viernes, 6 de enero de 2012

A 20 años de la inundación en San Carlos Minas: fotos de ayer y hoy

A la izquierda, Elba Moyano en el techo de su confitería. A la derecha, frente a su negocio 20 años después

Walter Frías tenía 19 años. Hoy es subcomisario

Pese al dolor, el pueblo logró levantarse de sus escombros. Lejos de la sequía que se vive hoy en la toda provincia, el Día de Reyes de 1992 fue trágico para la población cabecera del departamento Minas.

por Héctor Brondo

Sólo quedan rastros ardorosos en la memoria de los sobrevivientes de aquel maldito Día de Reyes. La mayoría del pueblo decidió dar vuelta esa página mustia y escribir sobre los desafíos del porvenir y la esperanza. Hoy, San Carlos Minas está de pie, luce recuperado.

Al visitante desprevenido le cuesta creer que hace exactamente 20 años sufriera la peor tragedia desde su fundación, el 1° de octubre de 1853, y una de las peores que registra la provincia.

El 6 de enero de 1992, el arroyo Noguinet despertó con furia tenebrosa. Durante toda la noche del primer lunes de ese año, una lluvia tempestuosa se desató sobre Los Gigantes y provocó el incremento descomunal de los torrentes que nacen en ese macizo de la Pampa de Achala. Entonces, el riachuelo insignificante que contornea al pueblo desde siempre, transformó su languidez en una avalancha de agua y barro que desbordó el lecho de arena y avanzó con estrépito, devastando todo lo que encontraba en su marcha.

El aluvión se cobró la vida de por lo menos 36 personas (hay quienes dicen que el número llegó a 40), destruyó 49 casas de manera total y provocó daños en otras 186. Entonces, la cabecera del departamento Minas tenía en el área urbana 380 viviendas y 950 pobladores (ver Gráfico web en PDF).

El alud, además, se llevó los dos puentes carreteros y arrasó la infraestructura de servicios. El pueblo quedó aislado, sin energía eléctrica, agua potable y servicio telefónico durante varios días.

“El día anterior había hecho un calor infernal. Trabajamos muchísimo hasta bien entrada la noche y cuando empezó a llover fuerte me fui a dormir; estaba muy cansada”, recuerda Elba Moyano, dueña de la Confitería San Carlos, la más tradicional del pueblo. Está ubicada frente a la plaza Pío Angulo.

“Como a las 9 me despertaron los campanazos de la iglesia y los gritos desesperados de algunos clientes que desayunaban en el salón”, continúa el relato. “Cuando me asomé por la ventana no podía creer lo que pasaba: la plaza era un lago y las calles, verdaderos ríos embravecidos. El agua alcanzaba cerca de los dos metros”, agrega.

Elba dice que su familia se salvó porque su esposo y ella atinaron a subir a los hijos al techo por un asador del patio. “Mi marido intentó sacar el auto pero cuando abrió la puerta de la cochera, lo agarró un golpe de agua que no se lo llevó por poco. Estaba con mi hijo... casi me vuelvo loca en ese instante”, evoca con resabio de angustia.

Dice que también pudieron sacar por una ventana de la casa, contigua al negocio, a Lorenza, su suegra de 89 años, a quien subieron a la terraza.

Walter Frías tenía 19 años cuando ocurrió el cataclismo.

“Estaba durmiendo en la casa de mi tía, frente a la plaza. Me había acostado al amanecer. Como a las 8 empezaron a sonar las campanas de la iglesia y presentí que algo malo estaba sucediendo”, cuenta.

“Cuando me asomé por la ventana, me encontré con un río en la calle y vi al cura (Raúl) Martínez embarrado hasta la cintura alertando a la gente y sacando fotos”, agrega.

Dice que al principio tomó lo que acontecía como una cosa descomunal pero que no tendría consecuencias luctuosa. “En ningún momento se me cruzó por la cabeza que pudiera morir alguien hasta que vi al intendente llorando sin consuelo porque el agua le había llevado a 
su hijita”, recuerda Walter y se acongoja. Se refiere a Alberto Carreras, entonces jefe político del pueblo, a quien la correntada le arrebató de los brazos a Inés Tamara, de 2 años.

