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Luis Bressan, Angel Mannavella, Carla Zencich y Juan Carlos Toledo, productores de Arias y Cavanagh, en Arias, Córdoba. Foto: Diego Lima |
Cada desastre en la cuenca agrícola supera al anterior, en una escalada que responde tanto a factores climáticos como humanos.
por Federico
Rivas Molina
Lucas apoya sus
manos en las vías del tren. “No viene, vamos”, dice. “¿Estás
seguro?”, le pregunta Eloisa Frederking. “El tren no pasa mucho”,
le responde Lucas. El diálogo es entre la administradora de un campo
familiar de 2.600 hectáreas en el sur de Córdoba y su encargado.
Las vías del tren son el único acceso sin agua y una vez que la
todoterreno sube a los rieles no hay tiempo para el arrepentimiento.
Luego habrá que atravesar el campo de un vecino, y desde allí
ingresar por fin a la estancia. Hace 20 meses que Frederking cumple
con este ritual. Harta, paga, junto a otros productores, un camino de
siete kilómetros sobre la traza de uno vecinal que está desecho. El
desafío es terminarlo antes de que sea demasiado tarde para que las
sembradoras empiecen su trabajo de temporada. Por ese camino de
tierra y piedras también saldrán las cosechas de los dos últimos
dos años, acumuladas en el campo de Frederking en silobolsas, un
invento argentino que reemplazó a los viejos silos de chapa. “Acabo
de enterarme que el 80 % de todo el maíz se ha podrido. El granizo
rompió las bolsas y el agua arruinó los granos”, se lamenta la
productora. Tendrá que negociar ahora con algún ganadero para ver
si los granos sirven de alimento para vacas.
Frederking es
delegada de la Sociedad Rural Argentina (SRA) y tiene su campo en la
triple frontera entre las provincias de Buenos Aires, La Pampa y
Córdoba. “Aquí es donde comienza todo el problema del agua”,
dice. El río Quinto nace en unos bañados que acumulan el agua de
lluvia que baja desde las sierras cordobesas, se mete apenas en La
Pampa y luego entra con fuerza en Buenos Aires, junto a Banderaló,
un pequeño poblado del partido de General Villegas, 500 kilómetros
al oeste de la ciudad de Buenos Aires.
“Un viejo
refrán del campo dice que la sequía une y el agua separa”,
recuerda la mujer. Y aquí, en la triple frontera, el agua separó
tanto que los vecinos llegaron, incluso, a dispararse entre sí. En
el pico de la última crecida, en febrero de 2016, el gobernador de
La Pampa, el peronista Carlos Verna, abrió con topadoras un canal en
la ruta 188. “Usó mi excavadora y cortó la ruta para que empiece
a correr el agua hacia Buenos Aires. Después de ese conflicto, todos
empezamos a hablar de las inundaciones”, cuenta Nicolás Duhalde,
de 74 años, un productor que vive en el campo de 1.000 hectáreas
que trabaja del lado pampeano. “En el pico de la inundación
teníamos 1,2 metros más alta el agua del lado norte de la ruta que
del lado sur”, explica, “eso te da la pauta de que no tenés
pasada de un lado al otro”.
Se inició así
la guerra de las alcantarillas bajo carreteras y vías de tren. Los
del norte las abren para que el agua se vaya, lo del sur las tapan
para que el agua no llegue. El conflicto no es nuevo. Nació durante
las inundaciones de 1979, las primeras grandes de una secuencia que
se repitió en 1986, 1992, 2002 y 2012. Todos coinciden ahora en que
ésta es la peor. Las cifras asustan. La Confederación de
Asociaciones Rurales de Buenos Aires y La Pampa (Carbap) calcula que
al menos 10 millones de hectáreas, una superficie equivalente a la mitad de Uruguay, están inundadas o anegadas. Desde que el río
Quinto rebalso, no se habla de otra cosa. “Hoy hay viento, eso es
bueno”, “Acá no se hacen obras desde hace 20 años”, “Los de
abajo no quieren que les mandemos el agua”, “Hay que hacer más
alcantarillas”, “A mí se me murieron 32 vacas lecheras”. Todos
hablan del agua, todo el tiempo.
Pero ¿por qué
se inunda el campo argentino? Como en cualquier problema de difícil
solución, no hay sólo un motivo: en los 70 se inició un ciclo
húmedo y llueve más (1.600 milímetros en 2016, contra los 800
milímetros de promedio anual); las rutas, caminos y vías de
ferrocarril impiden que el agua circule; la falta de acuerdo entre
provincias demora cualquier plan integral de obras; y el monocultivo
de soja redujo, poco a poco, el poder de absorción de la tierra.
"La soja
consume 500 milímetros por hectárea y por ciclo, el maíz 650
milímetros y las pasturas para el ganado, como la alfalfa, entre 800
y 1.000 milímetros. La soja deja además el suelo desnudo y cuando
llueve el agua, en vez de infiltrar, escurre”, explica el
empresario agropecuario Pedro Ferreccio. La cuestión se agravó a
partir de 2003, cuando el Estado promovió el cultivo de soja, la
gran estrella de los commodities. “Si no plantabas soja te fundías.
Así fueron desapareciendo el maíz y el trigo y también la
ganadería”, dice Hugo Olano, con tierras repartidas a ambos lados
de la frontera entre La Pampa y Buenos Aires. La consecuencia fue un
lento pero persistente proceso de subida de las napas. “Hace 60
años, el agua estaba a 12 metros de profundidad, hoy le tenés a 50
centímetros”, advierte Ferreccio.
La otra parte del
problema es la falta de canales que lleven el agua hacia el río
Salado, la única salida hacia el mar que tiene el noroeste de Buenos Aires. El Gobierno de Mauricio Macri ha prometido que esta vez sí se
harán las obras necesarias de canalización, con un presupuesto de
10.000 millones de dólares que repartirá en 102 proyectos. “Es un
tema difícil de resolver. El agua que viene desde Córdoba baja 700
metros en menos de 100 kilómetros. Pero desde aquí al mar hay 650
kilómetros y la pendiente es de menos de 120 metros. El agua escurre
muy lentamente”, dice Carlos Jorgelino, uno de los últimos
productores de leche de la zona.
Jorgelino sufrió
mucho el pico de la crecida, hace dos meses. En 2015 produjo 7.000
litros diarios de leche con 210 vacas, pero esas mismas vacas apenas
le dieron 1.800 litros cuando estuvieron rodeadas por el agua. “Hoy
estamos en 5.200 litros, pero fue duro. No sabés cómo duele ver a
un animal morir atascado en el barrio, y que no puedas hacer nada
para salvarlo. Yo perdí 36 vacas lecheras”, se lamenta. Los
productores saben que el agua se irá en algún momento, porque “no
hay mal que dure cien años”. Pero en ese momento comenzará otra
pelea, política, contra años de promesas incumplidas.
Fuente:
Federico Rivas Molina, ¿Por qué se inunda el campo argentino?, 26/09/17, El País. Consultado 26/09/17.
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