Con el avance de las fumigaciones, cada vez más pueblos dan batalla a los agrotóxicos. A los casos de Córdoba y Santa Fe, ahora también se suma la provincia de Buenos Aires.
por Darío Aranda
Alberti en Buenos Aires, San Jorge en Santa Fe y Río Cuarto en Córdoba, sólo algunas de las localidades de la Pampa Húmeda donde también se cuestiona al modelo agropecuario y las fumigaciones con agroquímicos. En Alberti, un fallo del Superior Tribunal de Justicia bonaerense prohibió fumigar a mil metros de viviendas, pero los vecinos denuncian que no se respeta la sentencia judicial. En Río Cuarto rechazan la instalación de Monsanto y proponen un modelo alternativo. Decenas de pueblos de la Pampa Húmeda cuestionan la propuesta empresaria de fumigar a sólo 100 metros de las viviendas, exigen la prohibición total de fumigaciones aéreas y proponen límites de entre 800 y 1500 metros para las aspersiones terrestres.
Alberti está ubicado en el norte de Buenos Aires. María Cristina Monsalvo y Víctor Fernández comenzaron a ser fumigados en 2006. Los rociaban con glifosato, atrazina y cirpermetrina hasta la puerta de su casa. El vecino sembraba soja. Y el caso llegó a tribunales. En agosto de 2012, la Corte Suprema de Buenos Aires prohibió fumigar a menos de 1000 metros de las viviendas. Incluso citó el principio precautorio vigente en la ley: ante la posibilidad de perjuicio ambiental irremediable, es necesario tomar medidas protectoras.
Con el fallo de la máximo tribunal de Buenos Aires, los vecinos de Alberti solicitaron a los concejales que aprobaran una ordenanza que limitara las fumigaciones. Todo lo contrario, la Municipalidad autorizó fumigaciones a cien metros de las casas. En enero pasado rociaron con glifosato a sólo 40 metros de la vivienda de Monsalvo-Fernández y a cincuenta metros del polideportivo municipal, el mismo día en que comenzaba la colonia de vacaciones de cientos de niños. La primera semana de noviembre volvieron a fumigar a metros del polideportivo y a 300 metros de la casa familiar que la Corte Suprema había protegido.
“El fallo de la Corte establece que para otorgar permisos deben hacer primero estudios ambientales, audiencia pública y recién luego dar permiso. Nada de eso se cumple”, denunció Cristina Monsalvo y alertó: “Seguiremos en la lucha contra este modelo que no duda en sacrificar a las poblaciones”.
Situaciones similares se repiten en Carmen de Areco, Cañuelas, Chacabuco, Rojas, Luján, Ramallo, Marcos Paz, Los Toldos, Saladillo y hasta en Guernica, partido de Presidente Perón, a sólo 40 kilómetros de Capital Federal.
Río Cuarto está ubicada al sur de Córdoba. En junio pasado, cuando la empresa Monsanto anunció la instalación de una planta de experimentación en la ciudad (también otra en Tucumán y una gran planta de semillas en la localidad cordobesa de Malvinas Argentinas), nació la Asamblea por un Río Cuarto sin Agrotóxicos. Iniciaron una “iniciativa popular” para que se aprobara una ordenanza que establezca un territorio libre de agroquímicos, y proponen una transición del modelo de transgénicos y químicos hacia la agroecología.
El 10 de septiembre se realizó un debate público en el Concejo Deliberante, con 70 expositores que disertaron tanto en apoyo como con críticas al modelo agroindustrial. “Si no son peligrosos los agrotóxicos, ¿por qué fumigan de noche?”, preguntaron dos nenas de 9 años de la escuela primaria Eva Duprat, ubicada frente a un campo fumigado.
Similares debates y críticas se repiten en las localidades cordobesas de Morrison, Huinca Renancó, General Levalle, Coronel Moldes, General Cabrera, Las Perdices, Coronel Baigorria, Villa Ciudad Parque e Italó, entre otros. En Alta Gracia está vigente una ordenanza que prohíbe fumigar a 1500 metros de la zona urbana, pero productores quieren vetar la ordenanza.
