El médico costarricense, Carlos Umaña, Premio Nobel de la Paz 2016, alerta sobre la gravedad del riesgo actual de una detonación nuclear, no solo por la posibilidad de que las armas nucleares sean usadas, sino de que sean activadas de forma no intencional, por accidentes, error humano o hackeo. En dos oportunidades, héroes poco reconocidos salvaron al mundo de una destrucción nuclear total: Alexandrovich Arkhipov y Stanislav Petrov. En 1983 otra vez el mundo estuvo al borde de una guerra nuclear.
Por Juan Vernieri
Tras haber actuado como doble espía durante algunos años, Oleg Gordievski, quien era el jefe de la inteligencia soviética en Londres, fue detenido en la URSS. Pero logró escapar a Reino Unido y compartió con la inteligencia occidental los detalles de la “paranoia” o “histeria” soviética, sobre la posibilidad de que Washington lanzara un ataque nuclear sorpresa sobre la URSS.
Esta paranoia se alimentaba del hecho que los ejercicios militares de la OTAN eran cada vez más difíciles de diferenciar de un verdadero despliegue de fuerzas para una agresión y de que la inteligencia soviética aún estaba traumatizada por su fracaso al anticipar el ataque alemán en junio de 1941 y quería evitar ser tomada por sorpresa nuevamente.
Se temía que Washington pudiera usar algún ejercicio militar para lanzar un ataque nuclear inesperado.
De acuerdo con el testimonio de Gordievski, a inicios de la década de 1980, la agencia de policía secreta y de inteligencia de la Unión Soviética, (KGB) comenzó a hacer seguimiento a las pistas que pudieran indicar la intención de Estados Unidos de realizar una agresión total.
En esta tercera ocasión, a inicios de noviembre de 1983, por mera suerte logró evitarse que el mundo llegara a una confrontación nuclear.
Documentos recién divulgados por Estados Unidos aportan nuevas evidencias sobre cómo este episodio, conocido como el susto de guerra de 1983, estuvo mucho más cerca de desatar un verdadero conflicto atómico de lo que se sabía hasta ahora.
Más aún, la documentación muestra cómo los militares de Estados Unidos responsables de valorar y tomar decisiones actuaron sobre la base de información incompleta y solo años más tarde llegaron a conocer cuán próximos estuvieron de haber provocado de forma no intencional un ataque nuclear por parte de la Unión Soviética (URSS), lo que habría desencadenado la temida “destrucción mutua asegurada” de ambas superpotencias.
Todo comenzó con un juego de guerra. La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) organizó ejercicios militares, que se basaban en el escenario hipotético de una invasión soviética sobre Europa occidental, que desataba un conflicto que escalaba hasta culminar con un ataque nuclear de la OTAN sobre las fuerzas de la URSS y del Pacto de Varsovia (bloque comunista). Se realizaba cada año en la misma fecha a inicios de noviembre. Era una práctica de rutina.
El 2 de noviembre, fruto de la paranoia que embargaba a los soviéticos, la Fuerza Aérea colocó sus divisiones de cazabombarderos en Alemania oriental en estado de alerta amplificada. Todos los puestos de mando y control de sus divisiones y regimientos fueron reforzados con personal y debían estar operativos las 24 horas del día, incluso se ordenó que un escuadrón de cazabombarderos de cada regimiento fuera cargado con bombas nucleares. Estas naves tendrían una alerta de solo 30 minutos antes operar.
La Fuerza Aérea Soviética también suspendió en secreto los vuelos de rutina de todas sus unidades en la Europa comunista, durante los días que duró el ejercicio de la OTAN, pero los militares estadounidenses no advirtieron esta situación hasta una semana más tarde, el 9 de noviembre, cuando una fotografía aérea mostró a un cazabombardero soviético Mig-23 en una base aérea de Alemania oriental completamente armado y en posición de alerta.
Ahora la paranoia se contagió. Los altos mandos se preguntaban si deberían reaccionar ante los movimientos soviéticos.
Un último factor agravante era el hecho de que, al no tener conciencia de que la Unión Soviética realmente creía que un ataque estadounidense era inminente, Washington habían tomado medidas en los meses previos al ejercicio que alimentaron directamente sus temores.
El 8 marzo de 1983, el presidente estadounidense Ronald Reagan, en un discurso calificaba a la URSS como el “imperio del mal” y, apenas dos semanas después, había lanzado su Iniciativa de Defensa Estratégica —bautizado popularmente como Guerra de las Galaxias—: un programa militar con el fin de construir un sistema de defensa espacial capaz de evitar un ataque nuclear contra territorio estadounidense. Ambas manifestaciones habían incrementado la paranoia soviética.
Para entonces, los funcionarios de la agencia de policía secreta y de inteligencia de la Unión Soviética, (KGB) en Moscú, estaban convencidos de que el ejercicio proveía una excelente cobertura para un ataque planeado y los espías soviéticos alrededor del mundo fueron instruidos para hallar evidencias de ello.
Esta crisis se desarrolló en absoluto secreto, al punto que —al parecer— ni siquiera las propias fuerzas militares estadounidenses tenían conciencia de la magnitud del riesgo de confrontación con la Unión Soviética. Un error de cálculo de cualquiera de las dos partes habría podido tener consecuencias fatales.
Se trataba de un riesgo real. Un informe de 1990 de la Junta Asesora de Inteligencia Exterior del Presidente concluyó señalando lo siguiente:
“De la forma como sucedió, los oficiales militares a cargo del ejercicio minimizaron el riesgo al no hacer nada ante la evidencia de que partes de las Fuerzas Armadas Soviéticas se estaban moviendo a un nivel de alerta inusual.
Pero estos funcionarios actuaron correctamente por instinto, no por una orientación informada”.
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