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Rafael
Poch de Feliú
Chernobyl,
la advertencia incomprendida
Entre
1951 y 1962, diecinueve pruebas nucleares estadounidenses lanzaron
cada una de ellas a la atmósfera niveles de radiación de una escala
comparable al accidente de la central ucraniana.
La
serie Chernobyl del estadounidence Craig Mazin y los canales HBO y
Sky ha fascinado a mucha gente. Aquel terrible accidente y la URSS
quedan lo suficientemente lejos como para resultar desconocidos a
toda una generación. Los escenarios están muy bien recreados, las
sicologías no tanto. Algunas escenas y detalles son vulgares
concesiones a la denigración del enemigo histórico. Los personajes
centrales, el académico Valeri Legásov o el vicepresidente Boris
Sherbina, han sido caricaturizados para que encajen en la habitual
estructura maniquea de la industria del entretenimiento gringa,
alérgica por definición a las realidades de tonos grises,
precisamente las que dominaban en la URSS y en la humanidad en
general. Pero todo eso son detalles sin importancia, al lado de su
peor defecto: la serie ignora por completo el carácter universal de
aquel accidente.
Chernobyl
no es un caso aislado. Tampoco la estupidez del sistema soviético,
ni la mentira, ni el secretismo, ni la irresponsabilidad técnica. Al
dar la vuelta al mundo, las nubes radiactivas de la central ucraniana
fueron una advertencia para toda una civilización. El peor defecto
de la serie es, precisamente, su ignorancia de todo eso.
Desbarajuste
Viví
aquel accidente en la redacción de la agencia alemana de prensa en
Hamburgo, la DPA, seguramente la peor agencia de prensa del mundo
occidental. Cuando acababa mi turno de guardia llegó un teletipo
extraño fechado en Estocolmo en el que se daba cuenta de una anormal
radiación junto a una central nuclear sueca, en la que,
extrañamente, no se encontraba fuga alguna. Cuando volví al trabajo
al día siguiente ya se había declarado el incendio informativo. La
agencia Tass no emitió su primera nota hasta dos días después y el
gobierno soviético no divulgó su primera información oficial hasta
pasados cuatro días. En occidente se interpretó como ocultación de
datos y mala fe, lo que en gran parte era pura desorganización y
chapuza. Al secretismo y la irresponsabilidad se sumaba la incerteza
al más alto nivel.
«No sabíamos qué demonios estaba pasando allí. Aquella misma mañana
decidimos en el Politburó concentrar directamente toda la
información disponible, nuestra máxima preocupación era que
reventara el reactor y que su contenido llegara a los ríos Prypiat y
Dnieper poniendo en peligro la vida de millones de personas, sobre
todo en Kiev», me dijo años después Mijail Gorbachov recordando
aquellos días.
Pero
el peligro no estaba en el sur, donde se encontraba Kiev con sus tres
millones y medio de habitantes, sino que venía determinado por la
dirección del viento que empujó la nube radiactiva, primero hacia
el oeste y luego hacia el norte, en dirección a las ciudades de
Gomel y Mogiliov, en Bielorrusia.
Aquel
abril en Alemania el desbarajuste era total. Cada región improvisaba
sus medidas preventivas, cuyo catálogo era más abultado allí donde
había gobiernos de coalición verdes-socialdemócratas, con lo que
la peligrosidad o no de la radiación dependía de quien gobernara la
región. El resultado era que los camiones que venían del este eran
rociados con agua en algunos puntos y en otros no. En Hamburgo, de
repente, la lluvia se convirtió en algo peligroso. Se procuraba no
salir de casa, se lavaban impermeables, y letreros colocados en los
parques infantiles desaconsejaban que los niños jugaran con la
arena. En otras ciudades y «Lander» todo eso se ignoraba. En
Francia, el país más nuclearizado del continente, las consecuencias
de Chernobyl no eran noticia y las autoridades no tomaban ninguna
medida ante los mismos parámetros de radiación que en Alemania
provocaban pánico.
Al
este del edén
En
todo el bloque del este el accidente se vivió, sobre todo, como una
calamidad más provocada por el «hermano mayor», dominante pero
política y tecnológicamente retrasado. Esa común sensación no
impedía una gran diversidad de percepciones y actitudes. Si en la
politizada Polonia había restricciones de lácteos y manifestaciones
antisoviéticas, en Hungría, Chernobyl no parecía quitar el sueño
a la opinión pública.
