lunes, 20 de junio de 2011

La historieta y las inundaciones

La siguiente historieta se titula "El Curso de la Ola" y trata acerca de la gran inundación de la ciudad de Santa Fe en 2003. Fue realizada por Bruno Carnaghi, estudiante de Licenciatura en Diseño y Comunicación Visual en la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo, de la Universidad Nacional del Litoral. Después de los dibujos se encuentra un relato del mismo autor.


clic sobre la imagen para ampliarla
 


El Curso de la Ola

Grandes gotas brillantes y cristalinas caían fusilando el suelo. La tierra se veía fraccionada por el agua que, sin piedad, se dejaba caer en un último viaje sin escalas desde las nubes hacia el suelo. Las veredas y las calles de tierra despedían una cierta especie de polvo gris, apenas visible, que parecía querer elevarse hacia el cielo de forma sutil, pero que apenas después de haber subido unos centímetros del piso, se diluía para quedar perdido en la nada.
Hasta el momento, el día se desarrollaba normalmente, igual que siempre.
Agotado por la monotonía escolar, despejé mi mente (o quise hacerlo) mirando por la ventana. Contemplé la oscuridad del día mientras dejaba volar mi imaginación unos segundos.
El tiempo no mejoraba. Exactamente cinco días se cumplían desde que, caprichosamente, el sol se había ocultado tras las grises nubes para dar paso a los incesantes diluvios que caían a toda hora.
Por un instante me molesté al pensar que tal vez me mojaría un poco, ya que me había olvidado el paraguas en mi casa.
Pero al cabo de un tiempo se me vino a la mente la comodidad del hogar y me alegré ¡Qué seguro me sentía dentro de mi casa! Se veía tan sólida, tan grande, tan completa. Allí estaba protegido de las lluvias, y además estaba tan cómodo... no veía la hora de salir del colegio y regresar a mi vivienda.
El chillido de la gastada puerta de mi curso me hizo abandonar mis pensamientos y dedicarme a la realidad. Estábamos solos, en una hora libre. No sabíamos por qué el profesor había faltado, y más tarde nos enteraríamos que fue porque ya a esa hora, a su casa estaba llegando el agua.
Al salón entró la preceptora, en cuyo rostro se notaba la preocupación que tenía.
Luego se dirigió a la clase diciendo:
- Chicos, el terraplén Irigoyen cedió. El agua está llegando al hospital de niños. Ahora se van a retirar, puesto que algunas partes de la ciudad están en peligro.
La situación era grave, de riesgo.
Debo admitir que mi primera reacción fue la de ponerme contento por salir antes del colegio, pero después recapacité y pensé. Pensé en todos los que ya tenían agua en sus casas, y en los que estarían al borde de lo peor; esperando y alambrando mientras rogaban a Dios que el terror no se apodere de sus vidas en forma líquida.
Sin duda, ésta sería una jornada de sufrimiento para Santa Fe.
Puse mi mochila al hombro y salí a la calle. Al principio, el paisaje urbano era bastante normal, pero llegando a mi barrio se fue transformando.
Aún eran pocas, pero ya se podían observar algunas personas que, en algunas de las cuadras que cortan Avenida Freyre, huían desde el oeste hacia el este.
Sus ojos estaban perdidos en la nada, y sus brazos colgando. Deambulaban como zombies en un mundo desconocido. Algunos traían en sus temblorosas manos lo poco que habían salvado de sus casas, pero la mayoría no llevaba nada. Casi todos habían sido abandonados en una situación desesperante y horrible, solamente con lo puesto.
¿De qué escapan tan atemorizados? Supe preguntarme ¿Habrá tanta cantidad de agua?
Solo dos o tres personas huyendo en cada cuadra. Casi nada comparadas con el mundo de gente que se vería después.
En los alrededores de mi hogar, las actividades se desarrollaban con extrema normalidad: Las carnicerías, verdulerías y despensas vendían, las amas de casa cocinaban, las criaturas jugaban en la acera, y los hombres trabajaban.
Ya al frente del pasillo que separa mi casa y la de mis abuelos de la vereda, me paré en medio de la calle y mire hacia el lado del Salado. Recuerdo con claridad que pensé: Pobre gente la que vive cerca del río, no están tan seguros como nosotros.
¡Qué ignorante! Ni se cruzaba por mi desinformada mente que horas después el río se metería en mi casa de igual forma que en las suyas.
Aún no se divisaba ni siquiera un fino cordón de agua a lo lejos.
