por Dave Philips
Sonaron las
alarmas en las bases de la Fuerza Aérea estadounidense en España y
los oficiales pidieron a todos los soldados que pudieron reunir que
se subieran a unos autobuses. Tenían una misión secreta. Eran
cocineros, responsables de almacén e incluso miembros de la banda
musical de una base cercana.
Sucedió una
noche de invierno de 1966. Un bombardero B-52 cargado de armamento
que participaba en una misión habitual en plena Guerra Fría había
chocado con un avión cisterna sobre la costa española. Perdió
cuatro bombas de hidrógeno que cayeron sobre un pueblo llamado
Palomares.
Fue uno de los
accidentes nucleares más importantes de la historia y quisieron
limpiar su rastro rápido y en silencio. Cuando los hombres que se
subían a los autobuses escucharon que iban a limpiar material
radiactivo la única información adicional que recibieron fue un “no
se preocupen”.
Frank Thompson,
que entonces tenía 22 años y tocaba el trombón, pasó días
limpiando tierra contaminada. No tenía ropa especial que lo
protegiera de la radiactividad. “Nos dijeron que era seguro e
imagino que fuimos suficientemente tontos para creer”.
Thompson, que
ahora tiene 72 y sufre cáncer de pulmón, hígado y riñón, paga
2200 dólares al mes por un tratamiento que saldría gratis en un
hospital de veteranos si la Fuerza Aérea reconociera que fue víctima
de la radiación. Pero durante medio siglo, la institución ha
mantenido que en el lugar donde cayeron las bombas no hubo
contaminación. Sostiene que la posibilidad de contaminarse fue
mínima y que los 1600 soldados que trabajaron en el lugar estaban
protegidos.
Pero después de
entrevistas con docenas de hombres como Thompson, y con detalles que
nunca antes habían sido publicados de informes que acaban de ser
desclasificados, la historia puede ser escrita de nuevo.
La radiación
cerca de las bombas llegó a niveles tan altos que superaba la
capacidad de los medidores de radiactividad militares. Los soldados
se pasaron meses moviendo tierra tóxica tan solo con palas y lo
único que llevaban puesto eran sus uniformes de algodón. Cuando las
pruebas hechas durante el proceso de limpieza mostraron que los
hombres estaban contaminados por el plutonio, la Fuerza Aérea
descalificó los resultados por “poco realistas”.
En las décadas
siguientes, la Fuerza Aérea ha mantenido las pruebas de radiación
fuera de los historiales médicos de los soldados y no ha aceptado
repetir los exámenes incluso cuando la propia Fuerza Aérea realizó
estudios que lo aconsejaban.
Muchos de
aquellos soldados ahora dicen que sufren los efectos de la
contaminación por plutonio. De 40 veteranos que trabajaron tras el
accidente y que The New York Times pudo ubicar, 21 tuvieron cáncer. 9 murieron. Es imposible relacionar el cáncer de un individuo
con una fuente de radiación específica. Y no se ha hecho ningún
estudio que determine si la prevalencia de la enfermedad es alta. La
única prueba con la que cuentan son las anécdotas de los hombres a
los que vieron marchitarse.
“John Young,
muerto de cáncer… Dudley Easton, cáncer… Furmanksi, cáncer”,
dijo Larry Slone, de 76 años, durante una entrevista en la que
luchaba contra los temblores provocados por un desorden neurológico.
En el lugar del
accidente, recuerda Slone, le dieron una bolsa de plástico y le
dijeron que recogiera fragmentos radiactivos con las manos. “Vinieron
un par de veces con un contador Geiger y se salía de la escala por
arriba”, dijo. “Pero ni anotaron mi nombre ni me dieron ningún
seguimiento”.
