¿Sabías
que mandar un mail o subir una historia a Instagram deja una huella
de carbono? La actividad asociada a Internet implica, como cualquier
otra forma de consumo, impactos socioambientales, tanto por el uso
como por la fabricación de los aparatos electrónicos.
por
Nazaret Castro
Muchas
personas ignoran que mandar un mail o subir una historia a Instagram
tiene una huella ecológica, es decir, genera un impacto en nuestro
entorno. Pareciera que, a diferencia de cuando compramos unos zapatos
o viajamos en automóvil, lo que hacemos como usuarios de Internet
tiene un halo de inmaterialidad. Pero nada más lejos de la realidad:
según un informe de Greenpeace de 2017 llamado Clinking Clean,
alrededor del 7 % de la energía que se consume en el planeta deriva
de la demanda energética asociada a lo que algunos llaman
capitalismo digital; probablemente, esa cifra haya aumentado desde la
publicación de ese estudio, y se proyecta que la cifra alcance el 14
% en 2040. Porque el uso de Internet no deja de incrementarse: el
tráfico en la Red se triplicó entre 2012 y 2017. Ese año, la mitad
de la humanidad, hacia 3.500 millones de personas, eran usuarios de
Internet, frente a los 500 millones de 2001.
“Contrariamente
a la visión que podamos tener de todo el mundo de lo digital como un
ámbito de producción y de consumo impoluto y poco contaminante, en
contraste con las viejas fábricas industriales o los camiones y
coches con los que se mueven personas y mercancías, las nuevas
tecnologías de la información tienen un elevado impacto ecológico
que no se percibe a primera vista”, apunta José Bellver,
investigador y activista de Fuhem Ecosocial. Esos impactos se
acumulan desde la primera fase del ciclo de vida de los productos, el
de la extracción de materias primas, hasta la última fase, la de
los desechos.
El
mayor impacto se concentra en las dos primeras fases, las de
extracción y producción de los aparatos tecnológicos a través de
los que nos conectamos a la Red, como ordenadores y smartphones. Se
trata de una particularidad de este sector, como explica Bellver: “Es
en la fabricación donde se concentra cerca del 80% del consumo de
energía de todo el ciclo de vida del producto. Con los coches, por
ejemplo, sucede al contrario: el consumo energético se concentra en
el uso, a medida que recorremos kilómetros”, añade. De ahí la
importancia que adquiere, para determinar la huella ecológica, el
hecho de que cambiemos de teléfono móvil -no así de automóvil-
cada dos o tres años, incluso menos.
Según
datos de Fuhem, fabricar un ordenador requiere una media de 240
kilogramos de combustibles fósiles, 22 kilos de productos químicos
y 1.500 litros de agua. Por su parte, fabricar un microchip de
memoria RAM supone 1,2 kilos de combustibles fósiles, 72 gramos de
productos químicos y 20 litros de agua.
Es
además crucial el impacto de la extracción de minerales, que “no
son infinitos y que, al ritmo de consumo actual, podrían encontrar
problemas de escasez y encarecimiento creciente más pronto que
tarde”, como apunta Bellver. En muchos casos, la extracción de
estos materiales está asociada a conflictos, cuando no sangrientas
guerras, como sucede con el coltán en el Congo.
También
la extracción de litio, un elemento considerado fundamental para la transición energética, ha impactado a las comunidades indígenas en
los lugares donde se produce la extracción. Así lo explica la
académica argentina Melisa Argento, integrante del Grupo de Estudios
en Geopolítica y Bienes Comunes: “A Jujuy [al norte de Argentina]
llegaron las empresas en 2010 con la promesa de empleo, progreso y
desarrollo. El primer impacto se traduce en división al interior de
las comunidades, porque la extracción del litio crea ganadores y
perdedores”. Las comunidades se han organizado para demandar
información que las empresas rehúsan dar, como qué químicos se
usan en el proceso de extracción. “La mayor preocupación es por
el agua: qué pasará con los ojos de agua de las vegas donde emerge
el agua dulce que ellos utilizan para regar los cultivos de los que
depende su economía local”, añade la investigadora.
A
todo esto se suma, además, la huella de carbono asociada a la fase
de circulación: se extraen materiales en África o América Latina
que viajan miles de kilómetros a fin de ser ensamblados en algún
país asiático, para después recorrer otros miles de kilómetros
hasta llegar a los puntos de consumo, particularmente, Estados Unidos
y Europa. Este funcionamiento sistémico es irracional en términos
ambientales; pero, según la racionalidad capitalista, la eficiencia
sólo se mide en dólares.
