miércoles, 5 de agosto de 2020

Tenía 11 años cuando lanzaron la bomba atómica en Hiroshima: así se salvó Takako

Única superviviente de dos cursos de su colegio. No sufre efectos de la radiación. Medio siglo después localizó al profesor que la rescató. Este jueves es el 75 aniversario de la tragedia.

por Agustín Rivera

Takako Gokan tenía 11 años cuando la bomba atómica sembró el terror en Hiroshima. Ahora tiene 86 y lo cuenta en primera persona:

"Sentí como si una estrella llena de agujas atravesara mi cuerpo.

Y de repente surgió el fuego.

No recuerdo bien, pero unos minutos después, escuché un gran estruendo que me lanzó a una distancia de más de 8 metros.

Escuché a una persona gritarme: '¡Peligro!'.

En ese momento se derrumbó el edificio entero del colegio y un soldado me cubrió por encima. Seguramente fue él el que gritó lo de "¡Peligro!". Todo estaba oscuro y no oía nada.

Poco a poco, empecé a ver y entró un poco de luz. Cavé entre los restos para poder salir y cuando me pude ver a mí misma noté que tenía la cara hinchada y me colgaba la piel. No reconocía los rostros de nadie".

Takako vive desde 2007 en Arroyo de Miel, Benalmádena (Málaga), junto a su hija Sekiko, su yerno Paco, y su nieta Alicia, de 23 años. Está lúcida, se entretiene escribiendo 'tanka' (poesía tradicional japonesa), elabora chancletas (muy cómodas y de colorines); le encanta tricotar. Se levanta muy temprano. Ve en un ordenador portátil, cada noche, una telenovela de su país y las noticias de las TBS nipona. Le gusta leer recortes de periódicos y fotografías antiguas y pasajes de la Biblia. El pasado, su memoria, siempre está presente.

"Me pregunté si sería la próxima"

"En ese momento apareció Ishizaki, uno de mis profesores, y me llevó en hombros hasta el gimnasio del colegio donde estaban mis compañeros heridos. Me pusieron una inyección de alcanfor. Estaba casi muerta. Todo estaba chamuscado, lleno de cenizas... no se podía reconocer si había personas o edificios. Tampoco había médicos, ni comida, ni medicamentos. Simplemente estábamos tumbados e intentábamos dormir. Sobre las heridas me pusieron una hoja de flor con forma de corazón. El corazón todo lo cura. Como resultado de la explosión se me juntaron dos dedos de mi mano derecha. Se separaron al poner esa flor.

En el gimnasio estuve tres meses. Fue muy duro. Recuerdo a un niño de mi edad que pedía agua y nadie se la podía dar, claro. Se estaba muriendo. Su cara estaba llena de huevas y moscas. Todavía hoy me llega ese recuerdo; me marcó mucho. No me acuerdo de su nombre. Yo veía una ventana desde la que salía humo. Y entendía que el niño, mi compañero, había muerto y lo estaban quemando. Él tenía quemaduras en el brazo y bichos. Me pregunté si yo sería la próxima".

Takako no fue la próxima. Fue la única estudiante de quinto y sexto de primaria, de 35 alumnos en total, que sobrevivió a la caída de la bomba atómica. Su colegio estaba a 2,4 kilómetros del hipocentro. Aquel 6 de agosto llegó al colegio a las 7.40 de la mañana. Esperaba a que llegara el profesor practicando juegos malabares. De repente sonó el rugido del motor del avión B-29 estadounidense. A las 8.15 la bomba lanzada por el 'Enola Gay' aniquiló la ciudad.

"Al gimnasio venían familiares y conocidos preguntando por qué estábamos allí. Una señora me preguntó por mi nombre. Iba buscando a su hija, pero no la encontró, y me dio a mí un poco de fruta. Por primera vez desde que cayó la bomba atómica sentí algo de vida. Dormíamos a ras de suelo. Seguíamos sin camas, ni medicamentos. En todo ese tiempo (ya habían pasado dos semanas) solo vino dos veces un médico desde Tokio. Cerca había una escalera de piedra. Cuando estalló la bomba alguien murió al momento. Solo quedó la sombra de la persona".

"Perdí a mis padres y a mi hermano por la bomba atómica. Yo sabía que mi padre había muerto porque aparecieron restos de su cuerpo, pero ni de mi madre ni de mi hermano jamás se supo nada. Cuando ya me recuperé, como no tenía ni ropa ni nada, me prestaron un uniforme militar. Recorrí 80 kilómetros, entre tomar un tren e ir andando, hasta la casa de un pariente de mi tía que ya había cuidado de mí durante la convalecencia en el gimnasio.

