miércoles, 15 de febrero de 2012

Calentamiento global y catástrofes sociales

por Harald Welzer

A fines de agosto de 2005, el huracán Katrina  arrasó el sudeste de los Estados Unidos, causando daños materiales por más de 80 mil millones de dólares y dejando prácticamente a toda la ciudad de Nueva Orleans bajo el agua. Era una catástrofe anunciada; ya en octubre de 2001, el escenario de inundaciones había sido descrito en la revista Scientific American.

Tras la rotura de dos canales, el 80 % de la superficie de la ciudad quedó hasta 7,60 m bajo el agua. Los cortes de luz impidieron que pudiera bombearse el agua; como las principales rutas de acceso estaban inundadas, al principio la ciudad no pudo recibir ayuda externa. La ayuda humanitaria para catástrofes quedó totalmente colapsada; poco después de la inundación comenzaron los  primeros saqueos. El Superdomo, reutilizado como refugio para alojar a las víctimas de las inundaciones, se colmó en muy poco tiempo, y en sus alrededores se produjo una escalada de violencia que llevó a las autoridades a considerar la posibilidad de declarar el estado de guerra y decretar la ley marcial. El 1 de septiembre, la gobernadora de Luisiana, Kathleen Blanco, ordenó a la Guardia Nacional que disparara sobre los saqueadores: "Estas tropas (la Guardia Nacional) saben disparar y matar. No vacilan en hacerlo y espero que lo hagan".

En la estación de Nueva Orleans se montó una prisión temporaria para unas 700 personas, consistente en unas jaulas alambradas; a pesar de todos los esfuerzos, al principio la policía y la Guardia Nacional no lograron controlar la situación. Hubo ataques a grupos de rescate tiroteos, violaciones, negocios saqueados, asaltos, etc. Solo a partir de la intervención del ejército, que llegó a la zona de la catástrofe con una dotación de más de 65 mil hombres, se logró calmar paulatinamente la situación. Evacuar a las personas que habían quedado se reveló en buena medida como una empresa difícil.

La inundación no afectó a todos por igual: mientras que muchos de los habitantes de posición más holgada pudieron huir, fue sobre todo la población pobre, en su mayoría afroamericana, la que en principio permaneció en la ciudad destruida. Los barrios también se vieron afectados en diferente medida. John R. Logan, que investiga las consecuencias sociales del huracán Katrina, certifica que el 45,8 % de las zonas destruidas de Nueva Orleans estaban habitadas por afroamericanos; en las zonas intactas, la proporción de la población negra ascendía apenas al 26,4 %. Con los indicadores de pobreza se registran relaciones similares.

En general, la ciudad quedó tan devastada que hasta se dudó de si reconstruirla. Desde que se produjo esa catástrofe existe el concepto del  refugiado climático,  es decir, una persona en situación de fuga a causa de un suceso climático. Se estima que unos 250 mil ex habitantes de Nueva Orleans no regresaron a la ciudad tras la evacuación, sino que entretanto se establecieron en otros lugares. Un año después del huracán, aproximadamente un tercio de la población blanca no había regresado; en el caso de la población afroamericana, la proporción ascendía a unos tres cuartos. Esto significa que, tras la catástrofe, Nueva Orleans posee una estructura poblacional diferente de la anterior. Es decir que la catástrofe le deparó a la ciudad no sólo una nueva estructura social, sino también una nueva geografía política.

Aquello que suele designarse como "catástrofe natural" -por ejemplo las inundaciones causadas por un suceso climático extremo- en el caso de Nueva Orleans se reveló en todas sus facetas como algo distinto: si se piensa en cómo se hizo caso omiso del peligro de las inundaciones, en que se carecía de un sistema de protección suficiente contra catástrofes, en la anarquía que se produjo y que casi no pudo ser contenida, en las reacciones extremas de las fuerzas de seguridad, en la desigualdad social que tuvo lugar como consecuencia del huracán y en la creación de una nueva categoría de refugiados y la nueva situación sociodemográfica de la ciudad, se llegará a la conclusión de que todo el contexto de estos sucesos puede definirse mucho más acertadamente como una catástrofe social.

