por Fernando Jorge Soto Roland
"Somos una enciclopedia de fatalidades"
Cioran, Adiós de la Filosofía , pág. 99
Cuando los europeos llegaron a América, a fines del siglo XV, nuestro continente disponía ya en su haber una buena cantidad de ciudades, pueblos y centros ceremoniales abandonados. Pachacamac, en el Perú, y Teotihuacán, en México, son los mejores ejemplos al respecto. Estaban también los poblados mayas, pero la mayoría de ellos permanecían ocultos bajo la tupida selva, en Honduras, Guatemala y Yucatán. La región de la sierra, al norte de Cusco (Perú), retenía los restos de Chavín de Huantar y el altiplano boliviano, a pocos kilómetros de las orillas del lago Titicaca, tenía las ciclópeas estructuras de Tiahuanaco. Todas en el más completo y absoluto silencio, desde hacía siglos. ¿Qué sintieron los pueblos originarios frente a esos restos? ¿Cómo se paraban ante esas ruinas? ¿En qué meditarían? ¿Sentirían nostalgia, pena o temor? No lo sabemos con exactitud, pero de lo que sí podemos dar cuenta es que a esas aglomeraciones de edificios, templos, plazas ceremoniales y viviendas en deterioro, se viajaba regularmente en procesión. Eran lugares sagrados de altísimo valor ceremonial. Los “antiguos” eran venerados, como veneradas eran sus derruidas construcciones. Según los mitos, allí habían descendido los dioses para organizar el mundo y crear a los hombres. Pero estos sitios abandonados tenían ya varios siglos en esa condición. Tapizados de polvo, arena o “malas hierbas”, guardaban -como guardan para nosotros las ruinas clásicas- de un cierto prestigio, que sólo la antigüedad puede otorgarles. Y aunque la arqueología todavía no existía, el “status” de las ruinas les confería un nexo de relevancia con el pasado mítico, que era el único capaz de explicarles la situación del presente. Eran, en definitiva, la prueba palpable de que los dioses habían estado ahí y que los relatos sagrados decían la verdad. No necesitaban de historiadores para entender intuitivamente el devenir de la dinámica cultural de la que ellos mismos eran el último eslabón. Por eso los reverenciaban.
Hace 13 años dirigí una expedición a la que fuera la última capital de los incas: Vilcabamba “La Vieja ”, detenida en el tiempo por más de 400 años en el corazón de la amazonía peruana. Allí me topé por primera vez con una clásica ciudad abandonada y devorada por el follaje. Los árboles, con decenas de metros de altura, cubrían lo que antaño fueran sus plazas ceremoniales y las gruesas raíces trepaban por los muros, dándoles la estabilidad que de otro modo no hubieran tenido. En más de un caso eran las enredaderas y lianas las que sostenían sus edificios. Destructoras y preservadoras al mismo tiempo. Allí la naturaleza se había impuesto. Señoreaba sobre la obra del hombre. Exigía respeto. No exagero al expresar que nos sentimos finitos, mortales y fácilmente olvidables. En aquella mañana de pesimismo, nos sentíamos más plenos que nunca. Había una razón para que las cosas fueran de ese modo: Vilcabamba era un reflejo de lo que seremos alguna vez. Por ese motivo, disfrutamos como nunca y el día se convirtió en algo inolvidable. Nos conectamos con un pasado que no era nuestro, pero aún así no nos sentíamos extraños. Y ante la destrucción, especulamos. Nos pasamos horas especulando.
Hace 13 años dirigí una expedición a la que fuera la última capital de los incas: Vilcabamba “
Los lugares abandonados sufren el deterioro de dos manera distintas. Por un lado está ese desgaste natural que produce el tiempo y la desatención. Por otro, nos encontramos con el vandalismo, que ejerce sobre las cosas un poder destructivo mucho mayor que el envejecimiento. La destrucción voluntaria y premeditada gana cuerpo en los sitios abandonados. La rotura de vidrios ya es un “clásico”; pero no lo es todo. Los graffiti, el saqueo y los incendios contribuyen al deterioro acelerado. Una extraña voluntad destructiva se apodera de aquellos exploradores que los recorren y un deseo de “dejar huellas” se apodera de ellos. Surge de una necesidad (misteriosa) que encuentra la rotura de objetos un placer muy singular. Ayudan a sabotear aquello que el abandono sabotea por sí mismo. Y cuando más roto está el lugar, más se rompe y se saquea.
