por Marcelo Larraquy
Durante las sesiones en el Congreso en las que De Tomaso expuso sobre la Patagonia, el diputado radical y médico Pedro López Anaut -que había avalado un pedido de informes pero no la creación de una comisión investigadora porque prefería evitar "los detalles"- comentó que los movimientos en el Sur tenían cierta semejanza con los que él había conocido en el Norte. López Anaut había integrado una comisión legislativa que había viajado a Chaco, a Formosa y a Misiones, donde también hubo "levantamientos graves de obreros, asaltos a establecimientos, tiroteos, muertos y heridos, intervención de la policía y el ejército". La experiencia lo había conmocionado. Había tomado contacto con los obreros y observó el cuadro "horroroso" en el que vivían, con patrones "criminales". Y aunque no adhería a la Liga Patriótica -pero tampoco era crítico de ella-, el legislador había observado su intervención en esa región, cuando miles de obreros de las compañías La Forestal y Las Palmas se declararon en huelga en los años 1920 y 1921.
La Forestal, una compañía británica que sumó capitales alemanes y franceses, había sido creada en 1906 y llegó a ocupar más de dos millones de hectáreas en el norte de la provincia de Santa Fe y los territorios nacionales de Chaco y de Formosa. Su especialidad era la explotación del quebracho colorado de los montes para extraer el tanino, sustancia útil para las curtiembres en el tratamiento del cuero, y también para producir los durmientes para las líneas ferroviarias. El monopolio impedía que los pueblos se desarrollaran fuera de su producción económica concentrada y con vistas hacia el mercado internacional. La empresa, además, defraudaba al fisco provincial.
Como los peones rurales en la Patagonia, los hacheros de La Forestal, que tenían jornadas de hasta dieciséis horas, recibían la paga con vales que podían cambiar por mercaderías en los almacenes de ramos generales que también pertenecían a la compañía.
En un mes de trabajo, un hachero podía ganar el equivalente a diez kilos de carne.
Cuando los trabajadores iniciaron una huelga en diciembre de 1919 y reclamaron mejoras salariales y turnos de ocho horas, la compañía creó un cuerpo armado con gendarmes de la fuerza pública pero al servicio y con salarios de La Forestal. Lo reforzó con un cuerpo policial privado para proteger los obrajes y las fábricas y someter por la fuerza la agitación obrera.
En las huelgas de 1920 y 1921, La Forestal desconoció la organización gremial de los trabajadores, hizo "listas negras"; saqueó e incendió sus casas; desplazó hacheros de un enclave a otro; vedó la provisión de agua, que llegaba en tren a los obrajes; cerró establecimientos y despidió al personal; provocó el vaciamiento de pueblos y utilizó su policía privada para reprimir a los que persistieron en la resistencia.
En febrero de 1921, en distintas poblaciones de Santa Fe -Villa Guillermina, Villa Ana, Golondrina, Villa Ocampo-, los cuerpos armados dispararon contra los obreros en las estaciones ferroviarias y salieron a cazarlos por los bosques, luego de que en Villa Guillermina un comisario que registraba obreros a la salida de la fábrica resultara muerto, en apariencia por un policía no uniformado de la empresa, hecho que fue utilizado para desencadenar la represión.
La Liga Patriótica no permaneció ajena a la violencia patronal. Contrató mercenarios, denominados "penachos colorados", para acompañar a la policía privada de La Forestal. Un miembro de la Liga, Lorenzo Anadón, era vicepresidente de esa compañía.
El establecimiento de producción forestal, ganadero y azucarero Las Palmas, en el Chaco austral, tenía la particularidad de que todo el directorio pertenecía a la Liga Patriótica. Y la mano de obra -indígenas, criollos, paraguayos y brasileños- estaba en relación con la FORA del IX Congreso.
Un paro les había permitido a los trabajadores lograr el pago en moneda y jornadas más cortas en los ingenios. Sin embargo, poco después, la empresa efectuó un descuento en sus salarios y colocó matones de la Liga para provocar a los delegados sindicales en las fábricas.
