El Cordobés del Año: Daniel Renison. Hace 18 años comenzó una tarea reforestadora en las sierras de Córdoba con especies nativas, que ha contagiado a muchos voluntarios. Es biólogo e investigador del Conicet y vive en Cuesta Blanca.
por Alejandro Mareco
La lluvia y la tierra son los amantes elementales, y en la apasionada danza que los une, ora turbulenta, ora apacible, estalla la fecundidad de la vida o a veces la impotencia de lo yermo.
Tal vez era septiembre, se lo dicen los recuerdos de los colores secos a su alrededor, la nostalgia de verde que hace presentir la primavera, pero la certeza de lo que vio en aquella tarde de 1996, a Daniel Renison se le quedó guardada en un angustiado sobresalto del sentimiento.
Estaba en Los Gigantes, su espacio favorito de las alturas cordobesas: desde que había remontado ríos aguas arriba en sus aventuras de pescador adolescente, sentía que desde lo alto de las piedras lanzaba su influjo un imán irresistible, y por eso fue que un día se puso el cuero de escalador y llegaba una y otra vez hasta esas montañas para subirlas.
Aquella tarde se encontró con un rastro retorcido del paisaje. Era un sistema de cárcavas de unos 200
metros de largo, que a los ojos desprevenidos podría presentarse como formas curiosas, atractivas, pero que para su mirada acostumbrada a tratar de llegar al corazón de la naturaleza, no era otra cosa que una manifestación del suelo herido.
Las cárcavas son zarpazos que la lluvia da sobre la piel de la tierra cuando está indefensa, y al arrastrar el suelo abre zanjas que, en este caso, parecían buscar el fondo oculto de la piedra.
No era la primera vez que una revelación cargada de sensaciones inquietantes sacudía su mirada casi bucólica del lugar. Ya le había sucedido con una foto del lugar que le mostró su entonces profesor Ricardo Luti, tal vez el primer conservacionista que dio la lucha por la conciencia ambiental en la naturaleza de los cordobeses.
En la imagen, que tenía años, se podía ver que en otro momento de Los Gigantes los bosques lo ocupaban casi todo, que los espacios pelados de árboles (“peladajes”) no eran una ocurrencia original del paisaje, sino que habían aparecido porque la vegetación estaba siendo acorralada.
Al año siguiente, cuando retomó la rutina de sus visitas a lo alto de la montaña, siempre iría con un pequeño tesoro en su mochila: un árbol nuevo, una pequeña molécula de vida para sembrar en una inmensidad que puede parecer lejana, distante de nuestras urgencias cotidianas, pero que se vuelve esencial cuando se comprende que lo que sucede en la naturaleza es lo que nos sucede a nosotros.
No somos otra cosa que parte de ella y son sus frutos los que nos sostienen y, a la vez, hacen posible que demos nuestros propios frutos.
Y si con cada muerte empieza la muerte, con cada vida empieza la vida, aun con la de un frágil brote de tabaquillo en medio de la gran serranía cordobesa.
La inquietud original
Ciruelos, damascos, nísperos… qué otros modos más encantados tiene un árbol de presentarse en la vida de un niño que no sea sino a través del color y de la promesa de sabor de los frutales. Otra manera, claro, es treparlos, subirse a ellos como quien se sube a la conquista de un sueño primero.
Daniel Renison nació en la ciudad de Buenos Aires, pero su espacio para aferrarse a la infancia fue Don Torcuato, una zona de quintas en las cercanías porteñas. Allí, jugar, era tener árboles cerca y hasta una casita de madera en alguna copa.
Mientras, aprendía algunas palabras en ruso que enseñaba su mamá Antonia Dimitruck, venida de aquella cultura. Su padre, Ronaldo, era un ingeniero descendiente de ingleses.
El que había venido de Inglaterra para trabajar en la construcción en los ferrocarriles era su bisabuelo. Por eso es que Daniel bromea: “Fueron los grandes desforestadores de la Argentina; capaz que ahora, con esta acción consigamos darle una buena explicación familiar a San Pedro”. La risa es una constante de su conversación.