Ahora bien, vivimos en el departamento dos de un largo pasillo, del cual, una vez que se cruza una blanca puerta, uno se encuentra con un modesto patiecito lleno de plantas y coronado con un gran níspero, que separa mi casa de dos pisos y la de mis abuelos paternos (Que viven con mi tío) de uno.
Imaginando que en mi hogar no se encontraba nadie (Ya que mis padres trabajaban y mi hermana estaba en la escuela), entré primero al de mis abuelos para saludarlos.
Ni bien puse un pie en la cocina, ante mi sorpresa entró mi hermana exaltada. Ya se encontraba en casa, puesto que media hora antes, mi abuelo la había ido a buscar al colegio, porque el mismo estaba en riesgo. Sus ojos estaban abiertos de una forma increíble, y tenía un agudo estado de nervios... se notaba a la distancia de que algo la atemorizaba.
- Bruno - dijo - la tía llamó por teléfono, y estaba asustada. Contó que en la esquina de la casa el agua les llegaba al pecho a algunas personas...
Se hizo un silencio que duró unos breves segundos.
No lo podía creer. Mi tía por parte de mi madre y su familia vivían en Barranquitas, a dos cuadras de la Avenida López y Planes ¡Su zona parecía tan segura y tan alejada del Salado!
- Bueno - contesté - cuando vengan papá y mamá vamos a ver que hacemos.
Hasta ese momento todavía no dudaba del todo de la seguridad de mi hogar. No temía aún por nosotros. Solamente me preocupé por mis tíos.
- ¿Y nosotros? ¿No estamos en peligro? - preguntó mi hermanita.
Mi abuela trató de calmarla diciéndole que por supuesto que no, que estábamos lejísimos de la zona insegura. Pero yo no quede tranquilo, pues hubo algo en su rostro, un gesto de confusión tal vez, que me hizo pensar más allá de lo que decía la historia.
¿Y si dejábamos de lado que esta zona nunca se había inundado? Después de todo, hay un dicho que dice: siempre hay una primera vez...
Sentía como la incertidumbre se trepaba por mi cuerpo tan rápido como cuando una araña se trepa a una silla o una mesa.
¿Podría llegar el agua a mi hogar? ¿Podría cambiar en solo minutos, u horas quizás, el concepto de seguridad en cuanto a catástrofes naturales que yo tenía de mi barrio?
Mis padres llegaron y almorzamos normalmente, nada más que sin charla alguna. Nadie decía una palabra. La única voz que se escuchaba era la de un periodista que, asustado y escéptico ante lo que estaba viendo, describía por medio de la radio la labor de los voluntarios en el hospital de niños.
- Decenas de personas están poniendo bolsas de arena, y otras ayudan a sacar a los chicos internados con el agua a las rodillas y solo valiéndose de un par de tablas - Su voz se entrecortaba.
Según la explicación, la situación se asemejaba a un naufragio, en el cuál, en vez de preocuparse por su seguridad propia, la mayoría se ocupaba por ayudar a los más imposibilitados.
Una vez terminada la comida, decidimos con mi abuelo salir a echar un vistazo, solamente por curiosidad. Llegué a la puerta mirando hacia el cielo, viendo como un grupo de grises nubes dejaba caer finas gotas, que humedecían a las personas sin que estas lo noten. Y cuando bajé la vista vi a casi todo el barrio en la vereda, todos mirando hacia el mismo lugar: el oeste.
Nadie hablaba, todos asombrados veían como decenas de personas pasaban por la calle huyendo del caos con casi nada.
Silencio, nada más que silencio mientras lo que parecía ser una multitudinaria procesión de seres cabizbajos y sin esperanzas, pasaba frente a nuestros ojos.
Mi abuelo se paró en el medio de la calle, yo lo seguí. Asombrosamente nadie corría, pero algunos huían tan shockeados que nos atropellaban, por lo que nos costó un poco detenernos en un lugar determinado.
Y cuando por fin nos asentamos, vimos algo que nos dejó boquiabiertos, ya que ante nuestra sorpresa, no hizo mucha falta forzar la vista en busca de algún rastro de agua... la misma ya se hallaba a dos cuadras, devorando y destrozando todo cuanto se interpusiera en su camino.
En un abrir y cerrar de ojos, mi familia entera se encontraba en la puerta. Ya formábamos de los cientos que solamente miraban...
De repente, se empezó a correr la alarma.
"El agua ya está por llegar" Decían muchos.
Mi papá fue el primero en reaccionar.
- No podemos estar perdiendo tiempo - dijo - Vamos a levantar las cosas más cercanas al piso.
Y así nos metimos a nuestros hogares.
Muchos hicieron lo mismo, pero otros, que no creían que el agua nos iba a atacar, solamente siguieron mirando.
