cultural, moral o geográfico en el cual se instalan (Santos, 2000). No es extraño, pues, que la siguiente etapa del proceso de explotación -la lixiviación por amalgama química- exija el consumo de 500 litros de agua por segundo, expoliados de los arroyos y ríos que abastecen a los poblados y ciudades circundantes. Se asiste entonces a un proceso de producción limitada de racionalidad para los agentes externos, intrínsecamente asociado a la producción exacerbada de escasez para el resto de sociedades locales que, así, es virtualmente despojado de su más vital y estratégico recurso por el imperio de esa racionalidad extractiva; el agua utilizada en las minas queda, además, eternamente contaminada con drenajes ácidos, lodos tóxicos y sustancias radiactivas.
Concentrado vía precipitación con amoníaco gaseoso, el óxido de uranio resultante de la lixiviación es separado de impurezas -sílice, hierro, fosfatos, sulfato de calcio- que luego se acumulan en las colas del mineral (26) junto a compuestos químicos -ácido sulfúrico, cianuro de sodio, nitratos, amonio, isodecanol, hidróxido de sodio, solventes-, metales pesados -hierro, aluminio, molibdeno, manganeso, cromo, vanadio, cobre, níquel, cobalto, plomo- y residuos nucleares -uranio 235 y 238, radio 226, radón 222, torio 230, polonio 210, etc- (Greenpeace, 2006; Pardo, 2006). Conteniendo el 70 % de la radiactividad original, esos peligrosos desechos permanecen alojados en los diques de colas durante siglos, incluso milenios (27). Tal es la racionalidad dominante, esto es, el contenido hegemónico que la reciente reorganización del circuito espacial de producción de la industria nuclear pretende inocular en algunos lugares para incorporarlos a su vasta y expansiva red.
Oponiéndose a ese vector de desorden o perturbación impuesto desde fuera -una verticalidad-, despuntan racionalidades espontáneas que, emergentes de un cotidiano horizontal basado en el trabajo colectivo y la vida de relaciones del lugar, rechazan de plano la concreción del nefasto futuro que los actores hegemónicos han planificado para algunos subespacios. Codiciados por las riquezas alojadas en sus propias entrañas, ciertos recortes del territorio nacional se rebelan denodadamente contra el cruel y sombrío destino al que el afán de lucro del capital y la nueva fase de reestructuración de la industria atómica pretenden someterlos. Negando la empirización de ese trabajo hegemónico, algunas acciones -irracionales para la cosmovisión dominante- se empirizan a partir de la producción de regulaciones jurídicas orientadas a impedir o, cuanto menos, demorar la implantación de esa función: son los casos de Mendoza, Chubut y La Rioja, donde sendas leyes provinciales han prohibido el uso de insumos imprescindibles para la actividad, como ácido sulfúrico, cianuro y mercurio; por otra parte, la resistencia de los lugares es complementada por vectores externos -los intereses de las firmas extranjeras que se benefician con las importaciones argentinas de uranio- que coadyuvan a impedir la explotación del mineral en los Valles Calchaquíes. Son las contradicciones del orden global, resquebrajando su monolítica coherencia y revelando la colisión de finalidades tornadas incompatibles en el territorio, aunque paradójicamente elaboradas en una misma escala superior.
Obstando ese caleidoscópico mosaico de resistencias y rebeliones, la CNEA despliega estrategias tendentes a inocular, en los imaginarios colectivos locales, la necesidad de adoptar el camino de modernización inducido por la consumación de la racionalidad dominante. La potencial creación de centenares de empleos directos e indirectos merced a la reapertura de minas abandonadas -Sierra Pintada, Don Otto- y la explotación de yacimientos todavía vírgenes -Cerro Solo, Las Termas, El Gallo- constituye el basamento de una legitimación ideológica elaborada para generar una nueva opacidad de la consciencia, esto es, una nueva fuente de alienación. Nada se dice, entonces, respecto de las consecuencias derivadas de la ejecución de la actividad más peligrosa del mundo (28), ni tampoco se efectúa referencia alguna a la contratación de fuerza de trabajo extrarregional, clásico mecanismo que permite a las empresas extranjeras -y a la propia CNEA- desembarazarse rápidamente de los obreros afectados por las fatales enfermedades contraídas en los yacimientos. En connivencia, algunas burocracias provinciales procuran avasallar las normas locales despojando a los lugares de sus instancias de regulación, como lo revelan los conflictos suscitados entre el gobierno cordobés -funcional a los intereses mineros- y los poblados del Valle de Traslasierra y Pampa de Achala -opuestos a esa lógica-.
Omnipresente, esa todavía irresuelta tensión entre complacencia y rebeldía alumbra un interrogante y, también, una hipótesis y una pista heurística que reclaman el seguimiento empírico de su devenir. Sometidos, pues, a una encrucijada, algunos lugares se debaten entre su fidelidad a un letargo heredado de otras épocas y su potencial metamorfosis en nuevos espacios de la racionalidad, relativamente aptos para albergar a algunos vectores hegemónicos que, intrínsecos a la latente resurrección del eslabón primario del circuito espacial de producción, les permitan participar de la nueva configuración asumida por la división territorial del trabajo.
