por
Daniel Rodríguez
En
España, no encontrar un bar abierto en un núcleo de población de
10.000 habitantes un sábado por la tarde es toda una anomalía. Ayer
en la urbanización El Quiñón de Seseña (Toledo), la cafetería La
Madrileña era el único negocio hostelero que no se resignó a echar
el cierre. "Llevo aquí desde las ocho de la mañana", explicaba
Juani, la dueña, aburrida tras la barra mientras la Liga de fútbol
se decidía en el televisor. Sin embargo, no tenía clientes en las
mesas. Ni uno.
"Es
que hoy no hay nadie", se quejaba la estajanovista tendera china del
supermercado de la calle Leonardo Da Vinci, que en un momento de
debilidad amenazaba con cerrar, de forma excepcional, sin esperar a
medianoche. Lo que de verdad lamentaba era no tener mascarillas a la
venta.
Una
compatriota suya, que regenta la otra tienda numantina de El Quiñón,
había perdido la cuenta de las que llevaba despachadas desde el
viernes. "Muchas, muchas", se limitaba a responder tras vender un
paquete de 10 unidades por poco más de un euro. Las vendería a
granel, pero no ayer. Porque El Quiñón parecía, salvando las
distancias, un Chernóbil manchego, una ciudad fantasma. "Da un poco
de pena, porque esto los sábados por la tarde está a reventar de
niños", explicaba el portero de un bloque de viviendas, con la
pertinente mascarilla, delante de un parque infantil desierto. Desde
la garita, perspectiva de quietud total, casi una fotografía.
Lo
único que se movía, incesante, era la enorme columna de humo
procedente del otro lado de la radial que separa la urbanización del
mayor vertedero de neumáticos de Europa, que desde el viernes atufa
la calle con olor a veneno. "En los portales huele 'mazo', pero en
casa con las persianas bajadas ni se nota", apuntaba un chaval con
una enorme gorra tapándole medio cráneo, pero con la boca al
descubierto, como si delante de sus narices no ardieran toneladas de
caucho.
Su
familia hizo caso omiso a la orden de desalojo difundida el viernes
con altavoces y acatada por la mayoría del vecindario. Ayer,
rebajado el nivel de emergencia, los evacuados podían volver a sus
moradas. Pero no todos lo hicieron, porque el aire, a ratos,
apestaba.
El
Quiñón, salvando las distancias de nuevo, podría ser un barrio de
Pyongyang. Bloques mastodónticos, feuchos y monótonos, como
diseñados en una economía planificada. Pero fue levantado en suelo
liberalizado y durante la fiebre del ladrillo. En la rotonda de
entrada se recuerda a Francisco Hernando, 'El Pocero', su polémico
constructor, como a un líder amado. "Dicen que vivimos en el
desierto, pero vivimos de puta madre", proclamaba Albertina,
paseando con sus dos hijos adolescentes y restando importancia al
incendio. "Esto es una tontería". Pero lo decía tras una
mascarilla.
En
El Quiñón, la migración del campo a la ciudad hizo el viaje de
vuelta, y cientos de familias de la capital cruzaron la frontera con
Castilla-La Mancha buscando un alquiler barato o hipotecas sin
asfixias. Aunque ahora el humo ahogue. "He venido a coger unas cosas
porque mañana tenemos comunión", explicaba Alberto, de 32 años,
durante un paseo exprés con sus dos dálmatas. "Pero he venido yo
solo, sin mi chica, porque está embarazada y no me fío". Y sí, él
también se lo veía venir.
Como
Juani, que tras la barra de su cafetería se entera de todo. "Dicen
que el jueves, antes del incendio, se vio a dos hombres haciendo
fotos al vertedero. Una rueda no se incendia así como así, y más
con todo lo que había llovido. Todo el mundo sabía que esto iba a
pasar. Pero es los españoles somos muy pasotas".
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Fuente:
Daniel Rodríguez, El Quiñón de Seseña, un Chernóbil manchego, 15/05/16, El Mundo.
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