Dos meses y medio después me recogió mi tío que vivía en Hokkaido (isla al norte de Japón). Allí estuve el resto de mi vida hasta que me vine a España a estar con mi hija. Otra de mis hijas vive cerca de Kobe, al lado de Kakogawa, la ciudad de donde era mi madre".

"En Hokkaido tenía una vida cómoda. No tenía problemas de dinero, pero estaba un poco triste porque no me sentía integrada. En ese momento estaba mal visto ser huérfana. A pesar de todo el dolor de la guerra, hay niños que, a veces, incluso en esas circunstancias, son un poco crueles. Algunos no entendían que yo pudiera estar bien y decían que cómo podía ser si mis padres habían muerto.

En Kakogawa fui a la iglesia protestante y empecé a sentirme mejor. Yo de niña ya había recibido educación religiosa. El paso del tiempo me ha curado las heridas que causó la bomba. Eso me ha hecho tener fuerza y fe en una comunidad que me quería".

Takako, como tantos 'hibakusha', no dijo hasta que fue mayor que era superviviente de la bomba atómica. Estaban estigmatizados. Lo sobrellevaba alma adentro. Y la tristeza era su sentimiento cuando rememoraba Hiroshima. Muchas veces lloraba. Solo el mordisqueo de una manzana curaba su mal de recuerdos.

Habían pasado 40 años. Fue con su hija a un 'onsen' [baño termal japonés] y se dio cuenta de que la gente la miraba. Se le notaban las quemaduras que tiene en brazos, vientre y piernas. Su hija se las tapó rápido con una toalla. Ya estaba a salvo de las miradas y los comentarios. Poco tiempo después ya empezó a decir claramente lo que le había pasado. "Yo sabía desde el principio que era 'hibakusha', aunque no se hablaba de eso. Su piel es irregular, las quemaduras se notan. Hace 30 años le hicieron un injerto de piel. Tampoco puede doblar el brazo entero", dice su hija Sekiko, que en octubre cumple 60.

El dolor de Hiroshima

"La primera vez que volví a Hiroshima fue diez años después. La ciudad ya había cambiado mucho. Mi primera impresión no es la que tenía antes de la explosión. No me sentía tan implicada, pero quise volver a Kusonokicho, la zona donde vivía con mi familia. Me encontré a la señora Yamada. Ella me reconoció. Me dijo que su hijo, a quien yo conocía, estaba muy mal, se estaba muriendo. No podía ni hablar. Me da mucho dolor volver a Hiroshima. La ciudad se regeneró muy rápido, pero he visto cómo ha dejado secuelas. La vida para los que sobrevivieron fue muy dura".

Takako está muy compenetrada con Alicia, su nieta. Acaba de cursar una estancia en la Universidad de Saitama (en el centro de Japón, a 30 kilómetros de Tokio). Este año acaba Trabajo Social. "Desde pequeña sabía que mi abuela era 'hibakusha', pero siempre descubro algo nuevo de su vida. Lo que me sorprende es su actitud: lo ha llevado con bastante fuerza. Me parece increíble que se sintiera discriminada. Ahora me alegro de que lo quiera contar. No entiendo que mi madre y mi abuela no hablaran nada entre ellas hasta que no pasó mucho tiempo".

Este 6 de agosto, cuando se cumpla el aniversario y después de su rutina de gimnasia mañanera en la terraza, montará un pequeño santuario en su habitación. Paco y Sekiko irán a una tienda a comprar flores variadas. Es su manera de recordar a los difuntos, de saber que puede vivir gracias a un adulto que ayudó a la niña pequeña de 11 años. Lo relata ella misma:

"'¡Taka-chan!', exclamó. Taka-chan es el diminutivo de mi nombre. Yo pensaba que mi profesor había muerto. Mi hija preguntó por él en el colegio, que se había reconstruido. Había una persona que lo conocía. Le dieron su número de teléfono y nos encontramos en los grandes almacenes Sogo de Hiroshima. Ishizaki fue quien me rescató a hombros. Me dijo que el soldado que me había salvado cubriendo mi cuerpo había muerto en el acto. Yo sentí que aquel encuentro servía para lanzar el mensaje de que no debería haber más guerras; no podemos malgastar ni un segundo en enfrentarnos unos con otros.

Estoy aquí gracias a mi profesor. Él me salvó".

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