De hecho, el concepto de "catástrofe natural" constituye una negligencia semántica, porque la naturaleza no es un sujeto y, por lo tanto, no puede experimentar una catástrofe. Aunque, por cierto, sí puede provocar sucesos que resultan catastróficos para los seres humanos, es decir, puede tener consecuencias sociales que superen sus expectativas y su capacidad para hacerles frente. En este contexto, el ejemplo de Nueva Orleans muestra dos cosas: por un lado, lo que sucedió allí a causa de un suceso climático extremo (que sucederá cada vez con mayor frecuencia a medida que avance el cambio climático) le sobrevendrá también a otras ciudades costeras en los próximos años y décadas, y es de prever que la gestión de catástrofes no será en todos los casos mejor de lo que fue en Nueva Orleans, donde fracasó escandalosamente. El hecho de que a raíz de esta catástrofe, de dimensiones todavía abarcables, la sociedad más rica de la Tierra se haya visto obligada a solicitar ayuda externa no es sino una demostración de que los desastres dejan al descubierto en un brevísimo lapso todos los déficit, los vacíos y los parches de abastecimiento que en situaciones normales pasan desapercibidos.

Y éste es el segundo aspecto interesante de la catástrofe de Nueva Orleans. Las catástrofes sociales muestran el backstage de la sociedad, ponen en evidencia su relación de función y disfunción, que de otro modo permanece oculta; abren ventanas hacia la vida subterránea de las sociedades, y dejan así al descubierto los supuestos de normalidad sobre los que se basa su funcionamiento. Muestran desigualdades en cuanto a las oportunidades de vivir y sobrevivir (que dentro del funcionamiento normal se amortiguan por medio de las instituciones y se segmentan en barrios y sectores de trabajo, por lo cual son menos visibles); descubren déficit de gestión (que ya existen aun cuando no se los desafía) y demuestran que la violencia es siempre una opción de actuación disponible. Todo esto se revela en tanto las formas de relación habituales se resquebrajan; y tal como lo demuestra el ejemplo de Nueva Orleans, para eso ni siquiera hace falta una gran cantidad de heridos y muertos.

Parece que, para entender el modo en que  las sociedades funcionan realmente, una observación mas minuciosa de las catástrofes sociales resultaría mucho más reveladora que la hipótesis de que es el caso normal el que brinda información sobre su esencia, en un caso de catástrofe, lo que se pone de relieve no es el estado de excepción de una sociedad, sino apenas una dimensión de su existencia que en la vida cotidiana permanece oculta. En este contexto, no solo habría que investigar lo que mantiene unidas a las sociedades, sino también lo que las conduce a su desintegración.

El cambio climático llevará a un cúmulo de catástrofes sociales que producirán estados temporarios o permanentes o formaciones sociales sobre las que nada se sabe porque hasta ahora ha habido muy poco interés en ellas. Tanto las ciencias sociales como las ciencias de la cultura están ancladas en la normalidad y son ciegas a las catástrofes. Hasta con echar un vistazo hacia la historia de la cultura de la naturaleza para comprobar que el cambio climático debe convertirse en objeto de las ciencias sociales y de la cultura. La desconcertante falta de cuerpo y de espacio de estas ciencias se advierte precisamente en las transformaciones sociales que se observan en la actualidad -desde la guerra climática en Darfur hasta la pérdida de los espacios de supervivencia de los inuit -; ya es hora de que estas ciencias se modernicen de modo tal que dejen atrás el universo del discurso y de los sistemas y encuentren el camino de regreso a las estrategias con las cuales los seres sociales intentan afrontar sus vidas. Esto es algo que deparará dificultades cada vez mayores para buena parte de la población mundial, ya que en ciertas regiones el aumento de la formación de desiertos, de la salinización y la erosión de los suelos limita las oportunidades de supervivencia tanto como la acidificación de los océanos, la sobrepesca, la contaminación de los ríos y el desecamiento de los lagos.

