miércoles, 24 de abril de 2024

Relato. La historia detrás de la foto de una de las águilas más grandes del país

Un águila poma junto a asu pichón, en las yungas de Jujuy (fotografía, gentileza Guillermo Galliano)


El águila poma vive en las yungas y es muy difícil fotografiarla. Sin embargo, a veces la persistencia da recompensa. Como en este caso.

Por Guillermo Galliano

Con una distribución muy acotada en el país, sólo en las yungas y entre los 600 y los 2.500 metros de altura, el águila poma se caracteriza por su gran tamaño, el diseño de su plumaje y su cresta, que le dan un aspecto imponente y majestuoso. Estas grandes rapaces necesitan enormes territorios para su subsistencia, en zonas de selva montañosa y húmeda, lo que reduce aún más la posibilidad de observarla en su hábitat.

En mi adolescencia, tenía una guía de aves de Tito Narosky y Darío Yzurieta. Si bien la edición actual ya tiene fotografías de las especies, aquellas primeras tenían sólo dibujos, realizados a mano por el gran Yzurieta. Es decir que mi única referencia de esta águila era sólo esa pequeña ilustración de apenas unos centímetros, ya algo desteñida por el paso del tiempo.

Miraba el águila por horas. Soy una persona optimista y pensaba hacer todo lo posible por fotografiar una ni bien surgiera la oportunidad. Pero algo dentro de mí me decía que tal vez nunca la vería. Son las reglas de la naturaleza y hay que aceptarlas.

Si bien he viajado a las yungas más de 20 veces y he recorrido sus parques nacionales, internándome en el Parque Baritú y llegando a la localidad de Lipeo (área de distribución del águila poma) jamás había tenido la suerte de verla, ni siquiera de planear alto como a ella le gusta. También habita en Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia, pero al viajar por esos países tampoco tuve la suerte de avistarla.

Llegó el día

Hasta que un día nos llegó a través da la Fundación Mil Aves información de que en una zona de la selva jujeña había un nido de águila poma, con algunas referencias concretas como para poder encontrarlo.

La información llegó a la tarde ese día y esa misma la medianoche ya estábamos con el equipo de la Fundación Mil Aves en la ruta, rumbo al lugar indicado. Fuimos Carlos Carmona, uno de los fundadores de la fundación Mil Aves y fotógrafo; Juan Martínez Casas, quien es el abogado de Mil Aves y fotógrafo; Guillermo Sferco, biólogo y coordinador de departamento de investigación científica de Mil Aves y yo.

Eran los primeros días de noviembre de 2021 y viajamos toda la noche. Había rutas cortadas por reparaciones y desvíos eternos por caminos de tierra intransitables. Pero el objetivo primero se cumplió: estar en zona indicada antes del amanecer.

No había luz y la selva se hacía sentir con su humedad y sus sonidos. Había un pequeño caserío para acceder al lugar señalado y debíamos pasar por unas propiedades que parecían deshabitadas. Se notaba, gracias al contorno que generaba la luz del amanecer, que nos esperaba una larga trepada por un gran cerro cubierto por densa vegetación.

No queríamos pasar por una propiedad privada sin permiso, por lo que decidimos esperar a un horario más prudente para hablar con algún vecino. Así fue como una amable señora se despertó con cuatro tipos armados con lentes y binoculares que le intentaban explicar por qué habían irrumpido la paz del caserío. El motivo era más raro para ella que el acento de Marte de los forasteros.

Entre dormida y aterrorizada, la señora nos autorizó, cual juez de paz local, a pasar por el patio de su vecino, que no estaba. Su beneplácito fue más que suficiente para que los morales y éticos del grupo saltaran rejas y alambrados de una propiedad privada. No dejamos rastros. Una vez cometido este acto semivandálico, comenzó la acción.

Camino al encuentro

El terreno se comenzó a empinar. Todo era una sola densa masa de vegetación, con helechos que parecían inofensivos pero cuando intentábamos abrirnos camino descubríamos que tenían espinas. Igualmente, hallamos sutiles huellas hechas por los animales.

La fatiga y la noche sin dormir se hacían sentir. La subida era abrupta y necesitábamos agarrarnos de la vegetación para poder trepar. Cada vez se nos dificultaba más trasladar el equipo: lentes, cámaras, flashes, trípodes y batería. De repente aparecimos en un bloque de alisos por donde era mucho má fácil desplazarse. El calor se hacía sentir y algunos insectos también.

Íbamos muy atentos ya que el nido podía aparecer. Estas águilas hacen una plataforma de palitos en un árbol, por lo general alto, y allí colocan un solo huevo, blanco con manchitas color café. Hallar un nido es difícil por la exuberante vegetación, la altura de los árboles y las profundas quebradas.

Todas las expectativas del equipo estaban puestas en la privilegiada vista de nuestro compañero Carlos Carmona, que todo lo ve. Subimos un poco más y, ya agotados, observamos arriba nuestro, a la derecha, en un árbol seco, al gran nido del águila poma.

Nos quedamos en silencio. La vista era buena desde ese punto y el biólogo se apostó ahí a esperar. Los tres fotógrafos decidimos subir aún más y, gracias a la pendiente de la montaña, estar a la misma altura que el nido. Era necesario ubicar una ventana entre la frondosa vegetación que nos permitiera verlo. Al lograrlo y tener el nido de frente y sin ramas ni hojas, pudimos observar a un hermoso pichón de águila poma sentado en el nido. Nos quedamos sin el último aliento que teníamos. Nos abrazamos de felicidad.

Con cautela y en silencio ubicamos entre raíces, troncos y helechos nuestros trípodes. De un momento a otro la acción comenzaría: sus padres llegarían a alimentarlo con una presa. En la dieta de esta especie están mamíferos arbóreos pequeños y aves medianas y grandes.

El pichón comenzó a moverse, a emitir sonidos y a mirar hacia arriba, cosa que también nosotros hicimos. Lo que lo alteraba era un cóndor andino que pasó planeando. Al volver a mirar el nido, ya estaba uno de los padres protegiendo al pichón del posible agresor: abrió sus alas, lo cubrió y, mirando fijo con sus ojos amarillos al cóndor, emitió un sonido muy agudo con el pico abierto.

La distancia y la visión eran inmejorables. El adulto se fue y el pichón quedó solo nuevamente. “Solo” es un decir, siempre uno de los dos adultos está en una rama cercana de guardia de su bien más preciado: su descendencia.

Pasamos allí horas que para mí fueron segundos. El pichón comenzó a moverse, alterado y nervioso, emitiendo sonidos fuertes y mirando hacia la profundidad del valle. De repente, con la magnificencia de las águilas, emergió una de ellas desde la profundidad del valle, con alas extendidas y (para alegría del pichón y de los fotógrafos) con una presa entre sus garras.

La presa era una pava de monte, un ave grande y común en las yungas. El adulto se posó en el nido, acomodó la presa y con una parsimonia increíble comenzó con su pico robusto a sacar minúsculos trocitos de carne y a depositarlos con delicadeza en el pico de su cría.

Fue una escena conmovedora. No sólo la vi y fotografié, sino que pudimos compartirla con un grupo de amigos unidos por la pasión por las aves y profundo amor y respeto por la naturaleza.


Guillermo Galliano es fotógrafo especializado en aves. Preside la Fundación Mil Aves, en Córdoba.


Fuente:

Guillermo Galliano, Relato. La historia detrás de la foto de una de las águilas más grandes del país, 21 abril 2024, La Voz del Interior.

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