Me paré en la puerta de mi casa, y miré el largo pasillo que nos separaba de la calle ¡Parecía tan imposible que el agua entrara!
Tomamos precauciones preparándonos para ver solamente veinte o treinta centímetros de agua como mucho. Es decir, subimos algunos objetos que estaban en contacto o muy próximos al piso arriba de sillas y mesas. Por ejemplo, colocamos las dos heladeras arriba de cuatro asientos, para asegurarnos que el agua no tocara sus motores.
En la casa de mis abuelos ya no había más cosas por levantar. Todas las banquetas, bancos y mesas tenían algo en su superficie.
Mientras tanto, en mi hogar, seguíamos subiendo cosas por la escalera como guiados por un impulso. Lo que llevábamos arriba eran pequeños elementos, pero de profundo valor sentimental y afectivo. Fotos familiares, adornos y dibujos entre otros.
En ese momento me di cuenta de que había ciertas cosas que no podíamos llevar arriba, cosas costosas y grandes como algunos electrodomésticos y elementos de living. Esto se debía simplemente a que la escalera caracol que habíamos diseñado para darle un toque decorativo a la casa, nos había traicionado, y por su pequeño hueco no podían pasar cosas que sobrepasaran una determinada medida.
Me hice una pausa. Decidí ir a la vereda, para ver si la situación mejoraba o empeoraba.
Al llegar allí quedé con los ojos y la boca abiertos de par en par. El agua ya cubría por completo el pavimento y amenazaba con treparse al cordón. En solo cuestión de minutos, había avanzado dos cuadras.
Lo que vi y me sucedió luego, me es aún difícil de explicar.
Se puede describir como una especie de pequeña ola, de menos de un centímetro de profundidad que, agitada por la llovizna y oscurecida por la falta de sol, subió a la vereda y se infiltró en mi pasillo, mojándome la planta de los pies antes de que pudiera moverme. Me adelanté a la misma de un par de saltos. Y luego, por cada paso que hacía en dirección a mi casa, la ola parecía seguir mi curso. La vereda ya estaba cubierta, la pesadilla había comenzado.
Llegué a la puerta caminando hacia atrás, mirando como el agua me seguía. De repente, sentí que mis talones se mojaban. Me di vuelta y pude apreciar como un líquido marrón brotaba de a pequeños chorros por el desagüe.
Entré corriendo a casa. El hall de entrada de mi vivienda está levantado unos veinte o treinta centímetros del nivel de la calle, por lo que creímos que no nos iba a hacer falta poner defensas. Pero la casa de mis abuelos está unos diez centímetros por debajo del nivel de la calle, y fue por esa razón que mi abuelo sostenía con todas sus fuerzas una madera de mediano tamaño que había improvisado para tratar de mantener seco su hogar.
Me paré en la puerta y miré el patio, acto seguido giré la cabeza para ver si mis padres necesitaban ayuda, y cuando volví la vista vi que en apenas unos minutos, ya teníamos lo esperado de agua, unos treinta centímetros. Claramente, esta inundación iba a superar lo pensado.
El agua empezó a ingresar en mi hogar, pero mi atención se mantenía fija en la figura de mi abuelo, que luchaba contra lo imposible, aferrándose a su precaria defensa mientras que mi abuela pasaba las cosas que había depositado en las sillas arriba de roperos y repisas más elevados.
Me lancé de un salto al patiecito. A esa altura, algunas pequeñas plantas que teníamos colocadas en planteras ya se encontraban flotando.
- Yo los ayudo - dije a mis abuelos.
Ya pasados quince minutos desde que el agua había empezado a irrumpir en nuestro barrio, el agua me daba unos centímetros por arriba de las rodillas.
Mi abuela, que tiene problemas en las piernas subió a regañadientes al segundo piso de mi casa, ya que se debatía entre seguir luchando para salvar cosas que le habían costado sesenta y seis años de su vida construir o pensar en su seguridad.
Ahora solo quedábamos mi abuelo y yo.
- Voy a ver si de la pieza del tío se puede salvar algo - dije.
Pasé caminando lentamente por el comedor, y cuando me proponía entrar al dormitorio, un ruido similar a una torcedura de algún metal me hizo mirar hacia atrás.
La heladera, que pareció largar alguna especie de quejido final, cayó sobre una gran ventana y luego de impactar sobre las rejas de la misma cayó de lleno al agua e hizo una gran ola. En consecuencia, el agua llegó a mi pecho y luego bajó.
Esto no puede estar sucediendo, me dije.
