Una tragedia sin fin. Está en Japón y explotó en 2011, después de un tsunami y un terremoto. Cuatro mil personas deberán trabajar durante 40 años para desmantelarla por completo. Viva recorrió sus entrañas.
por Pilar Assefh
Jueves 5 de julio
de 2018. Son las 8 de la mañana y la fortaleza del sol te atraviesa.
Japón está experimentando una fuerte ola de calor y las
temperaturas, en conjunción con la humedad, por momentos son
claustrofóbicas. Más aún cuando se visten prendas que no coinciden
con la temporada: zapatos cerrados, pantalón oscuro y camisa de
cuello alto y mangas largas. Sucede que, café en mano, en la puerta
de la estación de trenes y buses de la ciudad de Iwaki, espero a
quien me guiará a las entrañas de la planta nuclear Fukushima
Daiichi, y este estilo de vestimenta es uno de los requisitos para el
ingreso.
Fueron semanas de
negociaciones, mails que iban y venían con más de un malentendido
dadas las distancias que separan al español del japonés (y las
dialécticas enredadas de quienes se comunican en un tercer idioma),
hasta finalmente hacer esta excursión posible. Tales fueron los
malentendidos que quien yo creía que era mi interlocutora, en
realidad, era mi interlocutor, por lo que dar con él en el lugar y
hora acordados resultó aún más complicado.
El punto de
encuentro está a poco más de 40 kilómetros del sitio que fue
protagonista del peor accidente nuclear de la historia desde
Chernobyl (Ucrania, 1986) y el único que lo iguala en su nivel 7 de
la Escala Internacional de Accidentes Nucleares. Partimos en auto,
nuestro guía, un traductor y yo. Kilómetros más tarde, se suma al
recorrido un técnico, el encargado de contestar a mis preguntas,
traducción mediante. Y terminan siendo siete las personas que me
acompañan a lo largo de la visita: todos hombres, excepto yo, y sólo
dos con dominio del inglés , contando al traductor.
De todos modos,
no fue necesario que ninguno de los siete me alertara del momento en
que comenzamos a acercarnos a Fukushima Daiichi: su cercanía se hace
evidente. Cabe recordar aquí la zona de exclusión que se estableció
poco después del accidente. Esa área, que llegó a extenderse en un
radio de 20 kilómetros, hoy ocupa 371 kilómetros cuadrados (2,7 %
del área de la Prefectura de Fukushima).
Sin embargo, no
es de sorprender que muchos pobladores no sientan la seguridad
suficiente como para volver. Por este motivo, los kilómetros que
preceden a la planta siguen fuertemente despoblados. Si bien se
divisa movimiento aquí y allá -un comercio abierto, una casa
habitada, un auto que circula-, la zona se encuentra mayormente
vacía, silenciosa, dormida. Como si el reloj que le diera vida
hubiese frenado el 11 de marzo de 2011 a las 14:46, cuando el
terremoto magnitud 9 sacudió la costa noreste de Japón, allí donde
se emplaza Fukushima Daiichi con sus seis reactores, los que una hora
más tarde fueron bañados por el tsunami que golpeó con olas de
hasta 40 metros. Porque, si bien se está trabajando para reparar los
daños causados por el accidente que sobrevino tras estos desastres
naturales, es claro que no hay manera de volver ese reloj atrás. Y,
quizás, lo más terrible no es el que se ve, sino el que se oculta a
los ojos, como aquella contaminación que, invisibilizada en el aire
y en el agua, sigue afectando -aún hoy- la vida que lucha por
resurgir en la zona.
La visita a
Fukushima comienza al observar esta pausa, este silencio ensordecedor
que cubre cual manto a toda esta zona. Solo así, creo yo, se puede
comenzar a dimensionar qué significó este accidente nuclear. O lo
que significa un accidente nuclear en sí, punto. Todo lo recuerda,
lo pone en valor, le renueva vigencia minuto a minuto.
El afuera es el
espejo silencioso del accidente -con casas cubiertas en polvo,
comercios abandonados, mesas tiradas que nunca nadie se detuvo a
rectificar-, de igual forma que el adentro es su espejo activo.