El seguimiento de
Palomares, el pueblo español donde cayeron las bombas también ha
sido aleatorio según los documentos ahora desclasificados. Estados
Unidos prometió pagar la sanidad de sus habitantes pero sus
transferencias fueron escasas. Los científicos españoles utilizaban
muchas veces equipamiento obsoleto o inservible y no tenían los
recursos suficientes para el seguimiento de casos entre los que se
incluían los niños con leucemia. Aún hoy, las zonas valladas
todavía están contaminadas y se sabe poco de su impacto a largo
plazo en la salud.
Muchos de los
estadounidenses que limpiaron las bombas aún intentan que se
reconozca su derecho a recibir cobertura sanitaria y una compensación
por discapacidad del Departamento de Asuntos de los Veteranos, pero
esa oficina trabaja con la información que proporciona la Fuerza
Aérea y como en sus archivos no figuran heridos en Palomares, el
departamento rechaza las peticiones una y otra vez.
La Fuerza Aérea
niega que alguno de los 500 veteranos que limpiaron un accidente
similar en Thule, Groenlandia, en 1969, sufriera algún daño. Esos
veteranos trataron de demandar al Departamento de Defensa en 1995,
pero se desestimó la causa porque la ley federal protege al Ejército
de demandas por negligencia presentadas por soldados. Todos los
demandantes han muerto de cáncer desde entonces.
En un comunicado,
el Servicio Médico de la Fuerza Aérea dijo que recientemente usó
técnicas modernas para reevaluar el riesgo por radiación de los
veteranos que limpiaron Palomares y “no se observaron efectos
agudos y graves en la salud, y que el riesgo a largo plazo de
presentar una alta incidencia a sufrir cáncer en los huesos, hígado
y pulmones era bajo”.
El personal de la Fuerza Aérea que trabajó en la limpieza de Palomares comía productos locales. Foto: Kit Talbot |
Las consecuencias
tóxicas de la guerra suelen ser muy difíciles de cuantificar. El
daño no se mide fácilmente y es imposible conectarlo con problemas
posteriores. En reconocimiento de ese problema, el Congreso de
Estados Unidos ha aprobado algunas leyes que dan automáticamente
derechos a algunos veteranos que han estado expuestos a químicos en
ciertas circunstancias como la aspersión del agente naranja en
Vietnam o las pruebas atómicas en el desierto de Nevada, entre
otras. Pero no existe ninguna ley similar para los soldados de
Palomares.
Si los hombres
pudieran probar que resultaron afectados por la radiación tendrían
todos los costos sanitarios cubiertos y conseguirían un pensión
modesta por discapacidad, pero demostrar que participaron en una
misión secreta para limpiar de componentes tóxicos el lugar hace
décadas parece escurridizo. Cada vez que lo intentan, la Fuerza
Aérea dice que no sufrieron daño alguno y niega cualquier
posibilidad.
“Primero
negaron que yo hubiera estado allí siquiera, después negaron que
hubiera radiación”, dijo Ron Howell, de 71 años, al que acaban de
extirpar un tumor cerebral. “Presento una reclamación y la
rechazan, presento una apelación y la rechazan. Ya no puedo hacer
más”. Suspira y continúa. “Dentro de poco todos habremos muerto
y habrán logrado encubrir todo aquello”.
El día que
cayeron las bombas
Un policía militar de 23 años llamado John Garman llegó en helicóptero al lugar del accidente pocas horas después de que cayeran las bombas, el 17 de enero de 1966.
Un policía militar de 23 años llamado John Garman llegó en helicóptero al lugar del accidente pocas horas después de que cayeran las bombas, el 17 de enero de 1966.
“Aquello era el
caos”, dijo Gharman, que ahora tiene 74 años, durante una
entrevista en su casa, en Pahrump, Nevada. “Había escombros por
todas partes, gran parte del bombardero había terminado en el patio
de la escuela”.
Fue uno de los
primeros en llegar a la escena y se sumó a media docena de personas
que buscaban las armas nucleares perdidas. Una de ellas acabó
intacta en un banco de arena cerca de la playa. Otra cayó en el mar,
donde la encontraron sin daños tras dos meses de búsqueda
frenética.
