
El País visita Bento Rodrigues, el pueblo afectado por la mayor catástrofe medioambiental de Brasil.
por Heloísa Mendonça
Mariana (Minas
Gerais). Hace un año, el
tsunami de barro que se produjo tras la rotura de la presa de
contención de desechos mineros, desgajó del suelo la casa de José
Barbosa, su mercería, los productos que vendía, un cajón donde
guardaba 60.000 reales (unos 18.600 dólares) para comprarse un
camión y, lo que es peor, la rutina de una vida entera. “Echo de
menos charlar con los vecinos, jugar al futbolín, la convivencia,
vamos…. No logré llevarme nada de allí, solo tristeza”, cuenta,
con una mirada triste, frente a su antiguo establecimiento, cubierto
de barro.
Hoy, Barbosa y
las casi 250 familias del pueblo de Bento Rodrigues desalojadas tras
el desastre viven en casas o pisos alquilados por la empresa Samarco,
propietaria de la presa, en la ciudad cercana de Mariana. Todos
intentan adaptarse a su nueva rutina urbana. En Bento, como llaman
cariñosamente al pueblo, no ha quedado nadie.
A quien nunca
haya estado en el pueblo minero antes del mayor desastre ambiental
del país le resultaría difícil imaginarse cómo eran las casas,
cómo la vida de sus habitantes, dónde estaba la plaza principal o
la capilla de San Benedicto, del siglo XVIII, que la avalancha de
barro se llevó por delante. Los restos y los escombros son pocos.
Incluso en la parte más alta del pueblo, donde las construcciones no
se vieron afectadas por la inundación, el panorama es de
destrucción. Ventanas, puertas y tejados fueron saqueados durante
los primeros días tras la tragedia. Ahora, las casas parecen
esqueletos de casas.
Los pocos árboles
que quedaron en la parte baja del pueblo todavía están teñidos de
marrón y revelan que el barro llegó a casi 15 metros de altura. Una
de las paredes que resistieron al tsunami de desechos es la de la
Escuela Municipal de Bento Rodrigues, donde se lee la frase de
protesta y devoción: “Samarco quería matarnos, pero Jesús nos
salvó”.
60 horas contra
15 minutos
Todo sucedió muy
rápido. El protocolo de seguridad de la empresa minera preveía que,
en caso de que se rompiera la presa de contención, Samarco tendría
60 horas para avisar del desastre por teléfono a todos los
habitantes de Bento Rodrigues, de modo que no era obligatorio
instalar ni sirenas en la zona. Sin embargo, el 5 de noviembre de
2015, todo ocurrió en 15 minutos. La avalancha de barro se cobró 19
muertos, miles de desalojados y dejó un rastro de destrucción que
se extendió por 650 kilómetros, hasta la costa, dañando
extensiones inmensas de bosque atlántico originario de Brasil y la
cuenca del Río Doce, por donde discurrió el mar de barro. La
Fiscalía ya ha acusad a las empresas y sus ejecutivos de las muertes
y de una serie de delitos medioambientales.
“No llamó
nadie de Samarco, me enteré por Paula”, cuenta indignada una de
las vecinas afectadas. Paula Geralda Alves tuvo que hacer de sirena.
La antigua vecina de Bento Rodrigues trabajaba en Brandt, una empresa
dependiente de Samarco, y escuchó por la radio de una de las
furgonetas de la empresa minera alertando de que la presa se había
roto. En seguida cogió su moto y se fue en dirección al pueblo,
tocando la bocina y gritando: “Que todo el mundo corra, se ha roto
la presa”. Fue una de las voces que salvaron a muchos de los
habitantes, sorprendidos por 40 millones de metros cúbicos de barro
que avanzaban sobre el pueblo, las aldeas vecinas y el Río Doce.
Hoy, en medio de
las ruinas de Bento, hay una placa que dice: “Al oír la sirena,
evacúe el área”. Parece una ironía para los que vivían allí.
Tras la tragedia, la empresa minera, que no ha vuelto a retomar las actividades, decidió instalar sirenas en las áreas cerca de las
presas donde todavía vive gente. Actualmente hay 20 aparatos en
diferentes regiones.