En ninguno de estos casos podemos hablar de catástrofes naturales por la sencilla razón de que los procesos que les subyacen son antropogénicos, es decir, han sido causados por los hombres. Sus consecuencias son enteramente sociales. Consisten en conflictos entre aquellos que demandan los mismos recursos demasiado escasos, que deben abandonar regiones que se han vuelto inhabitables e intentan asentarse en zonas ya habitadas por otros. O en la destrucción del futuro, como en el caso de los parques industriales abandonados de Europa del Este, donde a causa de la contaminación del medio ambiente las tasas de cáncer crecen y la expectativa de vida se redujo desde la década de 1990 de 64 a 51 años.

Con el trasfondo de todas estas consecuencias sociales tan palpables de las transformaciones del clima y del medio ambiente, resulta desconcertante que prácticamente todos los análisis científicos de los fenómenos y las consecuencias del cambio climático sean estudios de las  ciencias naturales,  modelizaciones y pronósticos, mientras que del lado de las ciencias sociales y de la cultura impera el silencio, como si fenómenos tales como  los colapsos sociales, los conflictos de recursos, las migraciones masivas, las amenazas a la seguridad, el miedo, la radicalizacion, las economías de guerra y de violencia,  etc. no recayeran en su área de competencia. Es probable que en toda la historia de la ciencia no pueda hallarse ninguna situación equiparable en la que un escenario acerca del cambio en las condiciones de vida de amplios sectores del planeta preanunciado con evidencia científica tenga una recepción tan indiferente en el ámbito de las ciencias sociales y de la cultura como está sucediendo en la actualidad. Esto demuestra una incapacidad para discernir y una falta de conciencia de la propia responsabilidad.

Subcomplejidad  
Frente a semejante desinterés, toda la responsabilidad se carga sobre los hombros de los representantes de las ciencias naturales, que dada su especialidad no tienen ni la capacidad ni la competencia necesarias para calcular la  dimensión social del cambio climático. Ni tampoco para describir sus  consecuencias sociales, ya que, aunque están familiarizados con la complejidad en admirable medida, los especialistas en ciencias naturales ignoran los procesos  de construcción de la realidad tal como los hombres los realizan. Ni tampoco con el rol que desempeñan las formas de la cultura, los marcos de referencia y los modelos de interpretación sociohistóricos más disímiles para la percepción de los problemas y las soluciones: en un aspecto profesional, no tienen la menor idea de todo esto, y nadie espera que la tengan. Sin embargo, en tanto integrantes de sociedades, poseen una conciencia cotidiana de los problemas y las soluciones sociales, y suelen apelar a esa conciencia en los capítulos finales  de sus libros -por lo demás, profundos y envidiablemente útiles- sobre el colapso de las sociedades, el desecamiento de los ríos, el derretimiento de los hielos, etc.: es decir,  cuando, una vez enumerados todos los hechos apocalípticos, abordan la cuestión de que es lo que se puede hacer.

Por regla general, los especialistas en ciencias naturales v tecnológicas suelen estar completamente ajenos a la idea de que los hombres son capaces de generar situaciones en las que ya no sea posible hacer nada mas; y no solo eso, sino que tampoco tienen idea del modo en que se relacionan los distintos niveles de actuación, la razón colectiva y la sinrazón individual (y viceversa), de como los sentimientos intervienen en las intenciones racionales de acción, cómo esto deriva en actuaciones sociales que ninguno de los intervinientes tenía en mente y que, sin embargo, constituyen partes integrantes de realidades y arrojan a su vez, nuevos problemas de actuación.

Es por eso que, al leer libros como los de Tim Flannerv, Fred Pearce o Jill Jäger, resulta irritante el contraste que se produce entre la agudeza de los análisis y la nimiedad de sus propuestas de solución. Por ejemplo, cuando al finalizar su estudio desmoralizador sobre el cambio climático Tim Flannerv recomienda comprarse un automóvil mas pequeño y volver a utilizar el viejo berbiquí manual en vez del moderno taladro de percusión para hacer labores domesticas, esta subcomplejizando la cuestión, no llega a abarcar la dimensión del problema que acaba de describir. Y tampoco esta en condiciones de hacerlo, ya que su área de competencia se limita a  dimensionar profesionalmente los aspectos tísicos del problema, no los aspectos sociales. El cambio climático, y en eso el estudio de Flannerv es sinecdótico, es objeto de las ciencias naturales en cuanto a su génesis y a las proyecciones acerca de cómo seguirá desarrollándose, pero en lo que concierne a sus consecuencias es objeto de las ciencias sociales y de la cultura, ya que sus consecuencias son sociales y culturales, y de ninguna otra clase.