Las otras dos se
golpearon con fuerza y explotaron, con lo que dejaron cráteres del
tamaño de una casa a ambos lados del pueblo, según un informe
secreto de la Comisión de Energía Atómica que ha sido
desclasificado.
Las bombas
llevaban mecanismos de seguridad que impidieron la reacción nuclear
pero los explosivos que rodeaban el núcleo atómico de los
dispositivos extendieron una fina capa de plutonio sobre el campo,
cubierto de tomates ya maduros.
Varios habitantes
del pueblo llevaron a Garman a los cráteres de las bombas, cubiertos
de plutonio. Miraban hacia abajo, hacia la chatarra y no sabían qué
hacer. “No teníamos detectores de radiación así que no teníamos
ni idea de si corríamos peligro”, dijo. “Nos limitamos a
quedarnos ahí, mirando el agujero”.
Los científicos
de la Comisión de Energía Atómica llegaron pronto y se llevaron la
ropa de Garman porque estaba contaminada, pero le dijeron que no le
pasaría nada. Doce años después tuvo cáncer en la vejiga.
El plutonio no
emite el tipo de radiación penetrante que suele asociarse con las
explosiones nucleares y que tiene consecuencias inmediatas sobre la
salud, como quemaduras. Lanza partículas alfa que se desplazan poco
y no penetran la piel. Los científicos creen que fuera del cuerpo no
hacen demasiado daño, pero en caso de ser absorbidas por el cuerpo,
normalmente por inhalar polvo, lanzan una especie de lluvia continua
de partículas radiactivas cientos de veces por minuto. Un microgramo -una millonésima de gramo en el cuerpo- es considerada
potencialmente dañina. Según los informes de la Comisión de
Energía Atómica desclasificados, las bombas de Palomares soltaron
más de 3000 millones de microgramos.
El día después
del accidente, llegaron de bases estadounidenses autobuses cargados
de soldados que llevaban equipos para detectar radiación. William
Jackson, entonces un joven teniente de la Fuerza Aérea, ayudó con
algunas de las primeras pruebas cerca de los cráteres, usando un
contador manual de partículas alfa, con una capacidad de medición
de hasta dos millones de partículas por minuto.
“Casi todos los
lugares hacia los que apuntamos el contador marcaban la lectura más
alta posible, pero nos dijeron que ese tipo de radiación no
penetraba la piel, que era seguro”.
El Pentágono se
centró en encontrar la bomba perdida en el mar e ignoró en gran
medida el peligro del plutonio suelto, de acuerdo con el personal de
la Fuerza Aérea que estuvo ahí. Los soldados recorrieron
innecesariamente campos de tomate altamente contaminados sin ninguna
protección. En los primeros días, muchos fueron a mirar las bombas
destrozadas “Una vez fui a ver qué hacían los soldados y los vi
con las piernas en el cráter, sentados, comiendo”, dijo Jackson.
La noticia del
accidente fue portada en los diarios de Europa y Estados Unidos. Las
autoridades españolas y estadounidenses trataron de cubrir el
accidente de inmediato y minimizar el riesgo peligroso. Sellaron el
pueblo y negaron que hubiera armas nucleares en el accidente. Cuando
un reportero estadounidense vio hombres con trajes de protección
blancos, un responsable de prensa del Ejército le dijo: “Son
miembros de la unidad postal”.
Un mes después,
cuando la existencia de las bombas se había filtrado, Estados Unidos
dijo que se había “fracturado” una bomba, no dos. Y que solo
había soltado una “pequeña cantidad de radiación inocua”.
Hoy, esas dos
bombas serían calificadas como bombas sucias y se evacuaría a las
personas que estuvieran cerca. En aquella época, para minimizar lo
sucedido, la Fuerza Aérea dejó que los habitantes del pueblo se
quedaran allí.
