por Santiago Alba
Rico
En 1959 un hombre
llamado Claude Eatherly, roto y desesperado, lleva ya seis años
recluido en un hospital psiquiátrico de alta seguridad del Pentágono
tratado por “trastornos edípicos y sentimientos de culpa”.
Internado y liberado muchas veces desde 1950, este hombre ha perdido
toda esperanza, no sólo de reintegrarse a la vida nomral de sus
contemporáneos, sino incluso -y mucho más grave- de comprender
exactamente la hechura de su problema. En 1945, de regreso del
frente, Eatherly había evitado los homenajes de sus conciudadanos y
se había encerrado tímidamente en su casa, agitando por un malestar
incomprensible que ni siquiera su mujer, que lo había esperado con
impaciencia y recibido con alborozo pudo soportar. En 1947, ya
divorciado, sin lazos que lo vincularan al optmista ajetreo de su
país, decide emigrar a Canadá, a donde lo acompaña su angustia y
de donde regresa un año más tarde sin haber conseguido librarse de
ella. En 1950, Eatherly se declara vencido y alquila una habitación
en un pequeño hotel de Nueva Orleans; ingiere varias cajas de
somníferos, se tiende en la cama y por un momento siente el alivio
de dejar atrás el tormento que lleva dentro. Salvado en el último
momento, su inestabilidad mental alternará desde entonces las
tentativas renovadas de suicidio con extrañas iniciativas de todo
punto incomprensibles: manda una y otra vez, por ejemplo, cartas
compungidas a Japón con algunos dólares incluidos en los sobres. A
partir de 1953, emprende una singular carrera de delincuente.
Eatherly, en efecto, entra en un comercio o en una farmacia armado de
una pistola que luego se descubrirá de juguete, encañona al cajero
y le conmina a depositar la recaudación en una bolsa de papel; luego
sale tranquilamente, con una cierta parsimonia exhibicionista, deja
la pistola y el botín en la puerta y se deja prender por la policía.
Cada vez que hace una cosa así, es conducido al hospital militar de
Waco, donde los psiquiatras describen muy científicamente su caso:
“Paciente completamente enajenado de la realidad. Miedos,
crecientes conflictos internos, pérdida de los sentimientos, ideas
fijas”.
Pero, ¿quién es
este incurable perturbado de nombre Claude Eatherly? ¿Por qué las
autoridades de los Estados Unidos no lo tratan como a un vulgar
ratero y lo meten en la cárcel? ¿Por qué este empeño en
“curarlo”? Pues bien: Claude Eatherly era el piloto
estadounidense que el 6 de agosto de 1945, después de analizar las
condiciones atmosféricas sobre el cielo de Japón, escogió
Hiroshima para que el Enola Gay, a los mandos del coronel Thibbets,
arrojara la primera bomba atómica. Eatherly contempló desde el aire
el hongo místico de la explosión y quizás se abandonó un instante
al placer estético de esta catedral de humo; después, de vuelta a
la base, supo que su acción había derretido a 200.000 japoneses en
apenas cinco minutos. El coronel Thibbets, entrevistado más tarde
por un periódico estadounidense, declaró: “No tengo
remordimientos. Se me dijo -como se ordena a un soldado- que hiciese
una cierta cosa y yo la hice. Y no me habléis del número de
personas muertas. Yo no quería que muriese nadie. Miremos de frente
la realidad: cuando se combate, se combate para vencer, usando todos
los medios a nuestra disposición. No me plantea el más mínimo
problema moral: hice lo que se me había ordenado y en las mismas
condiciones volvería a hacerlo”. Thibbets fue homenajeado,
felicitado, condecorado y sus compatriotas le hicieron sentirse
orgulloso de su acción; era el “normal”. Claude Eatherly, en
cambio, se sintió mal; y como no se podía encarcelar a un héroe de
guerra sin que el gobierno y la sociedad estadounidense se viesen
obligados a enfrentarse a su propia responsabilidad, fue recluido en
el hospital miliat de Waco, de donde escapó en 1961 para desaparecer
-¿a la manera quizás argentina o chilena- sin dejar rastro. Fue
recluido, es decir, no por haber matado a 200.000 personas en cinco
minutos sino por no haber sido capaz de “superarlo”. Mientras él
solicitaba una y otra vez “la gracia del castigo”, sus
compatriotas le castigaban precisamente declarándolo irresponsable
de sus actos; estaba loco: se sentía culpable.
