Toda
su historia es la historia de una batalla contra la desigualdad.
Estudiar física en India, denunciar a las corporaciones
biotecnológicas, crear comunidades de semillas para preservar la
vida de la depredación corporativa. También es un ejemplo de qué
rol cumple la prensa en esta guerra contra la naturaleza. En esta
nota, Soledad Barruti traza un perfil indispensable para comprender
qué significa hoy Vandana Shiva.
(Soledad
Barruti/lavaca) En 2014, en su última edición de agosto The New
Yorker, la revista más influyentes de la cultura norteamericana, y
una de las más leídas en el mundo con al menos un millón de
suscriptores e incontables lectores online, dedicaba un despliegue
insólito a un personaje que aparentemente no tiene nada que ver con
lo que se vende entre esas páginas: Vandana Shiva. No era un perfil,
tampoco un reportaje, parecía la obsesión de uno de los periodistas
fijos del staff, Michael Specter (ex The New York Times y The
Washington Post), por seguir los pasos de quien presentaba -palabras
más, palabras menos- como la ambientalista hindú líder de una
minúscula pero ruidosa oposición a los organismos genéticamente
modificados, que avanza en ese país en detrimento del resto de la
población. Alguien que urgía desenmascarar: por el hambre, la
nutrición, la pobreza, la sustentabilidad; por lo que sostiene a la
biotecnología entre nosotros hace añares: promesas que suenan al
cielo.
Specter
anduvo por India, visitó algunos productores, la filial Monsanto de
por allá y descubrió lo que tantos viajeros que después reportan
en Trip Advisor: un país colorido y especiado donde se ven cosas
rarísimas como gente hablando por celular arriba de elefantes. Un
país con pensamiento mágico. Un país de donde sale alguien como
Shiva: una cortina de humo, una excentricidad for export enfundada en
saris.
Es
raro leer notas escritas con esa, llamémosla, animosidad en una
publicación que se jacta de ser de lo más intelectual, y de
preservar una mirada decididamente urbana. Sin embargo ahí estaba:
páginas y páginas: “Shiva lleva un mensaje que ha perfeccionado
por tres décadas: la ingeniería, el patentamiento, y la
transformación de las semillas hacia un paquete de propiedad
intelectual, ha llevado a compañías multinacionales como Monsanto,
asistidos por el Banco Mundial, el gobierno de Estados Unidos y
filántropos como Bill y Melinda Gates, a imponer un totalitarismo
alimentario. Ella describe la lucha contra la agricultura con
biotecnología como una guerra global de pequeños campesinos que
dependen de lo que producen para sobrevivir contra un grupo de
compañías gigantes”. Y nada de esto es verdad.
Por
supuesto esta última línea no era así de clara, Specter se ocupó
de no decirlo tan directamente, sino de llevar al lector a esta
conclusión: son personas como Shiva las que no dejan avanzar a la
ciencia cuando estamos en tiempo de descuento frente a un problemón,
“vamos a tener dos Indias más en 2050, ¿cuál es la salida?”.
Semillas
de duda, tituló el artículo. Y la editorial lo largó a la calle
esperando que hiciera lo que hasta ahora no habían logrado. Porque
ese año el grupo que publica The New Yorker -Conde Nast- había
firmado un acuerdo con Monsanto para trabajar en distintas piezas
sobre el futuro de la comida y la importancia de los transgénicos.
Pero no venía siendo fácil: los periodistas estrellas
especializados en alimentación no quisieron participar y las notas
tradicionales dedicadas a la ciencia ya no surtían efecto.
Vandana
Shiva era un blanco difícil. No sólo porque desde comienzos de los
90, se mantiene imperturbable en las listas de personas más
influyentes de Times, Fortune, The Guardian. Tampoco porque en su
país logró frena proyectos mineros, forestales, a Coca Cola, y a
Monsanto (mucho gracias a que ella existe, India no permite la
producción de alimentos transgénicos, sólo de algodón). Menos
porque al hambre y malnutrición que les legaron años de
colonialismo y tratados de libre comercio, responde con organización
humana, bancos de semillas, tierras compartidas. Lo que realmente
molesta de Shiva es que puede, si quiere, hablar su mismo idioma y
quebrar el discurso desde adentro.