El ministro de
Información de España, Manuel Fraga Iribarne, y el embajador de
Estados Unidos, Angier Biddle Duke, fueron a bañarse a una playa
cercana para mostrar que el lugar era seguro. Duke dijo a los
periodistas: “Si esto es radiación, me encanta”.
Los restos de un avión estadounidense que se estrelló sobre Palomares, en España, en 1966. Foto: Kit Talbot |
Una limpieza a
toda prisa
Temiendo que las
bombas dañasen la industria turística, España insistió en que
todo debía quedar limpio antes del verano.
En cuestión de
días, los soldados limpiaban los campos de tomates con machetes. Los
científicos que supervisaban la operación ya sabían que lo más
peligroso era el polvo de uranio y aún así, trituraron y quemaron
los restos de tomate al lado del pueblo.
A algunos de los
soldados que hacían el trabajo en el que se respiraba más polvo, se
les proporcionaron trajes protectores y mascarillas de papel, pero un
informe de la Agencia de Defensa Nuclear dijo después que dudaba que
“el uso de mascarillas quirúrgicas sirviera de algo más que de
barrera psicológica”.
“Si te ayuda
psicológicamente llevar una, puedes tener el privilegio de
llevarla”, dijo uno de los asesores científicos, el doctor Wright
Langham en una reunión secreta con otros colegas cuando todo había
terminado. Sobre la seguridad de la limpieza, Langham -conocido por
su participación en experimentos en los que pacientes de hospitales
fueron inyectados con plutonio- dijo: “La mayor parte del tiempo,
era muy difícil seguir los requisitos de los manuales de seguridad
médica”.
La Fuerza Aérea
compró toneladas de tomates contaminados que los españoles se
negaron a comer. Para mostrar que no era peligrosos, se los dieron a
sus soldados. El riesgo de comer plutonio es menor que el de
inhalarlo, pero aún así, no es seguro.
“Desayuno,
comida y cena. Comimos hasta hartarnos”, dijo Wayne Hugart, de 74
años. “Y nos decían que no pasaba nada”.
La Fuerza Aérea
cortó más de dos millones y medio de metros cuadrados del cultivo y
araron la tierra contaminada. Se llevaron 5300 barriles de tierra de
las zonas más radiactivas cerca de los cráteres y los cargaron en
barcos para enterrarlos en una zona de almacenamiento de basura
nuclear en Carolina del Sur.
Las autoridades
de ambos países aseguraron a los habitantes de Palomares que no
tenían nada que temer. Acostumbrados a vivir en dictadura, no
protestaron.
“Aunque algunos
hubieran querido saber más, Franco mandaba y todo el mundo tenía
demasiado miedo como para hacer preguntas”, dijo Antonio Latorre,
un poblador que ahora tiene 78 años.
Para garantizar
que los habitantes de Palomares estaban seguros, la Fuerza Aérea
envió a soldados jóvenes con detectores de radiación portátiles.
Peter Ricard tenía 20 años. Era cocinero, sin formación para
utilizar el equipo. Recuerda que le dijeron que escaneara todo lo que
pidieran pero con el detector apagado.
“Teníamos que
simular que medíamos para no causar problemas con la población
local”, dijo durante una entrevista. “Aún pienso mucho en eso.
No era demasiado listo en aquella época. Te decían que lo hicieras
y solo respondías ‘Sí, señor’”.
Análisis
descartados
Durante el
proceso de limpieza, un equipo médico reunió más de 1500 muestras
de orina del personal que hizo la limpieza para calcular la cantidad
de plutonio que absorbían. Cuanto mayor fuera el nivel que había en
las muestras, mayor era el riesgo.
Esos análisis
siguen siendo el resultado más interesante de aquella limpieza.
