martes, 1 de febrero de 2011

El agua de la vida y la sombra de la muerte (primera parte)

Salubridad e hidráulica en la Córdoba del siglo XIX.

Antiguo dique San Roque, 1904. Foto: ingeniero Luis Margarit

Cercado desde temprano por la muerte -la de su padre, la de sus hijos- el ingeniero Casaffousth dio a luz el dique que hasta hoy brinda agua a los cordobeses. Su tayectoria pública y sus obras fueron fuente de polémicas y estigmas. Al punto que protagonizó un proceso judicial muy comprometido, que dejó marcada su imagen.

por Doralice Lusardi

Durante el transcurso de unos pocos meses, entre 1889 y 1890, tres niños murieron en la ciudad de Córdoba. Fueron sólo tres niños más en las estadísticas, que con el frío lenguaje de los números consignan que por esos años la mortalidad infantil superaba en esta ciudad al 200 por mil. Vale decir que fallecía uno de cada cinco niños nacidos vivos.

Ninguno de los pequeños de nuestra historia había llegado a su tercer cumpleaños, y esto tampoco era inusual: del total de defunciones ocurridas en 1889, el 14 % correspondió a niños de entre uno y tres años, siendo la franja etaria que ostentó el mayor porcentaje de fallecimientos. Las cifras serán aún mayores en 1890, representando un 17,45 % del total.

Pero la muerte de estas tres criaturas adquiere una connotación diferente cuando el nombre del ingeniero que dio origen al dique San Roque aparece en las respectivas actas de defunción: "Comparece ante mí, escribano municipal, don Carlos Adolfo Casaffousth, de 35 años de edad, ingeniero, padre del párvulo muerto, domiciliado en la calle Juárez Célman 245, y declarando... que el día de la fecha a las dos de la mañana ha muerto en su domicilio expresado, Carlos Casaffousth, argentino, católico, de 2 años 6 meses de edad, hijo legítimo de él y de Eduarda Lazo, de 29 años de edad". Era el 17 de diciembre de 1889. Dos semanas después, Casaffousth acudía nuevamente para declarar el fallecimiento de su sobrino Julián Lazo, de dos años y medio, ocurrido en su misma casa, debido a la difteria. Y cuatro meses antes se había registrado la muerte de su hija María, de un año y dos meses, aparentemente afectada de meningitis.

Carlitos y José María Casaffousth, con su primo Julián Lazo (centro). A pesar del aspecto saludable de los pequeños, los tres morirían tempranamente

No era la familia Casaffousth una excepción, otras familias se enlutaban por la muerte de sus hijos. De los 31 fallecimientos anotados en el Registro Civil de Córdoba entre el 16 y el 20 de agosto, 19 correspondieron a niños, y de los 31 muertos del 15 al 19 de diciembre, 23 eran menores de cinco años.

Todos estos fallecimientos ocurrían en casas de familia, pues no existían en Córdoba hospitales para infecciosos ni para niños; tampoco había pabellones de aislamiento en el viejo Hospital General de San Roque, que hasta 1894 fue la única casa destinada a la asistencia de enfermos que había en la ciudad.

En el caso que nos ocupa, las muertes ocurrieron en la casa de los Casaffousth, una familia acomodada a la que suponemos no afligían cuestiones como el hacinamiento, la desnutrición o la falta de asistencia médica. ¿Cómo se explica entonces la muerte de tres pequeños en menos de cinco meses?

Radiografía de la ciudad
Para ubicar los hechos en su debido contexto, hay que volver la mirada a las condiciones de higiene y salubridad que rodeaban a los cordobeses de esa época, que tenían una expectativa de vida inferior a 34 años.

Por aquellos tiempos, la población de Córdoba aumentaba ostensiblemente: según Dora Celton (1), pasó de 34.458 habitantes en 1869 a 134.935 en 1914, pero ese crecimiento "no tuvo respuesta adecuada de las autoridades locales en lo que hace a estrictas medidas de saneamiento de la ciudad (cloacas, agua potable)".

Si bien las condiciones en que vivían los más pobres los volvían especialmente vulnerables, las familias acomodadas también se veían afectadas por factores que tenían que ver con la higiene más elemental, y que contribuían a la propagación de enfermedades infecciosas, tal como veremos al recorrer imaginariamente la ciudad. Nos guiará -desafiando a los siglos- José María Álvarez, médico y profesor de Higiene de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de Córdoba, quien en 1896 publicó La lucha por la salud. Su estado actual en la ciudad de Córdoba, trabajo en el que analizó con sencillez, rigor y humildad de científico,diversos temas socio-sanitarios.

