Inundaciones catastróficas en Unquillo, el 15 de febrero de 2015. Foto: J. Stepanoff/ La Voz |
por Sergio
Federovisky
El título de
esta nota no es un error ni un juego de palabras. Es el título de un
libro escrito a comienzos de los ochenta por un sociólogo, Gilberto
Romero, y un urbanista, Andrew Maskrey, para explicarles a los legos -y principalmente a los políticos- que, pasado el tiempo de
culpar a los dioses por las calamidades del cielo, también resultaba
arcaico responsabilizar a la naturaleza por fenómenos que le son
inherentes.
Un fenómeno
natural, explicaban, es la lluvia. Un desastre natural es la
inundación, las pérdidas, los miles de evacuados que provoca. Y lo
que determina la magnitud de ese desastre no es la cantidad de lluvia
sino la vulnerabilidad de la sociedad sobre la que cae. La misma
lluvia, el mismo terremoto desatan consecuencias muy diferentes según
se produzca en Alemania o en Haití.
Ahora, caduco por
causa del conocimiento el argumento de los dioses y cuestionado por
la ciencia el método de culpar a la naturaleza por provocar nuestros
males actuales con fenómenos de miles de años, aparece un nuevo
"salvador": el cambio climático. El calentamiento global,
que según los científicos apenas si es responsable de agudizar los
extremos haciendo más inundables las zonas anegables y más áreas
de sequía, es el gran receptor de las excusas. Aún cuando los
antecedentes confirmen que fenómenos similares provocaron desastres
equivalentes en el pasado cercano, la lluvia de hoy, la inundación
de esta semana, el incendio forestal de ese mes adquieren, con el
cambio climático, una causa que en el discurso público apunta a
eximir de responsabilidades a los gestores.
Aludes
impresionantes como el que afectó a Jujuy a comienzos de enero son
conocidos en dicha zona cálida de los Andes desde tiempos de los
Incas: las altas cumbres se derriten, el agua baja rápida y turbia,
los arroyos secos del invierno se vuelven ríos caudalosos en verano.
Lo que hace la diferencia, y por caso provocó que dos veces en cinco
años Tartagal se viera arrasada por sendos aludes, es la
deforestación que "asfalta" el suelo y la urbanización en
el cauce de esos arroyos secos que luego se vuelven ríos.
Incendios
"intencionales" en la mitad sur de la Argentina seca
durante el verano o en la mitad norte durante el invierno se padecen
desde que el fuego dejó de ser un regulador natural de los
ecosistemas nativos y se propagó por fuerza de la implantación de
especies exóticas. Ante los tremendos fuegos que asolaron Córdoba
en septiembre de 2013, un bombero añoso explicó: la idea de
convertir Calamuchita en una sucursal paisajística de Suiza con
pinos canadienses fue como sembrar de antorchas las sierras.
Pero cuando los
registros develan que inundaciones, sequías, aludes o incendios
similares viene repitiéndose -y agravándose- sin respiro en las
últimas cuatro décadas, brota un fetiche reiterado y eficaz: las
obras.
Alguien dijo que
para conocer lo que pasa hoy nada mejor que leer a los clásicos. En
1884, Florentino Ameghino escribió un libro de título soso ("Las
secas y las inundaciones en la provincia de Buenos Aires") pero
de bajada determinante: "Obras de retención y no obras de
desagüe". Demás está decir que lo que Ameghino describe como
ciclo natural de alternancia de sequías e inundaciones (en tiempos
sin cambio climático, vale aclarar) funciona para todo lo que
conocemos como Pampa húmeda: la provincia de Buenos Aires, pero
también el sudeste de Córdoba y la mitad sur de Santa Fe. Cuando
hoy se observan en los noticieros las imágenes dantescas de rutas
cortadas y campos en los que ya no hay soja sino pejerreyes, y se
escucha el reclamo-promesa de "obras, canales y desagües",
conviene releer a Ameghino. Ante la demanda (hace casi 140 años) de
obras, respondía, luego de estudiar la dinámica de ese ecosistema:
"Los canales de desagüe probablemente reportarán más
perjuicios que beneficios" y "es posible que no eviten por
completo las inundaciones como suele creerse".
Tres cosas se han
hecho en el último siglo en la Pampa húmeda: urbanización
incontrolada, modelo agrícola anárquico y favorable sólo a las
grandes extensiones de tierra, y obras de desagüe.
La urbanización
incontrolada ha ocupado planicies de inundación (es decir, terrenos
que pertenecen naturalmente a los ríos). El modelo agrícola,
principalmente en las últimas dos décadas, ha favorecido la
impermeabilización de los campos. Y las obras de desagüe alteraron
un ecosistema en el que, como decía Ameghino, no hay sobrante de
agua en el balance. Por eso, existen las lagunas y los ríos de andar
lento. Por el contrario, los canales, en un relieve plano, sacaron el
agua de un lugar para llevarla a otro. Los canales servirán en otra
región, con sobrante neto de agua y pendientes pronunciadas, decía
Ameghino, quien en cambio proponía un sistema de retención de agua
en tiempos y lugares de excedente para llevarla a sitios y momentos
de faltante.
Las obras de
desagüe, además, tratan de compensar el daño provocado por los
otros dos factores (urbanización y modelo agrícola), sin pretender
remediarlos y mucho menos modificarlos.
En la actualidad,
dirían los teóricos del ambiente, no hacen falta tantos caños como
manejo. Eso que hace más de un siglo describía Ameghino.
El autor es
biólogo, periodista ambiental, conductor de "Ambiente y Medio"
por la TV Pública.
Fuente:
Sergio Federovisky, Los desastres no son naturales, 15/02/17, Infobae. Consultado 15/02/17.
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