sábado, 5 de junio de 2010

La naturaleza, casi ausente en el Bicentenario


por Antonio Elio Brailovsky

Este año celebramos los dos siglos de la mayor parte de las naciones latinoamericanas. Y debería llamarnos la atención la escasa importancia que se está asignando al medio natural que sustenta a cientos de millones de personas. Pareciera que nuestros países se desarrollaron sólo sobre sus propios mitos políticos, sin tener en cuenta el escenario de llanuras, ríos, selvas y cordilleras por el cual pelearon nuestros próceres y que hoy habitamos.

Esto no se debe a falta de información, sino a una cuestión conceptual. Pocos de nuestros historiadores contemporáneos (entre los que cabe destacar a Félix Luna) comprendieron que la historia ecológica es una rama de la historia, con su objeto y su método de estudio precisos.

Por esas vueltas de la historia, esta disciplina nace con Heródoto, un hombre preocupado por la relación de las sociedades humanas con su ambiente. Y así sigue con ese signo durante siglos, con grandes figuras como Alejandro de Humboldt, a quien podemos calificar como el constructor de nuestra actual concepción de ambiente y, por ende, el padre de la historia ecológica.

Sin embargo, en el siglo XX, nuestra soberbia tecnológica nos hizo creer que las sociedades humanas podían prescindir de la naturaleza. Allí olvidamos nuestra historia ecológica y la estamos recuperando trabajosamente ahora. Por eso, su escasa presencia en la mayor parte de nuestras actividades vinculadas con el Bicentenario.

En esta entrega ustedes reciben;
Mi artículo "La naturaleza en las naciones americanas", que la revista Todo es Historia acaba de publicar en el marco de las reflexiones sobre el Bicentenario.
El recordatorio de mi libro "Historia Ecológica de Iberoamérica".
La obra de arte que acompaña esta entrega es un antiguo grabado que muestra un paisaje de Mesoamérica y que ilustra la tapa del mencionado número de Todo es Historia.

Un gran abrazo a todos.

La naturaleza en las ciudades americanas

por Antonio Elio Brailovsky [1]

La naturaleza es el gran protagonista de la historia de América. El escenario del drama es mucho más que un sitio neutro, apenas esbozado, donde se muevan las grandes figuras humanas. Los fenómenos sociales no se pueden comprender si no tenemos en cuenta las interrelaciones de las sociedades humanas con el medio natural del que se sustentan y en el que se apoyan. En América, el soporte natural es un elemento constituyente de identidad y nuestras vidas nacionales no pueden comprenderse sin tenerlo en cuenta. Lo es desde las características geográficas hasta el uso social de los recursos naturales [2].

Argentina y Uruguay son lo que son porque se desarrollaron apoyándose en la actividad agropecuaria de sus grandes llanuras. Chile es lo que es porque se desarrolló apoyándose en la minería de la Cordillera de los Andes. Brasil define su historia por el avance de su economía sobre la selva tropical, primero la Mata Atlántica y después la Amazonia.

El que hoy haya un Presidente indígena en Bolivia tiene mucho que ver con que este país perdió la salida al mar en el siglo XIX. Sin puertos, se desarrolló mirando hacia su cultura originaria, mientras otras naciones interactuaban con la cultura europea, a través de puertos como los de Buenos Aires, Montevideo, Río de Janeiro o La Habana.

Asentadas en dos valles muy semejantes, las profundas diferencias entre una Bogotá fuertemente peatonalizada y una Caracas cargada de autopistas tienen que ver con la forma en que el petróleo permeó el conjunto de la cultura venezolana, Las autopistas se diseñaron en función de la omnipresencia de ese recurso.

El determinismo geográfico había sido desarrollado por Montesquieu y adoptado entre nosotros por Sarmiento y continuado por autores como Rómulo Gallegos. Pero en la segunda mitad del siglo XX, la mayor parte de los científicos sociales adoptaron el punto de vista opuesto: en vez de utilizar la naturaleza como el principal factor explicativo, simplemente omitieron los factores naturales de los análisis sociales.

Esto fue coherente con el abandono del tema ambiental por las políticas industrialistas de ese período, que actuaron según un modelo de capitalismo salvaje parecido al de la Revolución Industrial inglesa del siglo XVIII. La evolución reciente de las ciencias sociales está incorporando la temática ambiental en el análisis de los conflictos sociales.

Sin embargo, en unos pocos países latinoamericanos (Argentina entre ellos) todavía se considera que los temas ambientales deben quedar circunscriptos a las ciencias naturales y se los aleja de las ciencias sociales en los programas educativos. Es sugestivo que aún no hayamos incorporado los descubrimientos realizados por Humboldt hace dos siglos, quien comenzó a analizar en forma integrada la naturaleza y la sociedad de América Latina.

En esta nota nos vamos a ocupar de algunos de los principales aspectos de la relación que han tenido con su medio natural los distintos pueblos americanos, antes y después de su emancipación. Como todo desarrollo general, es fragmentario y sólo procura llamar la atención sobre los procesos más destacados.

Más allá de lo anecdótico, es bueno destacar que la relación hombre-naturaleza no existe, sino que la relación de todos los humanos con el medio natural está mediatizada por la sociedad a la que pertenecen. Distintas sociedades construyen distintas formas de relación con la naturaleza. Lo hacen a través de las respectivas tecnologías, que, antes que una suma de artefactos, son la expresión material de una forma de pensar.

El Bicentenario es una buena oportunidad para hacer un balance de varios siglos de aciertos y errores en nuestra relación con la única Tierra que tenemos.

Constructores de suelos en una laguna
Una característica común a diversos pueblos originarios de América fue su actividad de construir el suelo agrícola que los sustentaba. Cuando los españoles llegaron a México se asombraron y maravillaron, por supuesto, con las grandes pirámides y la arquitectura de los templos. Miraron con horror los sacrificios humanos y las imágenes de esos dioses feroces, que necesitaban ser regados con sangre de hombres para que el sol pudiera salir al día siguiente.