Cuando el barro
se secó un poco, algunos vecinos consiguieron volver a Bento para
intentar recuperar algo que les sirviera de recuerdo: una foto, un
osito de peluche, un documento o hasta un portón. Pero dejaron atrás
pares de zapatos perdidos, pañales, cajas, colchones, ropa rasgada,
trapos y otros objetos cotidianos cubiertos de barro. Sandra
Domertides Quintão, de 44 años, dueña de una fonda centenaria que
había heredado de su padre y un restaurante que formaba parte de la
ruta turística de la Carretera Real, vio cómo el edificio de dos
pisos se desplomaba el día de la tragedia y, durante mucho tiempo,
creyó que no podría recuperar un solo recuerdo físico de su vida
en Bento. Sin embargo, nueve meses después de perderlo todo,
consiguió desenterrar dos cacerolas que había guardado bajo una
escalera. Sandra también sujeta, feliz, una foto antigua de la casa
centenaria. “Estaba enmarcada, en el restaurante. La verdadera se
la llevó el barro, pero un cliente de fuera del pueblo había sacado
una foto de la imagen y me envió esta foto, ¡qué alegría me
dio!”, cuenta Sandra, que todavía sueña con recuperar el suelo de
piedra que puede estar escondido bajo el barro solidificado.
La sensación de
pueblo fantasma no es mayor porque, en medio de un laberinto marrón
de ruinas, el verde resurge. Plátanos, arbustos y hasta flores dan
cierta idea de esperanza a la pura desolación. Son las primeras
señales de vida que brotan de una tierra arrasada. El silencio ya no
reina en el lugar. Lo rompieron hace más de un mes las excavadoras
de Samarco, empresa controlada por la brasileña Vale y por la
angloaustraliana BHP Billiton. La empresa minera está construyendo
una nueva presa de contención, llamada S4, entre lo que quedó de
Bento y el río Gualaxo do Norte.
Las obras, según
Samarco, son de emergencia y tienen el objetivo de impedir que, con
la llegada de las lluvias, el barro vuelva a alcanzar el Río Doce,
ya bastante afectado por la tragedia. Retirar los desechos esparcidos
por la zona requeriría una ingeniería compleja y, por ese motivo,
optaron por construir una presa, que estará lista en enero de 2017 y
se desactivará cinco años después, según los cálculos de
Samarco.
Sin embargo, la
nueva estructura no está exenta de polémica, ya que provocará la
inundación de parte de Bento Rodrigues, incluyendo un muro de piedra
del siglo XIX. La decisión ha disgustado a la mayoría de los
exhabitantes del pueblo, que quiere conservar lo poco que quedó del
lugar en el que vivieron. La obra polémica se autorizó mediante un
decreto firmado por el gobernador del Estado de Minas Gerais,
Fernando Pimentel, del Partido de los Trabajadores, en septiembre.
“Solo podemos
inundar aquellas partes que ya han sido afectadas por los desechos,
pero vamos a conservar la capilla, el cementerio y las ruinas que
todavía permanecen erguidas. (...) La gente todavía no está
convencida, entendemos que creen que la obra puede utilizarse para
retomar las actividades de la empresa, pero no es verdad”, explica
el coordinador de obras de Samarco, Eduardo Moreira.
Sin embargo,
muchos vecinos dudan. “No me creo que quieran desmontarla cuando
esté todo inundado. De nuevo, se van a llevar parte de nuestra
historia y van a encubrir el crimen que cometieron”, dice la
auxiliar de odontología Mônica Santos, de 31 años.
Mónica echa
tanto de menos su pueblo que hace algunas semanas decidió, junto con
un grupo de antiguos vecinos, hacer lo que más añora: irse a dormir
y despertarse en Bento. Todos entraron en el pueblo por la noche, sin
avisar a nadie, por un lugar donde no hay ningún guardia de
seguridad. “Amo mucho ese pueblo. Llevamos tiendas de campaña,
hicimos una barbacoa, reímos y lloramos recordando nuestra vida
allí. Fue una noche mágica”, cuenta.
Fuente:
Heloísa Mendonça, Lo que el barro se llevó, 05/11/16, El País.
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