La no
carrera de Vandana
Vandana
Shiva es una filósofa aguda, escritora de un estante completo de
libros, activista con más de un triunfo, pero antes que eso, se
graduó como física, hizo una especialización en la teoría
cuántica y dedico un tiempo a investigar. Es científica. Y como
científica asegura que la ciencia occidental, reduccionista, rentada
es lo más anticientífico que existe: “Estos científicos
representan al 5 por ciento de la ciencia y, sin embargo, bloquean al
mundo y sus carreras en un desarrollo como la biotecnología y la
transgénesis, obturando otras posibilidades, algo que derrumba la
idea misma de ciencia que tiene que estar abierta a nuevos
paradigmas”, dijo Shiva más de una vez y del otro lado algo se
escuchó romperse.
Specter
hizo una nota larguísima, que incluyó miles de kilómetros, para
poner a Shiva en potencial: nada era demasiado cierto. Ni sus
títulos, ni sus investigación, ni la India que representaba. Shiva
recibió la revista e hizo una larga respuesta punto por punto que
concluyó: “El artículo es una señal de que la indignación
mundial contra el control de las semillas y la alimentación está
haciendo estragos en el mundo de la biotecnología. Creen que las
calumnias van a destruir mi carrera. Lo que no entienden es que
conscientemente di por terminada una “carrera” en 1982. La cambié
por una vida de servicio. El espíritu de servicio inspirado en la
verdad, la conciencia y la compasión no puede ser detenido por
amenazas o ataques. Para mí, la ciencia siempre ha estado a punto de
servicio, no la servidumbre”.
Así
si algo hizo la nota del New Yorker fue prender la luz sobre la
campaña multimillonaria con que Monsanto quería limpiar su imagen,
y señalar quien era hoy su principal enemiga: esta mujer lúcida, de
sonrisa luminosa, que transmite mensajes de paz mientras expone una a
una las fallas del sistema. Una mujer con un trabajo de casi 40 años
que encuentra eco en cada pueblo que se une a defender sus recursos,
sus culturas, sus semillas. De la India a la China, Centro América,
Brasil y ahora, Argentina.
Biografía
de una científica diferente
Vandana
Shiva nació en el valle de Doon, en el Himalaya rodeada de montañas
aire, niebla, nubes, sol, agua y árboles de un verde furiosamente
vivo. Sus padres eran parte del movimiento independentista, y ella
hizo un esfuerzo descomunal para estudiar: contra la falta de dinero,
su sexo que la condenaba, una idea de mundo que se imponía con
fuerza bruta. Eligió física, y de la física esa teoría que
cuestiona la composición de la materia para estudiar la
interconexión en lo invisible que tiene todo lo que existe. Dice que
lo hizo para entender como trabaja el mundo, con nosotros como parte
de una red de animales, bacterias, volcanes, océanos. Y que en eso
andaba, en Canadá, en los 70 cuando se enteró que el paisaje que la
había formado estaba empezando a desaparecer, a desintegrarse, a
caer como parte de una India que se entregaba de lleno y sin saber a
un capitalismo corporativo que llegaría para quitar las flores de
los altares y reemplazarlas por galletitas. Shiva supo que la única
línea de defensa que se había armado eran campesinas que cuando
sintieron el ruido de los troncos, las hojas, los pájaros, los
insectos, estrellados contra el suelo se abrazaron al bosque que
quedaba en pie inaugurando una de esas hermosas protestas de paz que
son más poderosas que toda la violencia desatada. Si querían matar
la vida que lo hicieran sin eufemismos: mostrando sangre, masacrando
cuerpos, escuchando los gritos. La llamaron Chipko, duró años y
Vandana volvió a India cada verano, aprovechando su tiempo libre,
para sumársele como voluntaria. “No fue el posgrado, no fue el
máster, fueron esas mujeres entre esos árboles las que me enseñaron
todo lo que sé”, dice cada vez que puede.
