por Sergio Federovisky
La revista Barcelona sintetizó con humor lo que podrían hacer decenas de sesudos editoriales: bajo el título “Lo que mata es la humedad”, señaló que “ahora evalúan si es conveniente definir cada catástrofe natural como ‘la peor del siglo’”.
Las inundaciones son parte inseparable de la dinámica natural de la cuenca del Plata, y de todas las cuencas menores que surcan la Mesopotamia y la Pampa deprimida. Ocurren en donde se reúne casi la mitad de la población argentina y el, por lejos, mayor conglomerado urbano del país. Pese a los registros históricos y los antecedentes, siempre que Buenos Aires (ciudad o provincia) se inunda, la política sacaba a relucir sus atenuantes: “su” lluvia era, sin dudas, la peor de todas.
Se creyó que el 31 de mayo de 1985, récord histórico de 300 milímetros en menos de un día, habría dejado sin excusas a los gobernantes posteriores. Pero la amnesia es más fuerte y el cambio climático llegó para darles la mano que les faltaba.
En apenas seis meses, la cuenca del río Luján alcanzó dos veces valores de “inundación grave”. Un estudio del Instituto Nacional del Agua sobre “Riesgos de Inundaciones en el río Luján” estableció que la correspondencia entre precipitaciones y dinámica fluvial hacía posible ese escenario cada cien años.
“Tanto los documentos históricos como las actas capitulares del cabildo de la villa de Luján y los primeros registros de los viajeros dan cuenta de la recurrencia de las inundaciones y las sequías. La recurrencia de procesos naturales de secas-crecidas constituye el telón de las intervenciones de la cuenca, las que generan principalmente intensas transformaciones en la topografía”, escribieron Cristina Carballo y Susana Goldberg en “Comunidad e información ambiental del riesgo. Las inundaciones y el río Luján”. El trabajo es fruto de investigaciones de la Universidad de Luján, situada en la misma ciudad que la Basílica repetidamente rodeada de agua y que la Municipalidad cuyos inquilinos adjudican las crecidas a “su” lluvia del siglo.
Algunos impunes, en tanto tienen responsabilidad de gobierno, citaron en estos días a Florentino Ameghino. El autodidacta nacido irónicamente en Luján relató hace más de un siglo aquello que la política desoyó durante el mismo lapso. “Obras de retención y no de desagüe”, solicitaba para dar la respuesta adecuada al ciclo de alternancia entre sequías e inundaciones. La política contemporánea, en cambio, reclama obras (de desague) cuando está en la oposición y promete obras (de desague) cuando está en el gobierno.
“Todos abrigan la esperanza de que dichos trabajos (los canales de desague) librarán a la provincia de las inundaciones”, decía Ameghino desalentando a quienes pedían “las obras”. Agregaba: “si los canales (de desague) no son complemento de obras más eficaces y de mayor consideración, reportarán probablemente más perjuicios que beneficios”. Así está ocurriendo.
Ignorando al autodidacta bonaerense, ante cada crecida de un río, cada vez más frecuente, reaparece un coro que reclama “más obras”. La provincia de Buenos Aires, hay que decirlo, es un festival de obras hidráulicas que han transformado el territorio bajo de la Pampa deprimida en un damero por el que abundan canales con el solo propósito de sacar el agua hacia algún lado.
El cambio climático existe y presenta, en estas latitudes, las características ya anunciadas por los científicos: lluvias más copiosas, con mayor intensidad, en menores lapsos y subiendo apenas levemente los promedios anuales. Ni más ni menos que eso fue lo que desató la inundación reciente.
