por
Sergio Federovisky
Mientras
la diplomacia internacional navega en las aguas indisimulables del
fracaso en materia ambiental y encima debe soportar los embates de
aquellos que, como los presidentes de Estados Unidos y Brasil,
desacreditan toda chance de salir de la lógica del progreso como
sinónimo de la destrucción de la naturaleza, el liderazgo y el
señalamiento de la imperiosa necesidad de desarrollar políticas de
Estado que cambien ese paradigma lo encarnan dos extremos etarios:
los jóvenes (sintetizados en la sueca Greta Thumberg) y el Papa
Francisco.
La
Encíclica Laudato Si, hace más de cuatro años, no fue la
invocación pastoral al cambio y la solidaridad individual para ser
más amigables con la naturaleza. Fue un potente documento de
ecología política contra el sistema imperante, que ningún líder
político (hoy casi un oxímoron) se había atrevido a enunciar. “No
hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola
y compleja crisis socio-ambiental”, había fustigado el Papa en esa
Encíclica ambiental (la primera en la historia, dicho sea de paso)
reactualizando una sentencia de otro argentino, Tomás Maldonado,
quien a comienzos de los 70, cuando la ecología parecía apenas una
moda, pronosticó que “el escándalo de la sociedad termina en el
escándalo de la naturaleza”.
Y
por si quedaban dudas de que el Papa no nos mandaba a “separar la
basura” para ser “cuidadosos con el ambiente”, su lectura de la
economía actual y su desapego progresivo y cruel respecto de lo
natural (y lo social) quedaba de manifiesto sin posibilidad de
malentenido: “El ambiente es uno de esos bienes que los mecanismos
de mercado no son capaces de defender o de promover adecuadamente”.
Donald Trump y Jair Bolsonaro lo saben y por eso, por elegir del lado
del mercado y admitir que en ese esquema el ambiente lleva las de
perder, abandonan los compromisos globales contra la crisis climática
porque –aducen tácitamente- serán inconvenientes para el modelo
de acumulación actual de la riqueza.
Ahora,
el Papa da otro paso. Y vuelve a “defraudar” a quienes esperan de
un líder religioso monoteísta, sea cual fuere, una monserga a favor
de la bondad, la conciencia o el amor a la naturaleza y el prójimo.
Su propuesta eclesiástica esta vez sugiere incorporar un nuevo
pecado: el Ecocidio. Es un neologismo que desde hace un par de
décadas, y por impulso de ambientalistas y académicos, hace
referencia a cualquier daño masivo o destrucción ambiental de un
territorio determinado, que se hace irreversible cuando un ecosistema
sufre un daño más allá de su capacidad de regenerarse. La
sistemática devastación de los bosques nativos del norte de la
Argentina, a una tasa sin precedentes, es un ejemplo casero y actual
de ecocidio. Y lo fue también hace cien años en Santiago del Estero
cuando La Forestal decidió que pasara de ser un bosque de quebrachos
a un páramo sin sombra. El asunto, sugiere la notoriedad actual del
ecocidio, es que en la actualidad esa devastación es la norma.
El
pecado, propone el Papa, sería no solo la comisión de ecocidio,
sino también la omisión de “actos y hábitos de contaminación y
destrucción de la armonía ambiental”. Acción y/u omisión de
ecocidio, podríamos sintetizar. Una conducta necesariamente
colectiva.
Demás
está decir que desde hace décadas también quienes acuñaron el
término ecocidio pretenden introducirlo en la jurisprudencia
internacional y equipararlo por ejemplo a genocidio u otras
atrocidades equivalentes. Pero con escasa suerte, pues la diplomacia
internacional tan afecta a promover acuerdos que jamás se cumplen
(todos los indicadores de la crisis climática están empeorados
desde que se puso en marcha la Convención de Cambio Climático de
Naciones Unidas, allá por comienzos del los 90), se resiste a que
adquiera carácter normativo un término por el que quizás luego se
los acuse.
Lo
subrayable, una vez más, es la cualidad colectiva de la postura
papal. La lujuria, la gula o la soberbia se perciben como actitudes
individuales más allá de que puedan, por acumulación, convertirse
en comportamientos colectivos. Pero, el propio Papa lo ha indicado en
su Encíclica, las conductas colectivas que dañan el planeta derivan
de un modelo económico y de consumo que no se altera por la suma
algebraica de las conciencias individuales. “El nosotros que
siempre se invoca es una abstracción que ignora soberanamente las
influencias del poder y del sistema”, escribió el alemán Harald
Welzer en “Guerras climáticas”, demostrando una vez más que
cuando se nos ordena no usar bolsitas de plástico se está
enmascarando la verdadera responsabilidad -a escala- de la promoción
de un modo de producir y consumir atentatorio para la naturaleza y
representante de una definición arcaica y lesiva de progreso.
El
pecado ecológico, entonces, presupone ser el primer pecado colectivo
al que apunta el Papa. Y como es un pecado colectivo se lo debe
neutralizar con acciones que apuntan a modificar las conductas
colectivas: las políticas públicas. Suena en ese acorde la
indicación del Papa de que cada jurisdicción eclesiástica tenga un
“ministerio especial” para cuidar “el territorio y las aguas”.
La
paradoja es que mientras el Papa avanza en una mirada colectiva, la
de la humanidad, algunos otros líderes políticos antepongan su
“derecho” a seguir destruyendo ecosistemas para lograr una mejora
de la economía de sus poblaciones que, además, tampoco llega.
Conviene reiterar que la peor crisis ecológica de la historia
conjunta de la humanidad coincide con la de peor desigualdad al
interior de la sociedad mundial.
Habrá,
suponemos, otros lideres políticos que, aun cuando sea para evitar
ser atormentados por el pecado ecológico, tomen la definición del
Papa y la conviertan en acción política. Como decía Brian Barry:
“En materia ambiental se sabe lo que hay que hacer; solo falta el
sujeto (político) que lo haga”.
Entre
el Papa y Greta, quizá la política le dé forma a ese sujeto.
Sergio Federovisky es biólogo, periodista ambiental y conductor de “Ambiente y Medio” por la TV Pública
Fuente:
Sergio Federovisky, El primer pecado colectivo, 20 noviembre 2019, Infobae.
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