lunes, 9 de agosto de 2010

Una piedra en el zapato

La estructura impositiva del sector minero, que resultó privilegiado en la década del ’90, está pasando relativamente inadvertida en la discusión parlamentaria del proyecto que busca preservar los glaciares y sus zonas lindantes.

Un debate global

por Nicolás Gutman

La imponencia del glaciar Perito Moreno como símbolo icónico de la geografía argentina y de la belleza de la Patagonia sirvió para lograr en la ciudadanía un apoyo a la ley que se discute en el Congreso. En los debates de TV se habla con soltura del permafrost o el ambiente periglacial y nos enteramos, acusaciones mediáticas mediante, que algunos de nuestros representantes son “empleados” de la Barrick Corporation. Lástima que suceda ahora y no cuando las corporaciones tuvieron la absoluta libertad de escribir el borrador del actual Código Minero en la tranquilidad de sus oficinas en Denver y Toronto, Canadá.

Es de celebrar que finalmente se discuta cómo preservar los glaciares de la devastación ambiental que genera la moderna megaminería química a cielo abierto. No solamente los glaciares deben ser preservados, sino también los acuíferos y napas freáticas. Sin embargo, el Parlamento va muy por detrás de los hechos, amén de que la legislación ambiental es dura en el papel e inefectiva en el terreno.

La renuncia a fines de junio del primer ministro de Australia, Kevin Rudd, está estrechamente ligada a su enfrentamiento personal al poderoso lobby minero y su plan de gobierno para la reforma impositiva de las industrias extractivas. El plan intentó reemplazar el cobro de regalías, que es la forma histórica en que se grava la minería desde la época de los pioneros y los buscadores de oro y que se mantiene así desde el siglo XIX, hacia un gravamen sobre las ganancias y las ganancias extraordinarias. David Parker, quien lleva adelante las conversaciones con la industria minera en representación del Estado, remarca que “las naciones ricas en recursos naturales están reemplazando los sistemas de regalías por los de gravamen a la renta minera”.

Según el gabinete del primer ministro, “es una discusión sobre el gravamen a las ganancias extraordinarias de un sector que ya lleva un boom de dos décadas, destinado a financiar la reducción de impuestos a pymes, capitalizar el sistema de jubilación y pensiones y financiar proyectos de infraestructura que extiendan al resto de los australianos los beneficios obtenidos de la riqueza del subsuelo que es propiedad de la nación”. Debate intenso, ya que el gravamen en cuestión impondría a las empresas mineras un impuesto del 40 %.

En una analogía a la reacción que sucedió, a la Resolución 125 en Argentina, un grupo de 20 renombrados intelectuales y economistas australianos respaldó en una carta abierta la decisión del gobierno de Rudd de cobrar impuestos a las mineras en sustitución de las regalías; la base sobre la que parte la discusión es sobre el impuesto a las “super ganancias” y lo que en inglés se denomina (windfall profit tax), que grava a sectores específicos cuando los costos se mantienen pero el precio en el mercado internacional se dispara. En la carta, el grupo aclara que la minería es un sector único, ya que usa recursos naturales que son de todos los ciudadanos, motivo por el cual los beneficios también deben alcanzar a la sociedad toda.

La sucesora del saliente primer ministro, Julia Gillard, en su primera semana como jefa de Estado, dijo: “Tenemos derecho a recibir una porción justa de nuestra herencia; la riqueza mineral que yace bajo nuestros pies”, y agregó que cobrar un impuesto tan elevado “les dará a los australianos una mejor retribución sobre los recursos de los que todos los australianos somos dueños; y que pueden extraerse sólo una vez”. A fines de mayo el CEO de la gigante minera Rio Tinto, Tom Albanese, se mostró preocupado porque algunos países puedan seguir el ejemplo australiano, presionando a través de los medios y a la opinión pública por la derogación del plan. Se recurrió a argumentos tan trillados que seguramente los vamos a ver pronto por estas pampas no bien se intente cambiar algo del abusivo Código Minero actual: que se van a ir las inversiones, que no hay seguridad jurídica o que se perderán puestos de trabajo.

Tanto se ha escrito sobre por qué Argentina no fue Australia o cómo empezamos mejor que Canadá como nación para quedar rezagados lejos de ese “primer mundo”; y hoy tenemos que tanto Australia y Canadá como la Unión Europea nos indican los caminos. En primer lugar, se debe dar el verdadero debate sobre si se quiere o no un desarrollo basado en la megaminería, que es la forma en que se explota hoy en día los recursos minerales de baja ley. El Parlamento europeo dio hace unas semanas una clara indicación, a la Comisión Europea para que impulse la “prohibición completa” del uso de las tecnologías mineras a base de cianuro en toda la Unión Europea antes de fines de 2011. En tanto, Australia piensa gravar el sector en más de 75.000 millones de dólares en esta década para el financiamiento de la infraestructura del país y Canadá recibe más de 50.000 millones por las operaciones de sus empresas en el extranjero. Mientras, el Estado argentino con suerte salvará los glaciares, cobrará un exiguo 3 % de regalía en boca de mina y de los pasivos ambientales futuros, bien, gracias.