El trabajo de Ronaldo era pensar y montar equipos de transmisión de radio e incluso de televisión, cuando estas cosas se hacían artesanalmente. Al despuntar los años ’60 vino a Córdoba para participar en el armado del equipamiento de Canal 12, y después tuvo la tarea de localizar un lugar cerca del cerro Champaquí para plantar una estación repetidora.
De aquellos días montado en un burro y buscando señal le contaría a su hijo, pero Daniel ya sabría de la magia de las sierras cordobesas en los esplendorosos veranos en la casa del abuelo Hilton, que vivía a orillas del Río San Antonio, en una de las primeras casas construidas en Cuesta Blanca.
Cuando el abuelo enviudó, la familia decidió mudarse hacia aquí para acompañarlo. Daniel, único hijo y nieto, que tenía 12 años, comenzaría a entender que su plenitud estaba junto a la naturaleza, y anduvo ríos en busca de truchas, trepando las montañas y bebiendo de sensaciones cantarinas.
Pero también le llegaban noticias del contraste, de las degradaciones que sufría y amenazaban al ambiente. Por eso es que al concluir la escuela en el Instituto de Enseñanza Secundaria, de Villa Carlos Paz, no tenía resuelto qué carrera seguir. Pero todas sus dudas tenían a la naturaleza como certeza. Empezó Abogacía (“me veía haciendo juicios ambientales”) y Biología, hasta que le quedó en claro que su favorita era la segunda.
Su primer destino profesional fue una investigación sobre la vida de los pingüinos en Punta Tombo, Chubut, financiada por una empresa nortemericana. Fueron cinco años de pasar allá la mitad de su vida, de convertirse en un experto en el tema.
Cuando regresó a Córdoba para concentrarse en un trabajo sobre los pingüinos para su doctorado, las Sierras volvieron a atraparlo.
La misión de reforestar
- Pensaba que los bosques estaban en lo más alto de la montaña porque era como un impulso natural de los árboles. Pero luego me di cuenta de que en realidad estaban en lugares inaccesibles al ganado. Uno no está contra la ganadería, bien que me gusta comer ricos asados, pero hay que pensar en que los beneficios sean mayores a los costos. En las sierras más altas, el costo ambiental es más grande. Los suelos no están preparados para soportar el peso de los grandes animales.
- Y los incendios, tan habituales en Córdoba, ¿cómo contribuyen a esta situación de los bosques?
- Las especies están adaptadas
para resistir el fuego, al cabo de miles de años de incendios provocados por rayos. Pero tantos incendios transforman lo que tiene potencial de bosque en pastizal, y los pastizales no retienen los suelos y posibilitan una rápida propagación del fuego.
- ¿Cuál es la importancia del bosque nativo?
- Es el producto de milenios de coevolución con todas las otras especies. Es el que formó los suelos, el que los mantuvo. Tiene una serie de especies que no están en otros lugares. Aquí, hay unas 80 plantas que son únicas de las sierras de Córdoba, otras lo son de Argentina, y otras más del continente. Algunas tienen beneficios únicos en la salud y en la alimentación. Las especies traídas de otro continente se expanden rápidamente porque están libres de sus plagas originales, ahogan a las especies nativas y consumen muchísima más agua.
- ¿Cuándo te planteaste que el desafío era reforestar?
- Lo fui entendiendo poco a poco. Primero fue una cuestión romántica, por aquello de tener un hijo, escribir un libro y plantar un árbol. Cuando conecté que la forma de frenar la erosión de los suelos es tener más vegetación, me convencí y me entusiasmé. Me dije: “Esto es lo que quiero hacer en mi vida”. Mientras tanto, muchos amigos también se fueron entusiasmando como yo y la idea pudo crecer. Ahora, muchos de los voluntarios están reforestando en varios lugares.
- ¿Cómo están organizados?
- Somos como una red. Hice un intento de formalizarla a través de una ONG, pero entendí que todos preferíamos una suma de voluntades, sin burocracia. Las decisiones se toman en las charlas de los campamentos. No nos juntamos en otro lado. Nos reunimos una vez por mes en el lugar de forestación, aunque, en mi caso, como encargado de Los Gigantes, voy más, a veces todas las semanas.