Frías trabajaba en el almacén de su papá que se vio obligado a cerrar el negocio tras el desastre. “La creciente le llevó toda la mercadería y los vecinos que sacaban al fiado no pudieron pagar jamás las deudas porque, como nosotros, se quedaron sin nada”, aclara.

Walter se vino a Córdoba a rebuscársela como pudiera. Después entró a la Escuela de Oficiales de la Policía. En la actualidad es el subcomisario de San Carlos Minas.

Misa tradicional. Hoy, como cada 6 de enero desde aquella desgracia, se oficiará una misa, a las 19, en el cementerio municipal.

“Vamos a llorar como marranos junto a quienes perdieron seres queridos, pero después, como siempre cada uno volverá al trabajo y a mirar el futuro con esperanza”, dice Miriam Cuenca, intendenta del pueblo. La mandataria recuerda que la calamidad le llevó todo lo material pero no pudo quebrantarle la fe ni quitarle el deseo de ver al pueblo otra vez de pie.

Da la impresión que ese sueño colectivo se ha consumado. Sólo quedan rastros ardorosos en la memoria de algunos sobrevivientes de aquel maldito día de Reyes.

"El agua me arrancó tres hijos"

Rogelia López, a punto de dar a luz, logró subir a dos hijas a un techo, pero la furia del aluvión que bajaba de las montañas le cercenó la familia y le dejó una herida que nunca va a cicatrizar.

El 18 de enero, Karina Judith López cumple años. Nació en el hospital de San Carlos Minas dos semanas después del cataclismo de Reyes y cuando aún el pueblo mostraba, en carne viva, los efectos de la devastación provocada por el desborde del arroyo Noguinet.

Rogelia, su mamá, dice que la llegada de esa hija fue un “milagro” que le ayudó a aliviar el dolor insoportable que le causó la tragedia.

Le cuesta hablar de esa desgracia, a veinte años de aquel inesperado Día de Reyes.

Luego de un silencio espeso atravesado por miradas tristes, la mujer comienza un relato 
que estremece y provoca una sensación de frío en una siesta ardiente en San Carlos Minas. El desahogo nos sorprende.

“Cuando empezó la creciente, agarré los chicos y salí disparando para la casa de mi compadre, “el Chelo” Morano. El agua subía cada vez más y empecé a desesperarme”, cuenta, sin ocultar el profundo dolor que la embarga.

Casi sin pausa de respiración, Rogelia continúa: “Cuando llegué, alcancé a tirar a la Claudia y a la Valeria arriba del techo, pero cuando subía por un elástico de cama vino una correntada y me arrancó a los tres que tenía colgados del cuello y me los llevó...”.

Las criaturas tenían 2, 4 y 6 años.

“Todavía los veo flotando, boca abajo y con los brazos abiertos, arrastrados por el agua”, ilustra y se le hace un nudo en la garganta.

Dice que no “estaría contando el cuento” si no fuera porque el hijo de su compadre la agarró “de los pelos” y la subió al techo para evitar que la arrastrara la correntada. “Embarazada y todo, me iba a tirar a rescatarlos”, comenta con angustia.

Al final, aclara que nunca aprendió a nadar.

Dos décadas sin poder escriturar las nuevas viviendas

Luego del desastre, se construyeron 96 casas sobre terrenos altos. Los poseedores aún padecen la falta de la documentación final.

Tiempo después de la catástrofe, el ex Instituto Provincial de la Vivienda (IPV), con fondos de la Secretaría de la Nación, construyó 96 casas para los damnificados del aluvión. Se levantaron en la parte alta del pueblo sobre tierras expropiadas por un decreto de necesidad y urgencia. Se cumplió con la subdivisión y la mensura, se hicieron las casas y se adjudicaron en acto público. Pero los beneficiarios jamás pudieron escriturarlas.

Por la premura del caso, el edicto para confiscar los terrenos se publicó como “Gobierno de Córdoba contra propietarios desconocidos”. Se constituyó un fondo para tal fin y se depositó el dinero en la sucursal Cruz del Eje del Banco de la Provincia.

Pero, los supuestos poseedores de las parcelas expropiadas carecían de documentación de la pertenencia.

