Unos 40 millones
de personas beben agua contaminada con arsénico pese a que es un
problema denunciado hace décadas.
por Sam Loewenberg
Con su barba
blanca como la nieve y su sarong color pastel, rodeado de sus nietos,
sus sobrinas y sus sobrinos, Shadaz Uddin, un comerciante retirado de
63 años, debería estar disfrutando de su jubilación. En cambio,
vive preocupado por unas manchas minúsculas que le salpican el
pecho. Al principio, los puntos de pigmentación son de color negro,
y luego se vuelven blancos, explica el doctor Tariqul Islam
inclinándose hacia delante para reconocer a Uddin. Parecen “gotas
de lluvia en la tierra”, explica.
Son las señales
que delatan el envenenamiento por arsénico.
Uddin vive en el
pueblo de Totar Bagh, una comunidad agrícola formada por cabañas de
chapa ondulada, bambú y hormigón situadas entre bosques y campos de
arroz al este de Dacca, la capital de Bangladesh. La colada
multicolor cuelga entre las palmeras, sobre el suelo de tierra
apisonada, mientras las familias se dedican a sus quehaceres
limpiando, cocinando y acarreando el agua que sacan de los pozos
próximos a las viviendas con ayuda de una bomba manual.
El agua es la
causa de que el doctor Tariq esté hoy en el pueblo. El médico
colabora con las Universidades de Chicago y Columbia en la
investigación de los efectos a largo plazo de la exposición al
arsénico. Alrededor de la mitad de los pozos en la zona de estudio,
en la que viven 35.000 personas, está contaminada con este veneno.
La presencia de arsénico en el agua potable del país se detectó
por primera vez hace más de dos décadas. Entre las consecuencias de
la exposición prolongada se encuentra el aumento significativo de
las posibilidades de contraer enfermedades cardíacas, diabetes, y
cáncer de pulmón, piel y vejiga. Las repercusiones para la salud y
el desarrollo de los niños se arrastran toda la vida.
Como muchos otros
habitantes del pueblo, Uddin sigue bebiendo de su pozo. “Me dijeron
que consiguiese agua mejor”, cuenta, y añade que intentó
construir otro pozo él mismo, pero que también estaba contaminado.
“Sé que el agua no es buena para mi salud, pero no puedo hacer
nada”, se lamenta. Su familia, incluidos sus nietos, también la
beben. Uddin extiende las manos y levanta la vista al cielo: “No
tengo alternativa. He intentado conseguir agua sana, pero no he
podido”.
Se calcula que,
en Bangladesh, 40 millones de personas -una cuarta parte de la
población- están expuestas a beber agua contaminada con arsénico,
una perniciosa sustancia tóxica con pocos síntomas visibles que
ataca a múltiples órganos simultáneamente. El Boletín de la
Organización Mundial de la Salud calcula que puede ser la causa de
43.000 muertes al año en el país.
El ya fallecido
geoquímico Jim Simpson, de la Universidad de Columbia, fue uno de
los primeros científicos estadounidenses en enfrentarse al problema
del arsénico. En el año 2001, la universidad celebró un congreso
al que se había convocado a especialistas en arsénico del mundo
entero y que congregó a todo un abanico de expertos en diferentes
disciplinas -salud pública, ingeniería, química, hidrología,
medicina, toxicología y geología- procedentes de las facultades
más prestigiosas del planeta. Las intervenciones se prolongaron
durante varios días y tras escucharlas sorprendía el hecho de que
estuviese teniendo lugar una catástrofe de proporciones
inconcebibles, y, sin embargo, remediable. En esa época estaban
sucediendo muchas cosas aparentemente sin solución, como los
conflictos étnicos de Yugoslavia o Ruanda, la pobreza o el hambre en
el mundo. ¿Estábamos ante una desgracia más de un país pobre
mientras nos limitábamos a rasgarnos las vestiduras?
Sin embargo, lo
que se discutía no era si el problema se podía resolver, sino cómo
hacerlo; qué solución funcionaría mejor, más práctica y
eficazmente. Había cuestiones técnicas que discutir, desde luego,
pero no cabía duda de que era factible. El agua contaminada es un
problema físico, y existen fundamentalmente dos opciones: filtrarla,
o encontrar una nueva fuente. No hay más. Según los cálculos,
solucionarlo costaría entre 100 y 300 millones de dólares, es
decir, apenas unos dólares por cada vida.
