martes, 7 de agosto de 2018

Günther Anders, Claude Eatherly: Ciencia y consciencia

por Santiago Alba Rico

En 1959 un hombre llamado Claude Eatherly, roto y desesperado, lleva ya seis años recluido en un hospital psiquiátrico de alta seguridad del Pentágono tratado por “trastornos edípicos y sentimientos de culpa”. Internado y liberado muchas veces desde 1950, este hombre ha perdido toda esperanza, no sólo de reintegrarse a la vida nomral de sus contemporáneos, sino incluso -y mucho más grave- de comprender exactamente la hechura de su problema. En 1945, de regreso del frente, Eatherly había evitado los homenajes de sus conciudadanos y se había encerrado tímidamente en su casa, agitando por un malestar incomprensible que ni siquiera su mujer, que lo había esperado con impaciencia y recibido con alborozo pudo soportar. En 1947, ya divorciado, sin lazos que lo vincularan al optmista ajetreo de su país, decide emigrar a Canadá, a donde lo acompaña su angustia y de donde regresa un año más tarde sin haber conseguido librarse de ella. En 1950, Eatherly se declara vencido y alquila una habitación en un pequeño hotel de Nueva Orleans; ingiere varias cajas de somníferos, se tiende en la cama y por un momento siente el alivio de dejar atrás el tormento que lleva dentro. Salvado en el último momento, su inestabilidad mental alternará desde entonces las tentativas renovadas de suicidio con extrañas iniciativas de todo punto incomprensibles: manda una y otra vez, por ejemplo, cartas compungidas a Japón con algunos dólares incluidos en los sobres. A partir de 1953, emprende una singular carrera de delincuente. Eatherly, en efecto, entra en un comercio o en una farmacia armado de una pistola que luego se descubrirá de juguete, encañona al cajero y le conmina a depositar la recaudación en una bolsa de papel; luego sale tranquilamente, con una cierta parsimonia exhibicionista, deja la pistola y el botín en la puerta y se deja prender por la policía. Cada vez que hace una cosa así, es conducido al hospital militar de Waco, donde los psiquiatras describen muy científicamente su caso: “Paciente completamente enajenado de la realidad. Miedos, crecientes conflictos internos, pérdida de los sentimientos, ideas fijas”.

Pero, ¿quién es este incurable perturbado de nombre Claude Eatherly? ¿Por qué las autoridades de los Estados Unidos no lo tratan como a un vulgar ratero y lo meten en la cárcel? ¿Por qué este empeño en “curarlo”? Pues bien: Claude Eatherly era el piloto estadounidense que el 6 de agosto de 1945, después de analizar las condiciones atmosféricas sobre el cielo de Japón, escogió Hiroshima para que el Enola Gay, a los mandos del coronel Thibbets, arrojara la primera bomba atómica. Eatherly contempló desde el aire el hongo místico de la explosión y quizás se abandonó un instante al placer estético de esta catedral de humo; después, de vuelta a la base, supo que su acción había derretido a 200.000 japoneses en apenas cinco minutos. El coronel Thibbets, entrevistado más tarde por un periódico estadounidense, declaró: “No tengo remordimientos. Se me dijo -como se ordena a un soldado- que hiciese una cierta cosa y yo la hice. Y no me habléis del número de personas muertas. Yo no quería que muriese nadie. Miremos de frente la realidad: cuando se combate, se combate para vencer, usando todos los medios a nuestra disposición. No me plantea el más mínimo problema moral: hice lo que se me había ordenado y en las mismas condiciones volvería a hacerlo”. Thibbets fue homenajeado, felicitado, condecorado y sus compatriotas le hicieron sentirse orgulloso de su acción; era el “normal”. Claude Eatherly, en cambio, se sintió mal; y como no se podía encarcelar a un héroe de guerra sin que el gobierno y la sociedad estadounidense se viesen obligados a enfrentarse a su propia responsabilidad, fue recluido en el hospital miliat de Waco, de donde escapó en 1961 para desaparecer -¿a la manera quizás argentina o chilena- sin dejar rastro. Fue recluido, es decir, no por haber matado a 200.000 personas en cinco minutos sino por no haber sido capaz de “superarlo”. Mientras él solicitaba una y otra vez “la gracia del castigo”, sus compatriotas le castigaban precisamente declarándolo irresponsable de sus actos; estaba loco: se sentía culpable.

