Los restos del edificio de promoción industrial de la Prefectura de Hiroshima en septiembre de 1945, actualmente se lo conoce como el domo de la bomba atómica. Foto: AFP/ Getty Images |
por Ariel Dorfman
DURHAM, Carolina
del Norte - El 6 de agosto de 1945 Akihiro Takahashi, un estudiante
de 14 años, se encontraba en el patio de su colegio en Hiroshima
cuando, de repente, se vio envuelto por una luz cegadora y un ruido
infernal que lo dejaron inconsciente. Al recobrar los sentidos, se
dio cuenta de que había sido arrojado contra un muro a varios metros
de distancia: fue por la fuerza de la bomba atómica lanzada contra
su ciudad. Sobrevivió solamente gracias a que su escuela estaba a
casi dos kilómetros del epicentro.
Aturdido, y
cubierto de quemaduras, Akihiro se dirigió al río en busca de agua
fría para calmar sus heridas. En el camino, se topó con un paisaje
apocalíptico: cadáveres esparcidos como rocas, un bebé que lloraba
en brazos de su mamá incinerada, hombres atravesados por astillas de
vidrio que deambulaban por las ruinas como fantasmas, con sus ropas
calcinadas, y barrios enteros ardiendo. El aire estaba ennegrecido e
irrespirable. En un instante, fallecieron alrededor de ochenta mil
hombres, mujeres y niños. En los días y meses posteriores al
bombardeo murieron decenas de miles más por las heridas y los
efectos de la radiación.
Conocí a
Takahashi en 1984, cuando él dirigía el Museo de la Paz de
Hiroshima. Para entonces era un adulto cuyo cuerpo mostraba todavía
las secuelas de ese crimen de guerra. Una de sus orejas estaba
mutilada, sus manos se veían retorcidas y de varios dedos emergían
uñas negras.
“Debe ver los
hibakujumoku, los árboles sobrevivientes”, me dijo -casi me lo
ordenó-, después de una larga conversación en su oficina. “Debe
ver los gingko”.
Fue la primera
vez que yo escuchaba algo acerca de la existencia de este árbol. Con
una de sus manos encrespadas, él señaló hacia la ciudad, más allá
del museo. Aquellos tres árboles que visité en los templos Hosen-ji
y Myojoin-ji y en los jardines Shukkeien eran, en efecto, una
maravilla; frondosos y magníficos y empecinados.
Aprendí que el
gingko, especie hallada en fósiles que datan de hace 270 millones de
años, está hecho para sobrevivir. Estos árboles específicos
habían resistido porque sus raíces profundas subterráneas habían
librado la aniquilación nuclear. Unos días después de la explosión
aún germinaban nuevos brotes, rodeados del horror de cuerpos
carbonizados, sobrevivientes que gemían y la lluvia negra y ácida
que caía de manera interminable.
Takahashi me dijo
que los gingko expresan, más que cualquier palabra que pudiera
pronunciar vía un intérprete, la persistencia de la esperanza y la
necesidad de que hubiera paz y reconciliación.
De manera que
décadas más tarde, cuando los imponentes robles frente a nuestro
hogar en Estados Unidos estaban infectados y había que cortarlos,
nos pareció natural remplazarlos con árboles gingko. Adquirimos dos
especímenes y nosotros mismos los plantamos frente a nuestra casa, y
persuadimos al departamento de parques de la ciudad a que le pusieran
un tercer árbol al vecino.
No se trataba
solamente de desafiar a la muerte -aunque esos árboles perdurarían
más allá de los robles y vivirían aquí cuando nosotros ya no
estuviéramos-, sino que también fue una decisión estética. Los
gingko eran elegantes y dúctiles; sus hojas son como delicados
lóbulos verdes que se asemejan a pequeños abanicos. Regaba estos
retoños milagrosos cada día y los saludaba cada amanecer. En
ocasiones les hablaba y les cantaba.
El otro día
pensé de nuevo en Akihiro Takahashi. Una madrugada mi esposa y yo
encontramos, al despertar, a una cuadrilla de trabajadores que
excavaban hoyos gigantes justamente al lado de las raíces de
nuestros gingko con el fin de introducir gruesos tubos amarillos de
fibra óptica en la tierra. En cuanto vi lo que sucedía me lancé a
detener aquella acción. Gracias a la pasión con que me expresé en
el castellano que compartía con esos trabajadores, conseguí que
cavaran sus zanjas lejos de las raíces. Me aseguré de que no
resultaran afectados ninguno de los otros árboles de la calle y
regresé a casa para enviar una serie de correos electrónicos a las
autoridades de la ciudad para instarles a los inspectores municipales
que previnieran similares transgresiones en el futuro.
Nuestros árboles
están a salvo, pero me rondan pensamientos más aciagos sobre cómo
este gran sobreviviente ahora parece encontrarse amenazado por las
depredaciones de la modernidad. Es un conflicto entre la naturaleza
en su forma más prístina, lenta y sublime, y las exigencias de una
sociedad de alta velocidad que, armada de una prodigiosa capacidad
científica, se expande en forma supersónica y perfora
atropelladamente cualquier espacio o territorio que se encuentre en
su camino con tal de lograr comunicaciones más rápidas, eficientes
e instantáneas. Es una batalla que la Tierra está perdiendo en la
medida en que esta sexta extinción, creada por la humanidad,
destroza tierra, mar y aire, y arrasa con plantas y criaturas.
No soy, ni de
lejos, un ludita. En esta época de aislacionismo y nacionalismo
extremo agradezco las conexiones humanas que facilitan las redes de
comunicación global. Por lo menos ofrecen un anticipo de lo que
podríamos lograr, de aquella paz y entendimiento entre distintas
culturas y naciones con que soñó hace tantos años Takahashi en
Hiroshima. Sin embargo, al arrojarnos en forma desenfrenada hacia el
porvenir armados de una tecnología arrogante, ¿nos detendremos en
algún momento a contemplar las consecuencias? ¿Cuántas especies
están desapareciendo a causa la arremetida de nuestros deseos
insaciables, nuestra búsqueda incesante de un desarrollo excesivo,
nuestra incapacidad de medir la alegría y la felicidad a través de
la adquisición del último aparato?
Los gingko de
Hiroshima, aquellos tenaces hermanos mayores de los árboles más
jóvenes y tiernos que crecen frente a nuestra casa en Carolina del
Norte, fueron capaces de resistir el efecto más devastador de la
ciencia y la tecnología -la separación del átomo-, un poder
destructivo que puede transformar en escombros todo el planeta. La
supervivencia de esos árboles constituye un mensaje de esperanza en
medio de la lluvia negra de la desolación: es posible nutrir la vida
y conservarla, pero debemos a la vez recelar de las fuerzas que
nosotros mismos hemos desatado.
Cuán paradójico,
cuán triste, cuán estúpido sería si, más de siete décadas
después de que Hiroshima abrió las compuertas al suicidio factible
de la humanidad, no hayamos comprendido esa advertencia del pasado,
ese llamado al futuro, lo que aún nos susurran las hojas suaves de
los gingko.
Ariel Dorfman es
autor de la obra teatral "La Muerte y la Doncella", y las
novelas “Allegro” y “Darwin’s Ghosts”. Esta columna se
publicó originalmente en agosto de 2017.
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Fuente:
Ariel Dorfman, El árbol que aún florece en Hiroshima, 06/08/18, The New York Times.
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