En octubre del 2000, la Legislatura de Córdoba, a instancias del entonces gobernador José Manuel de la Sota, sancionó una ley para donar con cargo las casas del IPV y liberar a sus adjudicatarios del pago de las cuotas. No obstante, la medida no solucionó la cuestión de fondo.

¿Por quién doblan las campanas de la parroquia?

El cura Raúl Martínez despertó al pueblo para avisar de la correntada y se convirtió en un líder inesperado.

por Héctor Brondo

Veinte años después de aquel despertar trágico, en San Carlos Minas la mayoría sigue reconociendo la postura humana y el compromiso que demostró el entonces cura párroco, Raúl Martínez, frente a la desgracia que provocó el aluvión. 

Fotos de aquella catástrofe muestran al joven cura, de cuerpo desgarbado y barba tupida, limpiando, con lo que tuviera a mano, la nave central de la iglesia de la Inmaculada Concepción, frente a la Plaza Pío Angulo, el principal paseo de la localidad, para convertirla en refugio de los desamparados durante la emergencia. Él fue quien alertó a campanazos sobre la inmediatez del aluvión.

Aquella mañana del lunes de Reyes, Martínez se levantó temprano y se fue con un amigo en una Renoleta a ver cómo venía de agua el río Jaime, luego de los 300 milímetros de lluvia que habían caído sin cesar durante toda la noche.

Tenía un mal presagio. El principal colector de la cuenca del dique Pichanas no venía demasiado crecido, pero el arroyo Noguinet, sí. Al rato realizaron una recorrida en una camioneta de la Policía y cuando regresaban vieron cómo la correntada comenzaba a desbordar el cauce y uno de los dos brazos en que se abrió, dirigía su furia hacia las entrañas del pueblo.

Fue a la iglesia y se aferró al cordel que pendía del badajo de la campana. “La toqué hasta el cansancio. Que ese día y a esa hora se escucharan campanazos enloquecidos era algo inu­sual. Creo que eso alertó a mucha gente que aún dormía y que atinó a salir y a treparse a los techos”, cuenta a través del teléfono desde Deán Funes, donde vive en la actualidad.

El cura también le puso el cuerpo a lo que vino después de la inundación, que no duda en calificar como “lo peor”.

Al día siguiente organizó las brigadas para ubicar a la gente que faltaba: encontraron 17 cadáveres más, varios de ellos sepultados en la arena.

Con misioneros y voluntarios de la Cruz Roja administraron la ayuda que comenzaron a recibir de todas partes. “El primero en comunicarse y en enviarnos alimentos y elementos de primera necesidad fue el jefe comunal de Salsacate”, dice.

Prefiere no recordar los cruces polémicos con el entonces gobernador Eduardo Angeloz ni con varios funcionarios de esa administración radical, que estaba todo el mes de asueto y tardaron días en reaccionar.

Sí destaca la creación en esos días de FM Solidaridad, la radio comunitaria que aún funciona entre la casa parroquial y la iglesia y que fue una herramienta de comunicación en aquellos días de aislamiento absoluto.

Cuando decantaron las diferencias políticas y se superaron las controversias, Martínez mudó su misión pastoral a Villa Dolores. En aquella ciudad de Traslasierra se enamoró y dejó los hábitos. Para sobrevivir hizo de todo: vendió aceitunas y otros productos de copetín en Córdoba, atendió un quiosco en Mina Clavero, trabajó como soldador en una herrería y hasta pintó obras con brocha gorda.

Cuando terminó su relación afectiva y luego de “un largo proceso de reflexión”, habló con el entonces obispo de Cruz del Eje, Omar Colomé, y con el cardenal Raúl Primatesta sobre la posibilidad de retomar el sacerdocio. El camino de regreso lo llevó a Tucumán, a Victoria (Buenos Aires) y al barrio Marqués de Sobremonte, en la capital cordobesa. Hoy sirve en la prelatura de Deán Funes, donde es capellán de la Policía y acompaña a un grupo de cartoneros en tareas de reciclado.

“En principio voy a estar mañana (por hoy) en la misa en el cementerio de San Carlos Minas para recordar a las víctimas”, dice, antes de reconocer: “El pueblo es otro después del aluvión. Nos dimos cuenta de que no podíamos seguir tan divididos, que desvivirse por lo material no tiene sentido”.