En San Jorge (Santa Fe), un grupo de familias del barrio Urquiza denunció en 2009 a un productor que, calle mediante, los fumigaba y provocaba intoxicaciones, alergias y problemas respiratorios. Jueces de primera y segunda instancia prohibieron fumigar a menos de 800 metros si era por métodos terrestres y 1500 metros si lo hacían con avión. Mientras se respetó la decisión judicial, los chicos no enfermaron.
Viviana Peralta, una de las madres que iniciaron la denuncia, afirmó que las fumigaciones volvieron a fines de 2012. “Y volvimos a denunciarlos. Ahí frenaron. Tienen que entender que la Justicia ya dijo que paren y que la salud es lo primero”, reclamó.
Otras localidades de Santa Fe donde existen asambleas y rechazos al modelo son Alvear, Carcarañá, San Lorenzo, Desvío Arijón y San Justo, entre otros. A nivel provincial, la Multisectorial Paren de Fumigarnos (que nuclea a decenas de localidades y organizaciones) impulsa una ley que prohíba por completo las fumigaciones aéreas y legisle un resguardo de 800 metros libre de agroquímicos.
Intoxicados
Cine En 2001, el Barrio Ituzaingó Anexo, en las afueras de Córdoba capital, quedó rodeado de campos sembrados con soja. Pronto, junto con los agroquímicos, llegaron las enfermedades a los pobladores. Un grupo de madres se organizó y después de años de lucha logró llevar a juicio a un productor y al aplicador encargado de la fumigación. A partir de este caso, el director Ulises de la Orden busca en el documental Desierto Verde las verdaderas causas del problema de los pueblos fumigados y las encuentra en un modelo de negocios que está de espaldas a las personas.
En varios momentos del documental Desierto Verde, de Ulises de la Orden, aparece una adolescente flaquísima, alta y elástica que se desliza con gracia sobre sus patines. Es quizá la única pausa completamente estética que tiene esta obra dura y contundente. Una chica cuyo mundo parece envuelto en una pausa vaporosa, una realidad despreocupada por cualquier cosa que ocurra afuera del salón. Cada tanto Brisa Herrera parece patinar lejos de todo. También de la mirada de su madre, que cuando la ve todavía piensa en la leucemia que a los tres años casi la mata. “Los médicos me dijeron que puede volver a enfermar en dos años o en veinte”, dice Norma y muestra la fotografía de su hija, tomada años atrás por un diario local. Porque Brisa y su leucemia desde un inicio no fueron un caso privado, sino uno más de los cientos que plagaba el Barrio Ituzaingó Anexo: un caserío de trabajadores en la periferia de Córdoba capital, que por 2001 quedó acorralado entre campos de soja y los millones de litros de agroquímicos que utilizan para esa producción. “De a poco empezamos a ver sus efectos”, recuerda Norma, recuerdan todas las mujeres cuyos hijos enfermaron o murieron. Porque en cada cuadra de Ituzaingó había lo que en muchos otros pueblos fumigados de nuestro país: lupus, cáncer, abortos, malformaciones. Pero también algo diferente: un grupo de madres dispuestas a saber qué estaba sucediendo a su alrededor y a llevar el asunto lo más lejos que pudieran. Así fue como, unos años después, Ituzaingó fue el primer pueblo fumigado que logró llevar a juicio y condenar a un productor agropecuario y a un agroaplicador, e instalar en los medios este tema que siempre resulta bastante esquivo.
La historia de las madres es ya de por sí asombrosa: amenazas, desacreditación, discriminación y su contraparte: valentía, arrojo, tesón para ir contra todo: funcionarios y vecinos que las trataban de locas, médicos que se negaban a darles un diagnóstico, productores que dejaban llamadas de muerte en sus casas.
