por Martín
Caparrós
En la Argentina
un hombre no aparece. No sabíamos nada de él; ahora sabemos que lo
llaman Juan o el Brujo, que nació en un pueblo de la provincia de
Buenos Aires en 1989, que hace unos meses se mudó a la Patagonia,
que últimamente trabajó de tatuador en Chiloé pero que lo que
realmente le gusta es internarse en la naturaleza; que es capaz de
sobrevivir en el bosque comiendo hongos y frutos, que es amable y
buen conversador, pelilargo, tranquilo, que toca la batería y
desdeña a los burgueses, que trata de vivir de otra manera. No lo
sabíamos, por supuesto, y ahora sí: es curioso cómo, de pronto,
una vida que pasaba tan inadvertida como casi todas se vuelve
relevante. La vida de Santiago Maldonado, ahora, es decisiva. Se ha
vuelto un campo de batalla de la guerrita argentina.
El 1 de agosto
pasado, en la provincia sureña de Chubut, Santiago Maldonado se sumó
a un corte de rutas organizado por una comunidad mapuche que reclama
tierras de uno de los mayores latifundistas del país: la corporación
italiana Benetton. La Gendarmería -un cuerpo armado que debería
cuidar las fronteras y territorios fronterizos- reprimió el corte;
esa tarde, Santiago Maldonado desapareció. Sus amigos y sus
parientes lo denunciaron enseguida; un mes después, nada se sabe. Y
nadie parece plantearse la pregunta decisiva en cualquier crimen:
¿para qué? Cualquier novela policial lo enseña: para encontrar un
culpable hay que encontrar un móvil. Es muy difícil descubrir a
quién podría beneficiar la “desaparición” de Santiago
Maldonado. No era un peligro ni un ejemplo para nadie; a nadie le
sirve secuestrarlo y matarlo.
La opción más
lógica es que Maldonado haya sido víctima de la violencia represiva
de unos gendarmes. Pero no tiene sentido que ese destacamento haya
recibido de su gobierno la orden de asesinar: “Señores, vayan y
maten a alguien para imponer el orden” -y menos aún cuando ese
gobierno ha hecho todo lo posible para que su oposición no pueda
reprocharle ningún muerto-. En la Argentina, desde 1983, los
gobiernos que matan suelen pagarlo caro.
Es mucho más
pensable que unos gendarmes se excedieran en el uso de la fuerza y
que después no hayan encontrado mejor solución que ocultar la
prueba de su delito, de su estupidez. Y que lo sigan negando por
camaradería o como quiera que eso se llame. Si es así, son el
producto de años de gobiernos incapaces que no consiguieron
civilizar lo suficiente a sus fuerzas represivas.
Pero todo son
hipótesis: nadie consigue saber qué fue de Maldonado. La búsqueda,
dicen los voceros oficiales, es intensa. Su fracaso solo acepta dos
explicaciones: o bien el Estado argentino es tan fallido que no es
capaz de descubrir, tras un mes de supuestas investigaciones, qué
fue de un ciudadano, o simplemente no quiere hacerlo. Ninguna de las
dos favorece al gobierno; solo la segunda favorece a la oposición
peronista, que dirigió ese estado durante doce años.
En cualquier
caso, el tema fue volviéndose central. Y se lanzó, bien argentina,
la pelea por el sentido, la guerra de relatos: los intentos de
definir qué significa qué, cómo debe leerse la historia, cómo
utilizarla en el presente. El viernes pasado cientos de miles de personas reclamaron la aparición de Maldonado en la Plaza de Mayo
porteña. Eran, sobre todo, militantes del kirchnerismo y de algunos
grupos de la izquierda; hubo incidentes, detenidos. Muchos de ellos
cantaron que lo habían desaparecido como en la dictadura militar de
los setenta. Y Cristina Fernández de Kirchner dijo que el gobierno
puede haberlo hecho “para demostrar poder, que a cualquiera que
proteste lo van a meter preso”. Los suyos, a su saga, aprovecharon
el caso para insistir en que Mauricio Macri es lo mismo que los
militares asesinos. Es su grito habitual: “Macri, / basura, / vos
sos la dictadura”.
