Alternativas
al modelo fósil. Entrevistamos a la socióloga e investigadora
Maristella Svampa a propósito de los desafíos de una transición
justa en Argentina hacia una matriz sustentable y diversificada. Vaca
Muerta, el Green New Deal y la juventud que lucha por el clima, entre
otros temas.
Maristella
Svampa es una reconocida socióloga y escritora argentina.
Investigadora principal del Conicet y profesora titular de la cátedra
de Teoría Social Latinoamericana de la Universidad Nacional de La
Plata, desde 2011 participa del Grupo de Alternativas al Desarrollo
junto a otros intelectuales y académicos del Cono Sur.
Ha
publicado una serie de libros entre los que destacamos Maldesarrollo:
la Argentina del extractivismo y el despojo (2014), escrito en
colaboración con el abogado ambientalista Enrique Viale, y Debates
Latinoamericanos: Indianismo, Desarrollo, Dependencia y Populismo
(2016), por el que obtuvo el Premio Nacional de Ensayo sociológico
2018. Próximamente lanzará un nuevo libro, Una brújula en tiempos
de crisis climática: ¿por qué es necesario salir de los modelos de
maldesarrollo? (Siglo XXI), también en colaboración con Enrique
Viale.
En
los últimos años ha centrado su investigación en los desafíos de
la transición energética y ecológica. Desde 2018 co-dirige con el
ingeniero electricista y Magister en Sistemas Ambientales Humanos,
Pablo Bertinat, un proyecto sobre Transición energética, financiado
por la Agencia Nacional de Investigación Científica y Técnica.
Juntos coordinan el Grupo de Estudios Críticos e Interdisciplinarios
sobre la Problemática Energética (GECIPE), un “grupo de
investigación que aborda la problemática energética y la
transición postfósil desde una perspectiva integral”, en el cual
confluyen una veintena de investigadores del Conicet y de diferentes
universidades públicas del país, como la UNLP, la UBA, la UNGS y la
UTN de Rosario.
A
propósito de esto último es que desde La Izquierda Diario
entrevistamos a Maristella Svampa para tratar los desafíos de una
transición energética justa en Argentina y los alcances políticos
y sociales que conlleva.
En
septiembre de 2019 un informe de Climate Action Tracker destacó que
Argentina podría liderar a nivel internacional una transición
energética exitosa -haciendo eje en el suministro de electricidad,
en el sector de edificios residenciales y en el transporte
terrestre-, lo que implicaría múltiples beneficios a nivel laboral,
económico, sanitario y habitacional, en coincidencia con lo señalado
por varios grupos de investigación en el plano nacional. Sin
embargo, la política de subsidios a los combustibles fósiles,
convencionales y no convencionales, constituiría un obstáculo para
dicho objetivo. ¿Es posible una transición energética justa en
Argentina? ¿Es posible con los actuales lazos de dependencia y
penetración de capitales extranjeros? ¿Por qué no se ha podido
cumplir ni en lo más mínimo con el plan Renovar desde que fue
sancionado en 2016?
Creo
que es posible una transición energética justa, a condición de
entender que en Argentina los obstáculos no son solo económicos,
políticos y geopolíticos, sino también de tipo
ideológico-epistemológico. Nuestras élites y, en general, gran
parte de la sociedad está acostumbrada a concebir el desarrollo en
clave extractiva, productivista y exportadora, a lo que hay que sumar
la visión “eldoradista”. Vaca Muerta, en esa línea, representa
una encarnación de esa visión. El sueño de “El Dorado” deviene
un grave obstáculo epistemológico para comprender la necesidad de
la transición y redefinirla correctamente, sobre todo en un contexto
de crisis climática. Así, en Argentina, hay que romper no sólo con
la dependencia del patrón energético basado en la extracción de
hidrocarburos, promoviendo el desarrollo de energías alternativas no
contaminantes (eólica y solar), sino también con el imaginario
“eldoradista” que se ha instalado casi como una suerte estructura
de inteligibilidad profunda, no sólo en el sector petrolero (lo cual
es explicable), sino a nivel de la clase política y las élites
económicas.