La mujer que dejó de poner a los Reyes Magos en su pesebre


Teresita Quevedo perdió a una hija. Dice que siente el dolor con la intensidad de aquel día.

“Los malditos Reyes Magos no sólo no me trajeron ningún regalo sino que me arrancaron una hija”, dice Teresita Quevedo. El aluvión del 6 de enero de 1992 le arrebató de los brazos a María Albana, de 6 años. “Siento el dolor de aquel día con la misma intensidad. Si bien he logrado resignarme, no puedo olvidarme de aquella desgracia”, cuenta la mujer y se le quiebra la voz.

Durante más de 15 años armó el pesebre debajo del árbol de Navidad sin las figuras de Gaspar, Melchor y Baltasar, los personajes paganos que, según la tradición cristiana, viajaron hasta Belén desde pueblos vecinos para regalarle a Jesús oro, mirra e incienso. Volvió a integrarlos a la reproducción del establo sagrado hace dos años.

“Un día, mi nieta Milagros me preguntó por qué en mi pesebre no estaban los Reyes. Entonces los puse para darle con el gusto”, explica. La nena tiene 4 años y medio y es hija de Gabriela, hermana de la chiquita que se llevó el agua enfurecida en el despertar de aquel lunes fatídico. “Hoy vivo por Milagros. Ella me devolvió cosas que creía perdidas pero que estaban muy adentro del alma”, confía.

Revela, con un dejo de pudor, que cada vez que llueve copiosamente siente temor y se le acelera el pulso. “Le llamo a mi hija Gabriela y le pregunto cómo está Milagros. Ellos viven en la parte baja”, apunta.

Teresita vivía muy cerca de La Isla, como se conocía al lugar donde el Noguinet desviaba su curso al chocar con una mole de granito. Ese fue el punto donde el riachuelo embravecido se abrió en dos brazos. La correntada que invadió el pueblo le arrancó la casa desde los cimientos y le arrebato a María Albana del pecho.

“Todos los años participo en la misa en el cementerio y cuando escucho el nombre de mi hija, siento que se me reabre la herida”, es lo último que dice.

20 años después, el 6 de enero de 2012. Foto: Pedro Castillo

20 años después, el 6 de enero de 2012. Foto: Pedro Castillo

20 años después, el 6 de enero de 2012. Foto: Pedro Castillo

La red de alerta se reforzó recién en 2011

La Provincia instaló pluviómetros en varios ríos. Permiten realizar evacuaciones, pero no pronósticos de crecidas.

por Lucas Viano

Recién en 2011 la Provincia instaló pluviómetros en varios ríos de las sierras cordobesas. Estos aparatos aún no permiten pronos­ticar crecidas pero sí alertar sobre lluvias para realizar evacuaciones preventivas.

El único río que tiene un Servicio de Alerta de Crecidas es el San Antonio. Está a cargo del Instituto Nacional del Agua (INA).

En el resto no hay pronóstico de crecidas. “Hace falta tener 20 años de datos y las estaciones que se instalaron en su momento no tuvieron continuidad”, comenta María Mercedes Temperley, del Centro de la Región Semiárida del INA.

“Toda la provincia está cubierta, lo que falta es continuar con el mantenimiento de esas instalaciones y recabar los datos suficientes como para hacer modelos de alerta”, agrega.

Temperley entiende que no existe una política en el tiempo sobre el tema, aunque espera que con los nuevos equipos se logre. Cita lo ocurrido hace 20 años cuando la municipalidad de Mina Clavero instaló una red que luego fue abandonada. Ahora la mantiene el INA.

“Todos los ríos de Córdoba deberían tener un pronóstico de crecida porque en todos hay balnearios. Los pluviómetros son solo una ayuda para saber si el río va a crecer”, dice.

Además del San 
Antonio, los ríos serranos monitoreados por 
el INA y la Provincia son el Cosquín (Yuspe y San Francisco), A­nisacate (La Suela y San José), Los Sauces (Mina Clavero y Panaholma) y Los Espinillos (afluente al embalse Los Molinos).

Fuentes:
"El agua me arrancó tres hijos", 06/01/12, La Voz del Interior.

No hay comentarios:

Publicar un comentario