Hay, sin embargo, un deslumbramiento menos conocido, y es el de los espacios verdes. Para ellos, que venían del hacinamiento de las ciudades europeas, fue un impacto especial ver las enormes plazas de Tenochtitlán, ubicada en lo que hoy es Ciudad de México, y, muy especialmente, las huertas y jardines. Lo dice Hernán Cortés, que quedó tan admirado por las plantas como por el oro. "Tiene muchos cuartos altos y bajos -dice Cortés de una casa azteca en 1520-, jardines muy frescos de muchos árboles y flores olorosas; asimismo albercas de agua dulce muy bien labradas, con sus escaleras hasta lo hondo. Tiene una muy grande huerta junto a la casa, y sobre ella un mirador de muy hermosos corredores y salas, y dentro de la huerta una muy grande alberca de agua dulce, muy cuadrada. Detrás de ellas todo de arboledas y hierbas olorosas, y dentro de la alberca hay mucho pescado y muchas aves de agua, tantas que muchas veces casi cubren el agua".

Pero lo más sugestivo es que se trata de una ciudad construida sobre un ecosistema artificial. Como los venecianos, los aztecas eligieron construir sobre el agua porque eran débiles y ésa era una defensa ante enemigos poderosos. La ciudad estaba en el medio de la laguna, llena de islas construidas especialmente. Las llamaron chinampas, y son bases de troncos flotantes cubiertos con tierra para sembrar allí hortalizas. De un espesor que varía entre 20 centímetros y un metro, este colchón puede soportar el peso de animales grandes o de personas. Se parecen a los camalotes, que a veces eran tan grandes que transportaban jaguares. Después plantaron sauces sobre las islas flotantes para que sus raíces llegaran al fondo de la laguna y las fijaran en su lugar.

La existencia de grandes poblaciones en el Valle de México en la época de la conquista sólo se puede explicar por la gran productividad de las chinampas. Una chinampa no necesita descanso y está siempre en producción. Su fertilidad se mantiene mediante un alto uso de abonos que hace posible que esté dando cultivo tras cultivo. Es claro que esto sólo puede hacerse en un lugar en el que la temperatura se mantenga siempre constante; es decir, en el trópico. Estas islas artificiales son alargadas y dejan canales para navegar entre ellas. Las góndolas de este lugar se llaman trajineras, unas barcas de fondo chato, impulsadas con palos que se apoyan en el lecho de la laguna. Aún hoy son una de las áreas de producción de hortalizas y flores para Ciudad de México, y una importante atracción turística. Xochimilco ("País de las Flores"), un lugar en que las orquestas de mariachis cantan sin llorar, porque el canto alegra los corazones, es el último resto de las chinampas aztecas.

Construcciones de suelos en las montañas
La existencia de un imperio en zonas de altas montañas es una peculiaridad de Sudamérica, que debería llamarnos la atención. A lo largo de la historia humana, los imperios se expanden siguiendo las vías de comunicación más fáciles: las costas, los valles de los ríos, las grandes llanuras. Esto resalta el carácter excepcional del imperio incaico, un imperio de las altas montañas, con un fuerte desarrollo tecnológico, artístico y organizacional, en un continente donde las grandes llanuras permanecieron desiertas y las márgenes de los ríos navegables tuvieron muy escasa población durante siglos.

A 200 kilómetros de Arequipa, la segunda ciudad del Perú, el río Colca fue cavando en las montañas una formación geológica parecida al Gran Cañón del Colorado. Allí el pueblo collagua perfeccionó y sofisticó al extremo el sistema de riego que después sería la base del imperio incaico. "Ni en el Cusco ni en ninguna otra zona de los Andes -dice el escritor Mario Vargas Llosa- he visto unas andenerías que suban y bajen de los cerros con semejante desprecio de la ley de gravedad [3]. Se trata de tierras que no piden agricultores “sino héroes”, señala José María Arguedas [4].

Estos andenes o terrazas de cultivo son una forma de disminuir las pendientes. Si se cultiva un suelo que no es perfectamente horizontal, la erosión lo destruirá muy rápidamente. En consecuencia, para que el cultivo sea sustentable (es decir, para que se mantenga en el tiempo), se necesita una construcción especial que modifique las pendientes.

Las terrazas fueron protegidas con paredes de piedra, fertilizadas artificialmente y regadas con arroyos de deshielo. Un sector especial del Colca, de andenes en diferentes niveles, permitía la investigación aplicada, detectándose los límites agroecológicos de cada variedad de cultivo. Estos límites eran especialmente importantes para todas las culturas andinas. Cuando, más tarde, los incas funden el Cusco, lo harán a 3.400 metros de altura, apenas por debajo del límite superior para la producción del maíz. Esto significa estar lo más alto posible (es decir, cerca del sol, su dios principal), pero sin alejarse de la tierra que nutre los hombres.

Para prevenir las eventualidades climáticas -especialmente las heladas tardías- los collaguas del Colca no sembraban toda una terraza al mismo tiempo, sino que se iban sembrando unas pocas hileras cada dos semanas para que las tormentas encontraran siempre las plantas en diferentes estadios de desarrollo y las pérdidas fueran mínimas.

Uno de los roles de los antiguos caciques fue distribuir la tierra entre los diferentes grupos familiares. Para ello, en un impresionante mirador sobre el abismo hay esculpida en la roca una maqueta del valle del Colca, en la misma perspectiva que se ve desde ese sitio. Allí, en forma pública, se efectuaba la ceremonia de asignación de las parcelas a los collaguas y se dirimían los litigios sobre cuestiones agrarias.

Seis mil hectáreas bajo riego -todas en las laderas de las montañas- hicieron del Colca el principal centro de provisión de alimentos de los Andes prehispánicos. A punto tal que la palabra colca significa precisamente granero. Un activo comercio posibilitó la distribución del maíz y de otros alimentos en amplias zonas de lo que hoy es Perú y Bolivia.  Hoy, después de 1.500 años de uso continuado sin erosionar el suelo, la andenería construida por los collaguas del Colca sigue en plena producción y es la base económica de esa población. "Cuando uno contempla estos andenes collaguas casi llega a creer lo que aseguran los historiadores: que el antiguo Perú dio de comer a todos sus habitantes, hazaña que no ha sido capaz de repetir ningún régimen posterior", concluye Vargas Llosa. Paradójicamente, los incas se consideraban a sí mismos como hijos de la tierra -la Pachamama-, pero su práctica agraria de creadores de suelos los muestra mucho más como los padres de la tierra que como sus hijos.

