sábado, 2 de mayo de 2020

La huella ecológica de la economía digital

¿Sabías que mandar un mail o subir una historia a Instagram deja una huella de carbono? La actividad asociada a Internet implica, como cualquier otra forma de consumo, impactos socioambientales, tanto por el uso como por la fabricación de los aparatos electrónicos.

por Nazaret Castro

Muchas personas ignoran que mandar un mail o subir una historia a Instagram tiene una huella ecológica, es decir, genera un impacto en nuestro entorno. Pareciera que, a diferencia de cuando compramos unos zapatos o viajamos en automóvil, lo que hacemos como usuarios de Internet tiene un halo de inmaterialidad. Pero nada más lejos de la realidad: según un informe de Greenpeace de 2017 llamado Clinking Clean, alrededor del 7 % de la energía que se consume en el planeta deriva de la demanda energética asociada a lo que algunos llaman capitalismo digital; probablemente, esa cifra haya aumentado desde la publicación de ese estudio, y se proyecta que la cifra alcance el 14 % en 2040. Porque el uso de Internet no deja de incrementarse: el tráfico en la Red se triplicó entre 2012 y 2017. Ese año, la mitad de la humanidad, hacia 3.500 millones de personas, eran usuarios de Internet, frente a los 500 millones de 2001.

Contrariamente a la visión que podamos tener de todo el mundo de lo digital como un ámbito de producción y de consumo impoluto y poco contaminante, en contraste con las viejas fábricas industriales o los camiones y coches con los que se mueven personas y mercancías, las nuevas tecnologías de la información tienen un elevado impacto ecológico que no se percibe a primera vista”, apunta José Bellver, investigador y activista de Fuhem Ecosocial. Esos impactos se acumulan desde la primera fase del ciclo de vida de los productos, el de la extracción de materias primas, hasta la última fase, la de los desechos.

El mayor impacto se concentra en las dos primeras fases, las de extracción y producción de los aparatos tecnológicos a través de los que nos conectamos a la Red, como ordenadores y smartphones. Se trata de una particularidad de este sector, como explica Bellver: “Es en la fabricación donde se concentra cerca del 80% del consumo de energía de todo el ciclo de vida del producto. Con los coches, por ejemplo, sucede al contrario: el consumo energético se concentra en el uso, a medida que recorremos kilómetros”, añade. De ahí la importancia que adquiere, para determinar la huella ecológica, el hecho de que cambiemos de teléfono móvil -no así de automóvil- cada dos o tres años, incluso menos.

Según datos de Fuhem, fabricar un ordenador requiere una media de 240 kilogramos de combustibles fósiles, 22 kilos de productos químicos y 1.500 litros de agua. Por su parte, fabricar un microchip de memoria RAM supone 1,2 kilos de combustibles fósiles, 72 gramos de productos químicos y 20 litros de agua.

Es además crucial el impacto de la extracción de minerales, que “no son infinitos y que, al ritmo de consumo actual, podrían encontrar problemas de escasez y encarecimiento creciente más pronto que tarde”, como apunta Bellver. En muchos casos, la extracción de estos materiales está asociada a conflictos, cuando no sangrientas guerras, como sucede con el coltán en el Congo.

También la extracción de litio, un elemento considerado fundamental para la transición energética, ha impactado a las comunidades indígenas en los lugares donde se produce la extracción. Así lo explica la académica argentina Melisa Argento, integrante del Grupo de Estudios en Geopolítica y Bienes Comunes: “A Jujuy [al norte de Argentina] llegaron las empresas en 2010 con la promesa de empleo, progreso y desarrollo. El primer impacto se traduce en división al interior de las comunidades, porque la extracción del litio crea ganadores y perdedores”. Las comunidades se han organizado para demandar información que las empresas rehúsan dar, como qué químicos se usan en el proceso de extracción. “La mayor preocupación es por el agua: qué pasará con los ojos de agua de las vegas donde emerge el agua dulce que ellos utilizan para regar los cultivos de los que depende su economía local”, añade la investigadora.

A todo esto se suma, además, la huella de carbono asociada a la fase de circulación: se extraen materiales en África o América Latina que viajan miles de kilómetros a fin de ser ensamblados en algún país asiático, para después recorrer otros miles de kilómetros hasta llegar a los puntos de consumo, particularmente, Estados Unidos y Europa. Este funcionamiento sistémico es irracional en términos ambientales; pero, según la racionalidad capitalista, la eficiencia sólo se mide en dólares.

