Este 27 de febrero murió quien hace cuarenta años aterrizó en esta tierra para clausurar un ciclo de poder popular y refundar la Córdoba conservadora y clerical, que sigue atrapada en el pantano neoliberal. Trece veces condenado a cadena perpetua, el otrora todopoderoso comandante expresa como nadie el Terrorismo de Estado y es sin dudas un paradigma de la argentina antidemocrática, un país que si bien fue capaz de terminar con la impunidad castrense y consolidar la democracia con la recuperación de la política, sigue rengo en la transformación de las estructuras de poder que hicieron posible el 24 de marzo de 1976.
por Camilo Ratti
Menéndez es un
símbolo, una de las vigas estructurales del Terrorismo de Estado que
fracturó en mil pedazos la sociedad argentina. Él es nuestro
Pinochet, nuestro dictador. También podría ser nuestro patrón de
estancia. El centurión anticomunista y antiperonista que cumplió el
objetivo del abuelo Benjamín y papá José María, ambos oficiales
del ejército: liquidar la Argentina revolucionaria y el proyecto de
la patria socialista y popular. Y lo hizo desde Córdoba, punta de
lanza de ese proyecto revolucionario que en 1975 llegó con toda su
formación antisubversiva para desmantelar el Estado de Bienestar y
construir la patria neoliberal que estalló en el 2001, y que después
de doce años de gobiernos populares nuevamente amenaza el futuro y
bienestar de las grandes mayorías.
En un esquema de
poder feudal como fue la dictadura “colegiada”, según la precisa
definición que Videla entregó en una entrevista para el libro
“Cachorro”, que publiqué en el 2013, Luciano Benjamín fue el
líder indiscutido y cuasi divino de un tercio del país, en el cual
vivían, según el censo de 1980, 7 millones de personas. Un tercio
de la Argentina, que el amigo de Angelóz condujo en forma personal y
directa, con cincuenta unidades de combate y la misma cantidad de
campos de concentración bajo su órbita. Números que expresan la
dimensión del personaje que peregrina distintos juzgados federales y
acumula condenas como ningún otro militar en la historia de la
humanidad.
Porque Menéndez
no compartió liderazgo ni dentro ni fuera del ejército. En la
comarca que operaba bajo su mando, la dictadura no fue colegiada,
sino hipercentralizada. Admirado por sus subalternos, temido por sus
víctimas, recibió la bendición de los sectores eclesiásticos y
económicos que confiaron en él para conducir la Córdoba de
mediados de los ´70. Los Roggio, los Tagle, los Verzini, los Garlot,
los Urquía, los Astori, los dueños de Fiat y muchos otros popes del
empresariado mediterráneo, hacían cola en el comedor del Tercer
Cuerpo para sacar número y tener el privilegio de almorzar con el
“Comandante” y diseñar la Córdoba del futuro, que enterrará
para siempre el ideario de Agustín Tosco, Atilio López, René
Salamanca, Obregón Cano, el Brigadier San Martín y Sabattini.
El hijo y nieto
de fusiladores de indios y obreros es un cuadro militar puro, que
nació con el siglo cambiado. Él es el heredero selecto de un
ejército que surgió antipopular en 1870, después de Pavón, y cuya
matriz cultural ni siquiera el peronismo pudo transformar, a pesar de
que su líder fue también militar.
Su ejército no
se parece en nada al de San Martín. Al contrario, es la continuación
del ejército de Mitre y Roca, sus otros dos próceres. Es el
ejército de la Organización Nacional que fundó el país
agroexportador como contracara del industrial reclamado por Alberdi y
Sarmiento, y que condenó o por lo menos retardó varías décadas el
desarrollo nacional del siglo siguiente.
Luciano es el
símbolo del país elitista y europeo, pensado para pocos, contrario
a la patria mestiza, popular y nacional. San Martín liberó pueblos
con ejércitos de negros e indios. Menéndez los exterminó. Por eso
es la figura descollante de una familia tan liberal como autoritaria,
y de la institución que aportó toda su materia gris y sus tanques
para debilitar el sistema democrático, con distintas excusas o
justificaciones que se acomodaron a la ocasión: los caudillos del
interior y los pueblos originarios en el siglo XIX, el anarquismo, el
comunismo bolchevique y la “chusma” radical a principios de
siglo, el populismo peronista en los ´40-´50, y el marxismo de los
´60 y ´70. Ahora sus enemigos son los “gramscianos del siglo XXI”
que juzgaron el Estado genocida.
Todos esos
sectores populares fueron enemigos de Luciano Benjamín. Lo habían
sido del abuelo y el padre. Del tío abuelo y de varios primos, que
también se alzaron contra causas y proyectos populares en el ´51,
el ´55 y el ´62. Por eso no está mal decir que Menéndez es, antes
que nada, un enemigo del pueblo.
Duro entre los
duros, el comandante todopoderoso que mamó desde chiquito la pasión
por la milicia y la ideología de una dinastía castrense hasta la
médula, se convirtió en dios de la muerte y la desolación. En el
paradigma de la política del garrote, tan necesaria y eficaz para
derrotar a la política de la participación y el compromiso
militante.
El “prototipo
del milico” como lo definió su amigo Jorge Rafael, pasó a la
historia no por la frustrada guerra con Chile que tanto promovió y
que hubiera sido catastrófica para argentinos y chilenos. Tampoco
por la vergüenza de Malvinas. Lo hizo porque sus ideólogos y
formadores lo convirtieron en lo que es: un cruzado de la barbarie y
de la muerte, que lejos de defender a la Nación la atacó sin pausa
hasta ponerla al borde de su desintegración social. El plan
económico de la dictadura, encabezado por Martínez de Hoz como la
figura visible del régimen, se propuso con éxito destruir la
organización popular, subordinar la política al poder de las
corporaciones económicas, y refundar la argentina agroexportadora
como contracara de un país con las bases reales para su
industrialización.
Hace cuarenta
años Menéndez se erigió en esta tierra para clausurar un ciclo de
poder popular, y refundar Córdoba. La Córdoba de las campanas se
tragó a la Córdoba revolucionaria y vanguardista. Y Luciano
Benjamín fue gran responsable de que eso pasara, porque su
avasalladora presencia se extendió mucho más allá de los cuarteles
y los campos de concentración. Su inmenso poder de comandante
perforó a la civilidad cordobesa y construyó una alianza que
perduró en el tiempo, aunque más tarde el precio por los servicios
prestados recayera sólo sobre los bolsillos del ex general.
Después de haber
logrado evadir la justicia en los 80 y los 90, Cachorro no podía
irse de este mundo sin un rasguño, y fue una buena noticia para
nuestra democracia haberlo visto desfilar por los tribunales pagando
por sus crímenes atroces desde el 2008 hasta hoy. Su soledad en el
banquillo será una foto que ilustrará la derrota de la Argentina
genocida, que nadie mejor que él puede sintetizar.
Su último acto
de cobardía lo cometió este 27 de febrero, cuando partió hacia
quién sabe donde, llevándose consigo información imprescindible
sobre miles de compatriotas.
Fuente:
Camilo Ratti, El asesino del pueblo, 27/02/18, Al revés. Consultado 01/03/18.
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