Durante una hora y media, con un tono documental pero a la vez íntimo, De la Orden reconstruye el camino que llevó a ese grupo de mujeres tranquilas a volverse militantes de una causa. Pero Desierto Verde va más lejos, buscando las causas detrás del fenómeno donde realmente están: en la trama de un sistema perverso donde nada es lo que parece: ni las plantas, ni las intenciones, ni el presente o el futuro. Desierto Verde pasea por los puertos en China donde llegan los granos producidos en la Pampa sólo para exportar, escucha a quienes confiesan sin titubear que las intoxicaciones con plaguicidas son casi un mal necesario, y llega a los frigoríficos donde faenan los cerdos chinos que engordaron comiendo esos granos pampeanos, mientras deja entrever pequeños destellos de lo que son las calles de ese país inconmensurable repleto de personas que cada vez quieren más carne. “Esta película tiene un trabajo periodístico riguroso detrás que nos llevó a viajar mucho porque queríamos entrevistarlos a todos”, dice De la Orden. Y el todos incluye también a los que fijan los precios de esos granos que tienen como destino principal alimentar animales: los especuladores de la Bolsa de Comercio de Chicago, que desde 2007 inflan los precios de la comida volviéndolos burbujas que revientan sobre los platos vacíos de los mil millones de personas que padecen hambre en este mundo de la superproducción. O como Gustavo Grobocopatel, una de las caras locales icónicas de esos campos transgénicos de soja que ya ocupan el 56 por ciento de las tierras cultivables de nuestro país. “Las plantas son fábricas”, dice el CEO de Los Grobo, que apuesta a la expansión ilimitada de la biotecnología sobre ambientes controlados, o “agroambientes”, mientras el campo, con sus suelos y la enfermedad de su gente, muestra las grietas de esos propósitos de un modo cada vez más evidente.
“Si algo me quedó claro con este trabajo es que este sistema se está quebrando. Como una fábrica que se queda sin su matriz: sólo teniendo en cuenta que se están agotando los suelos se puede ver hasta qué punto lo que se está armando es un desierto verde”, dice De la Orden, que también ha sabido dar con los referentes más importantes de esta batalla desigual que se libra en (o contra) el planeta. “La agricultura industrial es una agricultura de la ignorancia”, dice la activista de la India Vandana Shiva. “Está basada en la adopción de tecnología bélica (en sus químicos), ignorando las consecuencias que eso puede tener.” “Y para ver lo que significa eso no hace falta irse muy lejos”, dice De la Orden. El suelo argentino -uno de los más fértiles del mundo- se vuelve desierto mientras el monocultivo lo cubre todo (“cada vez que vemos un barco irse con soja tenemos que imaginar que se va un barco repleto de tierra”, dice el ingeniero agrónomo Walter Pengue). Mientras tanto, somos parte de una sociedad que, como dicen los científicos Andrés Carrasco y Eric Giles Seralini, a un océano de distancia, está experimentando sobre sus propios cuerpos lo que la ciencia al servicio de la industria no terminó de probar (que los granos transgénicos sean inofensivos), a la vez que recibe una cantidad importante de agroquímicos en sus comidas y sufre las consecuencias inevitables de una población rural enferma y de un campo sin campesinos, un campo que se industrializa echando a un lado a las personas.
Ni veinte años pasaron desde que la soja y sus agrotóxicos empezaron a cubrir el campo argentino. Las madres de Ituzaingó son, probablemente, el símbolo y el momento en que la tragedia se hizo evidente e irreversible para sus víctimas. Su historia es la punta del ovillo de la que tira De la Orden para construir un relato -el hilo de La Historia- que observamos quizá sin saber que somos parte: los índices de enfermedad sólo van en aumento, los análisis muestran niveles de contaminación y desertificaciones agudos, y la comida real y variada -esa que no alimenta animales en Oriente sino personas en nuestro territorio- está en franca desaparición.