Por
ejemplo, los escenarios de transición con los cuales está
trabajando el actual gobierno argentino incluyen Vaca Muerta. Ahora
bien, juntar en una misma frase “Vaca Muerta” y “Transición”,
es un oxímoron. El gas del fracking está lejos de ser un
“combustible de transición”, como ya ha sido probado por
diferentes estudios, y cuesta creer que algunos todavía lo piensen
en estos términos. Como me dijo hace menos de un año un
especialista en energía, que hoy forma parte del gobierno de Alberto
Fernández, cuando yo le objeté que en su presentación colocara a
Vaca Muerta dentro de la hipótesis de transición: “Si no incluyo
a Vaca Muerta, no me escuchan”.
Por
otro lado, aquí el ingreso de las energías renovables es reciente.
Recordemos que bajo los diferentes gobiernos kirchneristas
(2003-2015), la obturación de una discusión sobre la energía fósil
(su viabilidad, las controversias sobre su sostenibilidad) y el
posterior giro “eldoradista” con Vaca Muerta, tuvieron como
correlato la clausura de cualquier debate serio sobre la transición
energética y sus complejidades. En realidad, quien instaló la
cuestión de las energías renovables en la agenda política fue el
gobierno de Cambiemos (2015-2019), pero éste lo hizo en un marco de
mercantilización extrema y de acentuación de la dependencia
económica y tecnológica. La política de energías renovables
(básicamente las licitaciones Renovar I, II y III) ampliaron el
poder de las grandes corporaciones nacionales y globales y acentuaron
la mercantilización de la energía, independientemente de la fuente.
La
apuesta de Cambiemos fue asegurar que los proyectos de energía
renovable se instalasen, demostrar que el precio de éstas podía ser
competitivo respecto de otras fuentes energéticas y, sobre todo,
establecer las condiciones para que la energía renovable en
Argentina fuera vista como un “negocio” para las grandes
corporaciones globales de energía renovable. Además de los
sospechosos negociados en torno a estas licitaciones (el “capitalismo
de amigos”, en su versión neoliberal), el vertiginoso proceso de
mercantilización de las energías renovables se dio sin que hubiera
una discusión pública de fondo sobre lo que podría o debería ser
tal modelo, al calor de los tarifazos. En esta línea, la instalación
de las energías renovables (fundamentalmente eólica y solar)
confirma la consolidación de un modelo privatista y extranjerizado,
que poco tiene que ver con el desarrollo de una industria nacional o
su hipotética autonomía, como bien subraya Bruno Fornillo,
especialista en litio. Esto no se debe sólo a la presencia de
actores globales, sino también a la importación de los componentes
utilizados para su implementación (sobre todo de China y ciertos
países europeos), que lejos están de favorecer la “equiparación
tecnológica” o la fórmula “made in Argentina”, y sobre todo a
la lógica regulatoria y normativa asociada al desarrollo de un
mercado que se ampara en las leyes de privatización del sector
eléctrico.
Por
último, más allá del desproporcionado marketing que Cambiemos hizo
de las renovables, el real peso específico en la matriz energética
es menor. Nuestra matriz de fuentes primarias de energía continúa
siendo un 87 % fósil, las energías limpias y renovables son apenas
un pequeño sector en Argentina, solo localizadas en el sector
eléctrico, el cual constituye menos del 20 % de todas las fuentes
secundarias de energía. La gran apuesta de Cambiemos fue Vaca
Muerta. Esta tendencia continúa en el nuevo gobierno de Alberto
Fernández, donde la explotación de energía fósil, convencionales
y no convencionales, está lejos de ser limitada, en función de una
propuesta de transición hacia fuentes limpias y renovables. Quizá
la caída del precio del petróleo convenza de una vez por todas que
un megaproyecto como Vaca Muerta es inviable económicamente (además
de ser insustentable desde el punto de vista ambiental). Pero todo
parece indicar que, pese a las inversiones en energías renovables,
muy probablemente el modelo energético fósil se profundice en los
próximos años, al calor de la explotación de los combustibles no
convencionales. Una salida que lejos de aclarar, oscurece el panorama
futuro.
Hace
poco el ministro de producción argentino Matías Kulfas anunció la
posibilidad de impulsar un Green New Deal argentino, inspirado en la
propuesta que actualmente abraza el candidato demócrata
norteamericano Bernie Sanders para descarbonizar y desnuclearizar
Estados Unidos ¿Qué podemos entender realmente por un Green New
Deal en Estados Unidos y en Argentina según quiénes lo anuncian
como propuesta?