¿Quién es "nosotros"?
Esto puede ilustrarse con otro ejemplo. A excepción de los libros de los especialistas en neurociencias, en ningún otro caso se argumenta tanto en primera persona del plural como en el de las publicaciones sobre el  cambio climático y sobre otros problemas ambientales actuales. "Nosotros" causamos esto o aquello, "nosotros" nos vemos confrontados con tal o cual problema, "nosotros" debemos prescindir de esto o aquello para poder salvar a "nuestro” mundo. Pero nadie sabe quién está detrás de ese "nosotros".

En un nivel de inclusión extremo, la palabra "yo" representa a la humanidad, pero "la humanidad" no es un actor, sino una abstracción. Lo que existe en la realidad son sujetos que pueden contarse por miles de millones, que actúan en contextos culturales extremadamente diversos, con oportunidades económicas y recursos de poder político extremadamente diversos en el seno de comunidades de supervivencia complejas. Entre el presidente de la junta directiva de una multinacional energética en busca de nuevas fuentes de materias primas y una campesina china no existe un "nosotros" que pueda concretarse socialmente; ambos viven en mundos completamente disímiles, con exigencias distintas y, sobre todo: con racionalidades  diferentes. Y ese presidente de una junta directiva ¿comparte un futuro en primera persona del plural con sus propios nietos? ¿O con los nietos de la campesina china? Por supuesto que no, como tampoco habita la misma calidad social que un niño refugiado en Darfur o un muyahidín en Afganistán o una niña que ejerce la prostitución en Tirana.

El uso del "nosotros" supone una percepción colectiva de la realidad, y tal cosa no existe, ni siquiera en el contexto de un problema  mundial como el del calentamiento global. Porque sus consecuencias afectarán a los seres humanos de modo extraordinariamente disímil, y mientras que algunos tienen miedos lejanos relacionados con el futuro de sus nietos, los hijos de otros ya están muriéndose hoy. O si "todos nosotros", es decir, los lectores y las lectoras de este libro y yo, decidimos vivir a partir de mañana de un modo "neutral para el clima" y jamás volvemos a producir más emisiones de co2 de las estrictamente necesarias para vivir, igualmente habrá otro "nosotros", por ejemplo, el de los funcionarios responsables del abastecimiento energético en China, digamos, que saboteará "nuestros" esfuerzos con cada una de las centrales de carbón de 1.000 megavatios que se suman cada semana a la red que emite 30 mil toneladas de dióxido de carbono por día.

La indolencia política de ese "nosotros" abstracto ignora soberanamente las influencias del poder y los efectos, por lo cual se transforma en ideología. Desde el punto de vista científico, una descripción en primera persona del plural es a todas luces imposible, tal como lo demuestra la historia cultural de la naturaleza, que llevó a unas condiciones de supervivencia radicalmente diversas en la Tierra.

Problemas ambientales antiguos
“Ya en el siglo XVIII, en todo el imperio insular sólo quedan restos insignificantes de antiguos bosques, abandonados, en su mayoría, a su deterioro. Ahora los grandes fuegos se prenden al otro lado del océano. No en vano Brasil, ese país apenas conmensurable, agradece su nombre a la palabra francesa para el carbón vegetal”. W. G. Sebald, Los anillos de Saturno. Una peregrinación inglesa 

El cambio climático no sólo acentúa las asimetrías globales ya existentes, lo que puede llegar a derivar en el estallido de conflictos armados y guerras, sino que también acentúa las consecuencias de cambios ambientales cuyos orígenes no tienen nada que ver con el cambio climático. En el debate actual, la impresión reinante es que este problema ambiental grave que amenaza nuestra subsistencia es un asunto reciente.  Aunque entretanto el movimiento ecológico lleva más de treinta años de vida y sus predecesores se remontan hasta la época del Romanticismo, los antiguos temas ambientales -la contaminación de los mares, la contaminación de los suelos, la disminución de la biodiversidad, los incendios de las selvas tropicales, el agotamiento de los ríos, la desaparición de lagos continentales- no revisten importancia alguna en la actualidad, tal vez con la única excepción del debate en torno de la energía nuclear, que de todos modos no se produce con el mismo entusiasmo de las décadas de 1970 y 1980. Esto resulta por demás irritante, ya que la lógica de la explotación de materias primas fósiles para obtener energía constituye la causa tanto de los problemas antiguos como de los aparentemente nuevos. 

