Salubridad
e hidráulica en la Córdoba del siglo XIX.
Cercado
desde temprano por la muerte -la de su padre, la de sus hijos- el
ingeniero Casaffousth dio a luz el dique que hasta hoy brinda agua a
los cordobeses. Su trayectoria pública y sus obras fueron fuente de
polémicas y estigmas. Al punto que protagonizó un proceso judicial
muy comprometido, que dejó marcada su imagen.
por
Doralice Lusardi
Otro
factor de contaminación eran los residuos domiciliarios. Se
depositaban fuera de las casas en cajones de madera, y eran recogidos
por carros municipales para ser depositados en la bajada del Pucará,
"donde habían llegado a formar una mole incómoda y peligrosa a
la vez, que apestaba el aire... poblaba de moscas los lugares vecinos
y atraía un enjambre de buscadores de chucherías y de huesos, que
son ahora objeto de comercio. Estos buscadores eran, se creía, el
intermedio en el transporte de enfermedades infecciosas, ya
contrayendo alguno de esos males, ya llevando los gérmenes en las
ropas, las manos o los objetos extraídos" (3). Por aquellos
años, y tras una epidemia de cólera, este basural fue cubierto con
una capa de tierra, y a partir de allí se comenzó a quemar la
basura, como un modo de eliminar ese foco de infección.
Álvarez
estima además que la gran cantidad de polvo en suspensión que había
en la ciudad, sobre todo antes de que las obras de riego hicieran
notar sus benéficos efectos, facilitaba también la transmisión de
enfermedades virulentas. "Los bacilos de la tuberculosis, que se
encuentran en los esputos que los tísicos arrojan al pasar, en
cualquier parte de la calle; los de la difteria, que persisten en los
convalecientes y enfermos de difteria; los de la fiebre tifoidea, las
escamas de la viruela, etc., etc., que desecados se encuentran en
excelentes condiciones para mantenerse en el aire con las partículas
pulverulentas, son otras tantas probabilidades de que pueda contraer
una de esas afecciones el que aspire tal aire". Por ello,
considera peligrosa la limpieza "a escoba seca y plumero"
de las habitaciones donde haya habido este tipo de enfermos.
Nos
cuenta nuestro guía que para aplacar el polvo (y refrescar el
ambiente)era una práctica habitual el riego de las calles, hecho por
los vecinos con sus propios medios, o por la Municipalidad con
carros- tanque de "hierro o madera provistos de un tubo
transversal lleno de pequeños agujeros" por los que salía el
agua. Como estaba prohibido arrojar aguas servidas a las calles, en
los grandes patios de tierra característicos de la época se solía
también regar mediante la dispersión a mano de las llamadas "aguas
de menaje" -producto de la limpieza de la cocina o la ropa-
operación que era denominada l´epandage.
El
suicidio de un Casaffousth
Criado
en un hogar sin privaciones, ahijado de Sarmiento, Carlos tuvo
incluso la oportunidad de viajar por el mundo cuando aún era niño.
Pero
la tragedia apareció tempranamente en su vida. Cuando tenía
dieciséis años, su padre, José María Casaffousth -empresario
naviero, comerciante, trotamundos, periodista y tal vez ex traficante
de esclavos- se suicidó en un episodio de ribetes terribles, que la
prensa reflejó con todo detalle y debió impactar dramáticamente en
la familia, hasta entonces en aparente bonanza
En la
carta que don José María dejó a los hermanos Héctor y Mariano
Varela, y que éstos publicaron en La Tribuna del 6 de octubre de
1870, les pide ante todo, como último servicio y especial favor "que
me atiendan a mi Carlos, que hoy se halla estudiando en el Colegio
Nacional, desearía que cuando pase a la Universidad me lo tomen en
la imprenta para corrector, y con medio sueldo para halagarlo un
tanto." Y cierran los Varela: "¿Grande y noble es el
corazón del cariñoso padre, que en su postrer momento pone el
pensamiento en su hijo!... Sobre la tumba abierta para él, abrimos
nuestro corazón a su hijo".
Tal
vez uno y otros vislumbraban para Carlos Casaffousth un futuro
destino de periodista. Pero él sería ingeniero, hasta los huesos y
para siempre. Según Bialet, "aún después de haber soportados
tanta ingratitud y ultraje como sus trabajos le valieron, decía que
si volvería a nacer volvería a ser ingeniero". (4)
La
muerte
Tras
este vistazo a la ciudad, volvemos a la muerte de los pequeños
María, Julián y Carlos. Los años en que se produjeron sus
fallecimientos (1889- 1890) constituyeron uno de los períodos en
que, según Álvarez, "la mortalidad parece haber hecho saltos,
como si causas accidentales y momentáneas de muerte hubieran
intervenido", concurriendo a ello particularmente las epidemias.
La
epidemia podía tomar, por ejemplo, el rostro de la difteria. Ésta
produjo en Córdoba 156 muertes en 1889, 235 en 1890 y 282 en 1891.
Fue la causa del fallecimiento de Carlitos Casaffousth, de su primo
Julián Lazo y probablemente también de la pequeña María
Casaffousth, en este último caso enmascarada bajo los síntomas de
una meningitis.