Dicen que 10 hombres absorbieron más de lo considerado seguro y que
el resto, hasta 1500, salieron sanos. Todavía hoy esos exámenes son
los que le sirven a la Fuerza Aérea para decir que los soldados
nunca resultaron afectados por la radiación. Pero quienes hicieron
esos análisis dicen que servían de poco a la hora de determinar
quién se había expuesto.
“¿Seguimos un
protocolo? Por supuesto que no. No teníamos ni el tiempo ni el
equipo necesario”, dijo Victor Skaar, quien ahora tiene 79 años y
trabajó en el equipo que hizo las pruebas. La manera de determinar
el nivel de contaminación era recoger la orina de 12 horas. Pero
solo recogió una de la mayoría de los soldados e, incluso, la de
muchos nunca fue analizada.
Skaar envió
muestras al jefe de análisis de radiación de la Fuerza Aérea, el
doctor Lawrence Odland, que descubrió valores altos, pero decidió
que esas cifras no eran peligrosas para la salud y se debían al
plutonio suelto por el campo que había contaminado las manos de los
hombres, su ropa y lo que les rodeaba. El médico descartó 1000
muestras, 67 por ciento, entre las que se encontraban todas las
tomadas los primeros días, cuando la exposición era mayor.
Ahora de 94 años,
y con una mansión victoriana en Hillsboro, Ohio, Odland tiene una
foto del accidente de Groenlandia en su casa. Y cuestiona cómo
actuó.
“No teníamos
manera de saber qué venía de la contaminación y qué era producto
de la inhalación. ¿Se acababa el mundo o estaba todo bien? Tuve que
tomar una decisión”.
Dice que nunca
tuvo resultados precisos para cientos de hombres que pudieron haber
estado contaminados. Además, se dio cuenta rápidamente de que el
plutonio en los pulmones no tenía por qué aparecer en los análisis
de orina y que aún con pruebas limpias, un hombre podía estar
contaminado.
“Es triste, por
supuesto. Es triste, pero ¿qué puedes hacer? El plutonio no se
expulsa, el cáncer no se cura. Lo único que puedes hacer es agachar
la cabeza y decir que lo sientes”.
Sin seguimiento
alguno
Convencido de que
las muestras de orina no estaban bien, Odland intentó convencer a la
Fuerza Aérea para que siguiera a esos hombres durante toda su vida y
registrara los datos resultantes. Expertos de la Fuerza Aérea, la
Armada, el Departamento de Asuntos de los Veteranos y la Comisión de
Energía Atómica se reunieron para poner eso en marcha después de
la limpieza.
Un general de la
Fuerza Aérea dijo que ese seguimiento era “esencial” y que
seguir a esos hombres hasta la tumba arrojaría “datos muy
necesarios”.
Quienes lo
organizaron propusieron que se omitiera informar a los soldados sobre
su exposición a la radiación y dejar los detalles de los resultados
fuera de sus historiales médicos, según las minutas de la reunión.
Pensaron que informarles “prepararía el camino para acciones
legales”.
El plan era que
Odland y su equipo siguieran a los hombres, pero en cuestión de
meses se toparon con un muro.
“No tiene apoyo
del Departamento de Defensa para ir tras los que quedan o mantener un
registro real debido a la política del ‘perro dormido’”, se
lee en un memorando de la Comisión de la Energía Atómica de 1967.
“¿Qué
significa la política del perro dormido? Dejar el asunto en paz.
Dejar que muriera. No estaba de acuerdo. Por supuesto que no”, dijo
Odland. “Todo el mundo había decidido que teníamos que cuidar a
estos chicos y de repente llegó una orden de arriba que dijo que nos
deshiciéramos del tema”.
Odland no sabe
quién dio la orden para detener el seguimiento, pero como en la
reunión incluyeron a todas las agencias y al departamento de los
veteranos, la orden tuvo que venir de muy arriba.
La Fuerza Aérea
desmanteló el programa en 1968. El grupo “permanente” solo se
reunió una vez.