Mientras afuera todo es vigilia y duelo, adentro todo es actividad y
más actividad: realmente llama la atención todo lo que hay que
construir para poder deconstruir esta planta. Porque de eso se trata
Fukushima Daiichi hoy. La planta que dejó de entregar electricidad a
la red nipona con el accidente de 2011 jamás volverá a operar y
ahora todos los esfuerzos están orientados a descontaminarla y
desmantelarla, en un proceso que llevará de 30 a 40 años.
El predio en
donde se emplaza es inmenso. Realmente inmenso. Tan inmenso,
espacioso y poblado que parece una pequeña ciudad. A la distancia,
sobre la costa, se ven los edificios que alojan a los reactores, son
seis en total. Más aquí, edificios de trabajo. Y, por todas partes,
cual árboles de un bosque, tanques. Tanques, tanques y más tanques.
Hacia donde se mire. Pero, volveremos a ellos más tarde. Porque,
antes de acceder a ellos, antes incluso de acceder a las vías
principales de esta inmensidad, hay varios requerimientos que se
deben cumplir.
Las medidas de
seguridad, como es de esperarse, son estrictas. Aquí no hay cabos
librados al azar. Mis credenciales son rechequeadas y mis equipos
registrados. Llevo conmigo una cámara de fotos y mi anotador, todo
lo demás -celular incluido- debe quedar en el vehículo en el que
arribamos, tal como fue preacordado, y el traductor me hace el favor
de llevar algo de mi plata consigo, ya que mi pantalón y camisa
tienen mangas largas, pero no bolsillos. Una vez que se verifica que
todo está OK, con mis credenciales visibles y luego de atravesar un
detector de metales, hacemos la primera verificación de radiación:
la externa, con una suerte de escáner similar al que hay en algunos
aeropuertos. Esto se chequea al ingresar y al egresar, como en toda
planta nuclear (en la Argentina, en el Complejo Nuclear Atucha,
también se hace).
Luego, hay una
segunda verificación. La interna. Una vez más: aquí no hay cabos
librados al azar. Estos pasos que debo cumplir yo, aplican a todos
los que se desempeñan en el lugar. Incluso al director Ejecutivo de
Tokyo Electric Power Company (Tepco) -su operadora y la que lidera
los trabajos de decomisación a través de Fukushima Daiichi
Decontamination y Decommissioning Engineering Company-, Naomi Hirose,
que el día de mi visita estaba trabajando en la planta, hombro a
hombro con el resto de los operarios.
A diferencia de
la primera, para realizar esta verificación uno se sienta en una -llamémosla así- silla/máquina y permanece quieto por unos
segundos. El número que da como resultado es anotado y luego
contrastado con el que se obtiene en la verificación que se hace al
salir. No recuerdo mis valores, pero sí que estaban dentro del rango
de lo que se considera normal. Al concluir la visita, estos habían
aumentado un poco. En cambio, los del traductor se habían mantenido
igual.
Y aún hay más.
Porque aquí hay que prepararse para el afuera. El aire no es seguro,
por lo que uno debe escudarse antes de enfrentarse a él. Los
requerimientos de vestimenta antes mencionados forman parte de ese
escudo. A ella comienzan a sumarse un chaleco con hielo (para evitar
los golpes de calor que tanta carga, en este clima y por los
ambientes que iremos a recorrer, pueden producir), otro -amarillo
este- ubicado por encima, un medidor de radiación, dos pares de
guantes, dos de medias (uno por debajo del pantalón, otro por
encima), casco, gafas, botas y, por supuesto, barbijo.
Nunca tan
protegida, ni similar al muñeco Michelin, como en ese momento.
Escribir con tantos guantes se volvió por lo menos complicado; sacar
fotos con ojos ciegos por anteojos que se nublaban con la humedad
hizo a la cámara más autónoma que nunca; y respirar bajo tanto
peso se volvió una tarea casi titánica.
Y sólo estaba
sujeta al primer nivel de seguridad, de los tres que hay en Fukushima
Daiichi actualmente. Inmediatamente después del accidente, los
empleados debían usar prendas de protección y máscaras que le
cubrieran todo el rostro en todas las áreas. Hoy, algo más de siete
años después, en 96 % del predio los empleados pueden usar
uniformes regulares y máscaras simples. Caminar sin esta protección,
de momento, no es una posibilidad. Un mameluco, otro par de guantes y
uno adicional de medias, más un cambio de botas (al entrar y salir),
se suman cuando uno ingresa al segundo nivel de seguridad, como fue
mi caso al visitar la antecámara de uno de los reactores. Al
siguiente escalón, no tuve acceso.
