El uso incontrolado de carbón para calefacción hogareña, junto con un episodio climático llamado "inversión térmica", puso a Winston Churchilll primer ministro inglés contra las cuerdas y obligó la instauración de una política de aire limpio en Londres. La historia de esta curiosa enemistad.
Para
Winston Churchill, quizás la quintaescencia del político sagaz del
siglo XX, los nazis fueron un enemigo menos indescifrable que la
contaminación. Así, con candor, se lo puede ver en la serie "The
Crown", sobre la vida de la realeza británica, retrucando a
quienes le anuncian la gravedad de la niebla, inusual, superior a
todo episodio anterior, que cubrió Londres en la primera semana de
diciembre de 1952.
No
habrá sido su tozudez ni su ya perceptible senilidad lo que lo
condujo a aullar, indignado: "Es el clima, es una cosa de Dios,
nada se puede hacer sino esperar que se disipe". Más bien,
aunque con la licencia que da leerlo en la actualidad, debe
reconocerse que fue la matriz de pensamiento de la época (que hoy
sería ignorancia) la que precipitó su reflexión. Para Churchill,
si hacía frío había que quemar carbón para calefaccionar las
casas. La contaminación resultante era algo con lo que debía lidiar
la naturaleza, para diluirla, disiparla o, al menos, disimularla.
Todo
pareció una gran conspiración. Diciembre de 1952 comenzó más frío
que de costumbre en la capital inglesa. La economía de la posguerra
se recuperaba y quemar más carbón para enfrentar el frío era
posible para los bolsillos. Parte de esa recuperación era
consecuencia de las exportaciones. Entre ellas, la del carbón de
buena calidad. Los londinenses debían conformarse con uno menos
puro, más impregnado en azufre. La demanda de carbón para combatir
el frío no hizo más que añadirse a la inmensa cantidad que
habitualmente usaban las fábricas todavía situadas dentro de la
ciudad y acostumbradas a un tipo de producción con los mismos
parámetros ambientales que al comienzo de la Revolución Industrial:
ninguno.
La
densa masa de aire frío se posó sobre Londres. Se produjo lo que
los climatólogos definen como "inversión térmica": el
aire caliente, destinado a ascender, no era capaz de perforar esa
capa y se instaló por días sobre la ciudad. Ese aire caliente,
expulsado por miles de chimeneas y repleto de dióxido de carbono,
azufre, y otras cientos de sustancias tóxicas, era lo único
disponible para respirar.
Inicialmente
solo parecía una más de las características nieblas londinenses.
Pero el aire se hizo más espeso. Y más negro. Y la visibilidad en
las calles se redujo a pocos metros. Y el transporte público debió
ser suspendido. Y cerraron las escuelas. Y todo fue pánico y
hospitales desbordados, como aquel al que llegó Churchill para
constatar la muerte de una de sus secretarias y confirmar que no
había sido Dios sino el modo de producción inglés el que había
desatado la catástrofe.
Cuatro
años más tarde, aprendida la lección, Gran Bretaña impuso la
Clean Air Act que obligaba a las industrias a reemplazar los
combustibles fósiles en su sistema de producción y jubilaba al
carbón como modo de calefacción hogareño. El desastre había sido
colosal. La leyenda dice que se decidió detener en doce mil la
cuenta de la cantidad de muertos de esos escasos cuatro días de
diciembre de 1952. Suficiente para que la entonces jovencísima reina
evaluara la posible renuncia del primer Ministro, victorioso frente a
Adolf Hitler pero derrotado por la contaminación.
Cicatrices
es una sección del programa Ambiente y Medio que se emite todos los
sábados a las 16 por la Televisión Pública Argentina
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