Mandar
un mail tiene huella de carbono
Pero,
aun siendo la fabricación de los aparatos la fase del ciclo de vida
del producto que condensa el mayor impacto, el uso de los gadgets
-esto es, la fase de consumo- también genera un importante consumo
de energía. Las cifras bailan según los estudios que se consulten y
la metodología que éstos empleen, pero dan una idea de la dimensión
de esa huella. Según la iniciativa CO2GLE, Google emite unos 500
kilos de emisiones GEI (gases de efecto invernadero) por segundo. Por
su parte, un e-mail corto y sin adjuntos conlleva la emisión de un
gramo de CO2; si consideramos los correos electrónicos que se envían
en todo el mundo, la huella de carbono sería semejante a arrojar 890
millones de automóviles más en nuestras autopistas. Spotify,
Twitter y Facebook se encuentran entre los mayores emisores de GEI,
según Statista. Aunque el mayor responsable de las emisiones de la
Red es el streaming, que en 2020 podría suponer el 80 % del total
del tráfico global, según el informe Clicking Clean. Si Internet
fuera un país, sería el sexto más contaminante del mundo.
El
mismo estudio indica que el 21 % de la energía que necesitan las TIC
corresponde a los servidores de datos. Cuando nos conectamos a
Internet, en realidad nos estamos conectando a estos servidores: la
nube no tiene nada de inmaterial, sino que supone la existencia de
cables, antenas, routers y centros de datos -también llamados
granjas- repletos de computadoras. Existen unos cien millones de
servidores repartidos en centros de datos; el 42 % del total se
encuentra en los Estados Unidos, mientras que en España se concentra
el 3,5 % del total. Las mayores granjas están en Tokio, Chicago,
Dublín, Gales y Miami.
En
2013, las mayores compañías del sector -como Amazon, Apple,
Facebook y Google- se comprometieron a utilizar sólo energías
renovables; sin embargo, esas mismas compañías comienzan a llevar
sus servidores. Esto resulta más difícil para los gigantes
asiáticos -Alibaba, Tencent, Baidu- por la falta de acceso a fuentes
renovables en esa región. Pero existen otros problemas, como la
falta de transparencia del líder de Amazon Web Services (AWS), líder
del mercado de alojamiento web y datos en la nube.
Pero
existe otra dimensión de la huella ecológica ligada a la fase de
consumo de Internet, que rara vez se incluye en los cálculos, pues,
de hecho, sería muy difícil hacerlo. Al sector de la economía
ligado al uso de la Red se le ha llamado también economía de la
atención, puesto que las diferentes plataformas, desde Facebook a
Netflix pasando por Tinder, compiten por captar nuestra atención y
retenernos el máximo tiempo posible frente a la pantalla. Y la
finalidad de ese interés por retenernos es almacenar datos sobre los
usuarios a fin de ofrecerles publicidad personalizada, lo que aumenta
el consumo de otro tipo de productos ajenos a la economía digital.
Por
último, en el extremo final del ciclo de vida del producto están
los desechos que generan estos aparatos, que, dada la rapidez con la
que quedan obsoletos los gadgets, no deja de crecer. “El
sobreconsumo de productos electrónicos genera alrededor de 50
millones de toneladas cada año -el equivalente a 4.500 réplicas en
tamaño real de la Torre Eiffel- que en buena medida son exportados
como ‘productos de segunda mano’ a países del Sur Global, en
especial de África y el Sudeste asiático. En esas regiones no
existen las tecnologías para realizar el procesamiento adecuado y
seguro de productos que contienen una gran cantidad tóxicos que son
liberados con la quema y el reciclaje rudimentario de nuestros
desechos electrónicos”, cuenta José Bellver. Esto ilustra la
lógica neocolonial de nuestra economía global: se extraen
materiales en los países empobrecidos del Sur global para elaborar
aparatos que son consumidos en los países opulentos del Norte, para
después volver al Sur en forma de residuos tóxicos.
¿Resolverá
la tecnología nuestros problemas?
Los
más optimistas creen que no debemos preocuparnos, pues los aparatos
electrónicos son cada vez más eficientes. Su argumento se resume
así: el avance científico-tecnológico permitirá un desacople
entre los límites materiales del planeta y el crecimiento económico.
Es otras palabras: las tecnologías limpias permitirán que podamos
seguir produciendo y consumiendo sin temer por la destrucción del
planeta. Sin embargo, las evidencias empíricas no dan soporte a esa
afirmación. Si bien muchos aparatos han ganado en eficiencia, el
impacto ambiental global no ha dejado de aumentar, como también las
emisiones de GEI.
José
Bellver lo explica así: “Los datos muestran que, en prácticamente
todos los indicadores de impacto ambiental, se produce cierto
desacople en términos relativos (impacto por unidad de PIB), no se
en términos absolutos (reducción del impacto pese a haber
crecimiento). Esto se debe a que hasta ahora el crecimiento siempre
ha sido mayor que el avance en términos de eficiencia”. Ejemplos
de este fenómeno, conocido en ciencia económica como Paradoja de
Jevons, y también llamado “efecto rebote”, están muy presentes
en la vida cotidiana: así, el impacto conjunto de los automóviles
no para de aumentar, aunque cada uno de ellos contamine menos
individualmente; y el consumo de papel siguió creciendo a pesar de
la revolución digital y la popularización de los ordenadores.