En 1958 el
filósofo alemán Günter Anders, uno de los grandes teóricos del
movimiento antinuclear, entró en contacto epistolar con el
prisionero de Waco mediante una primera carta fechada el 3 de junio
en la que el escritor explica a Eatherly hasta qué punto su
incapacidad para “superar” las consecuencias de su acción era un
motivo de consuelo para él y sus amigos, comprometidos como estaban
en la tarea de sensibilizar al mundo frente a la amenaza cósmica del
armamento atómico. Después, durante dos años el filósofo y el
piloto mantendrían una relación cada vez más estrecha -incluido un
fugaz encuentro en México- que contribuyó sin duda a la
rehabilitación personal de Eatherly, pero también, por eso mismo,
al agravamiento de las presiones que sobre él ejercía el gobierno
estadounidense. En todo caso y para lo que aquí nos interesa, los
argumentos de Anders frente al desamparo del prisionero estaban
orientados a demostrar que no era él, Claude Eatherly, responsable
directo de la muerte de tantos miles de personas, el que estaba
enfermo; la que estaba enferma era la sociedad que consideraba
anómala, irregular, enfermiza, su sanísima reacción moral. A
partir de las reflexiones recogidas en su obra fundamental, La
obsolescencia del hombre, Anders insitía frente al desconsuelo de
Eatherly en el ”desnivel prometeico” en virtud del cual la
desproporción entre lo que el hombre puede (técnicamente) hacer y
lo que puede representarse, entre su capacidad de actuar multiplicada
ad infinitum por el nuevo medio tecnológico, y su capacidad para
imaginar, tan limitada como hace un millón de años, inducía esta
incapacidad ya normalizada para responder proporcionalmente a las
inconmesurables consecuencias de nuestros actos: es casi imposible
representarse la relación entre una ligerísmia presión de dedo
índice y la muerte, 5.000 metros más abajo, de 200.000 personas,
como es asimismo imposible imaginar-medir concretamente- la textura
dramática de esta cifra. Los hombres, engranados como rudecillas en
un nuevo contexto tecnológico en el que “podríamos vernos
implicados en acciones cuyos efectos seríamos incapaces de prever y
que, de poder preverlos, no podríamos aprobar”, nos encontramos
antes una nueva situación moral, sin precendentes en la historia,
que nos obliga a revisar el concepto mismo de responsabilidad. En
algún sentido, dice Anders, nos hemos vuelto inocentemente
culpables. No tenemos suficiente imaginación para atar cabos,
enlazar continuidades, desenredar los hilos que vinculan nuestros
cuerpos a la destrucción de los cuerpos más distantes. Y sin
imaginación el mundo está ortal y políticamente condenado a
perecer. El 13 de enero de 1961, Günther Anders escribía una Carta
abierta al presidnete Kennedy en la que declaraba los siguiente sobre
el “caso Eatherly”:
“Cuando
apelamos al aparato del que creemos ser meramente una pieza
inconsciente y consideramos totalmente justificada la frase:
“Nosotros sólo hicimos lo que hcieron los demás”, cancelamos la
libertad de la decisión moral y la libertad de la conciencia,
convertimos la palabra “libre” de la expresión “el mundo
libre” en el término más vacío e hipócrita. Temo que no hayamos
sabido evitar este riesgo. La grandeza de Eatherly consiste
precisamente en haber tenido la valentía de dar la vuelta al
argumento, con lo que se ha sustraído a la perversión moral
dominante. Eatherly proclama: aquello en lo que yo sólo he
participado es también algo que yo he hecho; objeto de mi
responsabilidad no son solamente mis actos individuales, sino todos
“los actos en los que he participado”; la pregunta de nuestra
conciencia no es solamente “¿Qué debemos hacer?, sino también:
“¿En qué y hasta qué punto debemos participar?”. (…)
Comportarse de forma irreprochable en la vida privada no es gran
cosa, pues en esta esfera la costumbre suele sustituir a la
conciencia. Es para enfrentarse al sutil terror de la participación
para lo que se requiere una auténtica autonomía moral y un
verdadero valor cívico. (…) Normalmente el aparato exime a todos
-incluso a quienes lo dirigen y a sus propietarios- de toda
responsabilidad, de modo que al final nadie asume responsabilidad
alguna, y lo único que queda es la tierra carbonizada de las
vícitmas y la radiante buena conciencia de los necios” (pág. 187,
Carta abuerta al presidente Kennedy, 13 de enero de 1961).
Santiago Alba Rico, “El mundo en guerra: Consideraciones sobre el derecho a la normalidad”. Ponencia para el Encuentro Mundial de Intelectuales y Artistas en Defensa de la Humanidad, caracas, dicimebre de 2004 (S. alba Rico, Capitalismo y nihilismo. Akal, Madrid, 2007, pp. 93-97).
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