La banalización
de la historia es una tendencia fuerte en la Argentina actual. Pero
hay momentos en que bordea el abismo. La desaparición de miles de
personas entre 1976 y 1982 fue el resultado de una política de
Estado, conducida por dictadores que habían eliminado toda garantía
porque vieron en la actividad de unos cuantos militantes -armados y
desarmados- su oportunidad para matar a los activistas sociales,
sindicales y políticos que podrían haber dificultado su proyecto de
cambiar la estructura social y económica de la Argentina: acabar con
la industria -y, por lo tanto, con los obreros industriales- y
devolver el país a su condición de granero exportador. Lo lograron:
el resultado es esta Argentina fracasada.
Los desaparecidos
fueron las víctimas directas de esa política. Suponer que ahora
sucede algo semejante se acerca al disparate y desvirtúa cualquier
lectura seria de esos años. Pero una parte de la sociedad argentina
escucha estos desatinos, los asume. La ayuda el hecho de que el
gobierno, como es usual, no supo reaccionar. Debería haber actuado
con energía desde el principio: ordenar una investigación a fondo
en la Gendarmería, apartar a los responsables del operativo, recibir
a los familiares, hacer declaraciones sin dobleces, interesarse -en
el sentido más fuerte- por el hecho intolerable de que un
argentino puede haber sido víctima de la violencia del Estado.
En cambio, el
presidente Macri se calló la boca y su ministra de Seguridad,
Patricia Bullrich, salió a decir que los militares de los setenta
“no eran tan demonios”: se refería a más de setecientos
oficiales condenados por delitos de lesa humanidad.
Mientras,
Santiago Maldonado no aparece. Es terrible, pero no habría tenido
este peso político si el gobierno de Macri hubiera sabido
enfrentarlo a tiempo: apropiarse del tema, manejarlo. No dar la
sensación de que se ocupa porque los ciudadanos lo presionan.
No es razonable
pensar que el gobierno dio la orden de matar a Maldonado. Pero parece
que, además de no interesarse por cuestiones de derechos humanos,
tampoco termina de entender que una parte importante de sus
ciudadanos sí se levanta contra cualquier violación de esos
derechos. Así, el gobierno le deja esa bandera a los que sí se
interesan, ya sea porque siempre se interesaron o porque, como en el
caso de los jefes kirchneristas, descubrieron en algún momento que
les resultaba rentable interesarse. Son ellos los que construyen el
sentido del acontecimiento: los que ganan una vez más esa pelea.
Parece otro error de Mauricio Macri y los suyos; quizá sea una decisión. Quizá
prefieren actuar para esa otra parte importante de sus ciudadanos que
no quiere oír hablar nunca más de todo aquello. Son millones:
probablemente tantos como los que, cuando los militares mataban,
miraban para otro lado o aplaudían. Si es una elección, parece
torpe, y no ha dejado de traerles problemas desde que quisieron
cambiar el feriado del 24 de marzo -que recuerda los crímenes
militares- o intentaron justificar la reducción de penas a los
condenados por esos delitos.
En la Argentina
un hombre no aparece y esa desaparición se convierte en una crisis
política. Es saludable que así sea, pero el gobierno, su principal
damnificado, habría podido evitarla: les habría resultado casi
fácil armar desde el principio una comisión para su búsqueda con
personas idóneas de todos los sectores, reunir voluntades contra la
violencia de una desaparición, y convencernos de que esa violencia
es un problema nacional y que incluso les importa. No lo hicieron; si
no saben o no quieren es una duda que, a esta altura, por repetida,
resulta casi intrascendente.
Martín Caparrós es periodista y novelista argentino. Sus libros más recientes son "El hambre" y "Echeverría". Vive en España y es colaborador regular de The New York Times en Español.
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Fuente:Un documento en el expediente que apunta a la Gendarmería
Nora Cortiñas denunció una "represión brutal" en Plaza de Mayo
Martín Caparrós, ¿Dónde está Santiago Maldonado?, 06/09/17, The New York Times. Consultado 07/09/17.
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