Una tierra en la que el invierno no existe
El descubrimiento del trópico significó una profunda conmoción sobre los conquistadores españoles primero y sobre la visión europea del mundo, después. Recordemos que el Renacimiento coincide con lo que llamamos “Período Glacial Breve”. Después de una Edad Media relativamente templada, se inicia una etapa que incluye momentos de frío extremo. El mundo se fue enfriando a partir del Renacimiento: tenemos pinturas de la época de Vivaldi que muestran la laguna de Venecia congelada y la gente jugando en trineos como si estuvieran en Moscú. Los glaciares de los Alpes avanzan y numerosos poblados quedan bajo los hielos.

El Atlántico Norte se llena de témpanos y se congelan tantas zonas que se hace extremadamente difícil navegarlo. Los vikingos, que habían establecido colonias en el norte de Estados Unidos y Canadá, se ven obligados a abandonarlas y retornar a casa. Esto obligó a que el viaje de Colón a América fuera por el largo camino del Ecuador, al estar bloqueado el mucho más corto camino del Atlántico Norte.

Por eso, la sorpresa de los conquistadores de encontrar que Dios había creado un lugar del mundo en el cual el invierno no existía. Esto explica por qué Colón anunció haber encontrado el Paraíso Terrenal en América.

Durante toda la época colonial, la naturaleza americana seguirá llamando la atención por lo extraña y diversa. Los animales parecían una caricatura degradada de los que ya conocían, a punto tal que las descripciones siempre tienen que ver con comparaciones entre las partes de los cuerpos de animales europeos o conocidos en Europa.

Los primeros cronistas nos hablan del miedo de los conquistadores a la naturaleza americana. Para los que salían de su pueblo y se iban a correr el mundo, los ríos aparecían como demasiado caudalosos, las llanuras demasiado extensas, los animales extraños, y todo en América tenía las proporciones de la desmesura. En América los ecosistemas son tan misteriosos que parecían no regir las leyes de la naturaleza. Cristóbal Colón ve sirenas en la desembocadura del Orinoco y también se encuentra con un río cuyas aguas eran tan calientes que no se podía meter la mano en ellas. Antonio Pigafetta, el cronista de Hernando de Magallanes cree ver plantas que caminan. Los habitantes de la Patagonia le parecen gigantes: "Ese hombre era tan grande que nuestra cabeza llegaba apenas a su cintura. Las mujeres no son tan grandes como los hombres pero, en compensación, son más gordas. Sus tetas, colgantes, tienen más de un pie de longitud. Nos parecieron bastante feas. Sin embargo, sus maridos mostraban estar muy celosos". De aquí nació una leyenda de gigantes que, durante un siglo, pobló de estos seres los mapas del sur del continente. Por la misma época, un libro publicado en Italia muestra unos hombres con cabeza de perro, que aullaban a la luna, y que eran muy comunes en el actual territorio brasileño.

Pero el horror a la naturaleza alcanza su máximo en el libro que dio nombre a nuestro país, en "La Argentina", el poema de Martín del Barco Centenera. Este autor llena la tierra de una zoología fantástica, dictada por el miedo. Describe perros que morían bailando, arrojándose voluntariamente al fango ardiente de una laguna. Ve sirenas que lloran y huye de los diablos. Encuentra la tierra y los ríos llenos de amenazas: un hombre "en la boca de un pez perdido había, lo que el pez le cortó con gran porfía".

En esta tierra hostil, los hombres de la expedición de Mendoza se comieron los caballos y las ratas, las piernas de un ahorcado, y uno de ellos, el brazo de su propio hermano. Los de la expedición de Caboto iban de isla en isla del Paraná buscando serpientes y el cazaba alguna "pensaba que tenía mejor manjar de comer que el Rey". También comían osos hormigueros y se quejaban amargamente por ello. Del olor de los zorrinos decían que "da mucha pena y parece que se entra a la persona en las entrañas". El puma era un león degenerado, el tapir un elefante que había perdido la trompa, la llama un camello sin jorobas y así sucesivamente. De este modo se fue creando la idea de que en América la naturaleza sufría una degradación con respecto a otras partes del mundo, tal vez por causa del calor excesivo. Y, por supuesto, estos sentimientos se extendieron a los pobladores originarios del continente.

Esta acumulación de monstruosidades no es neutral desde lo político. El miedo a la naturaleza aparece asociado al miedo a los hombres que vivían en ese ambiente. Al principio dijeron: estos hombres tan extraños que aquí vemos, ¿son realmente hombres? Es decir, ¿tienen alma como la tienen los europeos? Lo que, por supuesto, no es una disquisición  puramente teológica: si tienen alma, hay que procurar salvarla y evangelizarlos. Si no la tienen, hay que encadenarlos y forzarlos a trabajar como se hace con cualquier animal.

La naturaleza artificializada de las ciudades damero
En la Europa de la Conquista vemos ciudades amuralladas, laberintos de callejuelas a la sombra de las almenas: torres cuadradas de los castillos moros, torres redondas de las fortalezas cristianas. Son ciudades de hecho, edificadas y pobladas a medida que las necesidades económicas y militares lo iban requiriendo. En Toledo, en Córdoba, en Granada, hay calles tan estrechas que podría saltarse del balcón de una casa a la de enfrente. En Sevilla se apoyan casas sobre la vieja muralla romana, para no tener el trabajo de levantar la pared del fondo.

Nada de eso ocurre en América. Aquí las ciudades nacen todas calcadas unas de otras, con su Plaza Mayor al centro, con los mismos edificios situados de la misma manera y con las calles cortándose en exacto ángulo recto, como en un tablero de ajedrez. Aquí se construye pensando en poder atravesar una ciudad de una punta a la otra, en sentido longitudinal y transversal, sin abandonar nunca la línea recta. En Europa las calles siempre son curvas. Hay razones políticas, sociales y ambientales para hacer ciudades de una forma o de la otra.

La ciudad europea está hecha por los vasallos. Nobles, burgueses y artesanos la fueron construyendo poco a poco, poniendo cada uno su casa donde quería. Después vino otro y puso la casa junto al primero y así se fueron haciendo las calles, como una obra colectiva.            