Hambre
y control
A esa
primera batalla le siguió una inclaudicable por mostrar las grietas
de la Revolución Verde que terminaron abriendo en su país un
precipicio de miseria del que millones de agricultores no salieron
más. Porque si bien era cierto que las plantas logradas por Norman
Borlaug en laboratorio eran superproductivas, no estaban ahí para
alimentar sino para exportar, especular, hacer todo eso que se hace
con los commodities. En adelante, la fórmula que pretende dar de
comer al mundo resultó siempre una desgracia. Sobre todo para los
campesinos que venían de padecer la colonia, el despojo de sus
tierras, el acorralamiento hacia la marginalidad. La solución al
hambre pensada como más comida y mejores negocios a su alrededor
tenía un cúmulo de dificultades: tener que comprar semillas y tener
que hacerlo año tras año porque las híbridas no duraban. Precisar
grandes extensiones cuando los campesinos tenían territorios más
bien breves. Adquirir costosas máquinas, toneladas de fertilizantes
y venenos que venían en el combo, para contener un ecosistema que no
dejaba de buscar el equilibrio perdido mientras los insectos se
hacían plagas; las hierbas, malezas; los suelos, un castigo; la
vida, un infierno todavía más tóxico y más pobre. Punjab, la
capital de la Revolución Verde recibía los 80 con 30 mil
asesinatos. Bhopal hizo lo que faltaba: el escape de isocianato de
metilo de una fábrica de plaguicidas norteamericana (Union Caribe,
luego adquirida por Dow Chemical) en la que al menos 20 mil personas
murieron, 600 mil quedaron intoxicadas y un territorio importante
quedó desvastado e inhabitable mostró que “se trataba de un
modelo productivo basado en la guerra”. Vandana Shiva escribió eso
mismo en un libro que tituló: La violencia de la Revolución Verde,
desafiando el discurso cerrado de
producción-igual-seguridad-alimentaria que había terminado con
Bourlang con el nobel de la Paz.
Con
esa publicación, Shiva empezó a entrar a lugares que ni sabía que
existían: reuniones de biotecnología, por ejemplo, donde se daban
cita los científicos de las corporaciones más importantes.
Terminaban los 80 y todo lo que anunciaban parecía un poco ciencia
ficción: el plan era pasar de la hibridación a la transgénesis y
de ahí al patentamiento. Le resultó ambicioso, mesiánico, pero no
descabellado: “Si controlás el mercado de armas, controlás las
guerras. Si controlás la comida, controlás la sociedad. Pero si
controlás las semillas, controlás la vida en la tierra”.
Vandana
feminista: la ciencia patriarcal
“Lo
que llamamos ciencia es un proyecto estrecho y patriarcal para un
corto momento de la historia. Erigimos una ciencia reduccionista y
maquinal. Una ciencia basada en la dominación de la naturaleza. Es
el conocimiento generado para la explotación el que fue tomado como
conocimiento científico”, dice Vandana Shiva.
La
cara más grotesca de esa ideología se vivió en India en 2005. Y no
fue en torno a un alimento sino a un árbol no comestible llamado
neem, que los pequeños agricultores e indígenas de su país usan
hace miles de años para repeler insectos y hongos. Usos que el mundo
occidental tomó siempre por supersticiones. Hasta que un grupo de
investigadores de eso que andaban como andan buscando cosas nuevas
que inventar en la naturaleza, comprobó que no. O que sí: que los
hindúes estaban en lo correcto: que el neem era una especie de súper
planta que servía para muchas cosas, como hacer biorepelentes por
ejemplo. Y entonces comenzó lo que comienza con esos
descubrimientos: una carrera corporativa por patentar el hallazgo.
Diez años duró la lucha porque el neem siguiera siendo lo que fue
siempre: un árbol sin copyright. Y ganarla fue el puntapié para
darles fuerza a mucho de lo que iba a venir después: pelear contra
Coca Cola y la privatización del agua, y contra el avance del
algodón BT y las leyes de Monsanto, que elevaron los costos de
producción en más de un 8 mil por ciento, asfixiando pequeños
productores hasta el suicidio: 270 mil productores al menos.
