martes, 17 de mayo de 2016

El Quiñón de Seseña, un Chernóbil manchego

por Daniel Rodríguez

En España, no encontrar un bar abierto en un núcleo de población de 10.000 habitantes un sábado por la tarde es toda una anomalía. Ayer en la urbanización El Quiñón de Seseña (Toledo), la cafetería La Madrileña era el único negocio hostelero que no se resignó a echar el cierre. "Llevo aquí desde las ocho de la mañana", explicaba Juani, la dueña, aburrida tras la barra mientras la Liga de fútbol se decidía en el televisor. Sin embargo, no tenía clientes en las mesas. Ni uno.

"Es que hoy no hay nadie", se quejaba la estajanovista tendera china del supermercado de la calle Leonardo Da Vinci, que en un momento de debilidad amenazaba con cerrar, de forma excepcional, sin esperar a medianoche. Lo que de verdad lamentaba era no tener mascarillas a la venta.

Una compatriota suya, que regenta la otra tienda numantina de El Quiñón, había perdido la cuenta de las que llevaba despachadas desde el viernes. "Muchas, muchas", se limitaba a responder tras vender un paquete de 10 unidades por poco más de un euro. Las vendería a granel, pero no ayer. Porque El Quiñón parecía, salvando las distancias, un Chernóbil manchego, una ciudad fantasma. "Da un poco de pena, porque esto los sábados por la tarde está a reventar de niños", explicaba el portero de un bloque de viviendas, con la pertinente mascarilla, delante de un parque infantil desierto. Desde la garita, perspectiva de quietud total, casi una fotografía.

Lo único que se movía, incesante, era la enorme columna de humo procedente del otro lado de la radial que separa la urbanización del mayor vertedero de neumáticos de Europa, que desde el viernes atufa la calle con olor a veneno. "En los portales huele 'mazo', pero en casa con las persianas bajadas ni se nota", apuntaba un chaval con una enorme gorra tapándole medio cráneo, pero con la boca al descubierto, como si delante de sus narices no ardieran toneladas de caucho.

Su familia hizo caso omiso a la orden de desalojo difundida el viernes con altavoces y acatada por la mayoría del vecindario. Ayer, rebajado el nivel de emergencia, los evacuados podían volver a sus moradas. Pero no todos lo hicieron, porque el aire, a ratos, apestaba.

El Quiñón, salvando las distancias de nuevo, podría ser un barrio de Pyongyang. Bloques mastodónticos, feuchos y monótonos, como diseñados en una economía planificada. Pero fue levantado en suelo liberalizado y durante la fiebre del ladrillo. En la rotonda de entrada se recuerda a Francisco Hernando, 'El Pocero', su polémico constructor, como a un líder amado. "Dicen que vivimos en el desierto, pero vivimos de puta madre", proclamaba Albertina, paseando con sus dos hijos adolescentes y restando importancia al incendio. "Esto es una tontería". Pero lo decía tras una mascarilla.

En El Quiñón, la migración del campo a la ciudad hizo el viaje de vuelta, y cientos de familias de la capital cruzaron la frontera con Castilla-La Mancha buscando un alquiler barato o hipotecas sin asfixias. Aunque ahora el humo ahogue. "He venido a coger unas cosas porque mañana tenemos comunión", explicaba Alberto, de 32 años, durante un paseo exprés con sus dos dálmatas. "Pero he venido yo solo, sin mi chica, porque está embarazada y no me fío". Y sí, él también se lo veía venir.

Como Juani, que tras la barra de su cafetería se entera de todo. "Dicen que el jueves, antes del incendio, se vio a dos hombres haciendo fotos al vertedero. Una rueda no se incendia así como así, y más con todo lo que había llovido. Todo el mundo sabía que esto iba a pasar. Pero es los españoles somos muy pasotas".

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Fuente:
Daniel Rodríguez, El Quiñón de Seseña, un Chernóbil manchego, 15/05/16, El Mundo.

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