Para los teóricos, un desastre natural no es “natural”. Es un proceso social, político, económico y lógicamente ambiental detonado por un evento meteorológico o climático. Las lluvias de la era del cambio climático largamente descriptas por los científicos dejaron al desnudo aquella topografía de la que hablaba Ameghino alterada por factores insoslayables que acentuaron la vulnerabilidad de la sociedad ante los procesos naturales de crecidas de los ríos. Son principalmente tres:
- Ocupación de los valles de inundación: los ríos, fundamentalmente los de llanura, tienen superficies a sus márgenes que le pertenecen. Son áreas por las que circula el agua en tiempos de crecida. Un trabajo del investigador Eduardo Malagnino calcula que el valle de inundación fue “tragado” por la urbanización angostando el cauce en más de dos mil metros. Esa franja a lo largo de todo el curso del río Luján supone una reducción del 44 por ciento en la superficie de escurrimiento.
- Desaparición de los humedales: el concepto ocupó por primera vez el vocabulario de los periodistas que cubren las inundaciones. Traducido, los humedales son los bajos, esteros, lagunas y demás formaciones que retienen el agua en zonas deprimidas y la liberan a medida que el ecosistema “lo reclama”. A diferencia de la percepción lega, no son palanganas cerradas sino cuerpos que se vinculan con otros mediante el flujo de agua. Endicarlos, encerrarlos o directamente taparlos como se ha hecho groseramente en los últimos veinte años favorece que ante una lluvia fuerte el agua corra como sobre una mesa de vidrio: el “servicio ambiental” que presta el humedal se ve obturado. Es el triunfo de la especulación inmobiliaria como factor primordial de ocupación del territorio.
- La siembra directa y los canales clandestinos. Ameghino desaconsejaba los canales. Más lo habría hecho si hubiese sabido de la práctica de los agricultores cuyos campos de anegan, que en vez de generar mecanismos de retención (lagunas, de las que antes había cientos en la Pampa, por ejemplo), sacan el agua sin reparar cómo aumenta el caudal del río ya dificultado de drenar. Se presupone, o al menos hay elementos y trabajos académicos en todo el mundo como para sospechar que la siembra directa, que deja el suelo inmóvil y no propende a la rotación de cultivos, dificulta la permeabilidad y aumenta el anegamiento. Los productores y sus lobistas salen a coro a negarlo. Pero el criterio de precaución que opera en la concepción ambiental (algo que puede provocar daño debe ser evitado hasta que se pruebe su “inocencia”) obligaría a hacer estudios imparciales que permitieran determinar si este factor influye negativamente para las inundaciones.
Se trata entonces de un fenómeno multicausal, del orden de lo complejo. Enfrentarlo con un caño de hormigón es, cuanto menos, una mirada sesgada por no decir una perversión, dado que se sabe que no es la solución. Explicarlo como una anomalía climática es una respuesta propia del cinismo.
Se trata, si así es percibido en su complejidad, de un proceso propio de lo ambiental. Y lo ambiental, se sabe, carece de política de Estado. En estos días volvimos a comprobarlo.
¿Hacer o no hacer?
Buena parte de la discusión de coyuntura en estos días estuvo centrada en si “se puede hacer algo” y si ese “algo” requiere una inversión imposible para las arcas criollas o si se trata de reasignar dinero que en verdad se gasta en otra cosa.
La primera medida, que claramente no supone financiación adicional, es abordar el problema de las cuencas con una mirada integral, abarcativa, holística, y no con el sesgo de la percepción puramente hidráulica.
Una segunda cuestión, asociada a la anterior y de dimensión más nacional, refiere al cambio climático. Se conoce el escenario que depara el calentamiento global, pero no se conocen políticas de adaptabilidad y resiliencia que Naciones Unidas recomienda para reducir la vulnerabilidad de la sociedad frente a esos escenarios. Países serios han desarrollado programas de mitigación de riesgo de desastres, en los que se incluye desde la confección de mapas de riesgo hasta la identificación de obras (duras, como canales aliviadores y blandas como reservorios o áreas destinadas a absorción y retención de agua), planes de relocalización y, por supuesto, la actuación particular ante la emergencia con alertas tempranos y protocolos definidos y previamente difundidos.
El problema es que si no se sabe qué hacer tampoco se sabe cuánto se debe gastar.
Fuente:
Sergio Federovisky, Inundación y cinismo, 24/08/15, Contaminación Cero.
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