- ¿Cuánto se necesita para modificar estas condiciones?
- Lo nuestro es un granito de arena muy pequeño. Es inmenso el esfuerzo que se necesita, por eso debe ser asumido como cuestión de Estado. El pueblo tiene que darse cuenta de que la erosión de suelo carcome las bases productivas del país. Algunas iniciativas, como la nueva ley de bosques, aportan elementos, como que se paga por los servicios ambientales que brindan los bosques, que producen agua y capturan carbono que afecta al cambio climático, que mantiene la biodiversidad.
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Los ojos de Daniel Renison se mueven inquietos en sus cuenca, ansiosas de mirar. Y si uno camina con él, verá que siempre están patrullando el suelo: una y otra vez se agacha y recoge cualquier elemento extraño: restos de plástico, papeles, y los guarda en una mano hasta llegar a su basurero.
No está solo en esa inquietud que define sus días. Lo acompaña Ana, su esposa, también bióloga. Se conocieron en un camping en Lago Puelo, al sur chubutense, en los veranos de mochilero. Ella, que vivía en Bariloche, al cabo de varios encuentros, decidió seguirlo hasta aquí donde florecieron dos hijos: Iván Ariel, que hoy tiene 14 años, y Laura Irina, 10.
Daniel es investigador del Conicet, y trabaja, precisamente, sobre “Ecología del bosque”. Esa es su fuente de recursos.
Ana y Daniel son voluntarios encargados de custodiar la salud ecológica de la Reserva La Costanera, que está ahí nomás, frente a la ventana de su casa que mira desde lo alto el paso del río San Antonio y la infinita altivez de las montañas.
Allá arriba, en un sitio donde el cielo cordobés parece descender hasta la tierra, Daniel Renison ha puesto sus brazos de hombre, su convicción para recuperar una pequeñísima parte de la vitalidad original del paisaje.
Miles y miles de tabaquillos han plantado sus manos y de los compañeros que comparten su fe empecinada. Cada árbol es uno solo, pero uno a uno hacen posible ver el sueño de un bosque.
Voz y voto: mañana, en el programa que se emite por Canal C y LaVoz.com.ar, entrevista al Cordobés del Año.
La niñez de las plantas
Está en la casa de su padre Ronaldo, a la vuelta de la de él, en Cuesta Blanca. “Producimos cuatro mil plantines por año, y en realidad la mayor y más constante tarea está a cargo de mis padres. Son los privilegios de ser hijo único”, bromea.
El vivero donde consiguen abrazarse a la vida las especies de árboles autóctonos que luego serán puestos en su destino natural, las sierras cordobesas, es el punto de partida de toda la tarea que lleva adelante Daniel Renison.
Está en la casa de su padre Ronaldo, a la vuelta de la de él, en Cuesta Blanca. “Producimos cuatro mil plantines por año, y en realidad la mayor y más constante tarea está a cargo de mis padres. Son los privilegios de ser hijo único”, bromea.
El paso que sigue a la germinación y cuidado del brote es la “rustificación”, que es cuando dejan la planta para que tome contacto con el sol y
el viento antes de su trasplante definitivo.
Las especias que los Renison hacen crecer en su vivero son un grupo de árboles autóctonos elegidos.
Tabaquillo: “Es el rey de las alturas, por eso vive en las Sierras Grandes. Es de la familia de las rosáceas, y su corteza es con capas como la cebolla. Cuando estudiaba Biología, el profesor Ricardo Luti nos decía que había que reforestar las Sierras con tabaquillo”.
Guindillo: “Es una especie poco abundante. Sin embargo, en Cuesta Blanca y otras localidades hay muchas. Sería bueno que se utilizara en las urbanizaciones en reemplazo del ligustrín, que está creciendo en las Sierras como una plaga”.
Molle: “Es la especie dominante en muchas zonas de las Sierras, aunque hay muy pocos renovables. Es siempre verde, y con mucha resistencia a los fuegos”.
Mordillo: “Es rústico, de muy buena supervivencia. Lo estamos usando para reforestar en la Ciudad Universitaria”.