El
Green New Deal tiene su génesis en la extraordinaria urgencia
climática y ecológica global. Sin embargo, aun si su corazón sea
el combate al cambio climático, lo que realmente se propone es una
transformación integral del sistema económico. Es una propuesta
surgida entre 2007 y 2008 cuyos primeros brotes nacieron en Europa,
en el marco del Plan 20-20-20 (20 % de reducción de emisiones GEI y
20 % de energías renovables para 2020), lo que convirtió a la Unión
Europea en vanguardia para afrontar el cambio climático. Al inicio,
en tanto propuesta, aparecía más acotado, ligado al Programa de las
Naciones Unidas por el Medio Ambiente de la ONU (2009), diseñado en
la Conferencia de Rio + 20, en torno a la Economía Verde, un modelo
de modernización ecológica que profundiza la mercantilización en
nombre de una economía limpia. Desde la Fundación H. Boell, el
partido Verde alemán, y los Verdes europeos, éste fue asumido como
plataforma política.
El
gran cambio se produjo en 2019, cuando éste fue retomado por la
diputada demócrata de USA, Alexandria Ocasio-Cortez y luego por el
precandidato demócrata B. Sanders. Así, Cortes y Sanders lograron
dar una vuelta de tuerca al proyecto europeo, que estaba más anclado
en la economía verde, para conectarlos con las propuestas del
Movimiento de Justicia Climática, con el objetivo de lograr mayor
justicia social, económica y racial en Estados Unidos. Dicho de otro
modo, lo que éstos proponen es amplificar el Green New Deal, para
convertirlo en un verdadero programa de transformación ecosocial y
económico. No es sólo una propuesta por prohibir el fracking, de
dejar los combustibles fósiles bajo tierra, de reducir los gases de
efecto invernadero, de lograr la eficiencia energética, es una
apuesta interseccional que busca articular Justicia social y Justicia
Ambiental. Su gran objetivo es integral, como sostiene Naomi Klein en
su último libro, e incluso para alguien que está lejos de ser
antisistémico, como el economista Jeremy Rifkin, pues se trata de
transformar la economía, hacerla más equitativa, de luchar contra
la pobreza, contra el racismo, contra todas las manifestaciones de
desigualdad y marginación a la vez que disminuimos drásticamente
las emisiones de gases de efecto invernadero
En
nuestro último libro escrito con Enrique Viale, “Una brújula en
tiempos de crisis climática” (Siglo XXI, en prensa), retomamos
esta propuesta, en la línea de Ocasio Cortés-Klein. El Green New
Deal, al que podemos rebautizar como Gran Pacto Ecosocial y
Económico, no es solamente una política climática sino un plan
holístico para transformar la economía y sus valores internos. Es
un programa que no se plantea primero la idea de salvar al planeta y
después librar las batallas por una sociedad más justa e
igualitaria. Ambas causas van de la mano o no van.
Ahora
bien, en nuestras latitudes, el debate sobre el Green New Deal está
muy poco difundido, por varias razones que incluyen desde las
urgencias económicas hasta la falta de una relación histórica con
el concepto, ya que ni en Argentina ni en América Latina hemos
tenido un New Deal, ni tampoco un Plan Marshall a la europea. Con
esto, quiero decir que no está instalado en nuestro imaginario
social. Tampoco hay actores políticos que hayan tomado el tema, aún
si éste ha sido evocado por algunos funcionarios del actual
gobierno. En enero de 2020 se reunieron el ministro de Ambiente de la
Nación, Juan Cabandié y su par de Producción, Matías Kulfas, para
acordar trabajar juntos “para impulsar la agenda del Green New Deal
y el desarrollo sostenible”. Se trata, según Kulfas, de “una
agenda productiva sustentable. Vamos a generar cadenas productivas en
recursos naturales que sean no extractivas sino inclusivas e
incorporar la agenda de la industrialización verde, nuestro Green
New Deal”. Estamos ante un grosero error típico del progresismo
selectivo argentino: por un lado, reducen el Green New Deal a una
eventual industrialización de las materias primas, sin cuestionar o
debatir sobre la insustentabilidad de los modelos productivos o de
mal desarrollo, sus impactos sobre la atmosfera, las poblaciones y
los territorios involucrados. Por otro lado, confunden el concepto de
extractivismo con el de primarización de la economía, cuando es
claro que el concepto de neoextractivismo –que cuenta con enormes
desarrollos e investigación en América Latina y el mundo- es
multidimensional.