Aquel
julio de 1986 atravesé en bicicleta la Rumania de Ceaucescu para
hacer un reportaje. En una aldea sajona de Transilvania, la minoría
alemana procuraba alimentar a algunas de sus vacas con forraje del
año pasado y sólo consumía leche de ellas. La producción del
ganado alimentado con el forraje del año corriente, «contaminado»
por Chernobyl según la opinión general, se vendía a los rumanos,
me explicó un pastor protestante de Brasov, que hablaba en voz baja
de política en su propia casa y se refería a Ceaucescu como «él».
En las oficinas de turismo de Cluj, grandes carteles informaban que
la costa del Mar Negro reunía óptimas condiciones sanitarias para
pasar las vacaciones. Se intentaba desmentir el pánico soterrado sin
ni siquiera mencionar el accidente.
Justo
un año después, en 1987, estuve en Bielorrusia estudiando ruso.
Minsk, la capital, se parecía a la actual Pyongyang. Los domingos se
cortaba el tráfico en la principal avenida de la ciudad, la Avenida
Lénin, y la gente paseaba por ella en silencio mientras por
megafonía retransmitía la radio local. Mi petición de
entrevistarme con un académico para hablar de ecología provocó un
pequeño seísmo en la universidad. Todas las relaciones de los
estudiantes extranjeros, incluidas las sexuales, estaban organizadas
por el KGB a través de las juventudes comunistas. Unos jóvenes me
contaron que el 26 de abril del año anterior habían estado todo el
día en el parque tomando el sol y que luego tuvieron problemas de
impotencia con sus parejas a causa de la radiación recibida. Si en
Rumanía casi todas las fuentes disidentes de mi reportaje resultaron
ser confidentes de la Securitate (de eso me enteré luego, cuando mi
nombre apareció en los archivos policiales abiertos por el
poscomunismo rumano), el de la impotencia de los jóvenes de Minsk
fue el máximo secreto que logré desvelar aquel verano bieloruso.
Los
accidentes soviéticos
La
URSS disponía de una dramática experiencia en materia de accidentes
y desastres nucleares. Antes de Chernobyl cerca de un millón de
soviéticos habían sido afectados por radiación en diversos
accidentes, pruebas y trabajos, vinculados al estatus de
superpotencia nuclear. Sólo en la flota submarina nuclear se habían
producido quinientos casos de «enfermedades por radiación aguda»,
433 de ellos mortales, pero los tres grandes accidentes anteriores a
Chernobyl habían tenido por protagonista a la gran fábrica secreta
de reprocesamiento « Mayak » en la región de los Urales. El
primero de ellos consistió en el vertido continuado de sustancias
radiactivas, entre 1949 y 1952, a los ríos Techa e Iset,
contaminando a un colectivo de 124 000 personas. El segundo, el
llamado «accidente de Kyshtum» en 1957, fue la explosión termal de
uno de los contenedores en la misma factoría. Su resultado fue la
contaminación de una superficie de 23 kilómetros cuadrados poblada
por 270 000 personas. El tercero se registró en 1967 cuando el
viento dispersó el polvo radiactivo deficientemente almacenado, a 75
kilómetros de distancia, en el lago Karachai, un área poblada por
40 000 personas.
Esta
experiencia dio lugar a estudios y conclusiones médico-biológicos,
pero era desconocida por la mayoría de los científicos que
trabajaron en el accidente de Chernobyl, en parte a causa del
secretismo que rodeaba a todo lo nuclear, y en parte también por la
estupidez administrativa característica del régimen soviético,
algo enraizado en los mismos fundamentos del sistema desde antaño.
En las situaciones de emergencia como la de Chernobyl, la
improvisación, el voluntarismo y el sacrificio personal compensaban
aquella realidad.
Aunque
la propaganda de la guerra fría se encargó de ventilarla con
particular ahínco la serie nuclear soviética tenía claros
paralelismos con las pruebas nucleares americanas en Nevada o las
islas Marshall, o en las francesas en África porque el problema no
es el régimen político sino la tecnología nuclear.
70
años de radiación sin fronteras
En
1998 un estudio encargado por el Congreso de Estados Unidos
(accesible aquí), reveló el precio humano que los propios
americanos han tenido que pagar por las pruebas nucleares. Se trata
de 33 000 casos de cáncer, 11.000 de ellos mortales, que, según el
Center for Disease Control and Prevencion (CDC), se produjeron en
Estados Unidos como consecuencia de once años de pruebas nucleares,
entre 1951 y 1962. Según Robert Álvarez, un funcionario del
departamento de energía de la administración Clinton, 19 pruebas
nucleares americanas lanzaron cada una de ellas a la atmósfera
niveles de radiación de una escala comparable al accidente
registrado en abril de 1986 en Chernobyl. El estudio del CDC no es
completo -las pruebas continuaron hasta mucho más allá de 1962-
pero demuestra que los efectos de la lluvia nuclear y los casos de
cáncer se registraron por toda la geografía de Estados Unidos.