No podía creer que lo que antes yo miraba con tanto asombro, cuando en épocas de creciente pasaba por la autopista y veía las precarias viviendas con agua hasta por la mitad de las puertas, me estuviera pasando a mí y a mis familiares.
El agua seguía subiendo, me daba por arriba de la cintura.
- ¡Bruno, Bruno! - Alguien me llamaba. La voz provenía de un pequeño patio trasero. Enseguida me di cuenta que el que gritaba era mi vecino y amigo de la escuela: Luis.
Abrí la puerta de chapa que mi abuelo tenía desde muchísimos años atrás, ahora doblada y casi partida al medio por la presión del agua.
- ¿Cómo están ustedes? - Le pregunté a Luis.
- Ya perdimos todo - Dijo.
Acto seguido, me pasó por el techo a su hermanita de cuatro años, para que la llevara a la planta alta. Ella lloraba y lloraba. En su cara de rasgos bien marcados se reflejaba el temor y la incertidumbre de todos.
Golpeé la puerta de mi casa, abrió mi papá.
Le pasé a la pequeña y él se la alcanzó por la escalera a mi mamá.
- ¿Cómo van las cosas acá? - Interrogué.
- Hacemos lo que podemos ¿Y ustedes?
- Está muy difícil - Contesté simplemente. Creo que en ese momento me quedé corto con la respuesta, pues la situación en la otra casa era casi irreversible.
Nos dispusimos a seguir trabajando, y un segundo antes de entrar, elevé la vista hacia el cielo. La llovizna había cesado, pero el día estaba ahora más oscuro, como si Dios hubiera querido reflejar por medio del color del cielo, el luto que estaba viviendo Santa Fe.
El agua me daba casi al pecho.
Seguimos esforzándonos sólo por instinto, puesto que si nos hubiéramos puesto a pensar en el peligro que corríamos, ya tendríamos que haber estado en el segundo piso.
Hubo un momento en el que mi abuelo y yo quedamos parados, solo mirándonos con los ojos cristalizados, mientras temblábamos de frío, de rabia, de impotencia...
Todo flotaba a nuestro alrededor, era un auténtico desastre.
Mi abuelo se fue arriba, pues ya no quedaba nada más por hacer.
En menos de media hora, un metro y medio de agua había invadido nuestras tranquilas vidas, de las cuales creímos haber tenido el control absoluto hasta aquel veintinueve de abril, en el que la tragedia nos golpeó.
Tenía el agua por arriba del pecho y lo último que hice antes de irme hacia la planta alta fue treparme al tapial que daba al pasillo, para ver si alguno de mis vecinos (En su mayoría gente mayor) necesitaba ayuda.
Increíblemente, me encontré con un pato, blanco y con pico amarillo que poseía un hombre de la cuadra, nadando cerca de la puerta. Nunca me habría imaginado ver algo así en mi vida.
Bajé al patio. El agua me daba al pecho, estaba helada. Temblando y ya sin esperanzas de poder rescatar algo, me dispuse a ir arriba.
Subí la escalera como pude, mis piernas estaban frías, muy frías. Y a menudo, por cada paso que realizaba en la escalera caracol, sufría pequeños calambres (Que se asemejaban a pinchazos) en distintos puntos de las mismas.
En la planta alta estaban todos: mis abuelos, la familia completa de Luis, mi hermana y mis padres.
Enseguida recibí abrigo, y sequé bien mi cuerpo. Tiritando aún, salí a la terraza para ver el legado de la catástrofe.
Era devastador ver lo que vi. Hacia el oeste, casas y casas cubiertas por el marrón Salado, de las que solo se observaba el techo. Y hacia el este, el nivel iba descendiendo, pero no se podía observar un punto en donde el asfalto comenzara a asomar para dar paso a tierras secas.
Si de día a uno lo desalentaba el paisaje, solo basta con imaginarse lo que era de noche. Kilómetros y kilómetros a la redonda se hallaban en penumbras, y ni una luz de esperanza se veía.
Silencio.
Más silencio. Nadie se atrevía a decir una palabra.
De repente, alguno de los que estamos alojados en mi habitación, comienza a hablar. Y todos lo seguimos, y comenzamos a hacer bromas para despejarnos.
Pero cuando caemos de lleno en la horrible realidad, callamos nuevamente.
Cuando otra vez nos encontramos en silencio, nos damos cuenta que afuera, alguien grita desesperado, en lo que parece ser un llamado agónico.
Los hombres salimos a la terraza. No solo grita un vecino, sino cientos, miles.
Gritos de toda clase, de auxilio, de necesidades, y de personas desencontradas que exasperadamente buscan a los suyos.
Se hace un silencio general. Todos callan al mismo tiempo, todos coinciden en su mutismo.