Mandar un mail tiene huella de carbono

Pero, aun siendo la fabricación de los aparatos la fase del ciclo de vida del producto que condensa el mayor impacto, el uso de los gadgets -esto es, la fase de consumo- también genera un importante consumo de energía. Las cifras bailan según los estudios que se consulten y la metodología que éstos empleen, pero dan una idea de la dimensión de esa huella. Según la iniciativa CO2GLE, Google emite unos 500 kilos de emisiones GEI (gases de efecto invernadero) por segundo. Por su parte, un e-mail corto y sin adjuntos conlleva la emisión de un gramo de CO2; si consideramos los correos electrónicos que se envían en todo el mundo, la huella de carbono sería semejante a arrojar 890 millones de automóviles más en nuestras autopistas. Spotify, Twitter y Facebook se encuentran entre los mayores emisores de GEI, según Statista. Aunque el mayor responsable de las emisiones de la Red es el streaming, que en 2020 podría suponer el 80 % del total del tráfico global, según el informe Clicking Clean. Si Internet fuera un país, sería el sexto más contaminante del mundo.

El mismo estudio indica que el 21 % de la energía que necesitan las TIC corresponde a los servidores de datos. Cuando nos conectamos a Internet, en realidad nos estamos conectando a estos servidores: la nube no tiene nada de inmaterial, sino que supone la existencia de cables, antenas, routers y centros de datos -también llamados granjas- repletos de computadoras. Existen unos cien millones de servidores repartidos en centros de datos; el 42 % del total se encuentra en los Estados Unidos, mientras que en España se concentra el 3,5 % del total. Las mayores granjas están en Tokio, Chicago, Dublín, Gales y Miami.

En 2013, las mayores compañías del sector -como Amazon, Apple, Facebook y Google- se comprometieron a utilizar sólo energías renovables; sin embargo, esas mismas compañías comienzan a llevar sus servidores. Esto resulta más difícil para los gigantes asiáticos -Alibaba, Tencent, Baidu- por la falta de acceso a fuentes renovables en esa región. Pero existen otros problemas, como la falta de transparencia del líder de Amazon Web Services (AWS), líder del mercado de alojamiento web y datos en la nube.

Pero existe otra dimensión de la huella ecológica ligada a la fase de consumo de Internet, que rara vez se incluye en los cálculos, pues, de hecho, sería muy difícil hacerlo. Al sector de la economía ligado al uso de la Red se le ha llamado también economía de la atención, puesto que las diferentes plataformas, desde Facebook a Netflix pasando por Tinder, compiten por captar nuestra atención y retenernos el máximo tiempo posible frente a la pantalla. Y la finalidad de ese interés por retenernos es almacenar datos sobre los usuarios a fin de ofrecerles publicidad personalizada, lo que aumenta el consumo de otro tipo de productos ajenos a la economía digital.

Por último, en el extremo final del ciclo de vida del producto están los desechos que generan estos aparatos, que, dada la rapidez con la que quedan obsoletos los gadgets, no deja de crecer. “El sobreconsumo de productos electrónicos genera alrededor de 50 millones de toneladas cada año -el equivalente a 4.500 réplicas en tamaño real de la Torre Eiffel- que en buena medida son exportados como ‘productos de segunda mano’ a países del Sur Global, en especial de África y el Sudeste asiático. En esas regiones no existen las tecnologías para realizar el procesamiento adecuado y seguro de productos que contienen una gran cantidad tóxicos que son liberados con la quema y el reciclaje rudimentario de nuestros desechos electrónicos”, cuenta José Bellver. Esto ilustra la lógica neocolonial de nuestra economía global: se extraen materiales en los países empobrecidos del Sur global para elaborar aparatos que son consumidos en los países opulentos del Norte, para después volver al Sur en forma de residuos tóxicos.

¿Resolverá la tecnología nuestros problemas?

Los más optimistas creen que no debemos preocuparnos, pues los aparatos electrónicos son cada vez más eficientes. Su argumento se resume así: el avance científico-tecnológico permitirá un desacople entre los límites materiales del planeta y el crecimiento económico. Es otras palabras: las tecnologías limpias permitirán que podamos seguir produciendo y consumiendo sin temer por la destrucción del planeta. Sin embargo, las evidencias empíricas no dan soporte a esa afirmación. Si bien muchos aparatos han ganado en eficiencia, el impacto ambiental global no ha dejado de aumentar, como también las emisiones de GEI.

José Bellver lo explica así: “Los datos muestran que, en prácticamente todos los indicadores de impacto ambiental, se produce cierto desacople en términos relativos (impacto por unidad de PIB), no se en términos absolutos (reducción del impacto pese a haber crecimiento). Esto se debe a que hasta ahora el crecimiento siempre ha sido mayor que el avance en términos de eficiencia”. Ejemplos de este fenómeno, conocido en ciencia económica como Paradoja de Jevons, y también llamado “efecto rebote”, están muy presentes en la vida cotidiana: así, el impacto conjunto de los automóviles no para de aumentar, aunque cada uno de ellos contamine menos individualmente; y el consumo de papel siguió creciendo a pesar de la revolución digital y la popularización de los ordenadores.

