viernes, 1 de febrero de 2019

Fukushima hoy: cómo hacen para desactivar la planta nuclear que todavía contamina


Una tragedia sin fin. Está en Japón y explotó en 2011, después de un tsunami y un terremoto. Cuatro mil personas deberán trabajar durante 40 años para desmantelarla por completo. Viva recorrió sus entrañas.

por Pilar Assefh

Jueves 5 de julio de 2018. Son las 8 de la mañana y la fortaleza del sol te atraviesa. Japón está experimentando una fuerte ola de calor y las temperaturas, en conjunción con la humedad, por momentos son claustrofóbicas. Más aún cuando se visten prendas que no coinciden con la temporada: zapatos cerrados, pantalón oscuro y camisa de cuello alto y mangas largas. Sucede que, café en mano, en la puerta de la estación de trenes y buses de la ciudad de Iwaki, espero a quien me guiará a las entrañas de la planta nuclear Fukushima Daiichi, y este estilo de vestimenta es uno de los requisitos para el ingreso.

Fueron semanas de negociaciones, mails que iban y venían con más de un malentendido dadas las distancias que separan al español del japonés (y las dialécticas enredadas de quienes se comunican en un tercer idioma), hasta finalmente hacer esta excursión posible. Tales fueron los malentendidos que quien yo creía que era mi interlocutora, en realidad, era mi interlocutor, por lo que dar con él en el lugar y hora acordados resultó aún más complicado.

El punto de encuentro está a poco más de 40 kilómetros del sitio que fue protagonista del peor accidente nuclear de la historia desde Chernobyl (Ucrania, 1986) y el único que lo iguala en su nivel 7 de la Escala Internacional de Accidentes Nucleares. Partimos en auto, nuestro guía, un traductor y yo. Kilómetros más tarde, se suma al recorrido un técnico, el encargado de contestar a mis preguntas, traducción mediante. Y terminan siendo siete las personas que me acompañan a lo largo de la visita: todos hombres, excepto yo, y sólo dos con dominio del inglés , contando al traductor.

De todos modos, no fue necesario que ninguno de los siete me alertara del momento en que comenzamos a acercarnos a Fukushima Daiichi: su cercanía se hace evidente. Cabe recordar aquí la zona de exclusión que se estableció poco después del accidente. Esa área, que llegó a extenderse en un radio de 20 kilómetros, hoy ocupa 371 kilómetros cuadrados (2,7 % del área de la Prefectura de Fukushima).

Sin embargo, no es de sorprender que muchos pobladores no sientan la seguridad suficiente como para volver. Por este motivo, los kilómetros que preceden a la planta siguen fuertemente despoblados. Si bien se divisa movimiento aquí y allá -un comercio abierto, una casa habitada, un auto que circula-, la zona se encuentra mayormente vacía, silenciosa, dormida. Como si el reloj que le diera vida hubiese frenado el 11 de marzo de 2011 a las 14:46, cuando el terremoto magnitud 9 sacudió la costa noreste de Japón, allí donde se emplaza Fukushima Daiichi con sus seis reactores, los que una hora más tarde fueron bañados por el tsunami que golpeó con olas de hasta 40 metros. Porque, si bien se está trabajando para reparar los daños causados por el accidente que sobrevino tras estos desastres naturales, es claro que no hay manera de volver ese reloj atrás. Y, quizás, lo más terrible no es el que se ve, sino el que se oculta a los ojos, como aquella contaminación que, invisibilizada en el aire y en el agua, sigue afectando -aún hoy- la vida que lucha por resurgir en la zona.

La visita a Fukushima comienza al observar esta pausa, este silencio ensordecedor que cubre cual manto a toda esta zona. Solo así, creo yo, se puede comenzar a dimensionar qué significó este accidente nuclear. O lo que significa un accidente nuclear en sí, punto. Todo lo recuerda, lo pone en valor, le renueva vigencia minuto a minuto.

El afuera es el espejo silencioso del accidente -con casas cubiertas en polvo, comercios abandonados, mesas tiradas que nunca nadie se detuvo a rectificar-, de igual forma que el adentro es su espejo activo. Mientras afuera todo es vigilia y duelo, adentro todo es actividad y más actividad: realmente llama la atención todo lo que hay que construir para poder deconstruir esta planta. Porque de eso se trata Fukushima Daiichi hoy. La planta que dejó de entregar electricidad a la red nipona con el accidente de 2011 jamás volverá a operar y ahora todos los esfuerzos están orientados a descontaminarla y desmantelarla, en un proceso que llevará de 30 a 40 años.

