Chimeneas en una central eléctrica en Shanghái, en 2009. Foto: Aly Song / Reuters. |
Las calles chinas despiertan. Las movilizaciones y
protestas, sobre todo medioambientales, son cada vez más numerosas y efectivas.
Y el Gobierno, cada vez más sensible a su poder.
por Jose Reinoso
Cuando el domingo de la semana pasada las autoridades de
Ningbo, ciudad portuaria de la provincia de Zhejiang, anunciaron la
paralización de un proyecto para ampliar la planta petroquímica de una filial
de la firma estatal Sinopec en la municipalidad de Zhenhai, tras varios días de
protestas de miles de personas, los ciudadanos chinos se apuntaron una nueva
victoria contra un Gobierno cada vez más sensible al poder movilizador de la
creciente clase media.
Los dirigentes chinos se han plegado en los últimos años
cada vez con más frecuencia a las demandas populares, especialmente cuando
estas han sido limitadas, de naturaleza medioambiental y no abiertamente
políticas. Lo ocurrido en Zhenhai -ciudad situada a 22 kilómetros de
Ningbo- es un ejemplo de cómo lo que comenzó como una movilización de
campesinos y un sector de la población menos favorecido, y que fue ignorado
inicialmente por los gobernantes, ganó fuerza cuando se extendió a otras
localidades y capas de la sociedad con una causa común: el rechazo a la
construcción de una planta de paraxileno (PX), un químico tóxico utilizado en
la fabricación de botellas de plástico, potencialmente peligroso para la salud
en caso de exposición prolongada.
“Nos comunicaron que esta zona había sido designada para un
plan de reconstrucción de una nueva zona rural y que tenían que derribar
nuestras casas para crear un proyecto verde; pero al final nos enteramos de que
lo que realmente querían era ampliar la planta petroquímica para fabricar ese
producto”, explica Chen Lei, de 33 años, en el patio de su vivienda en Nanhong,
aldea situada junto a las instalaciones de Sinopec, a unos diez kilómetros de
Zhenhai. El presupuesto de la ampliación, incluida la producción de PX,
asciende a 8.800 millones de dólares (6.800 millones de euros).
Los vecinos de Nanhong, una aglomeración de casas humildes
cruzada por riachuelos y canales de aguas insalubres, en la que viven unas 800
familias, se pusieron en pie, y se dirigieron a Zhenhai para pedir
explicaciones. No lograron nada. Pero la noticia sobre el gas venenoso se
extendió a otros pueblos de la zona -temían que la posible nube tóxica les
alcanzara cuando el viento soplara en su dirección- y al propio Zhenhai, donde
el aire huele a menudo a productos químicos. Sus habitantes se unieron también
a la protesta, temerosos del proyecto.
Durante varios días, la semana pasada, los manifestantes
realizaron sentadas delante de la sede del Gobierno de Zhenhai y pidieron
explicaciones. Al ver que no avanzaban las negociaciones, decidieron trasladar
la movilización a Ningbo, que tiene responsabilidad sobre Zhenhai, y exigieron
la dimisión de su alcalde, Liu Qi. “La gente le acusa de aceptar la planta que
no quisieron las ciudades de Xiamen (provincia de Fujian) y Dalian (provincia
de Liaoning). Si este fuera un proyecto bueno, ellas lo habrían querido. La
gente en Xiamen y Dalian son seres humanos y quieren sobrevivir, nosotros
también. El porcentaje de casos de cáncer en Zhenhai es el más alto de Ningbo”,
dice Yu Guanghui, de 34 años, vecino de Zhenhai, que trabaja en el sector del
transporte.
Miles de personas tomaron las calles en Zhenhai y Ningbo, y
el fin de semana pasado estallaron violentos enfrentamientos con la policía.
“La televisión y los periódicos chinos no informaban de lo pasaba, pero la
gente hizo fotos con los teléfonos móviles de las detenciones y cómo los
antidisturbios pegaban a los manifestantes y las colgó en Weibo (servicio de
mensajes cortos similar a Twitter)”, explica Yu, que participó en las
protestas. Los mensajes eran eliminados por los censores al poco de ser
colgados; pero, para entonces, mucha gente ya los había visto y habían
alimentado la furia de los vecinos. La ira explotó cuando los antidisturbios comenzaron
a utilizar gases lacrimógenos y detuvieron a algunos participantes.