En América, la cosa es distinta. Porque estas Indias no son de España sino del Rey. Para que eso quede muy en claro, Carlos V quiere dejar su impronta sobre el terreno. Manda Carlos, pues, que todas las ciudades se hagan a su medida, de manera que cualquier persona que camine por una de ellas perciba las marcas de su poder. Que el trazado de la ciudad sea en damero: "Cuando hagan la planta del lugar -dice Carlos V-, repártanlo por las plazas, calles, a cordel y regla, comenzando desde la plaza mayor y sacando desde ella las calles a las puertas y caminos principales". Esa era la forma que mandaba el rey, y ésa fue la forma que Juan de Garay le dio a Buenos Aires, esa lejanísima mañana de 1580, y que hoy se conserva, idéntica, en el microcentro, lo mismo que en el centro histórico de Montevideo o de Santiago de Chile.  

Pero las ciudades espontáneas europeas están hechas siguiendo la topografía. En Italia es frecuente que las ciudades se construyan en el alto, como ocurre en Asís y en las zonas montañosas de Sicilia, para poder reservar los espacios horizontales para la agricultura. Sigüenza en Castilla-La Mancha y la mayor parte de los pueblos blancos de Andalucía siguen el mismo modelo. En cambio, las ciudades europeas de mercaderes necesitan estar cerca del agua, el principal medio de transporte de la época. Por eso, Sevilla, Florencia, Colonia y París, entre tantas otras, sufren periódicas inundaciones. Lisboa tiene una ciudad alta y una baja. Cuando Portugal se vuelca a la navegación, el Palacio Real se traslada del alto al bajo, junto al río Tajo (1511).

En cambio, en la América española, la política domina sobre la topografía. La cuadrícula es tan rígida que se la superpone al medio natural en vez de adaptarse a él. Así, se inundan los vecinos de los arroyos Terceros de Buenos Aires. Se inundan también aquellos a los que la geometría política ha asentado en los valles de inundación del Mapocho en Santiago de Chile o del Guayre en Santiago de León de Caracas.

Lo que nos muestra la enorme inercia de las funciones urbanas. Las zonas que se inundaban hace varios siglos son casi las mismas que hoy se inundan. El damero rígido impuesto por la política colonial española asentará poblaciones en áreas de riesgo de inundación. Los siglos posteriores los dejarán allí y, en la mayor parte de los casos, agregarán más y más población a esas zonas.

Lo único que importa es el oro y la plata
La doctrina mercantilista identificaba los metales preciosos con la riqueza misma. En las colonias, el bloqueo al desarrollo va en paralelo con la actividad extractiva. De las colonias se saca, nunca se invierte en ellas.

La historia económica de Buenos Aires comienza mucho antes de su fundación por Garay. En realidad, empieza en una fría noche de 1545 cuando el indio Huallpa se perdió en los cerros altoperuanos buscando una llama. Encendió una fogata para calentarse y las piedras le devolvieron el reflejo. El cerro era de plata. ¡Pótojsi! dijo (ha brotado). Y durante doscientos años la gente continuó creyendo que la plata del Potosí crecía como las plantas, renovándose continuamente, al tiempo que la sacaban y embarcaban para Europa. Comenzaba la era de la plata. “Por la dicha mina es Castilla, Roma es Roma, el Papa es el Papa y el Rey es monarca del mundo", decía acerca de Potosí el cronista indio Felipe Guamán Poma de Ayala [5]

La posesión de territorios coloniales suplió en España al desarrollo artesanal e industrial, proveyendo la capacidad de compra de esos productos en los mercados europeos. El metálico, según Quevedo, nace en las Indias honrado / donde el mundo le acompaña / viene a morir en España / y es en Génova enterrado. El metal nace en el cerro del Potosí, actualmente en territorio boliviano. De allí baja una larga corriente de plata, que crea en su trayecto centros comerciales y artesanales en toda la región central del actual territorio argentino. La economía minera da su nombre al Río de la Plata, más tarde al país y genera una particular organización del espacio nacional.

De 1503 a 1660 llegan a España 16 millones de kilos de plata, el triple de las reservas totales europeas, originadas en su mayor parte en las minas del Potosí. Las autorida­des coloniales no regularon la producción de plata, con lo cual generaron en su país una acelerada inflación y provocaron la ruina de gran número de actividades artesanales.

En los extremos del largo camino seguido por la  plata se desarrollaron dos ciudades muy distintas. En uno de ellos, Buenos Aires. Como el puerto necesario para comunicar Potosí con la metrópoli. Un puerto cuyo movimiento no guardaba relación con las actividades productivas de las áreas más próximas a él, sino que era la continuidad lejana de las riquezas del Potosí. Los lingotes de plata llegaron a representar hasta el 80 ciento del valor de las mercaderías que salían por Buenos Aires. La mayor parte de lo que ingresaba era contrabando. Se formó así una ciudad predominantemente comercial, cuya riqueza no se basada en la  producción sino en el intercambio, característica que tendrá su importancia política en los años subsiguientes.

En la otra punta del camino, la Villa Imperial del Potosí, ciudad fantástica que en 1660 contaba con 160.000 habitantes, igual que Londres y más que Sevilla, Madrid. Roma o París. La plata llenó la ciudad de riquezas y ostentación: al igual que en la corte del Rey Arturo, de todas partes llegaban caballeros y soldados de fortuna, cubiertos con lujosas corazas, para sostener duelos con los campeones de la Villa, y los relatos de estos duelos, hechos por cronistas de la época, pare­cen páginas de un libro de caballerías. Se construyeron 36 iglesias y en 1658 una procesión recorrió las calles empedradas especialmente con lingotes de plata [6], [7].

Potosí es porque esta ciudad sin­tetiza una serie de problemas ambientales caracterís­ticos de la época, pero además preanuncia los de la nuestra. La alta rentabilidad obtenida por el sector empresario se basó en una particular modalidad de subsidio otorgado por la Corona española, que era asegurar mano de obra forzada. Si bien los indígenas que allí trabajaban cobraban un salario miserable (a diferencia de los mercados capitalistas habituales), no podían elegir no ir a trabajar a Potosí[8]. Esto crea un tipo particular de empresariado, que no hace inversiones de riesgo porque tiene la rentabilidad asegurada por el Gobierno. Una situación que se repetirá muchas veces en los siglos siguientes.