En
suma, no puede haber un “Green New Deal” si se fomenta
abiertamente la megaminería, el fracking y se mira para otro lado
ante la deforestación y las fumigaciones tóxicas. Asimismo, resulta
fundamental que los proyectos de Green New Deal no terminen
convirtiéndose en una exportación de la contaminación a los países
del Sur, acentuando así la deuda ecológica. El Green New Deal será
global o no será. Por ejemplo, no puede haber un Green New Deal
norteamericano con acuerdos de libre comercio que supongan un aumento
del uso del suelo por monocultivos y la demanda de recursos primarios
en otros países. Sería inaceptable un Green New Deal europeo si
persiste el tratado comercial, de junio de 2019, entre la UE y el
MERCOSUR, que plantea entre sus objetivos el de incrementar de un 30
% las importaciones de carne de vacuno de los países del Mercosur
(Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay), aumentando así la ganadería
intensiva, que no sólo es una de las causas de sucesivos incendios
en la Amazonia, sino que también es responsable del 18 % de las
emisiones totales de gases de efecto invernadero, según datos de la
propia FAO. Así que, antes que nada, el Gran Pacto Ecosocial y
Económico requiere una redefinición del multilateralismo, vinculado
a la solidaridad, ante la emergencia climática y sanitaria.
Por
otro lado, de poco serviría un Gran Pacto Eco-Social y Económico en
el cual no hubiera cambios en el modelo de consumo y distribución.
Por ejemplo, en términos energético ése se limitaría a reemplazar
el combustible fósil por la batería en el auto eléctrico sin que
hubiera transformaciones de fondo en el modelo de consumo y de
transporte, haciéndola a corto plazo igualmente insustentable. No
hay planeta que aguante ni litio que alcance si solo sustituimos un
elemento por otro sin modificar la matriz consumista a nivel global.
Este límite a las energías renovables implica repensar de manera
integral las matrices de producción, consumo y distribución en la
línea de la disminución del metabolismo social. En esa línea no
sólo hay que repensar el modelo de transporte terrestre, sino
cuestionar la idea misma del automóvil individual, para encaminarse
hacia un uso compartido, que redimensione y reduzca la cantidad de
automóviles eléctricos, así como apunte a expandir la
infraestructura del transporte público limpio.
La
transición exige por ende una articulación entre lo ambiental y lo
social. Como hace años viene sosteniendo el ambientalista uruguayo
Eduardo Gudynas, desde el CLAES, pensar la transición SE requiere de
un conjunto de políticas públicas que implicarían una articulación
entre la cuestión ambiental (límites a la producción, umbrales de
consumo ostentatorio) y la cuestión social (umbral de pobreza y
redistribución de la riqueza).
En
las discusiones que abordan críticamente el problema energético
argentino se ha venido hablando de “soberanía energética”. ¿Qué
podemos entender realmente por soberanía energética? ¿Argentina es
un país soberano en materia energética? ¿Por qué el mercado de
producción y distribución eléctrica no ha revertido su matriz de
privatizaciones heredada del menemismo?
Hablar
de soberanía energética va más allá de discutir sobre qué
fuentes se utilizan o quienes la controlan. Es necesario responder la
pregunta para qué y para quién. Nuestro punto de partida es pensar
la energía como un bien común y un derecho humano, como una
herramienta y no un fin en sí mismo. Como afirmamos con Pablo
Bertinat en el Grupo de Estudios Críticos e Interdisciplinarios de
la Problemática Energética (Gecipe), la energía debe formar parte
de los derechos colectivos, en congruencia con los derechos de la
Naturaleza. En consecuencia, pensar en un proceso de transición
energética requiere un cambio radical del actual sistema energético,
orientándose a un cambio de las relaciones de poder y dominación
vinculados al escenario energético existente. La primera consigna
debe ser “Cambiar el sistema, no sólo la matriz energética”.