«Desde
1951, cualquier persona que vivió en Estados Unidos estuvo expuesta
a lluvia radiactiva y todos sus órganos recibieron alguna exposición
a la radiación», señala el informe oficial. El estudio no
contabiliza las pruebas atmosféricas chinas realizadas en Lob Nohr
(provincia de Xinjiang) desde 1964 hasta 1980, ni las francesas, de
1963 a 1974, ni las explosiones anteriores a 1951 (estadounidenses en
las Islas Marshall, y soviéticas en Kazajstán), ni las tres
explosiones pioneras de 1945 en Nuevo Méjico, Hiroshima y Nagasaki,
ni la contaminación de Hawai por las pruebas de Estados Unidos del
Pacífico, ni la de Alaska por las soviéticas en Nóvaya Zemlya. La
radiación no conoce fronteras y si un país realiza pruebas
nucleares o registra un accidente en una central nuclear, toda la
humanidad paga por ello.
En
2011 poco después del accidente de Fukushima, entrevisté en Viena a
Yuli Andreyev, el ex vicedirector del Spetsatom, el organismo
soviético de lucha contra accidentes nucleares. Andreyev fue asesor
del ministerio de medio ambiente austriaco y de la Agencia
Internacional de la Energía Atómica (AIEA), un organismo del
sistema de la ONU que es la principal agencia de cooperación
internacional en materia de energía nuclear. Me dijo que Chernobyl
continuaba rodeado de mentiras, que el accidente no fue
responsabilidad de los operadores de la central, como se dijo, sino
de un claro defecto de diseño de los reactores RMBK resultado de la
economía de costes. Un diseño apropiado de aquellos reactores
soviéticos exigía una gran cantidad de circonio, un metal raro, así
como todo un laberinto de tubos, técnicas especiales para la
soldadura de circonio. Acero inoxidable y enormes cantidades de
hormigón. Era un dineral, así que se decidió economizar, explicaba
Andreyev, que me puso a caldo al académico Legásov, el héroe de la
serie de marras. «Responsabilizó a los operadores de la central,
que fueron encarcelados, mientras él continuó libre y aún
pretendía que le condecoraran».
Sin
control independiente
El
problema de la industria nuclear y de las centrales nucleares no es
el régimen político en el que están insertas sino la propia
tecnología. En el mundo hay unos 570 reactores -sin contar los
construidos por los chinos en los últimos años- de los que cinco
(Harrisburg, Chernobyl y los tres de Fukushima) se fundieron
accidentalmente. Eso arroja una probabilidad de accidente nuclear
grave del 1 %. Además, está el problema de los residuos y muchos
imponderables sanitarios.
Sin
KGB y siendo una superpotencia tecnológica, Japón se comportó de
forma semejante a los soviéticos con Chernobyl o a los
estadounidenses con sus pruebas. Cinco años antes de Chernobyl,
entre el 10 de enero y el 8 de marzo de 1981, hubo un grave accidente
en la central nipona de Tsuruga. Se vertieron 40 000 litros de
material radiactivo desde los depósitos de residuos de la central en
las cloacas de la ciudad de Tsuruga, donde vivían 100 000 personas.
La empresa silenció lo ocurrido y el público no se enteró hasta el
20 de abril.
La
mítica «seguridad» se sacrifica a cuestiones egoístas, decía
Andreyev. «En la URSS por razones de prestigio y por el coste del
enriquecimiento del uranio, en Japón pura y simplemente por dinero.
La localización de las centrales de Japón junto al mar es la más
barata. Los generadores de emergencia no los enterraron en Fukushima
y, claro, se inundaron enseguida. Detrás de todo esto hay
corrupción: ¿Cómo puede diseñarse una central nuclear en una zona
de alto riesgo sísmico, al lado del Océano, con los generadores de
emergencia en superficie? Llegó la ola y todo quedó fuera de
servicio. Fukushima no fue un error, fue un delito».