“La contaminación debida al mercurio fue común en los centros mineros españoles de las colonias. La contaminación de la gente y el suelo no sólo afligió a los trabajadores de una enorme mina de mercurio en Huancavelica, Perú, sino a los de todas las minas de plata donde el proceso de amalgamación con mercurio se usaba para extraer plata del mineral de menor gradación” [9].

El cerro estaba horadado por más de 5 mil bocaminas. Las condiciones ambientales de la minería y del área industrial de Potosí eran simplemente infames. Los accidentes de trabajo y enfermedades bronquiales eran elevadísimos. El humo tóxico de los hornos quemó la vegetación en una zona muy amplia y sus efectos sobre los pulmones de los humanos fueron semejantes. Un testigo de la época dice que si se exprimieran las monedas acuñadas en Potosí, se les sacaría “más sangre que plata”. Algunas estimaciones sugieren que durante los dos siglos de explotación intensa en Potosí, allí murió tanta gente como en Auschwitz, el peor campo de concentración nazi de la Segunda Guerra Mundial.

Sin embargo, con mucha frecuencia los conflictos ambientales se olvidan y los actores sociales no registran que determinados hechos han  ocurrido. Muchos de estos olvidos no son más que ocultamientos y suceden con especial intensidad en temas vinculados con lo que hoy llamamos derechos humanos. Por eso me parece importante destacar este tipo de hechos. Y, por supuesto, si alguien llega a decir que no ha atendido los problemas ambientales porque son demasiado nuevos y acaba de descubrir su existencia, hay reales motivos de enojo.

Mal lugar es América
Mal lugar es América, dicen todos. No sólo queda lejos de todo lo conocido, sino que, además, su naturaleza sigue reglas extrañas e incomprensibles. A dos y aún tres siglos de la conquista encontramos restos del miedo originarios a la naturaleza americana, esta vez usado como pretexto "científico" para bloquear su explotación productiva.

Félix de Azara, un autor partidario de estimular la ganadería extensiva en el Río de la Plata y desalentar la agricultura y la industria, se esfuerza por demostrar la rareza de las condiciones meteorológicas americanas. Afirma que "una tempestad el día 7 de octubre de 1789 arrojó piedras de hasta diez pulgadas de diámetro a dos leguas de Asunción".

Y por si no bastaran estos bloques de hielo de veinticinco centímetros que caían del cielo por razones incomprensibles, se dedica a hablarnos de los rayos, y a dar una explicación científica de esas cosas del Demonio: "En cuanto a rayos -afirma-, caen diez veces más que en España, sobre todo si viene la tormenta del noroeste". Explica que eso no puede deberse a bosques ni a serranías, y concluye que "es preciso conjeturar que aquella atmósfera tiene más electricidad o que posee una cualidad que condensa más vapores y que los precipita más prontamente, causando los meteoros citados".

No era una opinión aislada. En fecha tan tardía como 1790, los sabios de la época afirmaban que en todas las Indias de Occidente -y aún en las zonas tropicales- la tierra era tan fría a 10 o 15 centímetros de profundidad que los cereales se helaban al sembrarse. Por eso, explican, los árboles de América "en lugar de extender sus raíces perpendicularmente, las esparcen sobre la tierra, horizontal, evitando por instinto el hielo interior que los destruye".

Así, los naturalistas inventan una ecología tan fantástica como la zoología de los primeros cronistas. La tierra americana era tan helada que enfriaba el aire y por eso en los trópicos no había animales grandes. De allí deducían que las semillas traídas de Europa no podrían germinar, y que si lo hacían, darían unas plantitas raquíticas, tan endebles como los animales domésticos que se importaban.

Contaban el fracaso de un comerciante que en 1580 había tratado en vano de aclimatar guindos. Del trigo, sembrado con grandes cuidados, decían que sólo producía una hierba espesa y estéril que había obligado en muchas regiones a abandonar su cultivo. De la viña decían que no prosperaba, aún plantada en zonas semejantes a las regiones de los grandes viñedos de Europa. Del café, que no podía engañar el gusto de quien hubiese probado los de Oriente. Del azúcar, que era preferible cualquier otra a la del Brasil, considerada como la mejor de América. Era la naturaleza y no la política quien condenaba a los americanos al estancamiento económico.

Poco a poco, esta naturaleza va siendo dominada, y su degradación se presenta como mejoramiento. A fines del siglo XVIII se decía que esa frialdad del suelo americano se iba transformando por el continuo tráfico, por el talado de los árboles y matorrales, por la "sequedad" de las lagunas y "el calor de las habitaciones", que templaban "la constitución del aire".

También la agricultura calentaba la tierra, por la labranza, que al remover el suelo facilitaba la entrada de los rayos del sol, y por las "sales de las hojas y plantas que acumuladas en una larga serie de años forman por su corrupción un mejoramiento natural", como lo habían deducido al observar, sobre todo, el crecimiento extraordinario de algunas plantas "en terreno allanado por el fuego". Es decir, que para "mejorar" un bosque había que quemarlo y que la obra humana deseable era acelerar en pocos años el mismo proceso de degradación de la naturaleza que había necesitado muchos siglos en Europa.

Simón Bolívar y la protección ecológica
La Emancipación significó la posibilidad de una nueva mirada sobre la relación con los recursos naturales. La mayor parte de los líderes revolucionarios habían sido influidos por la obra de Humboldt y su propuesta de un uso conservacionista de los recursos naturales. Bolívar, Caldas, Belgrano, Sarmiento y Artigas fueron algunos de sus seguidores mas conocidos.

Estamos en 1825, poco después de las victorias que terminaron con el dominio realista en América. En muchos países es época de anarquía y de guerras civiles. Pero también es el tiempo de la utopía. En ese contexto, Bolívar lanza un sueño ecologista. El 19 de diciembre, desde su palacio de gobierno en Bolivia, decreta la protección de las aguas y los bosques. En los considerandos afirma que "una gran parte del territorio de la república carece de aguas y por consiguiente de vegetales para el uso común de la vida". Agrega que "la esterilidad del suelo se opone al aumento de la población y priva entretanto a la generación presente de muchas comodidades".

Afirma también "que por falta de combustible no puede hacerse o se hace inexactamente o con imperfección la extracción de metales y la confección de productos minerales que por ahora hacen casi la sola riqueza del suelo".