Aunque
no era una enfermedad desconocida en Córdoba, fue precisamente en
1889 cuando la difteria asumió carácter epidémico, ya desde el
mismo mes de enero. De las muertes ocurridas ese año, 132 se
produjeron en la zona céntrica de la ciudad. Es que el mal no
afectaba sólo a quienes vivían en condiciones miserables: de los
noventa casos de difteria que Álvarez asistió, todos excepto tres,
ocurrieron en casas de "familias principales". En una de
ellas -en la calle Juárez Celman, hoy avenida Colón donde la
familia Casaffousth tenía su hogar- el mismo Álvarez extendió, de
puño y letra, el certificado de defunción del pequeño Julián.
La
difteria es una enfermedad infecto contagiosa que se localiza en las
mucosas y ataca especialmente a niños entre dos y seis años. Por la
acción de un bacilo, se forman falsas membranas blanco- grisáceas
en la región faríngea, que suelen causar tos seca y fenómenos de
sofocación o asfixia que producen gran angustia al niño y a su
familia. Paralelamente, las toxinas penetran en la sangre, pudiendo
atacar al corazón o al sistema nervioso, determinando parálisis en
diferentes partes del cuerpo, como la musculatura de la deglución,
los músculos motores de los ojos y del diafragma.
Sembraba
terror en la población por causar la muerte rápidamente y en un
porcentaje muy alto de casos, estimado en un 45 % en los niños
afectados entre dos y cinco años de edad. En realidad, la
información de que disponemos (y de la que disponía Álvarez) es
parcial, pues "los diftéricos no fueron nunca asistidos en
hospitales especiales, por que no los había... para... tratar las
enfermedades infecciosas como esa; y es, como se comprende, muy
difícil, imposible casi, llevar buena cuenta entre la gente del bajo
pueblo, para saber cuántos sanan o mueren, de los que se enferman".
Era
altamente contagiosa, desde que se inculcaba hasta semanas después
de la curación o muerte del paciente.
En
caso de mujeres afectadas por la enfermedad, la mayoría "parecía
haber sido contagiadas directamente por hijo o sobrinos enfermos de
difteria, y habían besado repetidas veces". Aunque no es su
intención, Álvarez nos permite matizar nuestra visión de las
relaciones afectivas a fines del siglo XIX, a las que tendemos a
concebir como solemnes, reprimidas y poco amigas del contacto físico.
Dado
que los niños eran tratados en sus propias casas, tomar recaudos
para evitar el contagio suponía una serie de medidas que
trastornaban absolutamente la vida familiar. Se debía proceder "al
aislamiento del enfermo y la desinfección de todo lo que él pueda
haber contaminado". Esterilizar eficazmente pisos, techos,
paredes, ropas, objetos, letrinas y sumideros hubiera requerido un
servicio público de desinfección que en Córdoba recién terminaría
de organizarse en 1893, cuatro años después de los sucesos que aquí
relatamos. La familia Casaffousth debe haber realizado esta
desinfección "por cuenta propia, bajo la dirección y
responsabilidad del médico asistente...", probablemente el
mismo Álvarez.
Aunque
hoy se considera que la difteria rara vez se transmite por contacto
con artículos contaminados, en aquel tiempo se creía que el bacilo
podía conservarse seco en juguetes, ropas, alfombras, papel,
cortinas o paredes de las habitaciones, sobre todo si éstas
permanecían sin ser ventiladas y asoleadas. Con particular recelo
eran miradas las alfombras, que no podían ser desinfectadas
adecuadamente. Como algunas eran preciadas para la familia o muy
costosas, a veces se las separaba y guardaba por largo tiempo sin
usar, no faltando en el anecdotario el trágico relato sobre cierta
alfombra apartada por precaución después de la difteria, que al ser
sacudida meses más tarde por una empleada de servicio, provocó
supuestamente el contagio y posterior muerte de ésta.
La
desinfección debía abarcar la habitación del enfermo o fallecido y
las que usaron quienes lo cuidaban, así como los objetos y ropas de
ambos. Para ello, además del sol y la ventilación, se empleaban
principalmente soluciones de ácido fénico o sulfato de cobre, "para
pulverizar las paredes y los techos y lavar los pisos de la
habitación". Para las ropas se usaba el agua en ebullición o,
si esto no era posible, los productos químicos ya mencionados. Toda
esta operación agregaba una cuota más de mortificación y trastorno
a los hogares ya embargados por el duelo ante la pérdida del ser
querido; en el caso de los Casaffousth se habrá sumado además el
temor de que el contagio se extendiera a sus otros hijos, en especial
a las recién nacidas gemelas María Eugenia y María Eduarda,
venidas al mundo el 6 de junio de 1889.
En
ese entorno cultural y social vivieron Eduarda y Carlos uno de los
más profundos dolores que la vida puede deparar y cumplieron con los
duros requisitos de rigor: reconocimiento médico, certificado de
defunción y exposición de los cuerpos por veinticuatro horas antes
de ser inhumados, en este caso en el cementerio San Jerónimo, en el
panteón de Rudecindo Paz. De allí la pareja debió alejarse,
dejando a sus hijos "en un cajón de madera, forrado
interiormente por otro de zinc con adición de cal viva en el momento
de colocación del cadáver en su interior, y con la tapa de zinc
soldada".
CONTINUARÁ...
(3)
N. de la R.: Cita del trabajo La lucha por la salud. Su estado actual
en la ciudad de Córdoba, publicado en 1896 por José María Álvarez,
médico y profesor de Higiene de la Facultad de Ciencias Médicas de
la Universidad Nacional de Córdoba.
(4)
Diario La Libertad, Córdoba, 25 de agosto de 1900.
Fuente:
Doralice Lusardi, El agua de la vida y la sombra de la muerte, Todo es Historia Nº 450, enero 2005.
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