Así,
si bien uno de los caminos en la construcción de una agenda de
transición es orientarse hacia la diversificación de la matriz
energética a través de las energías limpias y renovables (como la
eólica y la solar) y la hidroeléctrica (a pequeña escala), esto no
es suficiente. Hay que terminar con la concentración, y la energía
fósil está muy asociada a la concentración de poder. Y lo peor que
puede suceder es que la concentración, la privatización y la
dependencia tecnológica se reproduzcan en el modelo de energía
renovable, como está sucediendo en nuestro país, instalado por la
gestión de Cambiemos.
En
Argentina, el apagón del 16 de junio de 2019, que afectó a también
a Uruguay y Paraguay, hizo que sintiéramos el roce de la catástrofe
y advirtiéramos la importancia de la energía en nuestras vidas. Fue
la primera vez en la historia que el corte se registró en la
totalidad del territorio nacional y de modo simultáneo, afectando en
total a unas 50 millones de personas. Se festejaba el día del padre
y en medio de un diluvio sin fin, en algunas provincias se votaba
para elegir gobernador. La causa del apagón fue debido a un “error
operativo” de la empresa de transporte de energía eléctrica de
alta tensión Transener, en la fase de transmisión y de generación.
El restablecimiento de la electricidad se hizo ese mismo día, de
modo gradual, primero en las grandes ciudades y sectores del
Conurbano, y por último en las provincias y localidades más
lejanas, donde al apagón se sumó pronto la carencia de agua. La
excepción, en este caso, fue la pequeña localidad cordobesa de
Ticino, con 3.000 habitantes, que se encuentra a menos de 200
kilómetros de la capital de la provincia, y que opera con biomasa,
para lo cual usa la cáscara de maní como materia prima para obtener
energía.
Esta
sensación de desamparo atravesada por el temor de haber visto la
cola del monstruo en la oscuridad, bien podría haber servido para
abrir el debate acerca de la situación crítica del sistema
energético, de los bemoles de su privatización, sobre la
importancia de la energía en nuestras vidas, sobre la necesidad de
un nuevo paradigma energético, basado en energías renovables. Hoy
la crisis sanitaria que atravesamos a nivel global podría ser una
oportunidad para poner en marcha una alternativa real, un Gran Pacto
Ecosocial y Económico.
En
Argentina, como sostiene Pablo Bertinat, en “La energía en
debate”, un programa alternativo en el sector energético debería
por lo menos comenzar con derogar las leyes de privatizaciones,
vigentes aún, para los diversos sectores energéticos, tanto
eléctrico como de hidrocarburos. Habría que abandonar la lógica de
mercado, recuperar para el patrimonio público sectores clave y
establecer el derecho a la energía con sus correspondientes derechos
y obligaciones. Establecer un paquete de leyes de emergencia
energética que apunte al abandono paulatino de los combustibles
fósiles, su reemplazo por ahorro, eficiencia y fuentes renovables
mediante el desarrollo de capacidades nacionales y regionales para
lograrlo. Establecer procesos y leyes de protección sobre los
territorios afectados por los emprendimientos energéticos
contaminantes y depredadores. Establecer un programa de emergencia
que elimine rápidamente la pobreza energética y garantice energía
en condiciones dignas.
En
el año 2019 vimos la irrupción de un movimiento juvenil
internacional que exige medidas concretas para combatir la crisis
climática, así como también algunos sectores del movimiento obrero
como los trabajadores del astillero Harland and Wolff de Irlanda que
ocuparon las instalaciones exigiendo su nacionalización ante la
quiebra y su reconversión tecnológica para enfrentar la crisis
climática fabricando molinos de viento. ¿Qué rol puede cumplir la
juventud en una transición energética justa en Argentina? ¿Qué
rol puede cumplir el movimiento obrero en una alianza con la juventud
que lucha por el clima? ¿Una transición energética justa implica
necesariamente una democratización de la toma de decisiones sobre
política energética por parte de la población?
En
términos personales, la irrupción de los jóvenes en la lucha
ecológica y climática generó en mí una gran esperanza, porque
renueva y oxigena el movimiento ecologista a nivel global y nacional.
