lunes, 7 de febrero de 2011

El agua de la vida y la sombra de la muerte (segunda parte)

Salubridad e hidráulica en la Córdoba del siglo XIX.


Cercado desde temprano por la muerte -la de su padre, la de sus hijos- el ingeniero Casaffousth dio a luz el dique que hasta hoy brinda agua a los cordobeses. Su trayectoria pública y sus obras fueron fuente de polémicas y estigmas. Al punto que protagonizó un proceso judicial muy comprometido, que dejó marcada su imagen.

por Doralice Lusardi

Otro factor de contaminación eran los residuos domiciliarios. Se depositaban fuera de las casas en cajones de madera, y eran recogidos por carros municipales para ser depositados en la bajada del Pucará, "donde habían llegado a formar una mole incómoda y peligrosa a la vez, que apestaba el aire... poblaba de moscas los lugares vecinos y atraía un enjambre de buscadores de chucherías y de huesos, que son ahora objeto de comercio. Estos buscadores eran, se creía, el intermedio en el transporte de enfermedades infecciosas, ya contrayendo alguno de esos males, ya llevando los gérmenes en las ropas, las manos o los objetos extraídos" (3). Por aquellos años, y tras una epidemia de cólera, este basural fue cubierto con una capa de tierra, y a partir de allí se comenzó a quemar la basura, como un modo de eliminar ese foco de infección.

Álvarez estima además que la gran cantidad de polvo en suspensión que había en la ciudad, sobre todo antes de que las obras de riego hicieran notar sus benéficos efectos, facilitaba también la transmisión de enfermedades virulentas. "Los bacilos de la tuberculosis, que se encuentran en los esputos que los tísicos arrojan al pasar, en cualquier parte de la calle; los de la difteria, que persisten en los convalecientes y enfermos de difteria; los de la fiebre tifoidea, las escamas de la viruela, etc., etc., que desecados se encuentran en excelentes condiciones para mantenerse en el aire con las partículas pulverulentas, son otras tantas probabilidades de que pueda contraer una de esas afecciones el que aspire tal aire". Por ello, considera peligrosa la limpieza "a escoba seca y plumero" de las habitaciones donde haya habido este tipo de enfermos.

Nos cuenta nuestro guía que para aplacar el polvo (y refrescar el ambiente)era una práctica habitual el riego de las calles, hecho por los vecinos con sus propios medios, o por la Municipalidad con carros- tanque de "hierro o madera provistos de un tubo transversal lleno de pequeños agujeros" por los que salía el agua. Como estaba prohibido arrojar aguas servidas a las calles, en los grandes patios de tierra característicos de la época se solía también regar mediante la dispersión a mano de las llamadas "aguas de menaje" -producto de la limpieza de la cocina o la ropa- operación que era denominada l´epandage.

El suicidio de un Casaffousth
Criado en un hogar sin privaciones, ahijado de Sarmiento, Carlos tuvo incluso la oportunidad de viajar por el mundo cuando aún era niño.

Pero la tragedia apareció tempranamente en su vida. Cuando tenía dieciséis años, su padre, José María Casaffousth -empresario naviero, comerciante, trotamundos, periodista y tal vez ex traficante de esclavos- se suicidó en un episodio de ribetes terribles, que la prensa reflejó con todo detalle y debió impactar dramáticamente en la familia, hasta entonces en aparente bonanza

En la carta que don José María dejó a los hermanos Héctor y Mariano Varela, y que éstos publicaron en La Tribuna del 6 de octubre de 1870, les pide ante todo, como último servicio y especial favor "que me atiendan a mi Carlos, que hoy se halla estudiando en el Colegio Nacional, desearía que cuando pase a la Universidad me lo tomen en la imprenta para corrector, y con medio sueldo para halagarlo un tanto." Y cierran los Varela: "¿Grande y noble es el corazón del cariñoso padre, que en su postrer momento pone el pensamiento en su hijo!... Sobre la tumba abierta para él, abrimos nuestro corazón a su hijo".

Tal vez uno y otros vislumbraban para Carlos Casaffousth un futuro destino de periodista. Pero él sería ingeniero, hasta los huesos y para siempre. Según Bialet, "aún después de haber soportados tanta ingratitud y ultraje como sus trabajos le valieron, decía que si volvería a nacer volvería a ser ingeniero". (4)

La muerte
Tras este vistazo a la ciudad, volvemos a la muerte de los pequeños María, Julián y Carlos. Los años en que se produjeron sus fallecimientos (1889- 1890) constituyeron uno de los períodos en que, según Álvarez, "la mortalidad parece haber hecho saltos, como si causas accidentales y momentáneas de muerte hubieran intervenido", concurriendo a ello particularmente las epidemias.

La epidemia podía tomar, por ejemplo, el rostro de la difteria. Ésta produjo en Córdoba 156 muertes en 1889, 235 en 1890 y 282 en 1891. Fue la causa del fallecimiento de Carlitos Casaffousth, de su primo Julián Lazo y probablemente también de la pequeña María Casaffousth, en este último caso enmascarada bajo los síntomas de una meningitis.