Dentro del sector digital, abundan también los ejemplos: “Netflix informaba recientemente de un aumento en la eficiencia de codificación de los videos en su plataforma que podría reducir las tasas de bits hasta en un 20 %. Sin embargo, al mismo tiempo, la compañía está implementando servicios de transmisión de definición UHD que representa un aumento masivo en la intensidad de datos de los servicios de transmisión de video. Una vez más, las ganancias en eficiencia se saldan con un aumento del consumo energético -o de recursos o residuos- si tomamos las cifras absolutas”, sostiene Bellver.

La conclusión, como afirma el investigador de Fuhem, es que “el problema no es tanto el tipo de tecnología que utilicemos, sino el marco en el que utilizamos esta tecnología. Y ese marco es el de un sistema económico capitalista, en el que el lucro y la competencia son los principios rectores de la actividad económica. Es el mismo marco que estimula la persecución de un horizonte en el que se produzca y se consuma cada vez más y más, algo que entra en contradicción con la noción de límite que tiene la naturaleza y, por ende, nuestros propios cuerpos”.

Esto nos devuelve sobre la dimensión de la justicia social y las estructuras neocoloniales de nuestra economía capitalista globalizada, porque los aumentos en la eficiencia, a veces, no son más que una exteriorización de los impactos. “Dado que los impactos se concentran en las fases de extracción y de vertido de esta actividad en lugares con estándares ambientales y sociales de seguridad más bajos, esa mayor ‘ecoeficiencia’ oculta una externalización de los impactos tanto de los países enriquecidos como de la economía en su conjunto. Además, esto quizás contribuya a una percepción errónea de una supuesta mayor sostenibilidad de las economías más avanzadas”, apunta Bellver.

En la misma línea, el académico argentino Osvaldo Girardin afirma: “Estamos en una etapa en que el capitalismo no es solo incompatible con el ambiente sino con la propia democracia, porque está implicando una concentración del poder que es especialmente preocupante en el sector tecnológico. Los debates sobre sustentabilidad en el marco del capitalismo verde implican el riesgo de que nos vendan, con palabras cambiadas, el mismo darwinismo y malthusianismo social de siempre. De lo que se trata es de que los países enriquecidos dejen de consumir 20 veces más que los pobres”.

El debate es urgente, porque la digitalización de la economía está habilitando todo un discurso que se ampara en las ideas de “crecimiento verde” o “desarrollo sostenible”: al tildar de inmaterial la economía digital, se cree que esta puede impulsar el desacople que supere la contradicción entre el capitalismo y la sostenibilidad de la vida.

¿Qué hacer?

¿Cómo revertir esta situación? Dado que el mayor impacto de los productos digitales se encuentra, como vimos, en la fase productiva, una primera medida sería reducir la obsolescencia de estos productos. La llamada obsolescencia programada refiere al hecho, ampliamente conocido, de que las empresas intencionalmente fabrican un producto para que dure menos tiempo del que podría funcionar. Aquí, cree Bellver, “las soluciones pasan por una legislación que penalice este tipo de prácticas abusivas por parte de las empresas, al mismo tiempo que permita fomentar la fabricación de productos modulares, de tal forma que, si un componente de un dispositivo electrónico se estropea, este pueda sustituirse de manera relativamente sencilla”.

Pero existe otro tipo de obsolescencia no menos importante para el caso que nos ocupa: la obsolescencia percibida, esto es, el hecho de que, aunque el aparato siga funcionando, el usuario perciba que no ya no le sirve, muchas veces por el simple hecho de que otro modelo más nuevo ha llegado al mercado. “Me temo que, mientras siga presente la invasión publicitaria de nuestras vidas, que fomenta el propio modelo de producción y consumo dominante, poco se puede hacer, salvo seguir fomentando otras prácticas y valores que empujen hacia cambios en nuestra cultura consumista y despilfarradora”. Como, por ejemplo, informarnos del reguero de impactos que arrastra nuestro teléfono; tal vez en ese caso no nos den ganas de sustituirlo tan rápidamente por otro.

Debemos, además, Interiorizar que, como cualquier otro consumo, el vinculado a la economía digital genera un gasto energético y de materiales, y actuar en consecuencia. No sólo tratando de alargar la vida de los productos u optando, cuando las hay, por alternativas más justas, sino también teniendo cuidado en nuestros gestos cotidianos: así como tratamos de apagar la luz cuando no es necesaria, podemos evitar mandar correos electrónicos que no aportan nada -se calcula que el 61 % de los e-mails que se envían no son esenciales, y de ellos, el 68,8 % es puro spam- y tratar de borrar los que ya no necesitamos. Un ejemplo: eliminar 30 mails de nuestra bandeja de entrada puede suponer el ahorro de 222 W, equivalente a una bombilla de bajo consumo que se deja encendida durante un día.

Fuente:
Nazaret Castro naza@es.es, La huella ecológica de la economía digital, 28 abril 2020, La Marea. Consultado 2 mayo 2020.

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