Basándose en estos criterios decreta: "Que se visiten las vertientes de los ríos, se observe el curso de ellos y se determinen los lugares por donde puedan conducirse aguas a los terrenos que están privados de ellas".

"Que en todos los puntos en que el terreno prometa hacer prosperar alguna especie de planta mayor cualquiera, se emprenda una plantación regulada a costa del estado, hasta el número de un millón de árboles, prefiriendo los lugares donde haya más necesidad de ellos".

"Que el Director General de Agricultura proponga al Gobierno las ordenanzas que juzgue convenientes a la creación, prosperidad y destinos de los bosques en el territorio de la República".

Sabemos lo que pasó después. La ola de la guerra civil pasó por encima de las propuestas ecologistas y también del sueño bolivariano de integración latinoamericana. Bolivia sigue siendo un país sin bosques y sin agua, con el agravante de que ahora tampoco tiene el mar que tenía en tiempos de Bolívar. En las pendientes de los Andes, el suelo se escapa después de cada cosecha, sin que haya formas eficientes de detener la erosión. Bolivia es uno de los países en que la desertificación avanza a mayor velocidad. En amplias zonas no hay árboles y la gente de pocos recursos necesita leña para calentarse y cocinar, por lo que terminan con los pocos arbustos que quedan. Sin vegetación, tampoco habrá nutrientes en el suelo. Sin suelo y sin árboles, la lluvia se transforma en torrentes que destruyen todo a su paso para dejar, nuevamente, la tierra seca y desierta. Una realidad muy distinta de la soñada por el Libertador, en una época en la que los hombres prefirieron los cañones a los árboles.

La peor forma de contaminación es la guerra
Las guerras también causan epidemias. En la guerra por la liberación de Haití, las condiciones ambientales jugaron un rol decisivo, al derrotar a los ejércitos europeos. Los ejércitos franceses enviados por Napoleón lucharon con refuerzos masivos hasta 1803, cuando decidieron evacuar lo que quedaba del ejército. Diez mil hombres lograron regresar a Francia y 55.000 quedaron enterrados en la ex colonia, muertos en su mayor parte por la fiebre amarilla.

Pero las guerras generan problemas ambientales y sanitarios con independencia del sitio en que sucedan. Al terminar el sitio de Montevideo (1812-1814) la ciudad sólo tenía 10.000 habitantes, habiendo muerto 20.000; como resultados de combates sólo 818, con 531 heridos que quedaron mutilados[10]. En otras palabras, que el 4 por ciento de los muertos cayó en los combates y el 96 por ciento por las enfermedades ambientales asociadas a la guerra.

En Dominicana, después de un intento español de volver a apoderarse del país, en 1864, “los soldados españoles sufrieron mucho en esa guerra. El país no tenía ni puertos, ni caminos, ni ferrocarriles; las intensas llu­vias tropicales se alternaban con los fuertes calores de la zona; la malaria, la buba y las enfermedades intestinales causaban miles de bajas en sus filas”[11].

Durante la guerra de la Independencia de Cuba existieron situaciones de mortandad masiva por hambre. El jefe español “ordenó la concentración de los campesinos en los sitios donde hubiera guarniciones españolas, con lo cual quedó virtualmente liquidada la producción de viandas y ani­males de carne y comenzó a generalizarse el hambre y la muerte por inanición. Los cubanos, por su parte, estaban llevando a cabo la llamada "campaña de la tea", esto es, la destrucción, por medio del fuego, de todos los ingenios y los cañaverales”[12]. En 1897, el ejército español tuvo 30.000 bajas, sólo por enfermedades.

Es sugestivo que en casi todos los casos las enfermedades ambientales sorprenden a los militares de todos los bandos, cuya preparación profesional los hace pensar sólo en enemigos humanos. La ausencia de prevenciones ambientales es una constante.

Una nueva artificialización de los ecosistemas
A partir de mediados del siglo XIX, los países americanos ingresan al sistema de la división internacional del trabajo. Europeizan su cultura, sus ciudades y, por supuesto, sus finanzas y su comercio. Para integrarse a los mercados internacionales se especializan en la venta de productos determinados en los que tienen ventajas comparativas. En Europa esta especialización se había hecho invirtiendo en fábricas. En gran parte de América, las inversiones consistirán en transformar los ecosistemas para hacerlos aptos para satisfacer la demanda internacional.

La pampa de los tiempos históricos no se parecía en nada a la actual. Así, todas las crónicas coinciden en que la Buenos Aires del período colonial no tenía los campos fértiles que hoy vemos, sino que estaba rodeada por un desierto que muchos califican como "horrible". Una inmensa llanura de altos pajonales, casi sin un sólo árbol -salvo los del borde de los arroyos- en el largo trayecto hasta Córdoba.

La ausencia de árboles se explica por la densidad del pajonal que sombreaba las semillas e impedía su desarrollo. Si a pesar de eso, algún árbol conseguía crecer, era difícil que durase mucho tiempo: las frecuentes tormentas eléctricas provocaban incendios de campos. Muy de vez en cuando se veía un solitario ombú, cuyo tronco es prácticamente incombustible, o un pequeño monte de chañar, cuyas semillas se activan con el fuego.

Pampa es un término indígena que significa llanura. Para Humboldt su aspecto "llena el alma del sentimiento de lo infinito". Descripta por Sarmiento como "el mar en la tierra", su vegetación originaria son las gramíneas y eso explica la buena adaptación que tuvieron las gramíneas cultivadas, como el trigo y el maíz. Pero el fenómeno ecológico más extraño ocurrido en la pampa fue la explosiva reproducción de las vacas y caballos que se le escaparon a Pedro de Mendoza. Y que de unos pocos ejemplares pasaron a ser millones en unos cuantos años.

Sucede que una ley ecológica bastante comprobada es que hace falta una dimensión mínima para que una población animal subsista en estado salvaje. Si son muy pocos, los accidentes y las enfermedades genéticas agravadas por los cruzamientos consanguíneos terminan haciéndolos desaparecer. Esto vale tanto para Adán y Eva como para los ejemplares de cualquier otra especie animal. Salvo, claro está, que el hábitat haya sido especialmente acogedor.