El predio en donde se emplaza es inmenso. Realmente inmenso. Tan inmenso, espacioso y poblado que parece una pequeña ciudad. A la distancia, sobre la costa, se ven los edificios que alojan a los reactores, son seis en total. Más aquí, edificios de trabajo. Y, por todas partes, cual árboles de un bosque, tanques. Tanques, tanques y más tanques. Hacia donde se mire. Pero, volveremos a ellos más tarde. Porque, antes de acceder a ellos, antes incluso de acceder a las vías principales de esta inmensidad, hay varios requerimientos que se deben cumplir.

Las medidas de seguridad, como es de esperarse, son estrictas. Aquí no hay cabos librados al azar. Mis credenciales son rechequeadas y mis equipos registrados. Llevo conmigo una cámara de fotos y mi anotador, todo lo demás -celular incluido- debe quedar en el vehículo en el que arribamos, tal como fue preacordado, y el traductor me hace el favor de llevar algo de mi plata consigo, ya que mi pantalón y camisa tienen mangas largas, pero no bolsillos. Una vez que se verifica que todo está OK, con mis credenciales visibles y luego de atravesar un detector de metales, hacemos la primera verificación de radiación: la externa, con una suerte de escáner similar al que hay en algunos aeropuertos. Esto se chequea al ingresar y al egresar, como en toda planta nuclear (en la Argentina, en el Complejo Nuclear Atucha, también se hace).

Luego, hay una segunda verificación. La interna. Una vez más: aquí no hay cabos librados al azar. Estos pasos que debo cumplir yo, aplican a todos los que se desempeñan en el lugar. Incluso al director Ejecutivo de Tokyo Electric Power Company (Tepco) -su operadora y la que lidera los trabajos de decomisación a través de Fukushima Daiichi Decontamination y Decommissioning Engineering Company-, Naomi Hirose, que el día de mi visita estaba trabajando en la planta, hombro a hombro con el resto de los operarios.

A diferencia de la primera, para realizar esta verificación uno se sienta en una -llamémosla así- silla/máquina y permanece quieto por unos segundos. El número que da como resultado es anotado y luego contrastado con el que se obtiene en la verificación que se hace al salir. No recuerdo mis valores, pero sí que estaban dentro del rango de lo que se considera normal. Al concluir la visita, estos habían aumentado un poco. En cambio, los del traductor se habían mantenido igual.

Y aún hay más. Porque aquí hay que prepararse para el afuera. El aire no es seguro, por lo que uno debe escudarse antes de enfrentarse a él. Los requerimientos de vestimenta antes mencionados forman parte de ese escudo. A ella comienzan a sumarse un chaleco con hielo (para evitar los golpes de calor que tanta carga, en este clima y por los ambientes que iremos a recorrer, pueden producir), otro -amarillo este- ubicado por encima, un medidor de radiación, dos pares de guantes, dos de medias (uno por debajo del pantalón, otro por encima), casco, gafas, botas y, por supuesto, barbijo.

Nunca tan protegida, ni similar al muñeco Michelin, como en ese momento. Escribir con tantos guantes se volvió por lo menos complicado; sacar fotos con ojos ciegos por anteojos que se nublaban con la humedad hizo a la cámara más autónoma que nunca; y respirar bajo tanto peso se volvió una tarea casi titánica.

Y sólo estaba sujeta al primer nivel de seguridad, de los tres que hay en Fukushima Daiichi actualmente. Inmediatamente después del accidente, los empleados debían usar prendas de protección y máscaras que le cubrieran todo el rostro en todas las áreas. Hoy, algo más de siete años después, en 96 % del predio los empleados pueden usar uniformes regulares y máscaras simples. Caminar sin esta protección, de momento, no es una posibilidad. Un mameluco, otro par de guantes y uno adicional de medias, más un cambio de botas (al entrar y salir), se suman cuando uno ingresa al segundo nivel de seguridad, como fue mi caso al visitar la antecámara de uno de los reactores. Al siguiente escalón, no tuve acceso.

