por Silvia Ribeiro
Cuando pensamos en
la era digital, probablemente lo primero que acude a la mente son
computadoras, teléfonos móviles y otros elementos obvios de lo que
se ha dado en llamar TIC: tecnologías de información y
comunicación. Parece algo "etéreo", pero en realidad
conlleva enormes impactos ambientales y energéticos.
Además, la
industria digital va mucho más allá de esas primeras imágenes. Es
una de las bases fundamentales del tsunami tecnológico que ya está
sobre nosotros, pero que difícilmente percibimos en todas sus
dimensiones. Entre ellas, por ejemplo, el rápido avance del
"Internet de las cosas", que se propone sustituir al
comercio convencional -incluyendo hasta la compra semanal de los
hogares-; la tecnología digital que mueve los mercados
financieros; las transacciones y monedas digitales; la digitalización
de la agricultura, con el uso de autómatas, drones, satélites,
sensores y big data; la optogenética que propone manipular seres
vivos a distancia; la omnipresencia de cámaras y sensores que se
comunican con gigantescas bases de datos, que pueden incluir hasta
nuestros datos genómicos; el "Internet de los cuerpos",
con la digitalización de la medicina y las nuevas biotecnologías, y
el avance de la inteligencia artificial que subyace a todo ello.
Todas son áreas de fuertes impactos -escasamente comprendidos por
la sociedad- y la lista apenas comienza.
Uno de los
aspectos más pesados y a la vez "invisibles" de la era
digital, es que contrariamente a lo que se podría pensar, los
impactos materiales, en el medio ambiente, en recursos y demanda de
energía son enormes. Jim Thomas, codirector del Grupo ETC,
ejemplifica esto en tres sectores: el iceberg de la infraestructura
digital, la demanda de almacenamiento de datos y la voraz demanda
energética del uso de las plataformas digitales.
La
infraestructura digital y de telecomunicaciones ya instalada es muy
desigual. Mientras en la mayoría de países de África y otros
países del Sur global no llega a 20 por ciento de acceso de la
población, en América del Norte supera 90 por ciento. En conjunto,
constituye lo que Benjamin Bratton llama "la mayor construcción
accidental de infraestructura que la humanidad haya hecho jamás".
Es decir, la infraestructura está conectada -o pretende estarlo-
a todos los rincones del planeta, pero nunca se han tomado decisiones
de conjunto sobre ésta, sus múltiples implicaciones e impactos. La
mayor parte de la discusión global al respecto, a menudo promovida
por empresas de telecomunicación y big data, es sobre supuestos
aspectos de equidad ("todos deben tener derecho de acceder a la
red"), y por tanto lo que plantean es que los gobiernos o
agencias de apoyo al desarrollo deben construir y pagar por la
infraestructura donde no la hay, y en muchos casos le dan prioridad
frente a otras necesidades. Lo que en general no se nombra es que la
expansión de la infraestructura digital implica, entre otras cosas,
aumentar la red de radiación electromagnética a todas partes, que
tiene efectos negativos graves, pero poco estudiados, sobre la salud
y la biodiversidad. Es, además, un motor de conflictos para extraer
los materiales necesarios para construir teléfonos celulares y otros
aparatos de trasmisión y recepción.
Paralelamente, el
almacenamiento de toda la información digital generada en el planeta
se estimó para 2016 en 16.1 zettabytes (un zettabyte es un billón
de gigabytes). Para 2025, se calcula que se requerirán 163
zettabytes, 10 veces más (IDC).
Para hacer la
cifra un poco más tangible, serían unos 16 mil millones de
dispositivos de almacenamiento, aproximadamente dos discos duros de
alta capacidad por cada persona en el planeta. Esto requiere una
cantidad gigante de materiales, que incluyen minería de muchos
elementos, incluyendo raros y escasos, la producción masiva de
químicos sintéticos (y basura tóxica) y una enorme cantidad de
energía para extracción, fabricación, distribución y uso,
incluyendo la operación y ventilación de los dispositivos,
etcétera.
Los
requerimientos energéticos son a menudo invisibilizados, porque se
supone que la digitalización demandaría menos energía que otras
actividades, lo cual podría suceder en algunos casos. No obstante,
uno de los ejemplos más contundentes de lo contrario es el uso de
monedas digitales como el bitcoin. Según datos recientes, una simple
transacción en bitcoin, requiere la misma cantidad de energía que
usa una casa promedio en Estados Unidos ¡durante dos semanas!
(Digiconomist.net)
Estos son algunos
ejemplos de los impactos que en general no se consideran. Todos ellos
implican además efectos devastadores sobre las comunidades y
poblaciones de donde se extraen los recursos, además de las
consecuencias sobre la salud de usuarios y quienes están cerca de
las líneas y torres de trasmisión, así como sobre fauna,
vegetación y biodiversidad.
La tremenda
demanda de energía de la infraestructura y operación digital se
suma a los factores principales causantes del cambio climático. Por
todo ello es necesario que desde las bases de la sociedad asumamos el
análisis y evaluación múltiple de los desarrollos tecnológicos,
incorporando todos sus aspectos, no solamente los que las industrias
quieren vendernos.
Silvia Ribeiro es investigadora del Grupo ETC
Fuente:
Silvia Ribeiro, Impactos invisibles de la era digital, 12/06/18, La Jornada. Consultado 13/06/18.
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