Para las vacas y caballos del siglo XVI, la pampa fue un lugar muy parecido al paraíso terrenal. Si, como dice Atahualpa Yupanqui, "hay cielo para el buen caballo", hace cuatrocientos años ese cielo quedaba en la actual provincia de Buenos Aires. Porque esos animales se encontraron con un ecosistema donde había un nicho ecológico desocupado: la pampa no tenía grandes herbívoros. Apenas unos ciervos y guanacos, de mucho menor tamaño que ellos, que no representaban competencia seria para los recién llegados. Tampoco había grandes carniceros que se los comieran: los jaguares llegados del Litoral eran muy escasos y los pumas eran demasiado pequeños para ellos. Sin competidores ni depredadores, el único límite a su expansión fue la cantidad de pastos. De ese modo entraron al mito los infinitos rebaños de las pampas.

Pero además, aunque estén condicionados por el ecosistema, los animales lo cambian a su vez. La vegetación de altos pajonales resecos va siendo reemplazada por pastos más finos, a medida que la presencia del ganado acelera el ciclo del nitrógeno. La bosta de millones de vacas y caballos transforma el suelo y permite el crecimiento de los pastos  que hoy conocemos. En 1825, un observador muy agudo llamado Charles Darwin cruza a caballo la provincia de Buenos Aires de sur a norte. "Me he quedado sorprendido -dice Darwin- con el marcado cambio de aspecto del campo después de cruzado el río salado. De una hierba gruesa pasamos a una alfombra verde de pasto fino. Los habitantes me afirman que es preciso atribuir esa mudanza a la presencia de los cuadrúpedos. Exactamente el mismo hecho se ha observado en praderas de la América del Norte, donde hierbas comunes y rudas, de cinco a seis pies de altura, se transforman en césped cuando se introducen allí animales en suficiente número".

Este profundo cambio en los ecosistemas que Darwin vio en sus comienzos culmina en el proyecto modernizador de la Generación del 80. La fertilidad de la Pampa Húmeda es obra humana, y la Región Pampeana que conocemos es tan artificial como una ciudad. Sólo que nuestra falta de percepción nos lleva a confundir un paisaje agrario con un paisaje natural.

En esta etapa hay en todos los países un esfuerzo por avanzar en la transformación productiva de sus ecosistemas naturales. Así como una generación atrás la literatura cantó el heroísmo de la gesta libertadora, ahora se canta la conquista de la naturaleza. Andrés Bello invita a los americanos a poner en producción los ecosistemas de sus respectivos países, que están esperando el brazo del agricultor.

Para gozar de esos bienes, es necesario que los americanos abandonen las ciudades y vayan al campo. “¿Por que ilusión funesta aquellos que fortuna hizo señores de tan dichosa tierra y pingüe y varia, en el ciego tumulto se aprisionan de míseras ciudades? Romped el duro encanto que os tiene entre murallas prisioneros. El campo es vuestra herencia: en él gozaos” [13].  Licencia poética: Bello no habla de la tenencia de la tierra ni de las condiciones sociales. El propietario de los latifundios seguirá residiendo en la capital del país y viajará a menudo a Europa, su segundo hogar. Los hombres que pongan en producción esos ecosistemas no serán sus dueños y trabajarán en condiciones durísimas, no aptas para la sensibilidad poética.

Pero el deslumbramiento de la naturaleza se transforma en un canto a la deforestación, en una épica del hacha y del fuego. Bello no imagina la utilización productiva de los ecosistemas tropicales, sino en su completa destrucción y reemplazo por paisajes europeos. “El intrincado bosque el hacha rompa, consuma el fuego, abrid en luengas calles la oscuridad de su infructuosa pompa. Abrigo den los valles a la sedienta caña; la manzana y la  pera en la fresca montaña el cielo olviden de su madre España; adorne la ladera el  cafetal. De la floresta opaca oigo las voces, siento el rumor confuso, el hierro suena, los golpes el lejano eco redobla; gime el ceibo anciano, batido de cien  hachas se estremece,  estalla al fin, y rinde el ancha copa. Huyó la fiera, deja el  caro nido. Deja la prole ímplume el ave, y otro bosque no sabido de los humanos va a buscar doliente”. Es decir, que para Bello los bosques son inagotables y simplemente la fauna busca otra selva para asentarse. Encontraremos la misma ilusión un siglo más tarde. La ideología de la América inagotable aún subsiste entre nosotros.

Lo mismo ocurre en Brasil. Entre las décadas de 1860 y 1870, se produce el auge de la cultura del café en Río de Janeiro. El rápido enriquecimiento de los propietarios impulsa el crecimiento de ciudades en la región. Para reforzar los acuerdos políticos, el Imperio reparte títulos nobiliarios entre los ricos fazendeiros[14]. El proceso de expansión de la cultura cafetera traspasa las fronteras de Río de Janeiro, alcanzando Minas Gerais y la porción paulista del Vale do Paraíba, primera región de São Paulo beneficiada por el enriquecimiento que lleva consigo la caficultura. Río de Janeiro, como capital del Imperio Brasileño, permanece como centro financiero y controlador del comercio del café producido en el Vale do Paraíba.

Sin embargo las tierras donde se plantan los cafetales, no soportan por largo tiempo la agricultura sobre suelos desprotegidos, debido a fuertes declives y a la deforestación. En el Vale do Paraíba se actuó sin el menor cuidado y ni precaución técnica. El resultado de la erosión fue rápido y fatal, "bastaron sólo unos pocos decenios para que se revelaran rendimientos acelerados decrecientes, debilitamiento de las plantas, aparición de plagas destructoras. Se inicia la decadencia con todo su cortejo siniestro: empobrecimiento, abandono sucesivo de las culturas, disminución demográfica”[15].

La supervivencia de la esclavitud en Brasil hasta fines del siglo XIX podría tener mucho que ver con el hecho de que las tecnologías de la época para las producciones tropicales (realizadas en las grandes fazendas) requerían mano de obra no calificada, que, por tanto, no necesitaba ser cuidada, ni tratada como una inversión. Por el contrario, las producciones de clima templado requerían mano de obra calificada, lo que hizo ineficiente la esclavitud en el Río de la Plata.