Personal de la Fuerza Aérea con mascarillas protectoras y guantes en la zona en la que aparecieron tres de las bombas. Foto: Fuerza Aérea de Estados Unidos |
Tras la limpieza,
la enfermedad
Los soldados
comenzaron a sentirse mal poco después de terminar de limpiar.
Hombres sanos de 20 años caían redondos por dolor en las
articulaciones, en la espalda y por debilidad. Los médicos les
decían que era artritis. Un policía militar tenía una sinusitis
tan fuerte que se golpeaba la cabeza contra el suelo para que algo le
distrajese del dolor. Los médicos le dijeron que era alergia.
Algunos hombres
comenzaron a tener erupciones. Un miembro de la Fuerza Aérea, Noris
Paul, tuvo quistes tan graves que en 1967 estuvo seis meses
hospitalizado y se volvió estéril.
“Nadie supo
explicarme qué me pasaba”, dijo.
Arthur Kindler,
uno de los soldados que estaba encargado de comestibles, llegó a
estar tan cubierto de plutonio los días siguientes a las
explosiones, que le hicieron bañarse en el mar y se llevaron su
ropa. Tuvo cáncer de testículos cuatro años después del accidente
y una extraña infección pulmonar estuvo a punto de terminar con su
vida. Desde entonces ha tenido cáncer en los ganglios linfáticos
tres veces.
“Me llevó
mucho tiempo comenzar a darme cuenta de que esto tenía que ver con
la limpieza de las bombas”, dijo Kindler, que ahora tiene 74 años
y vive en Tucson, Arizona. “Tienes que comprender que nos dijeron
que era seguro. Éramos jóvenes, confiábamos. ¿Por qué iban a
mentirnos?”.
Kindler pidió
ayuda dos veces al Departamento de Asuntos de los Veteranos. “La
negaron”, explicó. “Eventualmente tiré la toalla”.
El seguimiento
español
Estados Unidos
prometió pagar el seguimiento del estado de salud del pueblo, pero
por décadas solo costeó el 15 por ciento y España pagaría el
resto, de acuerdo con un resumen desclasificado del Departamento de
Energía. Las estaciones de monitoreo de aire se quedaron sin
mantenimiento y el equipo habitualmente era viejo y poco confiable. A
principios de los setenta, un investigador de la Comisión de Energía
Atómica señaló que el monitoreo que hacían los españoles
consistía en un solo estudiante.
Se supo que dos
niños que murieron de leucemia nunca fueron analizados. Los
científicos españoles que estudiaban el estado de la población le
dijeron a sus contrapartes en Estados Unidos, en un memorando fechado
en 1976, que debido a los casos de leucemia, Palomares “necesitaba
algún tipo se seguimiento médico de la población para identificar
enfermedades y muertes”. Pero nunca sucedió.
A finales de los
noventa, después de que España presionara durante años, Estados
Unidos aceptó incrementar la financiación. Se hicieron
investigaciones en el pueblo que encontraron cifras altas de
contaminación que no habían sido detectadas, incluyendo zonas en
las que la radiación multiplicaba por 20 el nivel permitido en zonas
no habitadas. En 2004, el gobierno español levantó vallas alrededor
de las zonas contaminadas cerca de los cráteres que dejaron las
bombas.
Desde entonces,
España ha pedido a Estados Unidos que termine de limpiar el lugar.
Debido a que el monitoreo no fue constante, no está claro el impacto
sobre la salud. Un pequeño estudio sobre la mortalidad realizado en
2005 encontró que la incidencia del cáncer había aumentado en el
pueblo. Pero su autor, Pedro Antonio Martínez Pinilla, advirtió que
el resultado podría deberse al margen de error y pidió que se
investigara más.