En
la URSS el abaratamiento de costes y el diseño de los reactores RMBK
incrementaron los riesgos. «Todo eso era contrario a las normas de
seguridad, pero la supervisión nuclear en la URSS formaba parte del
Ministerio de Energía Atómica. Algo parecido ocurre hoy con la
AIEA», decía Andreyev, pues la agencia de la ONU depende de la
industria nuclear. La ausencia de instancias de control
independientes es un problema añadido a una tecnología peligrosa e
inhumana por su escala.
«La
misión de la AIEA es contribuir a la extensión de la energía
nuclear y todo lo que vaya en contra de ella no lo va a divulgar»,
explicó Andreyev. «No es una conjura, sino la conducta estándar
que cabe esperar cuando se pone a la cabra de hortelano».
La
historia sugiere que la humanidad solo aprende a fuerza de batacazos.
El problema de la energía nuclear, y de la tecnologías y armas de
destrucción masiva, es que su escala temporal y destructiva es
definitiva. Apenas hay margen para un batacazo didáctico-instructivo.
Por eso Einstein ya dijo en los años cincuenta que lo nuclear lo
había cambiado todo, «menos la mentalidad del hombre». En ese
retraso temporal entre la mentalidad y la tecnología reside el
peligro. Con su fundamental defecto de ignorar la perspectiva
universal del asunto, la serie Chernobyl, tan bien realizada,
confirma modestamente el problema.
Contenido
-
Quitosano en nuevos productos sustentables. Claudia Casalongué.
La acumulación de los residuos porturarios es un problema de larga data y complejo de gestionar. Investigadores de la Universidad de Mar del Plata vienen trabajando para minimizar el problema, para ello entrevistamos a Claudia Casalongué quien dirige el grupo
En
el Baúl
-
Agroecología 1990/2019, un largo camino muchacha. Mariana Del Pino
Ecología,
desarrollo Sustentable y Culturas
ECOS
se halla al aire en la región desde 1998. Vino a llenar el espacio
creíble de información y debate en el que se trabajan cuestiones
globales (convenios internacionales, problemáticas generales)
nacionales (cuestiones de las diferentes provincias o sobre recursos
interjurisdiccionales) provinciales (problemáticas de cuenca,
radicación de industrias, costas, pesca, educación ambiental) y
locales (los temas de sustentabilidad en el municipio).
Objetivo
general Promoción del pensamiento crítico a partir de la difusión
de las temáticas ambientales y culturales en aras de la
concientización y la educación para un desarrollo sustentable.
Objetivos
específicos
-
Aumentar el bagaje de información disponible para el público en
general.
-
Difundir las cuestiones ambientales y culturales que se problematizan
en la región.
-
Acompañar los emprendimientos productivos que tiendan al desarrollo
sustentable.
-
Facilitar el acceso a las informaciones generadas en el seno de las
instituciones formales dedicadas al medio ambiente y a la
recuperación de las culturas tradicionales.
-
Poner en conocimiento del público en general disposiciones vigentes
que protejan el ambiente, los derechos de las comunidades nativas y
regulen el marco ambiental de la provincia.
Conductora
Silvana
Buján es Argentina, licenciada en Ciencias de la Comunicación
Social y periodista científico y ambiental, ejerciendo desde hace
más de dos décadas de manera ininterrumpida a través de radios y
medios gráficos del país y del exterior.
Es
activista ecologista y participa, dirige o coordina organizaciones no
gubernamentales y redes temáticas. Es conferencista y consultora en
temas de ambiente y desarrollo. Ha obtenido tres veces el 1º Premio
a la Divulgación Científica de la Universidad de Buenos Aires
(2009, 2012, 2014) y el 2º Premio en 2010; el 1º Premio
Latinoamericano y del Caribe del Agua CATHALAC-UNESCO 2009; Ocho
Premios Martin Fierro por sus trabajos en radio y 21 nominaciones. Ha
sido Premio Nacional de Periodismo en el año 2007, 1º Premio del
Congreso Tabaco o Salud 2010, 1º Premio de Periodismo en Salud de la
Asociación Médica Argentina 2010 Distinción honorífica Colegio de
Ingenieros DII por su labor en difusión ambiental, 2013.
Lleva
adelante desde 1998 ECOS ciclo de periodismo científico abocado al
ambiente y las culturas. Y CALIDAD EN VIDA, de periodismo médico,
cultura y salud. Dirige BIOS, ONG miembro de la Red Nacional de
Acción Ecologista y la Coalición Ciudadana Antiincineración. Es
miembro del Comité Consultivo de GAIA internacional. Es miembro de
la Red Argentina de Periodismo Científico y la Red Latinoamericana
de Periodismo Ambiental. Vive en Mar del Plata.
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