En ese sentido, Desierto Verde tiene la virtud de mostrarse como una herramienta para reflexionar y despertar conciencias. “Creo que es imperioso informarse, aprender, razonar acerca de por qué este modelo productivo es tóxico. Hay que pensar qué es producir bien, para qué se produce, qué es alimentarse. La agroindustria excede a las fronteras, incluso excede a los gobiernos, pero no a las sociedades. No a las personas, que son las que realmente pueden cambiar el rumbo, generar un movimiento consciente hacia una producción que contemple a todos, que alimente y no que enferme.”
Intoxicados
Cine En 2001, el Barrio Ituzaingó Anexo, en las afueras de Córdoba capital, quedó rodeado de campos sembrados con soja. Pronto, junto con los agroquímicos, llegaron las enfermedades a los pobladores. Un grupo de madres se organizó y después de años de lucha logró llevar a juicio a un productor y al aplicador encargado de la fumigación. A partir de este caso, el director Ulises de la Orden busca en el documental Desierto Verde las verdaderas causas del problema de los pueblos fumigados y las encuentra en un modelo de negocios que está de espaldas a las personas.
por Soledad Barruti
En varios momentos del documental Desierto Verde, de Ulises de la Orden, aparece una adolescente flaquísima, alta y elástica que se desliza con gracia sobre sus patines. Es quizá la única pausa completamente estética que tiene esta obra dura y contundente. Una chica cuyo mundo parece envuelto en una pausa vaporosa, una realidad despreocupada por cualquier cosa que ocurra afuera del salón. Cada tanto Brisa Herrera parece patinar lejos de todo. También de la mirada de su madre, que cuando la ve todavía piensa en la leucemia que a los tres años casi la mata. “Los médicos me dijeron que puede volver a enfermar en dos años o en veinte”, dice Norma y muestra la fotografía de su hija, tomada años atrás por un diario local. Porque Brisa y su leucemia desde un inicio no fueron un caso privado, sino uno más de los cientos que plagaba el Barrio Ituzaingó Anexo: un caserío de trabajadores en la periferia de Córdoba capital, que por 2001 quedó acorralado entre campos de soja y los millones de litros de agroquímicos que utilizan para esa producción. “De a poco empezamos a ver sus efectos”, recuerda Norma, recuerdan todas las mujeres cuyos hijos enfermaron o murieron. Porque en cada cuadra de Ituzaingó había lo que en muchos otros pueblos fumigados de nuestro país: lupus, cáncer, abortos, malformaciones. Pero también algo diferente: un grupo de madres dispuestas a saber qué estaba sucediendo a su alrededor y a llevar el asunto lo más lejos que pudieran. Así fue como, unos años después, Ituzaingó fue el primer pueblo fumigado que logró llevar a juicio y condenar a un productor agropecuario y a un agroaplicador, e instalar en los medios este tema que siempre resulta bastante esquivo.
La historia de las madres es ya de por sí asombrosa: amenazas, desacreditación, discriminación y su contraparte: valentía, arrojo, tesón para ir contra todo: funcionarios y vecinos que las trataban de locas, médicos que se negaban a darles un diagnóstico, productores que dejaban llamadas de muerte en sus casas.