A mediados de 1920, la decisión de la compañía de expulsar a cerca de mil trabajadores acrecentó la tensión. Los huelguistas se atrincheraron en el ingenio. Tras difundir el rumor de que los caciques estaban al servicio de los patrones, la empresa colocó a indios, sin que éstos lo supieran, en la avanzada para enfrentar a los trabajadores, que comenzaron a disparar contra ellos. Luego entraron en combate las fuerzas de la empresa y de la Liga Patriótica y un día más tarde las tropas del Ejército al mando del capitán Gregorio Pomar, simpatizante radical, quien ordenó el cese del fuego. Hubo denuncia de quemas de huelguistas en los hornos del ingenio para no dejar evidencias ante la llegada del Ejército.
Durante la década de 1920, además de Las Palmas y de La Forestal, donde los obreros fueron víctimas de una represión con recursos estatales "privatizados", las fuerzas del Estado también organizaron expediciones de exterminio masivo en el norte del país. Pero, a diferencia de la matanza patagónica, que logró ser rescatada por Osvaldo Bayer tras cincuenta años de ocultamiento y olvido, las voces de estas etnias fusiladas quedaron sumergidas en una reconstrucción histórica regional mucho menos visible.
Por entonces, Chaco era territorio de conquista de las expediciones militares que buscaban extender las fronteras indígenas al precio del dominio territorial, económico, étnico y cultural. Hacia 1920, el censo indicó para ese territorio nacional una población de 60.564 habitantes.
En junio de 1923, el presidente Alvear designó en el gobierno del Chaco a Fernando Centeno, nieto del coronel Dámaso Centeno, muerto en combate en la batalla de Pavón. Fernando Centeno, educado en París y tres veces presidente de la Cámara de Diputados santafecina, oriundo de esa provincia, debía remitir informes de su gestión al Ministerio del Interior.
Frente a las etnias, el nuevo gobernador continuó con la política de la Reducción de Indios, un organismo que administraba la mano de obra aborigen en los obrajes forestales y en las chacras de algodón y maíz; de este modo, a la vez que los obligaba a abandonar su nomadismo, los incorporaba al proceso de producción económica.
La Reducción Napalpí, un territorio de 20.000 hectáreas, ubicado a 120 kilómetros de Resistencia, sobre la traza del ferrocarril Barranqueras al Oeste, había sido creada en 1911 por el naturalista y protector de indios Enrique Lynch Arribálzaga. La creación de este cerco indígena de producción agraria, bajo subsidio y control estatal, tuvo la intención de evitar que las etnias mocoví, toba y vilela continuasen siendo víctimas del genocidio de las tropas de línea del Ejército, quienes las consideraban obstáculos para su objetivo de "civilización y progreso". La Reducción también incluyó una política educativa. Se fundó una escuela para los hijos de los aborígenes.
Hacia 1920, con el auge algodonero, la Reducción contaba con alrededor de setecientos empleados que trabajaban a destajo. Pero los indios también tenían la posibilidad de ser contratados por comerciantes que los trasladaban a los ingenios azucareros de Tucumán, de Salta y de Jujuy por una mejor paga. De modo que entre la posibilidad de volverse al monte a vivir con sus costumbres originales, subsistiendo con la caza o la pesca, y el éxodo a otras provincias, desde la perspectiva de los terratenientes, los aborígenes componían una mano de obra inestable para las necesidades de la cosecha.
Atento a las inquietudes de las empresas productoras, el gobernador Centeno prohibió los desplazamientos indígenas fuera del territorio. Sometidos al cerco de Napalpí, los aborígenes se sublevaron contra la administración de la Reducción, que además les descontaba el quince por ciento de la producción de algodón. Muchos se negaron a levantar la cosecha. El ambiente se fue crispando. Los policías comenzaron a perseguir a los indígenas que regresaban de la zafra jujeña en trasgresión a la orden de Centeno y mataron a algunos de ellos en El Cuchillo. También, la policía comenzó a recibir denuncias telegráficas de productores por robos de hacienda y carneo de animales.
El 17 de mayo de 1924, Centeno fue a las tolderías de Napalpí a entrevistarse con los caciques. Escuchó sus críticas. Le pidieron la supresión del quince por ciento, libertad para vender sus productos, la reapertura de la escuela, títulos de propiedad para colonos indígenas, la liberación de aborígenes detenidos en la cárcel de Resistencia y la entrega de dos vacas y mil kilos de galletas.