Como si no fuera suficiente con las exclamaciones, a las mismas se le suman cientos de alarmas, activadas por la presión del agua, que simultáneamente comienzan a sonar, en un aparente intento de darle una macabra música a los gritos de la gente, que comienzan nuevamente.
"Se acerca una canoa" Dice alguien. Y sin tener la seguridad de que eso sea cierto, comenzamos a vociferar con todas nuestras fuerzas...
- ¡Auxilio! ¡Sáquennos de acá! ¡Por favor! - exclamamos a coro.
Después de un rato sin respuestas, decidimos entrar, pues el frío había comenzado a pegar de nuevo.
Era la segunda vez en el día que perdíamos las esperanzas de que algo mejore. 
Cerca de la madrugada mis ojos se cerraron forzosamente, dándole a mi cuerpo el descanso mínimo que necesitaba.
Horas después, como a las cinco, desperté.
Luis y su familia habían partido en canoa con unos familiares que habían ido a buscarlos. Se despidieron con la promesa de volver al amanecer, para llevarnos a nosotros también.
Estabamos ya dispuestos a esperarlos, cuando a la casa se acercaron dos compañeros de trabajo de mi papá, que en esta ocasión, demostraron ser amigos.
Vieron nuestra situación y se alejaron, para volver luego con un lanchón de los bomberos.
Sin problemas, los voluntarios parecieron darle una pausa a nuestra pesadilla. Salimos por arriba del techo de la casa de mis abuelos, ya que el nivel del agua estaba unos treinta centímetros por encima del mismo.
No habíamos alcanzado a pisar tierra firme, cuando otro amigo nos ofreció un departamento para alojarnos, en el cual todavía estamos.
Y si de amigos se trata, vale entonces mencionar el interminable desfile de personas que se pusieron de distintas formas a nuestro servicio; desde aquel que llamó en el momento en que nos estabamos inundando, para ver si necesitábamos ayuda; hasta el que se hizo un espacio en su ocupada vida solo para visitarnos un rato y darnos su apoyo psicológico.
El treinta de abril nos encontramos con mi tío, que había estado incomunicado y sin noticias nuestras desde el día anterior. Lo que hicimos luego fue avisarles a todos nuestros familiares (También sin noticias nuestras) que estabamos, dentro de todo, bien.
En los días siguientes, mi tío y mi abuelo se turnaron para dormir en la planta alta, y proteger de esa forma, lo poco que aún poseíamos. Esto se debía a la macabra acción de personas sin alma que, aprovechándose de la penosa situación ajena, se abastecían de bienes que no eran los suyos.
Sin duda, lo peor después del ingreso del agua, fue la terrible y eterna agonía que debimos soportar cada uno de los diez días que el agua estuvo presente, hasta que por fin bajó y pudimos entrar.  
Sabíamos que tarde o temprano íbamos a tener que enfrentarnos con la realidad de dos hogares, construidos realmente con sudor y esfuerzo, dados vuelta por la acción del agua.
El río se había metido en mi casa dejando su devastadora huella.
Detalles como muebles que se hallaban en lugares que no eran los propios y que debimos cortar al medio para sacarlos, ya que de lo hinchados que estaban no salían por la puerta, pasando antes por los centímetros de barro y demás desechos que había en todos lados, fueron sólo una minúscula parte de la destrucción que encontramos en nuestras casas.
Metros y metros de basura, que una vez había sido propiedad de los vecinos, y que con tanto celo y cuidado se los trataba, se hallaban cubriendo las calles, dejando solo un fino cordón para trasladarse.
Era increíble ver a las decenas de personas que con carros se paseaban de basural en basural, sacando cosas que se suponía, ellos podrían aprovechar luego.
El hombre es un animal de costumbres, dijo alguien una vez. Y puede ser que nos hallamos acostumbrado a ir a nuestros hogares cada vez que podamos. Mientras tanto, alguien siempre permanece allí, ya sea mi abuelo o mi tío.
Y estamos siempre a la vanguardia, aguardando notar alguna leve mejoría que nos permita volver, para asentarnos de una vez por todas en ese lugar tan nuestro, con ese entorno tan indispensable para llevar a cabo nuestras vidas con total normalidad.
     Todo terminó ya, o quizá todo recién comienza. Después del agua no nos quedó casi nada, pero sin duda, lo más importante que poseemos en este momento, son LAS GANAS Y LA FUERZA NECESARIAS PARA VOLVER A EMPEZAR....

CARNAGHI BRUNO

Fuentes:

No hay comentarios:

Publicar un comentario