Actualmente, los
ingenieros y los geólogos están de acuerdo en que, en la mayoría
de los casos, unos pozos más profundos, por debajo de los 150
metros, pueden proporcionar agua sin arsénico. Otras opciones son
filtrar el agua de superficie, o mejor aún, suministrar agua
canalizada a una comunidad entera utilizando una planta central de
filtración. Los expertos bangladesíes e internacionales creen que
en unos cinco a 10 años se podrían construir pozos suficientes para
proveer de agua a los 20 millones de personas más gravemente
expuestas.
Así que la
pregunta era aparentemente sencilla: ¿por qué sigue pasando?, ¿por
qué el problema no se ha resuelto aún?
“La geología y
la ingeniería tienen soluciones de sobra conocidas. Lo que
necesitamos es más recursos y más esfuerzos concretos para poder
aplicarlas”, señala Kazi Matin Ahmed, director del departamento de
Geología de la Universidad de Dacca, que lleva trabajando en el
problema casi desde que se descubrió.
“Con un modesto
aumento de la inversión en pozos entubados profundos -que son
relativamente seguros, además de conocidos y rentables-, y más
precisión, la intoxicación por arsénico podría quedar
prácticamente eliminada en cinco o 10 años”, puntualiza el
hidrogeólogo Peter Ravenscroft en el Journal of Water, Sanitation and Hygiene for Development. Ravenscroft se dedica al problema del
arsénico en Bangladesh desde finales de la década de 1990.
Pero esta clase
de pozos son demasiado caros para los aldeanos como Uddin, y necesita
financiación del Gobierno y de los donantes internacionales.
Lo cual es lógico
teniendo en cuenta que, involuntariamente, ellos fueron el origen del
problema.
Entonces parecía
una buena idea.
Pozos tóxicos
En la década de
1970, en Bangladesh miles de personas morían cada año a causa de
enfermedades como el cólera, la disentería y la diarrea. Por aquel
entonces, Unicef y otras organizaciones internacionales estaban
desarrollando una misión dirigida a ayudar a los países en
desarrollo a acceder al agua potable. En un intento por lograr que la
gente dejase de beber el agua sucia de superficie, colaboraron con el
Gobierno de Bangladesh para fomentar el uso de pozos poco profundos
accionados con bombas manuales. Desde muchos puntos de vista, era la
solución ideal para procurar agua potable a las poblaciones rurales
con pocas infraestructuras; un remedio barato, fácil de mantener,
puesto en práctica con la cooperación del Gobierno y la
intervención de la comunidad y el sector privado, y que atacaba la
raíz, y no los síntomas, del problema. Se calcula que se perforaron
10 millones de pozos en todo el país. Al principio fueron el
Gobierno, Unicef, y otros donantes y ONG, y luego los particulares y
las familias. Aparentemente, el proyecto fue un éxito rotundo. La
pureza del agua fue comprobada incluso por el Instituto Británico de
Estudios Geológicos (BGS, por sus siglas en inglés). El problema es
que a nadie se le ocurrió analizar la presencia de arsénico.
Hasta la década
de 1990 no se descubrió que millones de pozos contenían niveles de
arsénico 10, 20 y hasta 50 veces superiores a la concentración
considerada inocua por la Organización Mundial de la Salud (OMS).
¿Y por qué
nadie hizo pruebas en busca de arsénico? Aunque entonces esta
sustancia estaba incluida en la lista de contaminantes naturales del
agua para consumo humano de la OMS, ni el Gobierno ni las
organizaciones de cooperación que promovieron la construcción de
los pozos, consideraron la posibilidad de su presencia. Medir todos
los elementos de la lista de la OMS habría sido prohibitivo, explica
Pauline Smedley, hidrogeoquímica principal del BGS. “No teníamos
razones para pensar que entonces el arsénico fuese un problema en
esa zona, así que no se hicieron análisis”, reconoce. En
realidad, unos años antes se había detectado el veneno en el agua
potable de Bengala Occidental, a dos pasos de Bangladesh, así que
muchos especialistas piensan que eso debería haber servido de aviso
para que se hiciesen pruebas de arsénico. Pero no fue así. De
hecho, hace varios años, diversas ONG bangladesíes presentaron una
demanda contra el BGS en Reino Unido, que acabó desestimándose por
cuestiones técnicas.
En Bangladesh, el
arsénico está presente de forma natural en los acuíferos poco
profundos a consecuencia de las partículas de óxido de hierro que
bajan del Himalaya, recorren el Ganges y llegan hasta el país, donde
acaban depositándose en las ciénagas y los pantanos. Allí, la
vegetación en descomposición hace que se rompan y liberen el
arsénico al agua de las capas freáticas próximas a la superficie.
Nadie se había dado cuenta antes porque la mayoría de la gente no
se abastecía de agua de pozo, sino de las balsas excavadas a mano o
de los ríos. Los agricultores del país, que consumen grandes
cantidades de agua y arroz (que también contiene elevadas
concentraciones de arsénico), sufrieron especialmente los efectos
del veneno.
Lo que sucedió
después es un ejemplo de los remedios poco eficaces que tantas veces
caracterizan las respuestas a los problemas de salud en el mundo.
Cuando se descubrió el arsénico, el Banco Mundial encabezó una
iniciativa para analizar más de la mitad de los pozos del país. Se
demostró que alrededor del 20% estaban contaminados, lo cual suponía
nada menos que 57 millones de personas afectadas. Por medio de
programas educativos se instó a la gente a buscar nuevas fuentes de
agua potable, y los pozos contaminados se marcaron con pintura roja.
Pero, si bien abundaron los análisis y la instrucción pública,
apenas se hizo nada por proporcionar fuentes de agua seguras a la
población. Se excavaron algunos pozos nuevos, pero ni mucho menos
los suficientes, y millones de personas siguieron bebiendo agua
contaminada. A lo largo de la última década no se han emprendido
bastantes acciones para resolver el problema, como muestran los
estudios del Gobierno, en los que se puede ver que los niveles de
exposición apenas cambiaron entre 2009 y 2013. La pintura roja de
los pozos se ha desprendido, la educación se ha interrumpido, y la
gente ha excavado por su cuenta millones de pozos poco profundos sin
que se hayan hecho análisis. Gran parte de la población dio por
supuesto que el problema había remitido, y aunque siguiese
afectándoles, tampoco podían hacer mucho.
A la provincia de
Faridpur pertenecen Abdul Latif Sheij y a su mujer Rokeya. Al igual
que muchos de sus paisanos, hace años que beben de un pozo
contaminado con arsénico. Rokeya tiene marcas en las manos, las
muñecas, el pecho y los pies, que se va tocando mientras habla.
Sehij dice que su esposa ha estado enferma y que está perdiendo
peso. Se perciben la frustración y el desencanto en su voz. Quiere
que las cosas mejoren para que su mujer pueda recibir cuidados, pero
ella dice que no tiene tiempo de ir al médico, ya que, como su
marido no puede trabajar, le toca a ella llevar el dinero a casa. Su
hijo y su hija viven con ellos.
“Si nosotros
morimos, ¿quién va a cuidar de nuestra familia?”, se pregunta
Rokeya. En un esfuerzo por conseguir agua limpia, la mujer acarrea
agua del pozo que hay en las instalaciones de la planta pesquera del
pueblo, donde ella trabaja. Muchos vecinos hacen lo mismo pensando
que, como es un pozo del Gobierno, el agua tiene que ser potable. En
realidad, una visita al lugar muestra que no tiene ninguna marca que
indique que ha sido analizado. Una prueba posterior de una muestra de
este agua en el laboratorio revela que el contenido de arsénico es
de 100 partes por billón (ppb), 10 veces superior al umbral de
seguridad establecido por la OMS.
Otro problema ha
sido que, por lo general, las respuestas mundiales en materia de
salud han dado prioridad a las intervenciones aparentemente baratas.
Al principio, gran parte del esfuerzo se dirigió a instalar filtros
de agua en las viviendas. También en este caso parecía la solución
perfecta: el producto del esmero de la ciencia trasladado al terreno,
fabricado con materiales locales y barato a corto plazo. Pero, a la
larga, los filtros no sirvieron de solución. Eran lentos, solo
funcionaban con cantidades de agua relativamente pequeñas, y la
eliminación del residuo tóxico era complicada. El caso refleja un
error frecuente de las iniciativas mundiales en materia de sanidad:
se llevan a cabo intervenciones a escala individual, que son baratas,
en vez de a escala de comunidad o de país, que requieren más
capital. En asuntos como el agua y el saneamiento, los remedios
rápidos rara vez compensan.
“No se puede
actuar contra el arsénico a escala individual. Se necesitan medidas
para toda la comunidad; hacen falta intervenciones globales que
incluyan a todo el país; hay que tener unas normas oficiales y hay
que actuar de verdad sobre el agua y sobre los alimentos para
eliminar el arsénico de esas fuentes”, remacha Ana Navas-Acién,
epidemióloga especialista en medicina preventiva de la Universidad
de Columbia. “A escala individual no se puede hacer prácticamente
nada”.
La capacidad para
resolver el problema está ahí. En la mayoría de los casos, excavar
pozos más profundos daría buenos resultados y, a largo plazo, la
canalización del agua combinada con una planta central de filtrado
es una solución mejor, aunque más cara. ¿Por qué no se ha hecho
nada de esto? El dinero no es verdaderamente un factor. Construir los
pozos y canalizar el agua costaría unos 300 millones de dólares. De
hecho, solo el Gobierno ha instalado más de 200.000 nuevos pozos
entubados en la última década. El problema es que no se hicieron
pensando en el arsénico. Como observaba el catedrático de Columbia
Alexander van Geen en su estudio del distrito de Araihazar, si los
pozos se hubiesen planificado como es debido, habrían contribuido a
que el triple de personas tuviese acceso a agua sin contaminar. Un informe reciente de Human Rights Watch revelaba que, por el
contrario, los pozos se habían hecho para los vecinos bien
relacionados políticamente. El Gobierno niega las acusaciones de
corrupción o clientelismo. Sin embargo, en privado, un alto
funcionario reconocía que es la política local la que decide quién
tendrá pozo.
Pia Ali Shaheb,
uno de los aldeanos, es la única persona de su pueblo a la que el
Gobierno le ha facilitado un pozo nuevo. También es el representante
local del partido gobernante. Ante la pregunta de si esas conexiones
políticas habían influido, sonríe y responde: “Sí, claro”.
Entonces, otro vecino que acaba de llegar del campo empapado en
sudor, se acerca y empieza a dar voces. Su mujer y él habían
ahorrado y le habían entregado el dinero a un político del pueblo
para tener un pozo limpio, pero nunca se lo han construido. Shaheb se
encoge de hombros: “Eso es que le distéis el dinero al tipo que no
era”.
¿A qué se debe,
pues, la inacción? No se puede culpar del problema a la corrupción,
como hace mucha gente con las dificultades de los países pobres. Es
evidente que, en los países ricos, muchas veces sucede lo mismo.
Pensemos en los promotores que consiguen recalificaciones de terrenos
o en los colegios públicos de las zonas ricas en comparación con
las pobres.
Lo que falta en
el caso de Bangladesh es la falta la voluntad política. Hay
conocimiento científico de sobra para entender y resolver el
problema. Sin embargo, no parece que este haya alcanzado a los
responsables políticos, o por lo menos, que haya estado presente en
sus decisiones. Una vez más, los ejemplos abundan en todo el mundo.
Por ejemplo, el cambio climático. Igual que en este decisivo asunto,
también en el caso del arsénico gran parte del problema reside en
que los efectos de la exposición a la sustancia tardan años, y a
veces décadas, en manifestarse.
“Los asesinos
silenciosos no causan alarma a los responsables políticos”, dice
Habibul Ahsan, catedrático de Salud Pública, director adjunto del
Centro de Investigación del Cáncer de la Universidad de Chicago, y
uno de los principales investigadores en materia de salud de
Araihazar. En un estudio que realizó con la Universidad de Columbia
descubrió que, entre las personas que beben el agua emponzoñada, la
exposición al arsénico puede ser responsable de una de cada cinco
muertes.
En todo el mundo
se ha encontrado arsénico en el agua para el consumo humano. Los
efectos de esta sustancia tóxica, lenta y silenciosa, son
devastadores. Hace décadas se produjo una contaminación similar,
aunque a menor escala, en Chile y en Taiwán, así que los efectos a
largo plazo de la substancia tóxica se conocen bien. “Han pasado
más de 40 años desde que terminó el contacto, y hoy en día sigue
habiendo personas con un riesgo de desarrollar cáncer superior al
normal”, afirma Catterina Ferreccio, subdirectora del Centro de
Estudios Avanzados de Enfermedades Crónicas de la Universidad de
Chile. La investigadora cuenta que, a principios de la década de
1970, al llegar al hospital veía filas de niños que habían sufrido
ataques al corazón a consecuencia de la exposición al veneno.
A pesar de las
pruebas abrumadoras, en la práctica el Gobierno ha subestimado en
gran medida el problema y ha mantenido un umbral de riesgo para el
arsénico significativamente más alto que el de la OMS, lo que
significa que, oficialmente, solamente hay unos 20 millones de
personas expuestas a la sustancia, en vez de 40. Los funcionarios del
Ministerio de Sanidad encargados de hacer el seguimiento del arsénico
desestimaron el descubrimiento de que tenía repercusiones masivas
para la salud afirmando que nada más 65.000 personas padecían
arsenicosis. Dijeron que ni siquiera tenían noticia de los estudios
de la OMS y de las Universidades de Columbia y Chicago según los
cuales se había producido un enorme aumento de la mortalidad. De
hecho, se obstinaban en decir que cada año morían por arsénico
nada más que entre 100 y 200 personas.
Pero no se trata
únicamente de los funcionarios del país. La mayoría de los
donantes internacionales también han dado la espalda al problema. El
Banco Mundial, Unicef y la OMS no tienen ningún proyecto
significativo dirigido a paliar los daños ocasionados por el
arsénico, ni tampoco los donantes bilaterales de Estados Unidos y
Europa. “Ha quedado totalmente fuera de los radares de los
donantes”, lamenta el experto Peter Kim Streatfield, investigador
emérito del Centro Internacional para la Investigación de
Enfermedades Diarreicas en Bangladesh, una de las principales
instituciones de investigación sanitaria del país.
“En este tema
de salud pública hay un componente de psicología de las
organizaciones”, afirma Ravenscroft, que en la actualidad está
escribiendo un manual para Unicef y la OMS sobre cómo paliar los
daños del arsénico. La escala misma del problema ha sido un
obstáculo para que los donantes siguiesen actuando. Según el
hidrogeólogo, es posible que estos se hayan rendido al no tener a la
vista ninguna solución rápida. “Creo que les da miedo
responsabilizarse de un problema que creen que es demasiado grande
para ellos”.
A fin de cuentas,
se trata de un caso de fracaso institucional y falta de
responsabilidad. También es consecuencia de la política de la salud
pública: por terribles que sean los efectos de la intoxicación por
arsénico, tardan años, incluso décadas, en hacerse evidentes. En
consecuencia, a los políticos, a los donantes, a los organismos de
cooperación internacional y a los Gobiernos locales, les resulta
fácil hacer caso omiso del problema. Mientras que los brotes
espectaculares de enfermedades como el ébola o los desastres
naturales como el terremoto de Haití recaudaron miles de millones de
dólares de ayuda (e, incluso entonces, la respuesta tuvo sus
fallos), el arsénico, que afecta a muchas más personas, pero que
actúa despacio y no es telegénico, ha visto esfumarse el dinero
para investigar y aliviar los daños.
Tras la
publicación del informe de Human Rights Watch, el ministro de
Desarrollo Rural y diputado por la provincia de Faridpur, declaró
que nadie había muerto recientemente a causa del arsénico. El
Gobierno se niega a reconocer que el problema persiste, porque, si lo
hiciese, estaría reconociendo su propio fracaso. En esto, Bangladesh
no tiene nada de especial. Recordemos la incapacidad de Estados
Unidos para hacer frente a la intoxicación con plomo en Flynt, en el
estado de Michigan, o a las inundaciones de Nueva Orleans, la respuesta absolutamente inadecuada de Europa a la crisis de los refugiados, el fracaso ruso en Chernóbil, o el de casi cualquier
Gobierno para solucionar los problemas de su sistema educativo.
“La pasividad
política está presente en todas partes. No se trata exclusivamente
de Bangladesh, ni mucho menos. No quieren ocuparse de cosas que no
les sirvan para salir elegidos el mes que viene”, reflexiona Allan
Smith, catedrático emérito de Salud Pública de la Universidad de
California en Berkeley y uno de los primeros en escribir sobre el
problema en el año 2000. Smith se dio cuenta de que, con el Gobierno
de George W. Bush, el nivel de arsénico autorizado subió del límite
establecido por la OMS a un nivel comparable al fijado por
Bangladesh. (Con Obama se rebajó).
Unicef ha
trabajado en la resolución del problema en un puñado de
comunidades. Aunque esto no acabará con él a escala nacional, es un
ejemplo de cómo se podría solucionar. En el pueblo de Batachow, en
Comilla, al norte de Dacca, el organismo cooperó con la aldea para
instalar una canalización de agua que utilizase una planta central
de filtración consistente en una serie de relucientes tanques del
tamaño de los que se utilizan en las fábricas de cerveza, y varios
filtros de rejilla para el agua. Batachow, que antes estaba
absolutamente contaminado, ahora tiene agua limpia.
“No podíamos
ni imaginar que existiese una solución así al abastecimiento de
agua”, cuenta Mamunur Rashid, miembro de la comisión del agua del
pueblo. El coste por familia es de 50 taka (menos de un euro) al mes,
y ellas piensan que bien vale la pena. Pero, hasta el momento, solo
se ha puesto en práctica en unas cuantas comunidades.
Los funcionarios
de obras públicas del Gobierno aseguran que actualmente están
desarrollando un plan de 250 millones de dólares para hacer frente
al problema del arsénico. Pero el plan está a la espera de su
aprobación por parte de los políticos, cosa que todavía es
sumamente incierta. En privado, tanto los funcionarios como los
expertos externos expresan su profundo escepticismo con respecto a
que algo vaya a ocurrir, y observan que, en otras ocasiones, las
promesas de los políticos de que van a solucionar el asunto ya han
quedado en nada, incluso después de las elecciones. Mientras tanto,
se sigue investigando.
“Voy al
terreno, intento recoger muestras, y la gente me pregunta qué
debería hacer, por qué no le dan opciones alternativas para
abastecerse de agua”, explica Ahmed. “Como investigador, me
siento muy mal”. “Es algo que podría estar resuelto en 10 o 15
años. Llevamos 22 trabajando en ello y todavía hay mucha gente
expuesta. Es de lo más frustrante”, lamenta. “Nadie debería
beber esa agua”.
La alimentación,
en juego
La preocupación
por el efecto del arroz como portador de arsénico también es
importante. Sin embargo, los funcionarios del Gobierno de Bangladesh
se han resistido obstinadamente a reconocer el problema, al parecer
porque temen sembrar el pánico en torno al alimento principal del
país, según diversos científicos que han pedido que se los
mantenga en el anonimato. Los investigadores afirman que altos cargos
del Gobierno les han llamado la atención por sacar el tema a la luz.
Algunos expertos han encontrado pozos de irrigación que contienen
0,5 partes de arsénico por millón, pero no se han realizado
análisis a escala nacional.
Un reciente
estudio llevado a cabo en Bangladesh detectó que, a pesar de que
había niños que ya no bebían agua contaminada, los niveles de
arsénico en su organismo seguían siendo elevados. La causa más
probable es el consumo de arroz, afirma Marie Vahter, directora del
equipo de investigación sobre metales tóxicos del Instituto
Karolinska de Estocolmo.
Efectivamente, se
ha comprobado que el arsénico en el arroz es un peligro en todo el
mundo. De hecho, las mayores concentraciones se han registrado en
Francia. Si bien la OMS, la Unión Europea y Estados Unidos han
dictado nuevas normas referentes a los niveles de arsénico
permitidos para el arroz, estos siguen siendo excesivos, afirma Andy
Meharg, biogeoquímico de la Universidad Queen’s de Belfast y uno
de los primeros investigadores en descubrir el problema. Las normas
son “irrelevantes”, declaró en un reciente congreso dedicado a
la investigación sobre el arsénico que se celebró en Estocolmo.
Las normas se han establecido siguiendo criterios económicos (en qué
medida pueden afectar a la industria del arroz), más que de
seguridad, concluye Meharg.
Este reportaje ha
sido financiado por el Centro Europeo de Periodismo a través de su
programa de becas para la innovación en la información sobre el
desarrollo (www.journalismgrants.org).
Fuente:
Sam Loewenberg, El agua envenenada de Bangladesh, 14/02/17, El País. Consultado 17/02/17.
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