CONTINÚA
1. Legitimando la constitución de una suerte de oligopolio de armamento nuclear compuesto por cinco países -China, Francia, Unión Soviética, Reino Unido y Estados Unidos-, el TNPN fue rubricado en 1968 y ratificado en 1970 por la mayoría de las naciones. Sólo Israel, India, Pakistán y Corea del Norte no lo integran. Su talón de Aquiles está dado, empero, por la artificial división efectuada en cuanto a usos pacíficos y militares de la fisión nuclear.
2. Tal injerencia obedece, en principio, a un factor técnico: la materia prima para fabricar bombas atómicas -el plutonio- puede obtenerse a partir del reprocesamiento del uranio utilizado en las centrales nucleo- eléctricas; así pues, el funcionamiento de éstas constituye un paso ineludible para la incorporación de armas de esa naturaleza a los arsenales de un país (Brailovsky; Foguelman, 1993).
3. Decreto 10.936/50.
4. Decreto-Ley 22.498/56 -luego ratificado por ley 14.467-, el cual constituyó a la CNEA en un ente autárquico bajo la órbita del Poder Ejecutivo, condición que desde entonces mantiene.
5. Decretos 3.183/77 y 302/79.
6. Se denomina uranio enriquecido a aquél en el cual la proporción del isótopo 235 ha sido artificialmente incrementada por encima del 0,72% que se halla en el mineral en estado natural.
7. INVAP fue creada en 1976 merced a un convenio rubricado entre la CNEA y la provincia de Río Negro.
8. Los Álamos hace referencia a la base nuclear norteamericana que, emplazada en Nuevo México, nació en la década de 1940 para ensayar y perfeccionar tecnología atómica con fines bélicos.
9. CONUAR SA (Combustibles Nucleares Argentinos) fue creada en 1981. Un año después la firma fue parcialmente privatizada, quedando la mayoría de su capital bajo el control de SUDACIA, una empresa del holding Pérez Companc.
10. Si bien tal hipótesis es, en principio, atinada, parece que en la cosmovisión de la oligarquía militar argentina el concepto de soberanía es un tanto caprichoso; véanse, en el último acápite que compone este apartado del trabajo, los deliberados intentos realizados durante la segunda mitad de la década de 1970 en cuanto a la implantación, en el territorio nacional, de un repositorio atómico destinado a almacenar los desechos nucleares extranjeros.
11. En efecto, Argentina recién ratificó el Tratado de Tlatelolco en 1993 (Ley 24.272) y el Tratado de No Proliferación Nuclear en 1994 (Ley 24.448).
12. El límite máximo estipulado por el TNPN para el enriquecimiento de uranio es el 5 %; más allá de ese umbral, se considera que la actividad nuclear está empeñada en la fabricación de armamento y no en la mera generación de energía.
13. Ley nacional 24.804 y Decreto 603/92, respectivamente.
14. En 1996, cincuenta países firmaron un acuerdo para instalar bases de control de la actividad nuclear, creando así el mencionado sistema. Argentina adhirió dos años más tarde, mediante la ley 25.022. En Argentina se emplazarán diez nodos, los cuales se situarán en Neuquén, Río Negro, Salta, Tierra del Fuego, San Juan y la Capital Federal (Pardo, 2003a).
15. Japón envía el combustible irradiado de sus reactores a las plantas reprocesadoras de Francia (La Hague) y Gran Bretaña (Sellafield) para obtener plutonio. La circulación transoceánica de esos materiales pone en riesgo, en caso de un potencial accidente, las aguas de numerosos países, especialmente las de aquellos pertenecientes a América Latina (Pardo, 2003a; Greenpeace, 2006).
16. En Mogotes Colorados, apenas cuatro años de explotación dejaron tras de sí 155.000 tn de colas y 1.000.000 tn de material estéril. La Estela, por su parte, aún alberga 70.000 tn de colas y 1.143.000 tn de estériles. En el Complejo Minero-Fabril Los Gigantes todavía permanecen 3.000.000 tn de colas, 1.000.000 tn de material estéril, 101.360 m3 de lodos y 100.000 m3 de líquidos contaminados; se estima asimismo que otros 900.000 m3 de desechos han sido arrojados al río San Antonio. En Sierra Pintada hoy día pueden encontrarse 1.200.000 tn de residuos, en tanto en el Complejo Minero-Fabril de San Rafael permanecen 1.800.000 tn de colas, 5.340 tambores radiactivos y 153.000 m3 de efluentes tóxicos (CNEA, 2005).