Dentro
del sector digital, abundan también los ejemplos: “Netflix
informaba recientemente de un aumento en la eficiencia de
codificación de los videos en su plataforma que podría reducir las
tasas de bits hasta en un 20 %. Sin embargo, al mismo tiempo, la
compañía está implementando servicios de transmisión de
definición UHD que representa un aumento masivo en la intensidad de
datos de los servicios de transmisión de video. Una vez más, las
ganancias en eficiencia se saldan con un aumento del consumo
energético -o de recursos o residuos- si tomamos las cifras
absolutas”, sostiene Bellver.
La
conclusión, como afirma el investigador de Fuhem, es que “el
problema no es tanto el tipo de tecnología que utilicemos, sino el
marco en el que utilizamos esta tecnología. Y ese marco es el de un
sistema económico capitalista, en el que el lucro y la competencia
son los principios rectores de la actividad económica. Es el mismo
marco que estimula la persecución de un horizonte en el que se
produzca y se consuma cada vez más y más, algo que entra en
contradicción con la noción de límite que tiene la naturaleza y,
por ende, nuestros propios cuerpos”.
Esto
nos devuelve sobre la dimensión de la justicia social y las
estructuras neocoloniales de nuestra economía capitalista
globalizada, porque los aumentos en la eficiencia, a veces, no son
más que una exteriorización de los impactos. “Dado que los
impactos se concentran en las fases de extracción y de vertido de
esta actividad en lugares con estándares ambientales y sociales de
seguridad más bajos, esa mayor ‘ecoeficiencia’ oculta una
externalización de los impactos tanto de los países enriquecidos
como de la economía en su conjunto. Además, esto quizás contribuya
a una percepción errónea de una supuesta mayor sostenibilidad de
las economías más avanzadas”, apunta Bellver.
En
la misma línea, el académico argentino Osvaldo Girardin afirma:
“Estamos en una etapa en que el capitalismo no es solo incompatible
con el ambiente sino con la propia democracia, porque está
implicando una concentración del poder que es especialmente
preocupante en el sector tecnológico. Los debates sobre
sustentabilidad en el marco del capitalismo verde implican el riesgo
de que nos vendan, con palabras cambiadas, el mismo darwinismo y
malthusianismo social de siempre. De lo que se trata es de que los
países enriquecidos dejen de consumir 20 veces más que los pobres”.
El
debate es urgente, porque la digitalización de la economía está
habilitando todo un discurso que se ampara en las ideas de
“crecimiento verde” o “desarrollo sostenible”: al tildar de
inmaterial la economía digital, se cree que esta puede impulsar el
desacople que supere la contradicción entre el capitalismo y la
sostenibilidad de la vida.
¿Qué
hacer?
¿Cómo
revertir esta situación? Dado que el mayor impacto de los productos
digitales se encuentra, como vimos, en la fase productiva, una
primera medida sería reducir la obsolescencia de estos productos. La
llamada obsolescencia programada refiere al hecho, ampliamente
conocido, de que las empresas intencionalmente fabrican un producto
para que dure menos tiempo del que podría funcionar. Aquí, cree
Bellver, “las soluciones pasan por una legislación que penalice
este tipo de prácticas abusivas por parte de las empresas, al mismo
tiempo que permita fomentar la fabricación de productos modulares,
de tal forma que, si un componente de un dispositivo electrónico se
estropea, este pueda sustituirse de manera relativamente sencilla”.
Pero
existe otro tipo de obsolescencia no menos importante para el caso
que nos ocupa: la obsolescencia percibida, esto es, el hecho de que,
aunque el aparato siga funcionando, el usuario perciba que no ya no
le sirve, muchas veces por el simple hecho de que otro modelo más
nuevo ha llegado al mercado. “Me temo que, mientras siga presente
la invasión publicitaria de nuestras vidas, que fomenta el propio
modelo de producción y consumo dominante, poco se puede hacer, salvo
seguir fomentando otras prácticas y valores que empujen hacia
cambios en nuestra cultura consumista y despilfarradora”. Como, por
ejemplo, informarnos del reguero de impactos que arrastra nuestro
teléfono; tal vez en ese caso no nos den ganas de sustituirlo tan
rápidamente por otro.
Debemos,
además, Interiorizar que, como cualquier otro consumo, el vinculado
a la economía digital genera un gasto energético y de materiales, y
actuar en consecuencia. No sólo tratando de alargar la vida de los
productos u optando, cuando las hay, por alternativas más justas,
sino también teniendo cuidado en nuestros gestos cotidianos: así
como tratamos de apagar la luz cuando no es necesaria, podemos evitar
mandar correos electrónicos que no aportan nada -se calcula que el
61 % de los e-mails que se envían no son esenciales, y de ellos, el
68,8 % es puro spam- y tratar de borrar los que ya no necesitamos. Un
ejemplo: eliminar 30 mails de nuestra bandeja de entrada puede
suponer el ahorro de 222 W, equivalente a una bombilla de bajo
consumo que se deja encendida durante un día.
Fuente:
Nazaret Castro naza@es.es, La huella ecológica de la economía digital, 28 abril 2020, La Marea. Consultado 2 mayo 2020.
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