Se percibe en la atmósfera, en la pesadez que uno siente al caminar (también, por supuesto, alimentada por la humedad, que tenía materialidad propia por aquellos días, en Japón). Hay algo espeso en el aire. Una presencia omnisciente que acompaña a cada paso del recorrido. Es como el tsunami, cuyo recuerdo está siempre presente. La altura a la que llegó el agua está señalizada en uno de los edificios. Aquel 11 de marzo de 2011, aquí, alcanzó los 15 metros. Por eso, sólo cuatro unidades fueron afectadas: las que alojan a los reactores 1 a 4, que están ubicadas a 10 metros por encima del nivel del mar (la 5 y 6 están a 13 metros, en un área donde el agua llegó a los 14, por lo que solo tuvieron un metro de inundación).

No obstante, todas están siendo decomisadas. No está claro qué será de estas tierras el día después de mañana, pero sí que su actividad nuclear ha finalizado. Solo pensemos: Fukushima Daiichi inició sus operaciones en 1971, lo que implica que, al momento del accidente, llevaba 40 años activa. Según proyecciones de Tepco, esa misma cantidad de tiempo (o más) es lo que llevará deshacer lo hecho, por más imposible de cumplir que sea esta misión. Es más, hay personas que, de solo emplearse aquí, van a dedicar toda su vida laboral a esa tarea. Y eso teniendo en cuenta que, el día del accidente, apenas tres unidades estaban operativas: el resto se encontraba en pausa programada.

Son muchas las empresas abocadas a la tarea, con más de 4 mil empleados que van y vienen cada día para hacerla posible. Los esfuerzos implicados en desmantelar esta planta son hercúleos. Porque no se trata meramente de enfriar un reactor y reparar los daños hechos por las explosiones de hidrógeno, e irnos todos a casa. Hay espacios (como es la unidad 2) en donde todavía, casi ocho años más tarde, no se puede ingresar por el nivel de radiación que registran. Hay prendas (como las que utilicé yo) que serán incineradas después de ese uso único; incluso, una planta de incineración va a ser construida para poder afrontar esa deposición in situ. Una vez más: es muy curioso notar la cantidad de infraestructura que debe construirse para poder deconstruir esta planta. La pregunta, al verla, surge por sí sola: ¿Acaso vale la pena apostar a este tipo de energía, en primer lugar, si este es el costo (económico, humano, ambiental) que habrá que pagar de ocurrir un accidente?

Los tanques que antes mencionaba son, quizás, uno de los ejemplos que mejor lo describen. Hoy, son 900 los tanques que habitan el predio de 3,5 millones de metros cuadrados que ocupa Fukushima Daiichi. En su interior, hay capacidad para alojar 1.130.000 metros cúbicos de agua y se espera que estas necesidades de almacenaje lleguen a 1.370.000 para 2020. ¿Por qué? Porque, cada día, hay 150 metros cúbicos adicionales de agua contaminada que debe ser contenida. En realidad, se trata de agua descontaminada, que fue tratada y saneada de todo elemento excepto del tritio (un isótopo natural del hidrógeno), que, claro, es radioactivo. A la fecha, no existe forma de retirarlo del agua. Solo existen dos vías, en la actualidad, para hacer redundante la necesidad de estos enormes recipientes metálicos: evaporar el agua o tirarla al mar. Esto es, contaminar el aire o contaminar el agua. En otras palabras, no hay cómo evitar un mal mayor. Por lo menos, no por ahora. Por eso, siguen reproduciéndose los tanques en este predio (es más, se está reforzando su seguridad, reemplazando los atornillados).

Cuando hago notar esto, alguien me dice, casi al pasar, que en la Argentina tiran este agua al río. Habrá que chequearlo. Aquí, de momento, no lo hacen. Fundamentalmente, porque saben que la reputación de la planta ya está lo suficientemente baja como para, si se puede, hacerla caer aún más.

Fuentes:
Pilar Assefh, Fukushima hoy: cómo hacen para desactivar la planta nuclear que todavía contamina, 31/01/19, Clarín.
La obra de arte que ilustra esta entrada es "Fuku", del artista Michael Proepper.

No hay comentarios:

Publicar un comentario