por Andrea González
La situación de alarma en la zona norte de Japón ha variado
su foco de atención desde que hace dos años el temblor del norte del
archipiélago nipón, hoy conocido como "El Gran Terremoto del Este" y
el subsiguiente maremoto, dejaran más de 18.000 muertos y desaparecidos y
70.000 desplazados en las provincias de Fukushima, Miyagi e Iwate.
Desde mi experiencia como arquitecto voluntaria en Tohoku y
en el estudio de arquitectura de SANAA en Tokio, he sido testigo del estado de
alarma y necesidad de la sociedad del norte de Japón desde el fatídico marzo de
2011. Cuando el mundo entero se volvía hacia el terror del desastre nuclear de
Fukushima, las regiones colindantes se preguntaban qué sería más dañino: si el
peligro de radiación en las inmediaciones de la central de Dai Ichi, o la
destrucción del maremoto.
Hoy en día ninguna de ellas es la respuesta. Fukushima y
todo lo que recuerda a ella ha sido vetado mundialmente y la cara de los
pescadores de Miyagi y de Iwate, dos provincias al norte de esta región, reflejan
bien la tragedia social que el aislamiento, la precariedad económica y la
pérdida material y humana han causado a la gente del norte.
Akiko Suzuki, una joven de la ciudad de Kamaishi, explicaba
hace pocos días cómo en los meses siguientes al desastre, en el centro de
refugiados, las familias que lloraban la pérdida de sus seres queridos,
hubieron de enfrentarse a la degeneración del ser humano ante la pérdida de
todo. Violaciones, suicidios ante la imposibilidad de afrontar el desastre,
depresión y un solemne estado de oscuridad que se acentúa tras el carácter de
una sociedad que habla callando.
Los pescadores de la región de Tohoku, como llaman en Japón
al norte, son bien conocidos por su carácter férreo y silencioso. La famosa
"gente dura" que no abre sus sentimientos sino a unos pocos amigos,
ha sufrido la mayor tragedia de Japón desde el gran terremoto de Kanto en 1923
y el terremoto de Nobi en 1891.
No hay nadie en la región que no haya perdido un conocido o
familiar y que no haya sufrido al ver la masa de barro entremezclada con
ferralla de sus casas y ropa y juguetes rotos en el arcén de las carreteras que
recorren la costa.
Dicen que los norteños no se abren a los extranjeros
-comenta el director de coordinación del proyecto de reconstrucción de
Kamaishi, Mikio Yamaguchi-, por lo tanto, el hecho de que quieran hablar con un
visitante, da idea de la situación social tras la tragedia, de una magnitud
tal, que incluso la barrera del silencio se rompe cuando los pescadores tienen
noticia de alguien que llega de fuera para preguntar en qué situación se
encuentra Tohoku.
Prueba de ello es -según Yamaguchi- que un pescador de la
zona, de entre los refugiados en las viviendas cedidas por el Gobierno, viniera
hacia nosotros para lanzar un grito de ayuda al exterior: "¡No necesito
nada material! ¡Lo que quiero es alguien que permanezca aquí conmigo!
¡gente!".
Para una sociedad que grita a través del silencio, esta ha
sido una prueba de vida que ha hecho a muchos de ellos preguntarse si merece la
pena seguir luchando por su futuro.
Fuente:
Japón dos años después. El grito de Kamaishi, 26/02/13, The Huffington Post. Consultado 27/02/13.

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