Por María Seoane
Una tarde de enero de 1991, en un hotel de la ciudad de Trinidad, en Cuba, escuché a los jurados de Novela del premio Casa de las Américas reírse a carcajadas. Los que integrábamos el jurado del grupo de periodista para definir el premio de Testimonios -junto con el uruguayo, exlíder tupamaro y expreso junto con Pepe Mujica durante una década en los pozos de la dictadura uruguaya, Eleuterio Fernández Huidobro; el chileno-cubano Orlando Contreras, el cubano Gregorio Ortega y la ecuatoriana Marianella Martínez- no pudimos sino contagiarnos de la fiesta. ¿Qué pasa?, preguntamos. Uno de los jurados no dijo: “Estamos leyendo una novela desopilante... Esa maldita lujuria, de un argentino llamado Antonio Brailovsky”.
Guardé silencio, pero mi alegría fue inmensa cuando supe que esa novela había ganado. Les conté entonces cómo había conocido a Elio, como lo llamábamos en los lejanos sesentas, en aquellos tiempos arduos, cuando estudiábamos Economía en la Universidad de Buenos Aires. Una tarde de octubre de 1966, a los pocos días de la reapertura de la facultad de Ciencias Económicas luego del golpe militar de junio de ese año, llegué durante la hora de la siesta al patio de la Rotonda. Estaba casi desierto. Así que recorrí varias aulas hasta llegar a la 15, al lado donde había estado el local de Eudeba, vandalizado por la guardia de infantería de los militares que violaron la autonomía universitaria arrasando lo que olía a cultura a pesar de la resistencia estudiantil la noche del 28 de junio de 1966. El aula estaba desierta: sólo un alumno, flaco y rubio, con mirada melancólica y cuerpo encorvado estaba sentado en medio del enorme salón en silencio. No pude contener mi curiosidad y le pregunté qué hacía, qué esperaba allí. “Nada”, me dijo. Y agregó: “Solo recordar cómo era la multitud comprando los libros que ya no están”.
Así comenzó un diálogo con él que no se interrumpiría hasta otro golpe de Estado, en marzo de 1976. Nuestra amistad, entonces, arrancó en el aula 15. Hasta 1969 intercambiábamos poesías, cuentos, discusiones políticas. El era un militante del viejo socialismo de Alfredo Palacios; yo prefería algo más frontal, más guevarista como mandaba la época. Solíamos juntarnos en el bar Los Estudiantes a intercambiar textos: en esa época, él prefería hacer cuentos de ciencia ficción; yo, poesía. A veces, nos escapábamos al viejo cine Real a ver dibujos animados en medio de exámenes tediosos como la vez que dimos libre Historia Económica Argentina en una mesa que duró dos días con 600 inscriptos.
Y cada vez que podíamos nos colábamos en alguna ópera o ballet en el “gallinero” -la platea más alta y barata- del Teatro Colón. Compartíamos el amor por la Opera. Elio era sensible y tenía un alma pacífica. No lo sacudían las injusticias con brotes de colera. En plena noche del Onganiato, con su primera pareja y unos amigos solíamos jugar a la huija para preguntar cuándo terminaría la dictadura y si alguno de nosotros seríamos apresados por lanzar volantes clandestinamente en la facultad.
Todavía éramos tan jóvenes... Elio me llevaba dos años. Había nacido en 1946. Y amaba los ritos de la religión judía de sus padres; sus comidas y fiestas de guardar. Pero era laico en sus convicciones políticas. Y, sobre todo, amaba la naturaleza. Con él y un grupo de amigos logramos bañarnos por última vez una noche de enero de 1967 en que descansábamos de la preparación de una materia, en la Costanera del Río, cerca de la vieja playa Saint Tropez. Lo escuché maldecir por la contaminación ya entonces: era una rareza alguien tan preocupado por las cuestiones de la naturaleza. Dejamos de vernos en 1973. Él pudo recibirse de economista. Y comenzó su carrera de periodista en el Cronista Comercial. En 1977, poco antes de salir al exilio, intenté verlo. Pedirle ayuda. O simplemente volver a charlar para revivir, tal vez, un tiempo de que todo era posible. Que la muerte aún no rondaba sobre nuestra generación. Lo llamé desde un teléfono público del bar La Opera. Cuando me atendió, corté. Finalmente temí no sólo por él. Temí por el peso de la culpa de ponerlo en peligro.
No lo volví a ver hasta mi regreso, en 1984. Ya para entonces, Elio se había casado, tenido hijos, descasado y vuelto a casar. Ya era un reconocido profesor de Economía y un defensor del medio ambiente destacado, quizá uno de los fundadores de ese movimiento en nuestro país. Supe que había comandado, valientemente durante la dictadura, un juicio por la venta del herbicida conocido como 2.4.5.T o agente naranja.
Para Elio, la política y la ecología eran la ruta elegida: no quería cambiar el mundo atropellando al poder: sólo quería parar la depredación para que el mundo fuera un sitio mejor. Mis caminos y los suyos de bifurcaron por intereses profesionales y personales -parejas, hijos, trabajos-, pero siempre guardamos la tibia sensación de haber habitado un tiempo de amistad profunda y definitiva. Enseñó Ecología y Defensa del Ambiente en cada lugar y país donde pudo; escribió solo o acompañado por su segunda pareja, Dina Foguelman, más libros sobre el tema que nadie en la Argentina. Solo cinco novelas. Pero ahora que lo pienso, la del premio de Casa de la Américas tuvo que ver definitivamente con esta historia. Cuando le pregunté qué quería decir ese título “Una maldita lujuria”, me dijo: “¿Te imaginás lo que pudieron sentir los conquistadores cuando descubrieron las Cataratas del Iguazú o El Amazonas con ese despliegue de flora y fauna y ríos... con esa lujuria de la naturaleza?”.
Si. Puedo imaginar, querido Elio, que tu muerte hace llorar el Amazonas.
Fuente:
María Seoane, Elio y aquella maldita lujuria, 21 octubre 2022, Página/12. Consultado 21 octubre 2022.
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