Por eso mismo, desde fines de 2019, con Enrique Viale apostamos a
entablar un diálogo intergeneracional en el cual participan gran
parte de las organizaciones juveniles. Es interesante observar que,
lejos de partir de cero, los y las jóvenes toman como punto de
partida lo ya acumulado e instalado en el país a lo largo de casi
dos décadas por diferentes movimientos y colectivos socioambientales
y organizaciones indígenas en las luchas contra el neoextractivismo
(la megaminería, el fracking, los agrotóxicos y el desmonte, la
defensa de los derechos colectivos de los pueblos originarios, entre
los más destacados), así como también el diagnostico proporcionado
por las investigaciones críticas e independientes que desde el campo
académico y militante se han venido realizando sobre estos temas.
Así, se trata de la emergencia de un tipo de activismo que, lejos de
pensarse como fundacional o desde la endogamia, suma y potencia, en
términos de líneas de acumulación de luchas; y busca amplificar
las voces e influir en la agenda pública. Ellos sin duda pueden ser
la correa de transmisión en relación a sectores sociales más
refractarios, a los que los movimientos socioterritoriales hoy no
pueden llegar.
El
gran desafío es la articulación entre justicia social y justicia
ambiental, a fin de garantizar una transición justa, que no puede ni
debe ser costeada por los sectores más vulnerables. La dislocación
de uno y otro traería enormes consecuencias, incluso en el norte
global, tal como lo muestra la rebelión de los chalecos amarillos en
Francia, cuyas protestas tuvieron origen en el rechazo a un impuesto
ambiental a los combustibles. Es necesario conjugar las
reivindicaciones del movimiento sindical con las demandas de los
pueblos y naciones indígenas, del feminismo, los y las jóvenes, de
las minorías, los movimientos sociales y organizaciones
ambientalistas, para así renovar la narrativa del movimiento
sindical en materia de justicia ambiental en América Latina.
En
América Latina, si bien los sindicatos han sido reticentes a
incorporar la problemática socio-ambiental, éstos han ido
articulando nuevas demandas vinculadas con las luchas
socioambientales. Por ejemplo, entre 2009 y 2014 la Confederación
Sindical de las Américas, (CSA) fue dotando a este concepto de
“Transición Justa” con una perspectiva del Sur global, vinculada
al giro eco-territorial de las luchas sociales. En este esquema los
sindicatos se proclaman agentes centrales en el diseño y seguimiento
de aquellas políticas de transición que permitan generar y mantener
empleos decentes. Para ello es necesario pensar conjuntamente el rol
del Estado, de los sindicatos y de las empresas en favor de una
transición justa y urgente, que genere empleos dignos y
sustentables. ¿Se perderán empleos? Si, ciertamente, pero también
se crearán nuevos empleos ligados a las industrias limpias y
renovables, así como a los servicios. También hay que combatir la
ceguera desarrollista y extractivista que hay en estos sectores.
En
esta línea, si queremos hablar de una transición justa, el proceso
de descarbonización y la orientación hacia las energías
renovables, ésta debe apuntar a un cambio en el sistema energético,
que debe ir de la mano de la desconcentración y la descentralización
generalizada, como condición necesaria para democratizar los
sistemas de acceso y distribución. Esto supone que la ganancia
estaría más dispersa y menos concentrada; al contrario de lo que
sucede con los grandes monopolios que dominan los hidrocarburos. Y
por supuesto, apuntaría a una democratización de las decisiones.
Por último, es necesario pensar la energía como una herramienta
fundamental de democratización y de redistribución de la riqueza.
En esa línea, la transición justa, sus agendas, sus hipótesis de
escenarios, deben contar con la participación imprescindible de los
sindicatos, los movimientos populares y los jóvenes. Sin consenso
social y sin la articulación de todos estos actores, con los
movimientos por la justicia ambiental y climática, no hay salida
posible.
En
fin, no hay que olvidar que la nuestra es una crisis civilizatoria.
Por eso la necesidad de abordarla de una manera integral y holística.
Roberto Andrés es periodista y editor de la sección Ecología y medioambiente
Fuentes:
Roberto Andrés roberto.laizquierdadiario@gmail.com, Maristella Svampa sobre transición ecológica: “Hay que cambiar el sistema, no solo la matriz energética”, 19 marzo 2020, La Izquierda Diario.
Dibujo Chelo Candia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario