El problema del
plomo en millones de viviendas demuestra que el partidismo no es solo
simbólico.
por Paul Krugman
Donald Trump
sigue afirmando que "la delincuencia en las ciudades está
alcanzando niveles inauditos" y prometiendo salvar a los
afroamericanos de la "matanza". Lo cierto es que este
apocalipsis urbano es producto de su imaginación; la delincuencia
urbana se mantiene de hecho en niveles históricamente bajos. Pero
Trump no es una de esas personas a las que les preocupe otro
veredicto de "completamente falso" de PolitiFact.
Pero,
naturalmente, hay cosas que distan de estar bien en nuestras
ciudades, y hay mucho que hacer para ayudar a nuestras comunidades
negras. Podríamos, por ejemplo, dejar de bombear plomo en la sangre
de sus hijos.
Quizá piensen
que hablo de la crisis del agua en Flint, Michigan, que provocó -con
razón- la indignación nacional a principios de este año, para
enseguida desaparecer de los titulares. Pero Flint fue solo un
ejemplo extremo de un problema mucho mayor. Y es un problema que
debería formar parte del debate: nos guste o no, envenenar a niños
es un tema político.
Sin duda, hay
mucha menos intoxicación por plomo en el Estados Unidos actual que
en la época que los partidarios de Trump consideran los buenos
tiempos. De hecho, algunos analistas creen que el descenso de la
contaminación con plomo ha sido un factor importante en el descenso
de la delincuencia.
Pero acabo de
leer un estudio publicado por un equipo de economistas y expertos en
salud que confirma el creciente consenso en que incluso niveles bajos
de plomo en el torrente sanguíneo de los niños tienen efectos
perjudiciales significativos sobre su conducta cognitiva. Y, aún
hoy, hay una importante relación entre crecer en el seno de una
familia desfavorecida y la exposición al plomo.
¿Pero cómo
puede ocurrir esto en un país que afirma creer en la igualdad de
oportunidades? Por si no resulta obvio: los niños intoxicados por su
entorno no disfrutan de las mismas oportunidades que aquellos que no
lo están.
Para tener una
perspectiva más amplia he leído un libro publicado en 2013, Lead
Wars: The Politics of Science and Fate of America's Children [Las
guerras del plomo: la política de la ciencia y el destino de los
niños estadounidenses]. Para ser sinceros, la historia que el libro
cuenta no sorprende tanto. Pero sigue siendo deprimente. Porque
llevamos generaciones conociendo el daño que causa el plomo y, sin
embargo, las medidas solo se han tomado lentamente y aún hoy están
lejos de completarse.
Pueden ustedes
imaginarse de qué va la cosa. La industria del plomo no quería que
su negocio se hundiese por culpa de unas normativas incómodas, de
modo que quitó importancia a la ciencia al tiempo que exageraba
enormemente el coste de proteger a la población (una estrategia que
conocerán todos aquellos que hayan seguido los debates sobre la
lluvia ácida, el ozono o el cambio climático).
Sin embargo, en
el caso del plomo, se sumaba también el elemento adicional de culpar
a las víctimas: afirmar que el envenenamiento por plomo era solo un
problema de ignorantes "familias negras y puertorriqueñas"
que no arreglaban sus viviendas y no cuidaban de sus hijos. Esta
estrategia consiguió retrasar la acción durante décadas; décadas
que dejaron un legado literalmente tóxico en forma de millones de
hogares y viviendas saturadas de pintura con plomo.
Al final, la
pintura con plomo se retiró del mercado en 1978, pero ahí es donde
entró la ideología. Ronald Reagan insistía en que el Gobierno era
siempre el problema, nunca la solución. Si la ciencia apuntaba
problemas que necesitaban una solución pública, era el momento de
negar la ciencia y acosar a los científicos; o, al menos, asegurarse
de que los grupos de expertos que ayudaban a establecer la política
oficial estuviesen colmados de promotores favorables a la industria.
Lo mismo hizo el Gobierno de George Bush padre.
Lo que nos lleva
a la actual situación política. Con toda la información que nos
satura, puede que resulte difícil centrarse en la intoxicación con
plomo o en las cuestiones medioambientales en general. Pero en dichos
temas hay enormes diferencias entre los candidatos y entre los
partidos. Y son diferencias que importan, independientemente de lo
que pase con el Congreso: buena parte de la política medioambiental
consiste en decidir cómo aplicar las leyes existentes, de modo que,
si se convierte en presidenta, Hillary Clinton podrá influir de
manera sustancial, aunque se enfrente a la obstrucción de un
Congreso republicano.
Y la división
entre los partidos es exactamente la que sería de esperar. Clinton
ha prometido "quitar el plomo de todas partes" en un plazo
de cinco años. Probablemente no lograría que el Congreso pagase ese
ambicioso programa, pero todo en la historia de la candidata -sobre todo, las décadas que ha dedicado a políticas para las
familias- hace pensar que haría un serio esfuerzo.
Por el contrario,
Trump... Bah, da igual. Despotrica contra las normativas públicas de
todo tipo y pueden imaginarse qué pensarían sus amigos en el sector
inmobiliario de la obligación de retirar el plomo de todos sus
edificios. Bueno, a lo mejor, las pruebas científicas logran
convencerle de que haga lo que debe. O también, a lo mejor, se le
puede convencer de que se convierta en monje budista, lo cual parece
igual de probable.
La cuestión es
que las diferencias entre partidos acerca del plomo no solo deberían
considerarse algo importante en sí mismo, sino también un indicador
de lo que está en juego. Si piensan que la ciencia debería influir
en la política y que los niños deberían estar protegidos de los
productos tóxicos, sepan que eso es ser partidista.
Paul Krugman es
premio Nobel de Economía.
Fuente:
Paul Krugman, Cuando la ideología importa más que la salud, 02/09/16, El País.
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