por Brian Fagan
Cuando era niño
y vivía en el campo, en los años cincuenta, llamábamos a Londres “el gran humo”. Nos aterraba ir de visita durante los días de
invierno fríos y sin viento, en los que la niebla pestilente
permanecía casi posada en los tejados. Y no éramos los primeros en
quejarnos. Ya la reina Isabel I, nada menos, se sentía “muy
apenada y molesta con el sabor y el humo” del carbón. En 1661, el
escritor John Evelyn (1620-1706), famoso por sus Diarios, escribió
un panfleto titulado Fumifugium. En él se quejaba de que el carbón
había convertido Londres en “el infierno sobre la tierra”.
Evelyn hablaba de las “nubes de humo y azufre” y sugería una
medida -sacar las fábricas de la ciudad- de la que hicieron caso
omiso. A principios del XIX, algunas nieblas duraban una semana y
eran tan densas que era imposible leer de día en un interior, ni
siquiera al lado de una ventana. En un cementerio de Londres, una
lápida recuerda a un hombre “que murió de asfixia en la gran
niebla de Londres de 1814”. Con dos millones de habitantes en una
ciudad en expansión y una intensa actividad industrial, los gases
nocivos empeoraban cada vez más la calidad del aire. Las clásicas
nieblas de Londres, espesas y amarillentas, comenzaron en la década
de 1840. En la década de 1880, eran un fenómeno que se repetía
unas 60 veces al año.
Durante siglos,
las casas y los palacios se calentaron con leña, que olía bien y
era más limpia que el carbón. La madera se encareció a medida que
se deforestó el país debido a la edificación, la construcción de
barcos y la rápida expansión de la agricultura. A mediados del
siglo XVII, el carbón era el principal combustible en Londres. Su
uso se intensificó con el desarrollo de la máquina de vapor, que
permitió la extracción a grandes profundidades e impulsó la
demanda de combustible para alimentar todo tipo de industrias. Cuando
a la ecuación se sumaron las fábricas, las hilaturas de algodón,
los barcos de vapor y las locomotoras, el consumo de carbón se
disparó; pasó de unos 15 millones de toneladas anuales en 1814 a
183 millones 100 años después, al comenzar la I Guerra Mundial.
Parecía el combustible perfecto, salvo por su humo contaminante y letal. En la
década de 1830, un escritor dijo que los londinenses vivían en “un
turbio vapor y un denso manto de humo”. A finales del siglo XIX, el
carbón contaminaba todo y la suciedad y el polvo llegaban hasta
aldeas remotas. Cada vez llegaba menos luz solar y los árboles
morían por culpa de una sustancia nueva y horrible: la lluvia ácida, descubierta a mitad de siglo.
¿Cómo de grave
era el problema? El historiador del arte Hans Neuberger analizó
6.500 cuadros pintados entre 1400 y 1967, en 42 museos. Su estudio
revela que los pintores del siglo XVIII y principios del XIX solían
incluir nubes, que ocupaban entre un 50 % y un 75 % del lienzo. Dos
famosos artistas ingleses, John Constable y J. M. W. Turner, cubrían
de nubes hasta el 75 % de la imagen. Los cielos habían dejado de ser
tan azules como antes, y Neuberger lo atribuyó al tremendo aumento
de la contaminación por el carbón. En esa época, los londinenses
se asfixiaban con las nubes que sobrevolaban las calles y las
viviendas abarrotadas. Algunos artistas pintaban barcos de vapor que
remontaban el Támesis bajo una luz amarillenta o grisácea, y la
contaminación era un elemento tan esencial en los cuadros como los
árboles y los edificios. Muchos pintores ingleses huían al
extranjero durante la estación de nieblas, pero el impresionista Claude Monet no se fue, sino que pintó cientos de lienzos de un
Londres brumoso. Decía que la ciudad no sería tan hermosa sin su
niebla.
La quema
indiscriminada de carbón no solo ahogaba y hacía toser a los
peatones, sino que liberaba enormes concentraciones de dióxido de
carbono en la atmósfera. Muchos londinenses padecían problemas
respiratorios, sobre todo los pobres que se apiñaban en sucios
edificios de pisos. Y las nieblas se entrometían en la ficción. El
novelista Charles Dickens decía que las partículas de hollín negro
eran “la hiedra de Londres”, y Arthur Conan Doyle encerró en 1895 a su gran detective Sherlock Holmes en sus habitaciones por la
densa niebla que cubría la ciudad con “unos remolinos pardos y
grasientos que se condensaban como gotas de aceite en las ventanas”.
La introducción
gradual de estufas y cocinas de gas, la sustitución del vapor por
motores eléctricos, y el traslado de muchas fábricas fuera de la
ciudad contribuyeron a mejorar en parte la situación. Siguió
habiendo nieblas espesas, pero el Parlamento, presa de los intereses
empresariales, se negaba a aprobar leyes contra los humos. Hasta que
llegó la Gran Niebla del 4 de diciembre de 1952, provocada por un
frente frío y la ausencia total de viento. Una densa nube de niebla
amarilla sofocó el centro de Londres y un radio de 32 kilómetros.
El smog (smoke y fog, es decir, una mezcla de niebla y humo) fue tan
espeso que atravesarlo era como topar con un muro. No había
absolutamente ninguna visibilidad. El tráfico se paralizó. Londres
entero se paró. Una representación de la ópera La traviata en el
Sadler’s Wells Theater se canceló porque el público no podía ver
el escenario. Se calcula que la contaminación causada por el carbón
provocó la muerte de 12.000 personas.
La Gran Niebla de
1952 inspiró una serie de leyes de aire limpio que restringieron el
uso del carbón y fomentaron el del gas para calentarse y para
cocinar, y la quema de coque, que producía muy poco humo. Los
efectos fueron inmediatos, pero no bastaron para impedir otro gran
episodio de smog en diciembre de 1962. Yo tuve la mala suerte de
estar en Londres en aquel entonces. La visibilidad era casi nula y el
aire tenía un espesor de puré y olía a aceite requemado. Mientras
avanzaba a tientas por una calle que conocía bien, podía atisbar de
vez en cuando las casas a ambos lados. Me acordé de Sherlock Holmes
aislado en sus habitaciones y me sentí como si hubiéramos
retrocedido 75 años. Hubo 750 muertes más de las habituales. El
nivel de dióxido de carbono fue siete veces superior al normal, y el
de humo, 2,5 veces mayor. Millones de personas vivieron varios días
en unas condiciones lamentables.
Cualquiera que defienda el carbón como combustible viable para la industria debería
tener presente la vida en el Londres del siglo XIX o en ciudades que
sufren hoy la contaminación, como Bombay y Pekín.
Brian Fagan es
experto en historia del cambio climático, porfesor de la Universidad
de Santa Bárbara en California, y autor entre otros libros de
'Pequeña Edad de Hielo'.
Traducción de
María Luisa Rodríguez Tapia.
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Fuente:
Brian Fagan, Cuando la niebla de Londres mató a 12.000 personas, 22/09/17, El País. Consultado 25/09/17.
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