Para empezar, detengámonos en el agua que se consumía. En parte, ésta provenía del Suquía, llamado por entonces río Primero, y llegaba por cañerías a los domicilios particulares tras ser tomada de aquél por medio de un canal sin revestimiento alguno. Pasaba luego por filtros de pedregullo y arena, que distaban mucho de brindar efectividad; el tiempo mismo que se destinaba a esa filtración tampoco era el adecuado, debido principalmente a que los litros de agua susceptibles de ser filtrados por día eran insuficientes en relación a la cantidad de habitantes y a su consumo. por ello se fue apresurando la velocidad de filtración hasta el punto en que "cegado el aparato, se le hace pasar directamente a las bombas", por lo que el agua "pasa tal como llega", especialmente en verano, época de mayor consumo. Así y todo, el agua era tan escasa "que no sale un litro en un minuto por las cañerías domiciliarias en las horas de mayor consumo" (2).

Esas aguas poco o nada filtradas, eran por otra parte conducidas dentro de las casas mediante cañerías de plomo, que podían en ciertos casos producir envenenamiento debido a la acumulación de sales en suspensión.

Al río -nos cuenta el doctor Álvarez- iban a parar residuos, pues los diversos asentamientos urbanos que existían en sus márgenes arrojaban en él "lo que sobraba", "como se haría con un vehículo de tráfico destinado a este exclusivo objeto que pasara por la ciudad". A este factor de contaminación se sumaban las aguas servidas de fábricas y saladeros, las derivadas de la costumbre de lavar las ropas en el mismo río y los desperdicios que producía el matadero (sangre, vísceras, excrementos), situado al norte de San Vicente. En ese lugar, donde la única limpieza la producían "las docenas de perros que merodeaban por allí", el río presentaba un aspecto sucio, con cierta cantidad de espuma en la superficie.

Por otra parte, las poblaciones de Cosquín y Santa María -que daban sobre la cuenca que alimentaba al río Primero- se consideraban entonces excepcionales para la curación o recuperación de personas afectadas por diferentes dolencias: "debilitados, surmenées, neurasténicos, reumáticos... y por gran número de tuberculosos, procedentes de distintos países", constituyéndose en otro potencial factor de contaminación de las aguas. Aunque todavía era mucho lo que se ignoraba, se había comprobado ya el origen hídrico de algunas epidemias, así como la capacidad de ciertos bacilos para conservarse y propagarse en el agua, lo que acrecentaba la sensación de riesgo para la salud de la población.

Al agua de pozo también solía alcanzarla la contaminación, ya fuese a través de los sumideros que recibían las aguas remanentes del lavado, o de las letrinas, "cuya fosa, cuando es de pared permeable y muy próxima a la colección de agua es en realidad un vaso comunicante con ella".

Las letrinas, que cumplían en la mayoría de las casas la función de los actuales inodoros, estaban ubicadas por lo general en el fondo del terreno, lo más alejadas del resto de las habitaciones que fuera posible. Existía la obligación de dejar al menos una vara (86 centímetros) de distancia con las medianeras, y de revestirlas interiormente de mampostería hidráulica, pero esto sólo se cumplía en algunas casas más nuevas.

En los hogares con mayor confort, el baño se asemejaba a los actuales, contando con "un closet a agua en la letrina y un sifón interruptor en las aberturas que desaguan en el sumidero". Por lo demás, no existían cloacas y, en palabras del mismo autor, "las aguas de lluvia van a la calle, las de menaje o lavado van al sumidero o a las letrinas". Cuando estas últimas se llenaban, se clavaba al lado un pozo supletorio, o bien se sacaban los desechos a balde y pala, "para llevarlos en un carro común, fuera del radio de la ciudad".

En realidad, Álvarez afirma que en Córdoba no existía "ningún sistema de vaciamiento y limpieza de letrinas que funcione regularmente". tampoco lo demandaban demasiado los vecinos, pues el suelo resultaba suficientemente poroso como para dejar pasar los líquidos y permitir que las letrinas permanecieran en uso durante décadas sin requerir vaciamiento alguno. Pero "este suelo abarrotado nos devuelve en forma de enfermedades infecciosas los desperdicios que le confiamos desde hace siglos".

Alguna vez, cuando hubo peligro de una epidemia, la municipalidad hizo desinfectar letrinas con una lechada de cal o con alquitrán, pero en 1895, cuando Álvarez escribía, todavía Córdoba no tenía "canalización para aguas servidas, aguas de lluvia y excrementos, ni servicio regular de vaciamiento"-

CONTINUARÁ...

1. Celton Dora, "La mortalidad en la ciudad de Córdoba (Argentina) entre 1869 y 1890", Boletín de la Asociación de Demografía Histórica, X, 1, 1992.
2. Relacionado con la solución de este problema, en el relato del doctor Álvarez aparecerá el nombre del múltiple Casaffousth, tal como veremos más adelante.
Fuente:
Doralice Lusardi, El agua de la vida y la sombra de la muerte, Todo es Historia Nº 450, enero 2005.

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