El Gobierno empleó también la tecnología para intentar
agostar el movimiento. El domingo, el departamento de Seguridad Pública de
Ningbo envió un mensaje a los teléfonos móviles en el cual advertía de que no
estaba permitido “atacar a los órganos del Estado, ocupar espacios públicos,
interceptar vehículos o congregarse para bloquear el tráfico”, y amenazaba con
emprender acciones legales, según muestra un vecino en su teléfono. “Además, la
policía y las unidades de trabajo dijeron a la gente que colgó las fotos en
Internet y participó en las protestas que dejaran de hacerlo o perderían su
trabajo y les quitarían a sus hijos el puesto en el colegio. Mucha gente se
asustó”, cuenta Yu.
A pesar de ello, el Gobierno de Ningbo reculó ante la
presión popular y anunció que había acordado con Sinopec no seguir adelante con
la ampliación y que “prohibirá” la producción de paraxileno. Fue la primera vez
que admitió que en la instalación iba a ser fabricado este químico. Pero el
alcalde Liu Qi no dimitió.
A la decisión de cancelar la planta, contribuyó el
calendario. Los dirigentes de Ningbo debían estar sometidos a gran presión, ya
que el 8 de noviembre comienza en Pekín el congreso quinquenal del Partido
Comunista Chino (PCCh), en el que tendrá lugar el relevo de los máximos
dirigentes y el Gobierno no quiere la más mínima inestabilidad. Un segundo
mensaje de móvil comunicó a los vecinos la anulación de la planta de PX.
Las quejas sobre la degradación ambiental que ha sufrido
Zhenhai no son nuevas, y hace años también hubo protestas, aunque no tuvieron
éxito, según cuentan sus habitantes. “Yo nací en Nanhong. Cuando era niño,
pescaba, nadaba y nos lavábamos en los ríos. Ahora, eso es inimaginable. Todo
está contaminado. El aire apesta, especialmente por la noche. Los ancianos y
los niños enferman muy a menudo. Los niños, incluida mi hija de seis años,
pillan toses”, afirma Chen, que trabaja en la zona.
Nanhong, como otros pueblos, ha quedado atrapado en los
alrededores del gigantesco complejo de Ningbo, en el que se suceden las
refinerías, las plantas de etileno y de plástico, las centrales eléctricas que
les suministran energía y los tanques de combustibles. El complejo tiene más de
una decena de kilómetros de largo y varios de ancho. En sus amplias carreteras -flanqueadas de estructuras metálicas y pórticos con grandes tuberías de
colores-, transitan sin descanso los camiones. En muchas zonas, flota un olor
agrio; en otras, huele a huevos podridos. En un arcén, un eslogan reza:
“Siempre preparado para aprovechar las oportunidades. Gana el éxito con
excelencia. Crea verde para servir a la sociedad”.
Las quejas por la contaminación en Zhenhai se unen a las de los campesinos por la pérdida de sus tierras y porque no les han sido pagados los subsidios que, según cuentan, les prometieron hace más de diez años como compensación por la contaminación que sufren. “En 2004, me forzaron a vender mi campo para las plantas petroquímicas. Yo tenía 1,1 mu (el equivalente a 733 metros cuadrados) y me dieron 17.000 yuanes (2.100 euros al cambio actual)”, afirma enojado Chen, de 59 años. “Nos prometieron ayudas para alimentos y para pagar el gas, pero nunca nos las han dado. Desde que me quedé sin tierra, planto verduras y crío conejos. Pero de los conejos no saco mucho porque el agua es tan mala que les causa diarrea”, afirma este vecino de Nanhong de rostro ajado por el sol mientras mira hacia una balsa de aguas oscuras, en la que vierte un riachuelo negro en el que flotan manchas de aceite. “Con eso es con lo que riegan las verduras los campesinos”, dice.
“Si un agricultor pierde su tierra, pierde su comida.
Destruyen sus casas, construyen fábricas en sus tierras, y pierden sus
trabajos. ¿Acaso pueden trabajar en las plantas petroquímicas?”, se queja Yu.
Las protestas de Ningbo siguen a otras registradas en
diferentes partes del país. En los últimos años, los dirigentes de las ciudades
portuarias de Dalian y Xiamen han prometido cancelar o han cancelado proyectos
de paraxileno después de grandes manifestaciones. En el caso de Xiamen, la
preocupación de los vecinos por la pérdida del valor de sus viviendas fue tan
importante como la inquietud por la salud. Dalian, Xiamen y Ningbo se
encuentran entre las ciudades más ricas de China, y el tratamiento que han
recibido sus manifestantes -dotados a menudo de teléfonos inteligentes con
conexión a Internet- ha sido más suave que el que reciben quienes protestan en
las zonas rurales o los obreros.