Chañar: “Tiene esa corteza muy bonita que es buena para la tos. Como leña, hace unas brasas impresionantes. También te flecha mal. Dicen que hay que saludarlo de espaldas para evitar que te fleche”.
Piquillín: “Anda muy bien para cerca, y puede reemplazar al grateus, que es asiático. Su fruto es muy rico”.
“Hay que mantener las opciones abiertas”
Renison dice que, a este ritmo, se puede producir un colapso natural. “Estamos quemando los últimos cartuchos”.
“Estamos perdiendo suelos, perdiendo bosques, y algún día se va a producir un colapso. Los sistemas político-económicos que estamos usando no son sustentables. La tasa de uso de recursos es mucho más grande que la producción, y estamos consumiendo rápidamente lo que se produjo en miles de años. Estamos perdiendo opciones, quemando los últimos cartuchos”.
La de Daniel Renison es una mirada dramática de las cosas, pero de todos modos un cierto optimismo que le aligera los gestos.
“Somos máquinas de usar los recursos;
por el provecho propio, de nuestra familia o la sociedad. El mundo es inmenso y creemos que inagotable. Nuestra gran habilidad es explotar todos los recursos; ojalá tengamos la habilidad de salir de esto. Si tomamos conciencia lo vamos a lograr”, sostiene.
El ejemplo que tiene para contar es la Isla de Pascua. Renison destaca que fue habitada por polinesios que llegaron ahí navegando en canoas. “Sin brújula y mucho menos GPS, por lo que podemos concluir que se trataba de gente muy habilidosa, muy inteligente, ¿verdad?”.
El relato del biólogo e investigador dice que esa civilización alcanzó un alto grado de desarrollo, al punto que fue capaz de elaborar las conocidas estatuas que identifican a la Isla, y que tantas misteriosas hipótesis han generado. “Pero de pronto sucedió un colapso: hubo guerras y canibalismo que redujeron la población de unas 10 mil personas a dos o tres mil. Las investigaciones dan cuenta de que en un momento se dejó de registrar la presencia de árboles y que hubo una gran erosión del suelo”, apunta.
“Los pascuenses vivían: 50 por ciento de lo que recogían en el mar, y 50 por ciento de lo que sacaban de la tierra. Al quedarse sin árboles, pues los fueron talando, se quedaron también sin canoas. Entonces empezaron los problemas con los recursos”, cuenta.
Renison remarca otra vez el hecho de que se trataba de gente inteligente y de que no pudo detener el fin. “También nosotros, como los pascuenses, estamos en el auge de nuestra civilización. Es impresionante el nivel de vida que tenemos, lo que posibilita la tecnología, pero tenemos que reaccionar. Malgastamos muchas cosas, como la energía: Estados Unidos y Europa consumen 20 veces más que nosotros, y nosotros 20 veces más que África”.
Renison está de acuerdo con la mirada del papa Francisco sobre el ambiente, contenida en la encíclica “Laudato Si”, y a la vez sorprendido porque esa lectura de las cosas provenga “de alguien que viene de la religión”.
Mientras tanto, sostiene que hay que atreverse a conversar sobre algunos temas difíciles, “como sobre el control de la natalidad”.
“Posiblemente aún podamos crecer más en cantidad de habitantes, pero nos estamos duplicando cada 30 años. Y si hemos podido estabilizarnos un poco, es por los controles de natalidad que se hicieron”, señala.
“Algunos pueden pensar que soy extremista. ¿Pero hay algo más extremista que no dejar nada de bosque nativo? Tenemos que mantener las opciones abiertas, el bosque, las especies, por si llegamos a necesitarlo”. Palabra de Daniel Renison, Cordobés del Año.
Fuentes:
Alejandro Mareco, El árbol que deja ver el bosque, 13/12/15, La Voz del Interior. Consultado 13/12/15.
La niñez de las plantas, 13/12/15, La Voz del Interior. Consultado 13/12/15.
“Hay que mantener las opciones abiertas”, 13/12/15, La Voz del Interior. Consultado 13/12/15.
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