17. Sin embargo, la contaminación acarreada por esa actividad no es privativa de Argentina. La empresa estatal francesa AREVA-COGEMA, que entre 1949 y 2001 explotó dos centenares de yacimientos de uranio en el país galo, nunca remedió adecuadamente las minas abandonadas, las cuales actualmente acumulan nada menos que 55.000.000 tn de residuos.
18. Dioxitek SA fue creada en 1996, convirtiendo al Área de Ciclo de Combustibles de la CNEA en un brazo relativamente autónomo. La CNEA controla el 99% del capital de esa firma, correspondiendo el remanente a la provincia de Mendoza.
19. El Estado nacional gasta anualmente unos 50 millones de dólares en la importación de las 120 tn de uranio que consumen las usinas nucleo-eléctricas. Dicho costo se triplicó luego de la devaluación del signo monetario argentino -el peso-, suscitada en 2002.
20. Ese ambicioso plan contempla la finalización de Atucha II en 2010 y la construcción de una cuarta usina atómica.
21. Si bien las reservas argentinas de torio son superiores a las de uranio, el primero no es producido en la actualidad por los grandes costos que implica su procesamiento -bombardeo de neutrones del torio 232 para producción del isótopo 233- y la inaptitud de las centrales nucleares argentinas para funcionar con aleaciones de torio/uranio.
22. Si en lugar de uranio natural se utilizara uranio ligeramente enriquecido en el marco de un ciclo de combustible cerrado con reprocesamiento dichas reservas se multiplicarían 2,3 veces, cubriendo las necesidades de nuestro país durante varios cientos de años (Francini; De Dicco, 2006).
23. Mega Uranium, por ejemplo, posee permisos de exploración en Patagonia y Mendoza por 3.243 km2 y 1.000 km2, respectivamente. En el noroeste, la misma empresa controla otros 950 km2.
24. De continuar el ritmo actual de otorgamiento de permisos de cateo y concretarse la puesta en producción de yacimientos orientados a la exportación, las reservas se agotarían -según la CNEA- en el transcurso de los próximos 17 años.
25. Una vez liberado, el radón persiste durante miles de años. Se ha comprobado que, con vientos de 16 km/hora, ese gas puede viajar hasta 1.000 km antes de que su radiactividad decaiga a la mitad. La exposición a ese tóxico causa leucemia y, sobre todo, cáncer de hueso, pues su absorción es similar a la del calcio. Dado que la radiactividad altera la información genética de las células, no existe una dosis mínima ‘segura’, ya que su naturaleza es acumulativa.
26. Se estima que, por cada tonelada de uranio extraída, se generan 3.700 litros de residuos líquidos y una proporción de desechos radiactivos equivalente a cien veces su peso; la parte útil del mineral se sitúa en el orden del 1 %. El cierre de la mina Don Otto, que durante su vida útil suministró 400 tn de uranio concentrado, dejó 400.000 tn de residuos tóxicos.
27. Todos los residuos citados generan radiación alfa y gamma, cuya introducción en el organismo humano puede traducirse en daños genéticos, abortos espontáneos, hipertiroidismo, retardo físico y mental, leucemia, afecciones en los riñones, el hígado, el bazo y el sistema sanguíneo, anemia, cáncer de pulmón, próstata y hueso, etc. Las largas vidas promedio del uranio 235 (703,7 millones de años), el uranio 238 (4.468 millones de años), el radio 226 (1.600 años) y el torio 230 (75.000 años) implican que la polución contenida en las colas sea eternamente propagada por el viento y el agua. En el Complejo Minero- Fabril Los Gigantes, los diques de colas continúan acumulando agua de lluvia, de modo que el caudal de agua con sustancias radiactivas aumenta unos 20.000 metros cúbicos cada año. Los probables desbordes alcanzarían al río San Antonio y al lago San Roque, única fuente de provisión de agua potable de la ciudad de Villa Carlos Paz y del 70 % de los habitantes de la capital cordobesa. Si el despertar de la minería del uranio se concretara en Mendoza y el noroeste, las potenciales catástrofes se agudizarían con la actividad sísmica propia de esas zonas.
28. Se estima que, durante el Siglo XX, la mitad de todos los mineros del uranio del mundo murieron de cáncer de pulmón. Sólo la trituración de ese mineral causa 4.000 muertes anuales en Estados Unidos (Sarlingo, 1998).
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Sebastián Gómez Lende es profesor y licenciado en Geografía. Becario CONICET. UNCPBA. Tandil, Provincia de Buenos Aires. E-mail: gomezlen@fch.unicen.edu.ar
Fuentes:
Gómez Lende, Sebastián, División territorial del trabajo y circuitos espaciales de producción: la Industria Nuclear Argentina (1950-2007), Caderno de Geografia, vol. 20, núm. 33, enero-junio, 2010, pp. 16-57 Pontifícia Universidade Católica de Minas Gerais Belo Horizonte, Brasil.
Las fotografías que ilustran esta entrada corresponden a la construcción de la central nuclear Atucha I (fotografía superior) y al Complejo Minero Fabril de Sierra Pintada (fotografía inferior).
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