En 1958 el filósofo alemán Günter Anders, uno de los grandes teóricos del movimiento antinuclear, entró en contacto epistolar con el prisionero de Waco mediante una primera carta fechada el 3 de junio en la que el escritor explica a Eatherly hasta qué punto su incapacidad para “superar” las consecuencias de su acción era un motivo de consuelo para él y sus amigos, comprometidos como estaban en la tarea de sensibilizar al mundo frente a la amenaza cósmica del armamento atómico. Después, durante dos años el filósofo y el piloto mantendrían una relación cada vez más estrecha -incluido un fugaz encuentro en México- que contribuyó sin duda a la rehabilitación personal de Eatherly, pero también, por eso mismo, al agravamiento de las presiones que sobre él ejercía el gobierno estadounidense. En todo caso y para lo que aquí nos interesa, los argumentos de Anders frente al desamparo del prisionero estaban orientados a demostrar que no era él, Claude Eatherly, responsable directo de la muerte de tantos miles de personas, el que estaba enfermo; la que estaba enferma era la sociedad que consideraba anómala, irregular, enfermiza, su sanísima reacción moral. A partir de las reflexiones recogidas en su obra fundamental, La obsolescencia del hombre, Anders insitía frente al desconsuelo de Eatherly en el ”desnivel prometeico” en virtud del cual la desproporción entre lo que el hombre puede (técnicamente) hacer y lo que puede representarse, entre su capacidad de actuar multiplicada ad infinitum por el nuevo medio tecnológico, y su capacidad para imaginar, tan limitada como hace un millón de años, inducía esta incapacidad ya normalizada para responder proporcionalmente a las inconmesurables consecuencias de nuestros actos: es casi imposible representarse la relación entre una ligerísmia presión de dedo índice y la muerte, 5.000 metros más abajo, de 200.000 personas, como es asimismo imposible imaginar-medir concretamente- la textura dramática de esta cifra. Los hombres, engranados como rudecillas en un nuevo contexto tecnológico en el que “podríamos vernos implicados en acciones cuyos efectos seríamos incapaces de prever y que, de poder preverlos, no podríamos aprobar”, nos encontramos antes una nueva situación moral, sin precendentes en la historia, que nos obliga a revisar el concepto mismo de responsabilidad. En algún sentido, dice Anders, nos hemos vuelto inocentemente culpables. No tenemos suficiente imaginación para atar cabos, enlazar continuidades, desenredar los hilos que vinculan nuestros cuerpos a la destrucción de los cuerpos más distantes. Y sin imaginación el mundo está ortal y políticamente condenado a perecer. El 13 de enero de 1961, Günther Anders escribía una Carta abierta al presidnete Kennedy en la que declaraba los siguiente sobre el “caso Eatherly”:

Cuando apelamos al aparato del que creemos ser meramente una pieza inconsciente y consideramos totalmente justificada la frase: “Nosotros sólo hicimos lo que hcieron los demás”, cancelamos la libertad de la decisión moral y la libertad de la conciencia, convertimos la palabra “libre” de la expresión “el mundo libre” en el término más vacío e hipócrita. Temo que no hayamos sabido evitar este riesgo. La grandeza de Eatherly consiste precisamente en haber tenido la valentía de dar la vuelta al argumento, con lo que se ha sustraído a la perversión moral dominante. Eatherly proclama: aquello en lo que yo sólo he participado es también algo que yo he hecho; objeto de mi responsabilidad no son solamente mis actos individuales, sino todos “los actos en los que he participado”; la pregunta de nuestra conciencia no es solamente “¿Qué debemos hacer?, sino también: “¿En qué y hasta qué punto debemos participar?”. (…) Comportarse de forma irreprochable en la vida privada no es gran cosa, pues en esta esfera la costumbre suele sustituir a la conciencia. Es para enfrentarse al sutil terror de la participación para lo que se requiere una auténtica autonomía moral y un verdadero valor cívico. (…) Normalmente el aparato exime a todos -incluso a quienes lo dirigen y a sus propietarios- de toda responsabilidad, de modo que al final nadie asume responsabilidad alguna, y lo único que queda es la tierra carbonizada de las vícitmas y la radiante buena conciencia de los necios” (pág. 187, Carta abuerta al presidente Kennedy, 13 de enero de 1961).
Santiago Alba Rico, “El mundo en guerra: Consideraciones sobre el derecho a la normalidad”. Ponencia para el Encuentro Mundial de Intelectuales y Artistas en Defensa de la Humanidad, caracas, dicimebre de 2004 (S. alba Rico, Capitalismo y nihilismo. Akal, Madrid, 2007, pp. 93-97).

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