Se
repara poco en la presencia que la naturaleza tuvo en la obra del
ruso, su amor por los bosques y cómo avisa que la mano del hombre
los puede destruir.
Qué cómodo es ser irracional. Dejarte llevar por tus manías, tus obsesiones, por una indulgente comprensión hacia los defectos de uno mismo y una ira incontrolada contra los demás. Qué fácil emitir juicios arbitrarios. Qué incapacidad de renovar cada cierto tiempo la zona rocosa del pensamiento, esos rincones en que las neuronas se encasquillan y se engolfan rumiando solo tres ideas que uno no se cansa de repetir. Lo pienso al recordar todo aquello en lo que he cambiado en los últimos años. Y conmigo, sé que muchos de ustedes han experimentado algo parecido. No me lamento de uno solo de esos cambios, al contrario, pienso que he forzado a mi cerebro a que sea moldeable; la flexibilidad es un síntoma de que aún eres capaz de ponerte en duda. Es un ejercicio de musculación. Envejecer no depende tan solo del paso del tiempo, se puede envejecer prematuramente por enrocarse en unos principios que acaban siendo tan sagrados como los que fundamentan una fe ciega. Hace unos años, por ejemplo, no estaba tan presente en mi manera de entender el mundo la preocupación por el medio ambiente. Muchos de nosotros observábamos el activismo ecologista como una misión obsesiva de unos pocos extravagantes. Ahora lo juzgo de otra manera: ¿qué hubiera sido de nosotros de no haber existido el empecinamiento de esos pocos que nos avisaron de que el planeta en el que habitamos tiene unos recursos limitados, de no habernos advertido de que el medio ambiente es tan importante como sus usuarios? Para llegar hasta este razonamiento había que hacer un esfuerzo tanto de sensatez como de generosidad, porque pelear por el entorno que dejas a aquellos que disfrutarán de las instalaciones cuando tú ya no seas cliente es una idea loca, muy extraña, que requiere una gran dosis de imaginación no exenta de melancolía: dejar la casa limpia para aquellos que te sucedan, sean o no sean de tu sangre, para el prójimo.
Se
repara poco en la presencia que la naturaleza tuvo en la obra de
Chéjov. Qué rareza ese amor del ruso por los bosques y esa manera
en que nos alerta
en muchos de sus textos de cómo la mano del hombre los puede
destruir. Se ha estudiado con atención y mimo el carácter de sus
personajes pero no así el de los árboles que sombrean todos sus
textos y tienen voz propia y nos avisan de la amenaza de la
degradación. Qué originalidad este discurso ecologista en alguien a
quien, injustamente, se tachó en ocasiones de poco comprometido.
Pero es que al compromiso de Chéjov le faltaba más de un siglo para
ser tomado en consideración. Pienso en él, tan poco ideológico,
pero siempre esforzado en no dejarse llevar por la irracionalidad a
la que se habían abandonado sus hermanos.
Casi
un siglo y medio después de la escritura de Chéjov aún hay gente
que se siente agredida por la defensa del medio ambiente. Se diría
que echan pestes contra un corriente mayoritaria y abusiva dada la
furia con que se defienden de esa lacra que denominan la corrección
política de los amantes de la naturaleza, pero en realidad es
absurda tanta inquina: son ellos (los que anteponen el saqueo de los
recursos naturales a cualquier tipo de contención) los que de
momento ostentan el poder. Ellos mandan, ellos son capaces de
convertir a los activistas del ecologismo en enemigos de la felicidad
del pueblo. El abandono del acuerdo de París por parte de Trump es
solo un paso más en la brutal falta de sensibilidad que han mostrado
los sucesivos presidentes estadounidenses hacia la preservación del
planeta. Obama fue una excepción. Tampoco creo que se tratara de un
enconado ecologista, pero supo escuchar la voz de alarma: a mediados
de este siglo contaremos, si no se remedia, con dos grados más de
temperatura y todas las consecuencias que ese aumento provocará.
“América
primero”, dice Trump. En esas dos palabras está contenido su
discurso reaccionario y nacionalista. Pero no está solo, no. El
activismo a favor del medio ambiente es asombrosamente minoritario.
Un acuerdo de mínimos, como el de París, sucede después de mucho
tiempo de encaje y negociación. Pareciera que Trump es el único
cerebro que ha pergeñado el disparate de abandonar un compromiso que
trata de frenar la degradación de la atmósfera, pero lo acompaña
su equipo, lo precedió Reagan, Bush, y todos aquellos que se
desentendieron. También lo acompañan aquellos que ven en este
empeño algo ridículo y fanático. Si la derecha no duda en
esquilmar los recursos cada vez más escasos, es decepcionante que
los partidos de izquierda no hayan abrazado con más determinación
el discurso ecologista. ¿Qué temen, que alguien les acuse de ir
contra el bienestar inmediato del pueblo? Sin duda es una causa solo
apta para valientes, o para mentes libres como la de Chéjov, porque
conlleva la rara intención de atender al bienestar de unos
individuos a los que no vas a conocer y una tierra en la que solo
habitarás como polvo.
Fuentes:
Elvira Lindo, Trump y Chéjov, 02/06/17, El País. Consultado 03/06/17.
La obra de arte que ilustra esta entrada es "Ramo otoñal" del artista ruso Iliá Repin.
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