Ni las promesas de provisión de alimentos ni la reunión de la delegación indígena en Buenos Aires con la Comisión Honoraria de Reducciones de Indios ni la visita a Napalpí de Eduardo Elordi, secretario de Territorios del Ministerio del Interior, bastaron para atemperar la hostilidad en la región. Todas las negociaciones habían fracasado. El sometimiento policial a los indígenas para que permanecieran en la Reducción, las denuncias de cuatrerismo y los ataques a establecimientos agrarios denunciados por colonos blancos contra los "bandoleros" aborígenes -que habrían dejado dos muertos-, el despoblamiento rural por el temor a un levantamiento indígena y la huelga que iniciaron éstos en Napalpí hundieron el territorio en una psicosis de guerra. El indio armado con Winchester, guiado por el cacique toba Pedro Maidana, era la figura más explotada frente a Centeno por parte de los terratenientes que exigían el disciplinamiento de la mano de obra. Enrique Lynch Arribálzaga había advertido en 1911: "La coerción o el temor son, a mi juicio, pésimos recursos para el gobierno de los aborígenes. Se los podrá dominar momentáneamente, pero el odio hervirá en sus almas sin freno y, como todo pueblo oprimido, romperá sus cadenas en cuanto vea la primera coyuntura para hacerlo".
En julio, el gobernador Centeno pidió al Ministerio del Interior tropas del Ejército para sofocar la "sublevación", pero le respondieron que era un hecho policial que debía ser resuelto a nivel local.
El sábado 19 de julio de 1924, La Nación publicó que "la sublevación" de los indios de la Reducción de Napalpí continuaba "amenazando a la población de la zona norte de ese departamento [Villa Ana]. Han sido atacados varios vecinos, registrándose numerosos asesinatos. El pueblo está alarmadísimo".
Ese mismo día ya estaba en Napalpí la tropa policial enviada por Centeno. Cuarenta de ellos habían partido en tren desde Resistencia, se sumaron otros ochenta de localidades vecinas, más la participación de civiles armados al servicio de los productores. Un avión del Aero Club Chaco los ayudó a reconocer la posición exacta de los indios. Muchos de ellos salieron a observar el aeroplano que volaba más allá de las copas de los árboles. Según los testimonios recogidos por una comisión parlamentaria, expuestos en la sesión de Diputados del 11 de septiembre de 1924, desde el avión arrojaron una sustancia química que comenzó a incendiar las tolderías.
La tropa inició la matanza de las etnias rebeldes. Las familias indígenas escaparon hacia al monte impenetrable, pero en dos horas, los fusiles estatales ya habían matado a alrededor de doscientos aborígenes que habían negado sus brazos a la cosecha. El avión sobrevoló la zona para señalar a los que escapaban y ponerlos en la mira del fusil del copiloto. A los que quedaban heridos, la tropa policial los ultimaba a machetazos o los degollaba. Al cacique Maidana y a sus hijos les arrancaron los testículos y las orejas. Los cadáveres fueron amontonados y rociados con querosén y enterrados en fosas comunes. Muchas mujeres fueron tomadas prisioneras y sometidas. Los bienes indígenas de la Reducción fueron saqueados. Cuarenta niños que lograron sobrevivir fueron entregados a los estancieros como sirvientes para las tareas domésticas.
En el expediente judicial, la policía negó la matanza. Según la versión oficial, cuando llegaron a Napalpí con un pañuelo blanco, fueron recibidos con fuego por los indios y en el combate mataron sólo a los tres caciques rebeldes y a otro aborigen. El resto, cerca de ochocientos indios, al ver caer a sus jefes, huyó al monte. La Justicia, que archivó la causa sin reconocer culpabilidad en nadie, no recogió los testimonios de los indígenas que habían sobrevivido.
Entre ellos estaba Melitona Enrique, toba, de 23 años. Ese 19 de julio de 1924, escapó de las balas y corrió hacia el monte con su madre. Había perdido a sus abuelos, a sus primos, a sus tíos. Estuvo varios días y noches sin comer. Vivió muchos años. Fue la última sobreviviente.
Melitona Enrique murió el 13 de noviembre de 2008. Tenía 107 años. En su último cumpleaños, el 13 de enero del mismo año, el Estado provincial del Chaco reconoció por primera vez su responsabilidad en la masacre de Napalpí. Entonces le pidió disculpas, le regaló una silla de ruedas y le prometió una casa de ladrillos.
(Fragmento de “Marcados a fuego. La violencia en la historia argentina. De Yrigoyen a Perón (1890-1945)” de Marcelo Larraquy)
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