Los lugares abandonados pueden ser interesantes filones de riquezas. Poco ortodoxos cazadores de tesoros recorren nuestras ciudades y pueblos en busca de piezas interesantes que rescatar del óxido y el olvido. Puertas, ventanas, grifería, picaportes, ladrillos, muebles viejos, plomo, tubos y cables, constituyen atractivos muy seductores para estos carroñeros tan sui generis. Ellos son los que contribuyen a convertir la decadencia en un buen negocio, sin importar los riesgos físicos que corren al transitar un sitio deteriorado, ni cruzar los vallados que éstos tienen, en pos de una falsa seguridad.
Una excesiva especialización regional del trabajo y la producción, con el tiempo, puede ser una causa importante para explicar el abandono de un lugar. Decenas de pueblos corrieron esa suerte cuando la materia prima principal que les daba vida comercial se agotó, o la demanda se terminó de la noche a la mañana. Esto ha sido muy común dentro de las actividades mineras y otras explotaciones de carácter extractivas. El mágico influjo del oro, la plata, el cobre o el caucho, son un buen ejemplo al respecto. Los “pueblos fantasmas” del oeste norteamericano o los ingenios caucheros del Amazonas dan prueba de todo eso.
No hay hecho más movilizador, ni que inspire mayor impresión en un sitio abandonado desde hace años, que la presencia de un mueble (silla, modular, cama). La antigua presencia del hombre, insinuada apenas por sus objetos cotidianos, genera sensaciones imposibles de no tener en cuenta. Miedo y fantasía -siempre tan ligados- se materializan en exclamaciones y dichos. ¿Cómo no paralizarse ante una silla oxidada y olvidada en un pasillo de algún hospital o sanatorio abandonado hace décadas? ¿Cómo describir, sino a través del temor, el sentimiento de verse en un archivo oscuro, lleno de carpetas e historias de decenas de anónimos personajes? Una mesa servida, un guardarropa carcomido por la humedad, son como ventanas que nos asoman al pasado, hoy por completo derruido. De todos esos escenarios posibles, son los pueblos abandonados los más tétricos y lúgubres. En ellos es como si el tiempo se hubiera detenido intempestivamente en una hora determinada.
Resquebrajada por la fuerza imperceptible y constante del pasto, el calor y el frío, la antigua Ruta Nacional Nº 2, que conecta a Buenos Aires con Mar del Plata, se desgrana poco a poco a un costado de la nueva autopista. Verla es retroceder a la década de 1970; época en la que millones de veraneantes la utilizábamos para viajar a la costa, en pos de unos días de vacaciones. Es inevitable no recordar, entonces, la infancia y aquellos viajes con mis padres en autos que, por el tamaño, más parecían botes que los pequeños medios de locomoción que inundan nuestras ciudades actuales. Voluminosos, largos, pesados, los Ford Falcón, los Fairlane y Chevrolet de aquellos días se me antojan hoy demasiados grandes para una ruta tan angosta y peligrosa. Basta con observar lo que queda de ella para entender porqué la llamaban “la ruta de la muerte”. Bastaría consultar los diarios de la época para contabilizar por miles los muertos que ésta dejó en sus banquinas y comprender las profundas diferencias que se notan al comparar el “sentimiento de inseguridad” de esa década con la actual. Casi 40 años después, la RN 2 está obsoleta. Quedó chica para la cantidad de autos que circulan hoy en día y llama la atención lo angosta que era, de doble mano y con sólo un carril. Actualmente, esa vieja asesina reposa silente y olvidada, convertida otra vez en campo (en más de una sección). La tierra, el pasto y los animales la reconquistaron. Y donde antes circulaban camiones, autos y motos, vemos soledad y deterioro. Una mera mueca del pasado. Una ruina de nuestra infancia.
El descubrimiento de ciertos lugares abandonados implica reconocer el encubrimiento practicado por las fuerzas de la naturaleza. La formación de nuevos suelos, el imperio del óxido y los millones de hojas que los tapan, son como velos orgánicos que los conducen a la podredumbre. Cierto sentimiento de vergüenza y culpa podría leerse en ese proceso natural.