Durante una hora y media, con un tono documental pero a la vez íntimo, De la Orden reconstruye el camino que llevó a ese grupo de mujeres tranquilas a volverse militantes de una causa. Pero Desierto Verde va más lejos, buscando las causas detrás del fenómeno donde realmente están: en la trama de un sistema perverso donde nada es lo que parece: ni las plantas, ni las intenciones, ni el presente o el futuro. Desierto Verde pasea por los puertos en China donde llegan los granos producidos en la Pampa sólo para exportar, escucha a quienes confiesan sin titubear que las intoxicaciones con plaguicidas son casi un mal necesario, y llega a los frigoríficos donde faenan los cerdos chinos que engordaron comiendo esos granos pampeanos, mientras deja entrever pequeños destellos de lo que son las calles de ese país inconmensurable repleto de personas que cada vez quieren más carne. “Esta película tiene un trabajo periodístico riguroso detrás que nos llevó a viajar mucho porque queríamos entrevistarlos a todos”, dice De la Orden. Y el todos incluye también a los que fijan los precios de esos granos que tienen como destino principal alimentar animales: los especuladores de la Bolsa de Comercio de Chicago, que desde 2007 inflan los precios de la comida volviéndolos burbujas que revientan sobre los platos vacíos de los mil millones de personas que padecen hambre en este mundo de la superproducción. O como Gustavo Grobocopatel, una de las caras locales icónicas de esos campos transgénicos de soja que ya ocupan el 56 por ciento de las tierras cultivables de nuestro país. “Las plantas son fábricas”, dice el CEO de Los Grobo, que apuesta a la expansión ilimitada de la biotecnología sobre ambientes controlados, o “agroambientes”, mientras el campo, con sus suelos y la enfermedad de su gente, muestra las grietas de esos propósitos de un modo cada vez más evidente.
“Si algo me quedó claro con este trabajo es que este sistema se está quebrando. Como una fábrica que se queda sin su matriz: sólo teniendo en cuenta que se están agotando los suelos se puede ver hasta qué punto lo que se está armando es un desierto verde”, dice De la Orden, que también ha sabido dar con los referentes más importantes de esta batalla desigual que se libra en (o contra) el planeta. “La agricultura industrial es una agricultura de la ignorancia”, dice la activista de la India Vandana Shiva. “Está basada en la adopción de tecnología bélica (en sus químicos), ignorando las consecuencias que eso puede tener.” “Y para ver lo que significa eso no hace falta irse muy lejos”, dice De la Orden. El suelo argentino -uno de los más fértiles del mundo- se vuelve desierto mientras el monocultivo lo cubre todo (“cada vez que vemos un barco irse con soja tenemos que imaginar que se va un barco repleto de tierra”, dice el ingeniero agrónomo Walter Pengue). Mientras tanto, somos parte de una sociedad que, como dicen los científicos Andrés Carrasco y Eric Giles Seralini, a un océano de distancia, está experimentando sobre sus propios cuerpos lo que la ciencia al servicio de la industria no terminó de probar (que los granos transgénicos sean inofensivos), a la vez que recibe una cantidad importante de agroquímicos en sus comidas y sufre las consecuencias inevitables de una población rural enferma y de un campo sin campesinos, un campo que se industrializa echando a un lado a las personas.
Ni veinte años pasaron desde que la soja y sus agrotóxicos empezaron a cubrir el campo argentino. Las madres de Ituzaingó son, probablemente, el símbolo y el momento en que la tragedia se hizo evidente e irreversible para sus víctimas. Su historia es la punta del ovillo de la que tira De la Orden para construir un relato -el hilo de La Historia- que observamos quizá sin saber que somos parte: los índices de enfermedad sólo van en aumento, los análisis muestran niveles de contaminación y desertificaciones agudos, y la comida real y variada -esa que no alimenta animales en Oriente sino personas en nuestro territorio- está en franca desaparición.
En ese sentido, Desierto Verde tiene la virtud de mostrarse como una herramienta para reflexionar y despertar conciencias. “Creo que es imperioso informarse, aprender, razonar acerca de por qué este modelo productivo es tóxico. Hay que pensar qué es producir bien, para qué se produce, qué es alimentarse. La agroindustria excede a las fronteras, incluso excede a los gobiernos, pero no a las sociedades. No a las personas, que son las que realmente pueden cambiar el rumbo, generar un movimiento consciente hacia una producción que contemple a todos, que alimente y no que enferme.”
Fuente:
Darío Aranda, Agrotóxicos pampeanos, 18/11/13, Página/12. Consultado 18/11/13.
Soledad Barruti, Intoxicados, 17/11/13, Página/12. Consultado 18/11/13.
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