Pero no se trata de una revolución. La creciente clase
media, resultado de tres décadas de progreso económico, no quiere derribar al
Gobierno, sino que las autoridades respondan mejor a sus preocupaciones,
especialmente las que tienen que ver con la salud, la educación y el valor de
sus propiedades. Esto lleva a la gente cada vez con más frecuencia a rechazar
el modelo de crecimiento a cualquier precio. Los movimientos democráticos en
Corea del Sur y Taiwán comenzaron entre la clase media, y, en el caso de
Taiwán, las cuestiones medioambientales tuvieron un gran papel.
La voluntad cada vez mayor de los chinos de llevar sus
reivindicaciones a las calles, la creciente concienciación sobre sus derechos y
las injusticias sociales y el auge de Internet pone de relieve el gran desafío
al que se enfrentan los nuevos líderes que llegarán al poder en el XVIII
Congreso del PCCh, encabezados por Xi Jinping, actual vicepresidente del país.
“La concienciación de la gente por el daño medioambiental y
por sus derechos está aumentando. Cada vez hay más chinos preocupados por la
importancia de la salud, sus métodos de acceso a la información son mejores y
más rápidos, y tienen mejores formas de organizarse”, explica Ma Jun, director
del Instituto de Asuntos Públicos y Medioambientales, con sede en Pekín. “El
problema es que el mecanismo de toma de decisiones no responde de forma
efectiva a las demandas de los ciudadanos (por la ausencia de consulta
pública). El Gobierno ha cancelado el proyecto de Ningbo, pero falta el debido
proceso para resolver el problema. Solo hizo lo que pedía la gente cuando esta
adoptó una actitud dura y se echó a la calle. El Gobierno debería cambiar,
escuchar. La sociedad no puede aguantar todo el rato”.
Algunos expertos como Sun Liping, de la Universidad Qinghua
en Pekín, estiman que en 2010 se produjeron en China unos 180.000 incidentes de
masas, eufemismo con el que el Gobierno denomina las protestas, huelgas y
disturbios sociales. Según el Ministerio de Medio Ambiente, el número de
movilizaciones relacionadas con problemas medioambientales ha aumentado a un ritmo
cercano al 30 % anual durante los últimos 15 años, y estas son cada vez mayores.
En julio, miles de personas se manifestaron contra la construcción de una
conducción de aguas residuales en una papelera de propiedad japonesa al norte
de Shanghái, y solo pusieron fin a la reivindicación cuando las autoridades
prometieron cancelar el proyecto. Las manifestaciones han forzado también este
año el fin de un proyecto metalúrgico en Shifang (provincia de Sichuan).
Muchas de las movilizaciones se producen por expropiaciones
forzosas del suelo. Uno de los casos más excepcionales se produjo hace un año
en Wukan, un pueblo pesquero de Guangdong, donde los habitantes consiguieron
expulsar a los líderes locales, a los que acusaban de vender sus propiedades de
forma ilegal sin pagarles las debidas compensaciones. El conflicto duró meses y
finalizó con la promesa del Gobierno provincial de castigar a los líderes
locales corruptos y la convocatoria de elecciones libres, que se produjeron
este año. En septiembre pasado, sin embargo, algunos vecinos volvieron a
protestar por lo que consideran el lento avance en el proceso de devolución de
sus tierras por los nuevos dirigentes.
Las movilizaciones también se producen en las fábricas,
entre una clase obrera cada vez más consciente de sus derechos y mejor
informada. Miles de trabajadores protestaron el mes pasado en Foxconn, empresa
taiwanesa que fabrica para compañías como Sony y Apple, por disputas laborales.
Los habitantes de Nanhong se quejan de que no se han
beneficiado en nada de las petroquímicas que les rodean, pero que son ellos
quienes sufren la contaminación. “Más del 90 % de los empleados en Sinopec son
de fuera, pero la tierra es nuestra. Trabajamos aquí, vivimos aquí y estamos
pagando con nuestra salud”, dice Chen.
Muchos de los empleados de Sinopec viven en viviendas
relucientes, que contrastan con la decrepitud de las casas de los locales.
Otros, se alojan en edificios dormitorio, y otros, como Jiang Qinsong, en un
tugurio de nueve metros cuadrados por el que paga 130 yuanes (16 euros) al mes.