“Las
guerras son de todos los días”, empezó a ver Vandana. A
comunicar. A denunciar. A combatir. “A donde mires, al rincón del
planta que quieras ahora mismo vas a ver eso: una guerra por la
apropiación de lo que es de todos, por el control”.
Así
mientras Burlang dio con las semillas que dieron inicio al
agronegocio (que se coronaría finalmente en los 90 con la llegada de
los cultivos transgénicos), Vandana Shiva encontró con claridad por
dónde había que cortar la cabeza de esta medusa que nos gobierna:
hay que crear un nuevo paradigma basado en la construcción de
saberes regidos, justamente, por una visión más científica del
mundo, no estrecha, irreflexiva y limitada como la que sale de la
necesidad de aumentar ganancias; sino curiosa, interdisciplinaria,
altruista, como la que condujo a la ciencia antes de esta tremenda
modernidad.
En
Movimiento
Navdanya.
Así se llama el movimiento creado por Vandana Shiva en India a fines
de los 80 que transformó a las semillas libres en la punta de lanza
de este urgente cambio de paradigma: por la ciencia digna y contra el
cambio climático, la inseguridad y falta de soberanía alimentaria,
la mercantilización de los bienes comunes; pero también, contra los
efectos menos evidentes del sistema: la violencia, la criminalidad,
la falta de empatía. Contra un sistema patriarcal que en su país
detona una violación cada 20 minutos. Hoy Navdanya son 122 casas de
semillas en 18 provincias con 750 mil campesinos que comparten y
custodian ese patrimonio. Y por encima de eso es un movimiento por la
democracia planetaria y el empoderamiento femenino donde se cultivan
saberes, empatía y compasión. También es una universidad, La
Universidad de la tierra. Y es un espacio permanente de trabajo y
estudio en granjas, donde periódicamente se realizan informes y
estudios con la idea de que las campesinas son científicos en cuanto
a investigadoras y creadoras de saber. Ecofeminismo lo bautizó:
porque sobre todo se trata de mujeres (“las semillas han sido
seleccionadas por las mujeres generación tras generación, durante
miles de años. Son las mujeres las que ocupan del 50 al 80 por
ciento de la producción según el país. Y son ellas las que están
en peligro: las parteras de la agricultura”, dice) trabajando por
la agroecología, demostrando que la tierra cultivada a pequeña
escala con respeto y entendimiento alimenta, estabiliza el
medioambiente, y acerca a las personas. Lo contrario a lo que produce
la agricultura industrial globalizada. “El sistema se funda en
mentalidad patriarcal capitalista que ha agravado la violencia.
Vivimos en un orden de guerra contra la tierra, contra el cuerpo de
la mujer, contra las economías locales y contra la democracia. Y
creo que tenemos que ver las conexiones entre todas estas formas de
violencia. Todo está conectado. Es una sola pieza”.
Vandana
Shiva está lejos de ser cándida, inocente, romántica. Ve con ojos
bien abiertos todo, principalmente el daño. El pasado, el presente y
el que se anuncia como potencial apocalipsis ahora nomás. Pero
entiende que estamos buscando las soluciones en el lugar equivocado
hace casi 100 años y que llegó el momento de sembrar algo distinto,
algo mejor y más inteligente. “El monocultivo daña la mente:
parte del problema al que nos enfrentamos en el mundo es que hay
demasiadas soluciones individuales y globalizadas, ofrecidas sin
cuidado. Tenemos que hacer que crezcan múltiples soluciones, porque
la única solución que proponen los que tienen el poder, es una
solución sin vida. En manos del paradigma que nos gobierna no hay
futuro para la humanidad”, dice. “Creo que es hora de reconocer
que hay millones de soluciones; hay tantas soluciones como personas.
Y cada persona creativa, con desatar su empatía, puede trabajar por
respetar los derechos de la Madre Tierra, los derechos de la
humanidad, nuestra humanidad común, la igualdad entre hombres y
mujeres, blancos y negros, jóvenes y viejos”. Un mundo que
garantice, nada menos, la vida en la tierra, algo que hoy, así como
van las cosas, todavía está por verse.
Fuente:
Soledad Barruti, Vandana Shiva en Argentina: la primera enemiga de Monsanto, 06/06/16, Lavaca.
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