Se percibe en la
atmósfera, en la pesadez que uno siente al caminar (también, por
supuesto, alimentada por la humedad, que tenía materialidad propia
por aquellos días, en Japón). Hay algo espeso en el aire. Una
presencia omnisciente que acompaña a cada paso del recorrido. Es
como el tsunami, cuyo recuerdo está siempre presente. La altura a la
que llegó el agua está señalizada en uno de los edificios. Aquel
11 de marzo de 2011, aquí, alcanzó los 15 metros. Por eso, sólo
cuatro unidades fueron afectadas: las que alojan a los reactores 1 a
4, que están ubicadas a 10 metros por encima del nivel del mar (la 5
y 6 están a 13 metros, en un área donde el agua llegó a los 14,
por lo que solo tuvieron un metro de inundación).
No obstante,
todas están siendo decomisadas. No está claro qué será de estas
tierras el día después de mañana, pero sí que su actividad
nuclear ha finalizado. Solo pensemos: Fukushima Daiichi inició sus
operaciones en 1971, lo que implica que, al momento del accidente,
llevaba 40 años activa. Según proyecciones de Tepco, esa misma
cantidad de tiempo (o más) es lo que llevará deshacer lo hecho, por
más imposible de cumplir que sea esta misión. Es más, hay personas
que, de solo emplearse aquí, van a dedicar toda su vida laboral a
esa tarea. Y eso teniendo en cuenta que, el día del accidente,
apenas tres unidades estaban operativas: el resto se encontraba en
pausa programada.
Son muchas las
empresas abocadas a la tarea, con más de 4 mil empleados que van y
vienen cada día para hacerla posible. Los esfuerzos implicados en
desmantelar esta planta son hercúleos. Porque no se trata meramente
de enfriar un reactor y reparar los daños hechos por las explosiones
de hidrógeno, e irnos todos a casa. Hay espacios (como es la unidad
2) en donde todavía, casi ocho años más tarde, no se puede
ingresar por el nivel de radiación que registran. Hay prendas (como
las que utilicé yo) que serán incineradas después de ese uso
único; incluso, una planta de incineración va a ser construida para
poder afrontar esa deposición in situ. Una vez más: es muy curioso
notar la cantidad de infraestructura que debe construirse para poder
deconstruir esta planta. La pregunta, al verla, surge por sí sola:
¿Acaso vale la pena apostar a este tipo de energía, en primer
lugar, si este es el costo (económico, humano, ambiental) que habrá
que pagar de ocurrir un accidente?
Los tanques que
antes mencionaba son, quizás, uno de los ejemplos que mejor lo
describen. Hoy, son 900 los tanques que habitan el predio de 3,5
millones de metros cuadrados que ocupa Fukushima Daiichi. En su
interior, hay capacidad para alojar 1.130.000 metros cúbicos de agua
y se espera que estas necesidades de almacenaje lleguen a 1.370.000
para 2020. ¿Por qué? Porque, cada día, hay 150 metros cúbicos
adicionales de agua contaminada que debe ser contenida. En realidad,
se trata de agua descontaminada, que fue tratada y saneada de todo
elemento excepto del tritio (un isótopo natural del hidrógeno),
que, claro, es radioactivo. A la fecha, no existe forma de retirarlo
del agua. Solo existen dos vías, en la actualidad, para hacer
redundante la necesidad de estos enormes recipientes metálicos:
evaporar el agua o tirarla al mar. Esto es, contaminar el aire o
contaminar el agua. En otras palabras, no hay cómo evitar un mal
mayor. Por lo menos, no por ahora. Por eso, siguen reproduciéndose
los tanques en este predio (es más, se está reforzando su
seguridad, reemplazando los atornillados).
Cuando hago notar
esto, alguien me dice, casi al pasar, que en la Argentina tiran este
agua al río. Habrá que chequearlo. Aquí, de momento, no lo hacen.
Fundamentalmente, porque saben que la reputación de la planta ya
está lo suficientemente baja como para, si se puede, hacerla caer
aún más.
Fuentes:
Pilar Assefh, Fukushima hoy: cómo hacen para desactivar la planta nuclear que todavía contamina, 31/01/19, Clarín.
La obra de arte que ilustra esta entrada es "Fuku", del artista Michael Proepper.
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