Por aquella
época, en el Departamento de Energía, el científico Terry Hamilton
propuso otro estudio en el que señalaba que las técnicas de
seguimiento utilizadas por España presentaban problemas. “Está
claro que no entendían correctamente el consumo de plutonio”. El
departamento rechazó su petición.
Las autoridades
españolas dicen que el miedo puede haberse exagerado. Yolanda
Benito, que dirige el departamento de medio ambiente de la Agencia de
Energía nuclear Española, Ciemat, dice que no hay muestras de un
incremento del cáncer en Palomares. “Desde un punto de vista
científico, no hay nada que nos permita trazar una relación entre
el cáncer y el accidente”, dijo.
Cerca de una
quinta parte del plutonio que se derramó en 1966 todavía contamina
la zona. Después de años de presión, en 2015 Estados Unidos acordó
con España retirar el plutonio que queda, pero no hay calendario ni
plan aprobado para que eso suceda.
Voy a decir lo
que tengo que decir
Un mañana
lluviosa, hace poco tiempo, Nona Watson, profesora jubilada en
Buckhead, Georgia, le abrió la puerta de un centro de salud para
veteranos a su marido, Nolan Watson. Cojeaba y temblaba. Sus manos no
podían asirse al bastón.
Watson durmió en
el polvo a pocos metros de uno de los cráteres el día después de
la explosión. Tenía 22 años y cuidaba a los perros. Un año
después tenía dolores de cabeza que le impedían ver y las caderas
tan rígidas que apenas podía caminar. Entonces pidió ayuda al
Departamento de Asuntos de los Veteranos. Lo rechazaron. Durante años
tuvo dolores en las articulaciones, piedras en el riñón y cáncer
en la piel. En 2002 le diagnosticaron cáncer de riñón. En 2010 el
cáncer apareció de nuevo en el otro riñón. Unos exámenes de
sangre recientes sugirieron que también tiene leucemia.
“Arruinó mi
vida. Era joven, estaba en forma. Pero desde entonces no he dejado de
tener problemas”.
Watson, hoy de 73
años, presentó una queja que fue denegada y ahora se encuentra en
proceso de apelación. Otros veteranos de Palomares ya le han dicho
que es una pérdida de tiempo. Solo un veterano, que ellos sepan, ha
conseguido que se reconozca que fue afectado por la radiación y le
llevó 10 años. Al final ya estaba carcomido por cáncer de
estómago.
De todas formas
Watson quería dar su testimonio personal sobre la exposición al
plutonio.
En la sala de
espera comenzó a sangrar por la nariz. Hace algunos años, después
de que denegaran su primera queja, su mujer comenzó a recopilar
documentos oficiales viejos, con la esperanza de encontrar algo que
probase que la Fuerza Aérea encubría lo sucedido en Palomares.
Quizás, se dijo, podría encontrar pruebas suficientes como para que
las autoridades lo reconsideraran.
Halló informes
de más de 40 años de antigüedad que confirmaban las historias de
los hombres: altos niveles de radioactividad y pocas medidas de
seguridad. Pero el hallazgo más incómodo fue un estudio realizado
en 2001 que evaluaba de nuevo la contaminación en los veteranos de
Palomares.
El estudio
encontró que los exámenes de orina antiguos estaban tan mal hechos
que no “eran útiles” y la Fuerza Aérea debía repetirlos.
La señora Watson
sabía que esos exámenes no se habían repetido y llamó al Servicio
Médico de la Fuerza Aérea para preguntar el motivo. No consiguió
ninguna respuesta clara y le pidió a su congresista de aquel
momento, un republicano llamado Paul Broun, que enviara una carta a
la Fuerza Aérea. El congresista tampoco logró una respuesta
satisfactoria y aprobó una norma que exigía que la Fuerza Aérea le
respondiese al congreso.
En 2013, la
Fuerza Aérea envió la respuesta que se exigía en una carta al
Comité de las Fuerzas Armadas del Congreso. Para consternación de
la señora Watson, se limitaba a hacer eco de la respuesta que ya
habían recibido tanto ella como el congresista: los nuevos exámenes
recomendados en 2001 ya “no eran necesarios” porque las tropas
habían tenido equipamiento para su protección y los exámenes de
orina originales mostraban que casi nadie había estado expuesto a la
radiactividad.
Documentos
desclasificados y testimonios de testigos cuestionan seriamente la
exactitud del informe de la Fuerza Aérea al congreso.
Después de
enviar la carta, el servicio médico de la Fuerza Aérea retiró de
su página web el informe de 2001, sin dar aviso.
En una entrevista
en su casa, la señora Watson dijo: “Comencé a adentrarme en esto
pensando que se trataba solo de un error. Pero después descubrí que
trataban de encubrir algo”.
El coronel Kirk
Philips, que supervisa el programa de radiación del Servicio Médico
de la Fuerza Aérea, dijo en una entrevista reciente que la Fuerza
Aérea ha tratado de hacer lo mejor con los veteranos de Palomares.
Retiró el informe porque no quería alimentar las expectativas de
los veteranos y temía que los lectores lo encontraran “confuso”.
“Tenemos un
gran número de veteranos que creemos que nunca estuvieron
expuestos”, dijo. También que los niveles de radiación en
Palomares fueron bajos y que los hombres iban protegidos.
Repetir los
exámenes con técnicas más modernas y precisas, como se sugería en
el informe de 2011, podría revelar niveles de radiactividad incluso
menores, y tendría como consecuencia que los veteranos recibieran
una compensación menor aún.
“Creemos que
repetir las pruebas sería un error. Podría perjudicarles”.
Para ayudar a los
veteranos, dijo, la Fuerza Aérea dejó de usar los exámenes de
orina antiguos en 2013 y dio a todos los soldados que limpiaron el
lugar una dosis de radiación más alta de la hallada en los
resultados originales para “darles el beneficio de la duda”.
Recibieron una
dosis de 0,31 rem, la unidad que mide la absorción en radiología.
Demasiado pequeña para que tengan derecho a recibir atención
sanitaria del sistema de salud de los veteranos. A los veteranos que
limpiaron el accidente de Groenlandia, similar al de Palomares, les
fue asignada una dosis de radiación cero.
La señora
Watson, que ha estudiado a detalle los informes y resultados de los
exámenes realizados en Palomares, dijo que los análisis del aire no
reflejaban lo que absorbieron aquellos que trabajaron cerca de los
cráteres. “Hasta donde sé, no se basa en nada y no servirá. Una
se pregunta por qué se tomaron la molestia”.
Mientras esperaba
junto a su marido, explicó cómo esperaba que su apelación fuera
rechazada. Dijera lo que dijera en su testimonio no tenía pruebas y
el departamento de veteranos se remitiría a los exámenes de orina
para decir que nadie había sido afectado. Al soldado nunca le habían
hecho un examen de orina y ahora era imposible porque el cáncer ya
se había llevado gran parte de sus dos riñones.
Si la apelación
llegara a tener éxito. Watson tendría cubiertos sus costos
sanitarios y conseguiría una pequeña pensión por incapacidad.
“Pero no lo
hago por eso”, dijo mientras se limpiaba la nariz. “No lo hago
por dinero”.
No cree que vaya
a vivir los suficiente para conseguir mucho. Sobre todo, quiere que
se aclare lo ocurrido. Quiere decirle a la Fuerza Aérea que tanto él
como los hombres junto a los que sirvió, importan lo suficiente como
para saber la verdad”.
“Voy a decir lo
que tengo que decir. Saben que todo esto es una mentira”.
Raphael Minder
contribuyó desde Palomares, España.
Fuente:
Dave Philips, Las consecuencias ocultas de un accidente nuclear en España causado por Estados Unidos, 21/06/16, The New York Times. Consultado 22/06/16.
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