Destrabar dependencia

por Gaspar Tolón

El reciente debate acerca de la minería en Argentina se ha enfocado, con justa razón, en el impacto de la actividad sobre las comunidades y el medioambiente. Puede ser conveniente reseñar ahora otros aspectos, también relevantes para el desarrollo nacional, que a grandes rasgos pertenecen a las categorías de lo productivo y lo normativo.

En primer lugar debe situarse el cuadro actual -destacado por la proliferación de plantas extractivas de metales dispersos sobre la Cordillera de los Andes, explotadas por transnacionales fuertemente capitalizadas, y cuya producción se exporta con un grado mínimo de procesamiento- como el resultado de dos procesos: el progresivo agotamiento global de los yacimientos de mayor concentración y accesibilidad, y el colapso local de la industrialización sustitutiva de importaciones (o ISI).

En efecto, los procesos actualmente utilizados en la minería metalífera, afamados por su impacto ambiental, implican inversiones, cuya rentabilidad sólo es explicable ante la creciente dificultad de acceso al recurso: en un marco de demanda de materias primas siempre creciente, mayores dificultades implican mayores precios, que hacen atractiva la inversión en proyectos con mayores costos asociados. Esto, a su vez, incrementa la escala mínima de operación, lo que acelera el proceso de fusiones y adquisiciones concentrando el capital en la actividad a escala mundial. Finalmente, el fuerte impacto de las técnicas utilizadas para explotar el metal disperso conduce al endurecimiento de la normativa ambiental en las economías centrales, generando una nueva restricción que retroalimenta el proceso en el resto del mundo.

Por otra parte, el declive de la ISI implica la decadencia de un patrón extractivo impulsado por los requerimientos de las industrias constructora y manufacturera locales, caracterizado por la primacía de los rubros no metalíferos -explotados por pequeñas y medianas empresas escasamente capitalizadas- y la iniciativa del Estado nacional en los proyectos de mayor envergadura o vinculados con la provisión de insumos estratégicos.

La conformación de un nuevo mapa minero no es el producto automático de las transformaciones globales citadas, e implica la articulación de un marco normativo acorde. Entre 1993 y 1995 se sanciona el acuerdo federal minero y se reforma el código de minería, legislaciones que junto a otras previas y de la misma época (ley de inversiones extranjeras en 1976 y su modificatoria en 1993; reforma constitucional en 1994, entre otras) dan lugar al articulado que, con leves modificaciones, rige para la actividad hasta la actualidad.

Diversas características de este nuevo marco normativo, tendientes a propiciar el ingreso de divisas mediante la radicación irrestricta de inversión extranjera directa (IED), y en un orden muy menor mediante el cobro de regalías, han sido pertinentemente señaladas a lo largo del debate reciente como ejemplos del retroceso del Estado argentino en cuanto a su capacidad de conducir el desarrollo económico.

En este contexto, interesa mencionar un aspecto peculiar y no siempre destacado de la estructura legal, derivado del artículo 124 de la Constitución de 1994, según el cual corresponde a las provincias el dominio originario de los recursos naturales existentes en su territorio. La propiedad provincial de los yacimientos implica, además del derecho exclusivo sobre las regalías, la atribución para cada provincia de disponer marcos regulatorios, esquemas impositivos y autoridades de aplicación para la legislación (incluida la ambiental), todo ello restringido además fuertemente por las disposiciones del código de minería reformado y el acuerdo federal minero, concebidos con una laxitud agresivamente seductora hacia las fuentes de IED.

Dado que tras las reformas estructurales de la década de 1990 las finanzas públicas provinciales se ven severamente comprometidas (por la transferencia de gastos antes nacionales sin una contrapartida proporcional en cuanto a ingresos), no resulta extraño que, ante cada iniciativa contra la minería metalífera, gobiernos y legisladores de las provincias cordilleranas se apliquen a la defensa de esta fuente de recursos -por más magros que resulten en proporción a las utilidades de las firmas- con uñas y dientes, ejerciendo todo el poder de veto del que disponen frente al Estado nacional y otros actores relevantes, en una connivencia con las empresas que no requiere de la venalidad -amén de existir- como hipótesis explicativa.

Debe tenerse en cuenta entonces que cualquier posibilidad de reformular el patrón actual de explotación minera, y de los recursos naturales argentinos en general, implica necesariamente destrabar la dependencia fiscal de las provincias, comprometiéndolas por otra parte a nuevos acuerdos federales concebidos bajo la perspectiva del desarrollo integral y diversificado de la economía nacional.

Nicolás Gutman es economista del Centro Cultural de la Cooperación. 
Gaspar Tolón es economista UNGS.
Fuente:
Página/12, 09/08/2010, "Una piedra en el zapato".

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