En la habitación, en una callejuela de Nanhong, solo hay espacio para un
camastro, un hornillo grasiento, un par de taburetes y la moto eléctrica con la
que va a trabajar como guardián en los talleres. Cobra 2.900 yuanes (360 euros)
al mes por 26 días de trabajo. “He oído que quieren derribar todo el pueblo y,
si llevan adelante el proyecto PX, habrá gases tóxicos. La cosa no va conmigo
porque yo voy a estar aquí uno o dos años y luego volveré a mi pueblo, pero ese
proyecto es muy perjudicial para la salud”, dice este emigrante, de 45 años, de
Hunan.
Los habitantes de Nanhong se muestran divididos sobre su
deseo de irse del pueblo. “Yo preferiría que no construyeran más petroquímicas
y quedarme”, dice Wang, una chica de 24 años. Chen, sin embargo, se muestra
resignado a dejar la tierra en que nació: “Al final, tendremos que irnos porque
las fábricas no lo van a hacer, así que cuanto más lejos mejor. Aunque nos
dijeran que iban a limpiar el medio ambiente y los ríos, no creería al Gobierno
por experiencias pasadas”.
A pesar de la promesa de paralizar el proyecto, algunos
vecinos de Zhenhai y Ningbo no se fían, y dicen que si es reactivado volverán a
la carga. “Saldremos otra vez a protestar”, afirma con decisión Yu. De ahí que
la presencia policial esta semana continuaba siendo fuerte. Una decena de
vehículos antidisturbios siguen aparcados en las instalaciones de la central
eléctrica situada en plena ciudad. Otros circulan con las luces encendidas. Al
caer la tarde, los policías, con cascos y matracas, se despliegan en uno de los
cruces donde se produjeron los enfrentamientos. Junto a un semáforo, un panel
electrónico reza en letras verdes: “Economía verde. ¿Estás en ello?”. En la
calle, flota de nuevo un olor agrio.
Transparencia o estabilidad
por Rafael Méndez
El deterioro del medio ambiente es un grave problema en
China. No solo por las protestas y el descontento -ni tampoco por la extinción
de los osos panda- sino porque la pésima calidad del aire en las ciudades o la
contaminación por metales pesados en el agua influyen directamente en la salud
de las personas y, por tanto, en la economía. En 2007, el Banco Mundial
presentó el informe El coste de la contaminación en China. Entonces estimó que el coste de la mala calidad ambiental costaba al año el
equivalente al 2,68 % del PIB. El estudio señalaba que el 54 % de los ríos de las
siete principales cuencas tenía agua no apta para el consumo humano (un 12 % más
que en 1990) y que eso generaba casos de cáncer en el aparato digestivo. A ello
habría que añadir los ingresos hospitalarios y las muertes prematuras por asma
y enfermedades respiratorias y cardiovasculares derivadas de la mala calidad
del aire.
El informe admitía que había muchas incertidumbres, pero las
estimaciones que presentaba han sido superadas incluso desde China. El pasado
mes de febrero, Wang Yuqing, ex alto cargo del Ministerio de Medio Ambiente,
declaró que la suma de los problemas ambientales, incluida la deforestación,
tenía un coste anual de entre el 5 % y el 6 % del PIB, según recogió Financial
Times.
La investigadora Angel Hsu, del Centro de Yale para la
política ambiental, en EE UU, que realiza estudios sobre la transparencia de
los datos ambientales en China, explica por teléfono que muchas veces la
información no es pública: “No hay datos nacionales sobre contaminación del
suelo, y en calidad del agua hay unos índices, pero no sabes realmente qué
contaminantes están midiendo y qué concentraciones hallan. Están preocupados
por las ramificaciones de la información. Si se conociera la contaminación del
suelo, la gente se podría asustar sobre la calidad de la comida y eso podría
crear inestabilidad política. El Gobierno es muy sensible sobre cualquier cosa
que puede amenazar la estabilidad”.
Hsu sin embargo destaca que ha habido avances, especialmente
en la contaminación del aire, y que la transparencia y la preocupación del
medio ambiente irá a más: “El Gobierno ha reaccionado rápido frenando la
ampliación de la petroquímica. Están preocupados por las reacciones locales a
estos casos y ya hay cambios. El alcalde de Shanghái, por ejemplo, ha dicho que
no solo buscará aumentar el PIB sino mejorar la calidad de vida de la gente.
Llevará tiempo, pero China está cambiando”.
Fuentes:
Jose Reinoso, Grietas en la gran muralla, 02/11/12, El País.
Rafael Méndez, Transparencia o estabilidad, 02/11/12, El País.
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