por Osvaldo Bayer
Tengo que repetir que no me gusta utilizar las páginas de
este diario para hablar de mi persona. Pero esta vez lo voy a hacer porque no
fue un triunfo mío, sino del pueblo de Esquel, esa bella ciudad chubutense a
orillas de los Andes, ciudad que amo y seguiré amando para siempre.
El episodio ocurrió hace nada menos que 55 años. 1958,
Esquel. En ese año me había propuesto ir a vivir a la Patagonia. Quería
que mis cuatro pequeños hijos gozaran de la naturaleza y pudieran pasar una
infancia plena de cielos abiertos, rodeados de árboles y verdes, montañas y
estrellas brillantes. Me ofrecieron trabajar como director del diario Esquel y
acepté. Gran alegría fue entrar en la nueva casa y percibir los largos
silencios, el canto de los pájaros y esas lunas y estrellas para tocarlas con
las manos.
Pero vino la otra realidad. La forma en que eran explotados
los trabajadores de la tierra y los pueblos originarios. Y comencé a buscar la
verdad y la justicia desde las páginas del diario que yo dirigía. Para mi
sorpresa, comencé a escuchar las reconvenciones del dueño del periódico, que me
exigía que siguiera la línea conservadora que el diario siempre había tenido. A
los pocos meses, la situación se puso cada vez más difícil. Los dueños del
pueblo y de la tierra me vieron como a un enemigo. Lo único que me proponía era
denunciar las injusticias que se sufrían allí, en ese verdadero paraíso, que
los seres humanos humillaban, ensuciando con su conducta ese cielo y ese
paisaje. De pronto sucedió un hecho que prendió la chispa. Había llegado desde
Buenos Aires un joven que amaba la naturaleza y había conseguido algunas
hectáreas de tierras fiscales, con la intención de plantar nogales. Y lo hizo:
plantó dos mil nogales. Un árbol noble de toda nobleza. Su madera y sus frutos.
Toda generosidad. Arboles que necesitan más de una década para crecer y dar sus
frutos. De manera que el joven no venía a hacer ganancias, sino a fundar algo
nuevo: bosques de nogales en esa zona. Luego de larga espera, sí: gozar de esa
plantación. Pero los poderosos vieron esto nuevo con malos ojos. De pronto,
irrumpir en una zona donde sólo se criaban ovejas en grandes latifundios. Iba a
venir primero la curiosidad y luego la imitación. Y eso a tales conservadores
egoístas no les gustaba en absoluto. Así que una noche le pasaron el arado a
los plantíos de nogales y destruyeron toda la obra de ese joven emprendedor.
Cuando me enteré, dediqué casi todo el diario en denunciar,
con indignación pero con claridad, un suceso así, tan avieso. Era enfrentar una
vez más -la definitiva- a los del poder omnímodo. El propietario del periódico
me expulsó de la empresa y me hizo una terrible falsa acusación. Me acusó ante la Justicia de doble
tentativa de homicidio con dos testigos falsos. Un canillita del diario y su
propia empleada doméstica. Dijeron ante la Justicia que me habían visto pasar con armas por
la casa del acusador y que les había preguntado a ellos dónde estaba él, el
propietario del diario. Me llevaron preso a la comisaría de Esquel -que todavía
está en el mismo edificio- y me pusieron en el calabozo. Pero no me fue tan
mal. Resultó que el comisario -un hijo de emigrados galeses, esos que poblaron
parte de Chubut- me hizo comparecer ante él y me preguntó de pronto si yo sabía
jugar al ajedrez. Le dije que sí, la verdad. Entones me expresó: “Aquí, en el
pueblo, nadie sabe jugar al ajedrez, lo que más me gusta en la vida. Lo voy a
sacar del calabozo y puede dormir después en el sofá de mi despacho”. Acepté,
por supuesto, para no morirme de frío en el calabozo. Y, por supuesto, me dejé ganar
todas las partidas porque, si no, temía que me mandara a dormir al calabozo.
Realidades de pago chico, como se decía antes. Mi abogado -en tanto- confirmó contradicciones de los llamados testigos y logró que se me
diera la libertad. Entonces procedí a fundar el periódico La Chispa , al cual titulé nada
menos que “Primer periódico independiente de la Patagonia ”. Y procedí a
dejar en claro todas las injusticias de esa sociedad. Aquí fui ayudado por un
grupito de jóvenes esquelenses que me dieron todo su apoyo. Nombro a uno de
ellos: Juan Carlos Chayep, quien dio hasta dinero de su bolsillo para que el
periódico pudiera ver la luz. Pudimos publicar doce números. Y entonces ocurrió
lo increíble en un país, en ese momento, en democracia. Vinieron a mi casa dos
oficiales de Gendarmería a comunicarme que el comandante de la región me daba
24 horas para dejar Esquel porque, si no, sería detenido “por crear inseguridad
en la población de esta región fronteriza”. No me quedó otra salida que dejar
la ciudad, pensando en mi familia y en las posibles consecuencias. Con mucho
dolor abandoné ese lugar paradisíaco, pero poblado por seres así llamados
humanos.
Y ahora, el triunfo final de la ética. Fui invitado por los
maestros esquelenses a una serie de homenajes que se querían llevar a cabo para
mi persona. Acepté. Fue como tocar el cielo con las manos. Vi triunfar
nuevamente a la etica en la
Historia. El Concejo Deliberante, con el voto y la presencia
de todos los concejales pertenecientes a distintos sectores políticos, me
entregó el título de “Ciudadano Ilustre de Esquel”. Es decir: de expulsado por la Gendarmería más de
medio siglo antes a “Ciudadano Ilustre”. No lo podía creer. Y luego, la
ceremonia de la inauguración del Museo Histórico de Esquel, donde figura mi querido
periódico La Chispa ,
su historia y sus ejemplares. De prohibido antes a ese lugar de la memoria
ahora donde concurren todos los colegios, los vecinos interesados en el pasado
de esa región y los turistas. Luego di una conferencia histórica sobre la Patagonia en el Colegio
Normal, convocado por los docentes, ante una concurrencia de centenares de
personas. En las tres oportunidades dije que el homenaje lo dedicaba a mis
queridos amigos Rodolfo Walsh, Haroldo Conti y Paco Urondo, desaparecidos por
la brutal dictadura militar, que no pudieron ver en vida esa clase de homenajes
a sus vidas y sus obras.
La experiencia de Esquel queda como un telón de fondo sobre
mi vida. Después, mis experiencias continuarán con el exilio durante la
dictadura y el regreso después de ocho años en otra tierra. Ver el triunfo de
la verdad y de la ética frente al ansia de poder y de riqueza de los que
mandan. A los 86 años pienso, mientras doy el acostumbrado paseo por mi querida
placita Alberti de mi barrio de Belgrano, que debemos continuar la lucha para
ver un triunfo final de la ética en la Historia.
Y veo que la lucha continúa con la reciente aparición de
libro de Marcelo Valko, Desmonumentar a Roca, donde se detalla nuestra lucha
para terminar con el mito del “héroe del desierto”, nada más que un
despreciable genocida de los pueblos originarios. Otra posición de nuestra vida
en busca final de la verdad y la igualdad para todos.
Fuente:
Osvaldo Bayer, Otro triunfo de la ética, 13/04/13, Página/12. Consultado 13/04/13.
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