A lo largo y ancho de la geografía mundial encontramos decenas de hospitales, sanatorios y clínicas abandonadas. Poco lugares como esos resultan tan tétricos de recorrer, especialmente por el ingente número de instrumental médico y sanitario que se pudre en sus diferentes ambientes. Ya sea por cuestiones financieras o naturales (por ejemplo, secuelas de un terremoto) esos gigantes olvidados emergen impactantes, algunas veces en pleno corazón de las ciudades; otras, en sitios remotos y aislados, como es el caso de los antiguos nosocomios dedicados a combatir la tuberculosis. La historia de estos últimos esta ligada a ese enfermedad, responsable de millones de muertes en el siglo XIX. Se levantaron por doquier. Eligieron para ello comarcas alejadas, por lo general ubicadas a cierta altura sobre el nivel del mar y bañadas por la brisa y rayos del sol, considerados terapéuticos. No fue sino hacia la última parte de la década de 1940 -cuando se descubrió la estreptomicina- que esas construcciones ciclópeas dejaron de ser útiles y el negocio de la salud -ligado a la tuberculosis- se terminó. Casi de inmediato los hospitales cerraron o fueron reconvertidos, sin demasiado éxito. Lo mismo ocurrió con aquellos hoteles dedicados al “turismo salud” (como el Eden Hotel de La Falda , provincia de Córdoba). En poco tiempo todas esas instalaciones se transformaron en lugares demasiado alejados, de difícil acceso, y fueron clausurados. El tiempo hizo el resto, convirtiéndolos en escenarios ideales para la leyenda urbana relacionada con fenómenos parapsicológicos y fantasmales. No es para menos. La traumática historia de estos hospitales es un excelente caldo de cultivo para el imaginario. Una silla de ruedas destartalada, una camilla corroída por el óxido, decenas de camas consumiéndose en hilera, aparatos de radiología cubiertos de polvo, quirófanos abandonados, exhibiendo parte del instrumental usado en sus días de gloria y, morgues, siempre silentes, son disparadores fáciles de la fantasía. Y si a todo ello le agregamos la difusión que estos sitios adquieren en programas de TV de corte esotérico, ya tenemos la receta completa que nos permite entender el éxito que han adquirido dentro del universo onírico de la fortalecida e irracional New Age de nuestros días.
TÍTULO: Eden
Última actualización de esta entrada 25/11/12
Ver cuarta parte
TÍTULO: Eden
AUTOR: Fernando J. Soto Roland
PRECIO: Gratuito
PLATAFORMA: Bubok
ARGUMENTO:
Argentina 1985. El profesor de historia Jorge Balbi, viaja
en compañía de su mujer Andrea y su amigo Eugenio a la localidad de La Falda para investigar la
relación del ahora en ruinas hotel Eden (así, sin tilde) con el nazismo. Sin
embargo, cuando llegan allí descubren que los verdaderos misterios del hotel no
son de este mundo…
OPINIÓN:
Cuando empecé esta novela, no sabía muy bien de qué iba a
ir. El capítulo introductorio que funciona de prólogo no daba muchas pistas y
más bien parecía pintar poco, y a medida que avanzaba parecían mezclarse varios
géneros sin centrarse en ninguno de ellos: ¿drama, thriller político? En la web
de Bubok venía en la sección de libros de terror y yo no veía el terror por
ningún sitio. Hasta (más o menos) la página 60, momento en que se vio por fin
que sí iba a ser una novela de terror. Una novela de terror absolutamente
recomendable, escrita de forma magistral, con una trama y unos personajes
definidos de manera increíble que atrapa desde el primer momento, con unas
magníficas descripciones que logran meternos de lleno en el ambiente fantasmal
de las ruinas del hotel Eden. Tiene alguna falta ortográfica suelta y errores
en nombres de personajes que una vez se llaman de una forma y a la siguiente
línea de otra (recomendaría al autor que revisara su obra), pero se lo
perdonamos.
Como curiosidad, el hotel Eden existe realmente y sí tuvo
conexión con el nazismo (la historia de los dueños del hotel parece ser tal
cual la cuenta Fernando Soto). Ahora mismo se está llevando a cabo un proyecto
para restaurarlo y se pueden hacer visitas guiadas. Más información: Wikipedia,
Información sobre las visitas.
Fuente:
Eden, 31/10/12, Al Rico Libro
Última actualización de esta entrada 25/11/12
Hemos leído la novela Eden y nos ha parecido genial. Nos ha sorprendido además que el lugar existiera y que el pasado que cuenta en la novela sea cierto.
ResponderEliminarGracias por la información, nosotros conocíamos la existencia de las ruinas del hotel pero ignorábamos la existencia de la novela. Nos pareció una buena idea agregar al post la información del libro y el enlace a su página. Saludos
EliminarExcelente artículo, muy bien escrito, imposible agregarle una palabra, salvo Gracias! o Felicitaciones!
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