Aunque no era una enfermedad desconocida en Córdoba, fue precisamente en 1889 cuando la difteria asumió carácter epidémico, ya desde el mismo mes de enero. De las muertes ocurridas ese año, 132 se produjeron en la zona céntrica de la ciudad. Es que el mal no afectaba sólo a quienes vivían en condiciones miserables: de los noventa casos de difteria que Álvarez asistió, todos excepto tres, ocurrieron en casas de "familias principales". En una de ellas -en la calle Juárez Celman, hoy avenida Colón donde la familia Casaffousth tenía su hogar- el mismo Álvarez extendió, de puño y letra, el certificado de defunción del pequeño Julián.

La difteria es una enfermedad infecto contagiosa que se localiza en las mucosas y ataca especialmente a niños entre dos y seis años. Por la acción de un bacilo, se forman falsas membranas blanco- grisáceas en la región faríngea, que suelen causar tos seca y fenómenos de sofocación o asfixia que producen gran angustia al niño y a su familia. Paralelamente, las toxinas penetran en la sangre, pudiendo atacar al corazón o al sistema nervioso, determinando parálisis en diferentes partes del cuerpo, como la musculatura de la deglución, los músculos motores de los ojos y del diafragma.

Sembraba terror en la población por causar la muerte rápidamente y en un porcentaje muy alto de casos, estimado en un 45 % en los niños afectados entre dos y cinco años de edad. En realidad, la información de que disponemos (y de la que disponía Álvarez) es parcial, pues "los diftéricos no fueron nunca asistidos en hospitales especiales, por que no los había... para... tratar las enfermedades infecciosas como esa; y es, como se comprende, muy difícil, imposible casi, llevar buena cuenta entre la gente del bajo pueblo, para saber cuántos sanan o mueren, de los que se enferman".

Era altamente contagiosa, desde que se inculcaba hasta semanas después de la curación o muerte del paciente.

En caso de mujeres afectadas por la enfermedad, la mayoría "parecía haber sido contagiadas directamente por hijo o sobrinos enfermos de difteria, y habían besado repetidas veces". Aunque no es su intención, Álvarez nos permite matizar nuestra visión de las relaciones afectivas a fines del siglo XIX, a las que tendemos a concebir como solemnes, reprimidas y poco amigas del contacto físico.

Dado que los niños eran tratados en sus propias casas, tomar recaudos para evitar el contagio suponía una serie de medidas que trastornaban absolutamente la vida familiar. Se debía proceder "al aislamiento del enfermo y la desinfección de todo lo que él pueda haber contaminado". Esterilizar eficazmente pisos, techos, paredes, ropas, objetos, letrinas y sumideros hubiera requerido un servicio público de desinfección que en Córdoba recién terminaría de organizarse en 1893, cuatro años después de los sucesos que aquí relatamos. La familia Casaffousth debe haber realizado esta desinfección "por cuenta propia, bajo la dirección y responsabilidad del médico asistente...", probablemente el mismo Álvarez.

Aunque hoy se considera que la difteria rara vez se transmite por contacto con artículos contaminados, en aquel tiempo se creía que el bacilo podía conservarse seco en juguetes, ropas, alfombras, papel, cortinas o paredes de las habitaciones, sobre todo si éstas permanecían sin ser ventiladas y asoleadas. Con particular recelo eran miradas las alfombras, que no podían ser desinfectadas adecuadamente. Como algunas eran preciadas para la familia o muy costosas, a veces se las separaba y guardaba por largo tiempo sin usar, no faltando en el anecdotario el trágico relato sobre cierta alfombra apartada por precaución después de la difteria, que al ser sacudida meses más tarde por una empleada de servicio, provocó supuestamente el contagio y posterior muerte de ésta.

La desinfección debía abarcar la habitación del enfermo o fallecido y las que usaron quienes lo cuidaban, así como los objetos y ropas de ambos. Para ello, además del sol y la ventilación, se empleaban principalmente soluciones de ácido fénico o sulfato de cobre, "para pulverizar las paredes y los techos y lavar los pisos de la habitación". Para las ropas se usaba el agua en ebullición o, si esto no era posible, los productos químicos ya mencionados. Toda esta operación agregaba una cuota más de mortificación y trastorno a los hogares ya embargados por el duelo ante la pérdida del ser querido; en el caso de los Casaffousth se habrá sumado además el temor de que el contagio se extendiera a sus otros hijos, en especial a las recién nacidas gemelas María Eugenia y María Eduarda, venidas al mundo el 6 de junio de 1889.

En ese entorno cultural y social vivieron Eduarda y Carlos uno de los más profundos dolores que la vida puede deparar y cumplieron con los duros requisitos de rigor: reconocimiento médico, certificado de defunción y exposición de los cuerpos por veinticuatro horas antes de ser inhumados, en este caso en el cementerio San Jerónimo, en el panteón de Rudecindo Paz. De allí la pareja debió alejarse, dejando a sus hijos "en un cajón de madera, forrado interiormente por otro de zinc con adición de cal viva en el momento de colocación del cadáver en su interior, y con la tapa de zinc soldada".

CONTINUARÁ...

(3) N. de la R.: Cita del trabajo La lucha por la salud. Su estado actual en la ciudad de Córdoba, publicado en 1896 por José María Álvarez, médico y profesor de Higiene de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de Córdoba.
(4) Diario La Libertad, Córdoba, 25 de agosto de 1900.
Fuente:
Doralice Lusardi, El agua de la vida y la sombra de la muerte, Todo es Historia Nº 450, enero 2005.

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