El hecho de que, por ejemplo, muchos de los países que ratificaron el Protocolo de Kyoto -que en el año 2012 será reemplazado por un nuevo régimen de emisiones- no estén cumpliendo sus metas no está en el ojo de la atención pública; sí lo está en cambio el papel que desempeñan los Estados Unidos o China en su negativa terminante a aprobar cualquier clase de regulaciones supranacionales. No importa cuál de los temas clásicos del movimiento ecologista se tome -la utilización del paisaje para la construcción de caminos y la urbanización, el aumento del tránsito de particulares, el aumento global constante de los gases de efecto invernadero emitidos, la contaminación de los mares, las malformaciones de bebés recién nacidos en áreas especialmente afectadas, como en los alrededores del mar de Aral-, todos aquellos problemas ya existentes que la globalización no hace más que agudizar parecen estar completamente ausentes de la conciencia cotidiana. No nos referiremos en este espacio a las desviaciones muchas veces espeluznantes en el desarrollo ambiental, sobre todo las de los países del antiguo bloque soviético, pero también de los Estados Unidos, aunque cabe señalar que el rol de liderazgo asumido por algunos estados norteamericanos como California o algunos países europeos como Alemania o Austria ha deparado éxitos a escala local, pero no puede modificar absolutamente en nada el decurso del desarrollo global: el aumento de la explotación de recursos y de la contaminación ambiental.

Lo que se modificó principalmente en los últimos treinta años es la conciencia del problema, pero no el problema en sí. Esto lleva a plantearse la cuestión de cómo motivar los cambios necesarios en la conducta si  los problemas ambientales parecen ser tan irreversibles como es el caso en vista del calentamiento global. El problema es prácticamente incontrolable, lo cual en materia psicológica conlleva siempre la dificultad de que la motivación es escasa cuando uno debe modificar la propia conducta sabiendo que es altamente improbable que esa modificación surta efecto alguno. A esto se suma la circunstancia en absoluto menor de que, para mediados de este siglo, todo indica que la población mundial habrá trepado a unos 9.000 millones de personas, lo cual implica que habrá cada vez menos recursos y cada vez más personas que los demanden.

En la actualidad hay tan pocas soluciones disponibles para los problemas asociados a esta cuestión como las que existen para las desigualdades y las injusticias globales. Todos estos problemas -desde el cambio climático antropogénico, la explotación irreversible de recursos y la destrucción sostenida de espacios de supervivencia hasta el crecimiento de la población- son  problemas sociales,  del mismo modo en que absolutamente todos los problemas ecológicos  son sociales, como ya se ha dicho, en el sentido de que afectan las condiciones de supervivencia de las personas y sólo ellas los perciben. La reducción de la biodiversidad en lagos, ríos y mares, en la selva tropical y en la sabana, no es un problema de la naturaleza, para la cual es absolutamente indiferente si los osos polares, los gorilas, las medusas o las algas verdes forman parte de ella o no. Las comunidades de supervivencia humanas registran esos problemas ecológicos justamente porque los humanos son los únicos seres vivos que tienen conciencia no sólo del pasado, sino también del futuro. Sólo allí radica  la remota esperanza de que reconocer el daño causado también los lleve a pensar en lo que en el futuro ya no podrá hacerse.

  1. Harald Welzer es un psicólogo social, sociólogo, teórico social y politólogo alemán. Welzer es director del Centro Interdisciplinario de Investigación para la Memoria -Center for Interdisciplinary Memory Research-, investigador del Programa de Investigación sobre el Clima, especialista en el comportamiento social en el Holocausto y otras guerras genocidas. Es autor, entre otros, del libro Guerras climáticas.

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