El tiempo del cólera
Los avances en el conocimiento no siempre se traducen en avances en la gestión ambiental y sanitaria. En el siglo XIX, como en la actualidad, existen sectores científicos dispuestos a sostener puntos de vista indefendibles, si se trata de respaldar determinados intereses económicos. El caso del cólera es uno de los más ilustrativos. El siglo XIX es el siglo del cólera. Hay más años con epidemias en algún lugar del mundo que sin ellas. Las causas tienen que ver con los procesos ambientales desencadenados a partir de la Revolución Industrial iniciada en el siglo XVIII en Inglaterra con la introducción de la máquina de vapor.

A partir de ese momento tenemos en casi todo el mundo migraciones masivas del campo a las ciudades. Las barriadas de trabajadores tienen las peores condiciones de hacinamiento y de falta de saneamiento que puedan imaginarse. Las autoridades que administran las ciudades a menudo se no se ocupan de las cuestiones de higiene y saneamiento, lo que potencia los riesgos de epidemias.

Lo interesante es que son muchos los científicos que evitan hablar de las condiciones ambientales, cuando hay algún interés político, económico o militar en juego. En la Guerra de la Triple Alianza (de Argentina, Brasil y Uruguay contra Paraguay, 1864-1870) la única profilaxis al alcance de los soldados de ambos bandos fue el consumo de mate, ya que el agua caliente ayudaba a matar los gérmenes del agua que sacaban de los pantanos que recibían las excretas de hombres y animales y donde su pudrían sus cadáveres.

Sin embargo, un médico militar explica de este modo las causas de las enfermedades que diezmaban a las tropas: “Yo creo que la presión atmosférica, el calor, la humedad y la electricidad cuya acción es tan poderosa en las afinidades químicas y que aquí son llevadas a un grado muy alto, determinan, muy probablemente los principios constituyentes del aire y en las emanaciones extrañas de que se carga la atmósfera, modificaciones, combinaciones y descomposiciones que deben ejercer una gran influencia tanto sobre el hombre fisiológico como patológico” [16].

También se atribuyen las epidemias a “las peregrinaciones que verifican periódicamente de la Arabia al Ganges innumerables caravanas de mahometanos” [17]. En todas partes encontramos abundante literatura científica que evita hablar de las cuestiones obvias de saneamiento. Ante una epidemia de cólera, la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires recomienda evitar el sexo y el alcohol: “el que desprecia los consejos de la ciencia, vive en el desorden, abusa de la bebida y de los placeres que debilitan, respira atmósferas insalubres y descuida los primeros síntomas del mal, está muy expuesto a contraer el cólera confirmado” [18]. También se recomendaba no cambiarse la ropa con frecuencia ni leer libros de medicina. En Santiago de Chile se elaboran instrucciones semejantes.

Durante casi un siglo se discutió, contra todas las evidencias disponibles, si el cólera era o no una enfermedad contagiosa. Fueron científicos muy prestigiosos quienes lo negaron sistemáticamente. Esto no es sólo un muestrario de argumentos ridículos. Es la expresión de la conducta de determinados científicos que prefirieron defender intereses creados antes que buscar el conocimiento.

En efecto, aceptar el carácter contagioso del cólera, asociarlo a las condiciones de higiene y de pobreza, implica la responsabilidad de actuar. Especialmente, de realizar inversiones para mejorar la situación ambiental de los más necesitados. Se comprende, entonces, la necesidad de atribuir el cólera al sexo y el alcohol. En el mismo sentido, la estrategia de echarle la culpa a la víctima asumirá diversas variantes y continuará hasta la actualidad.

Después de muchas epidemias, los sectores dominantes aceptan que las enfermedades de los pobres también los amenazan a ellos y comienzas a financiar sistemas de agua potable y saneamiento. Esto cambia la prevalencia de las enfermedades ambientales. Si en el siglo XIX domina el cólera, el siglo XX será, en sus primeras décadas, el tiempo de la tuberculosis.

Latifundio y monocultivo
El modelo productivo se orienta hacia la producción de productos agropecuarios exportables en grandes establecimientos. En ecosistemas muy distintos, con tecnologías que van variando a lo largo de los últimos años del siglo XIX hasta el siglo XXI, se generan, sin embargo enfoques comunes.

En todas partes la política tiende a la concentración de tierras. En países que no habían tenido una importante acumulación de capitales, el capital por excelencia es la tierra y el poder es una herramienta para acumularla. En Venezuela, José Antonio Páez aprovecha su lugar junto a Simón Bolívar para convertirse en uno de los principales latifundistas del país. En Argentina, el 3 de febrero de 1852 se enfrentan en la batalla de Caseros el mayor propietario de la Provincia de Buenos Aires (Juan Manuel de Rosas) con el mayor propietario de tierras de la Provincia de Entre Ríos (Justo José de Urquiza).

Es frecuente que cada latifundio esté rodeado por un cinturón de minifundios. De un modo semejante a las tierras asignadas a los siervos de la gleba en la Edad Media, los latifundistas otorgan algunas tierras de inferior calidad a los trabajadores, como una forma de permitir su subsistencia en el período estacional en el que no trabajan en la hacienda. Se trata de personas que complementan sus ingresos con producciones de autosubsistencia y trabajos que realizan en la gran hacienda. En la medida de que disponen de una superficie muy pequeña, lo habitual es que se expandan a costa de la vegetación natural.

Se produce para los mercados internacionales, lo que significa que se pasa de una producción diversificada para autoconsumo a una producción restringida a los pocos productos que son más rentables. El monocultivo implica extraer siempre los mismos nutrientes de la tierra, ya que los requerimientos de cada especie vegetal son diferentes. El resultado es el descenso de los rendimientos por agotamiento del suelo.

La conducta ambiental de las dictaduras
Los latifundios del siglo XIX estaban en manos de los grandes grupos de poder local. En el siglo XX hay un fuerte crecimiento de los latifundios pertenecientes a empresas multinacionales, a menudo asociadas a sistemas industriales. Su influencia en las decisiones sobre los recursos naturales y la propia gestión política en general ha sido tan grande que llevó a incorporar al lenguaje corriente la expresión “republiqueta bananera”. La calificación banana republic fue acuñada por el escritor norteamericano O. Henry en una novela casi olvidada llamada “Coles y reyes”, publicada en 1904, ambientada en Anchuria (Honduras) [19].

Las dictaduras latinoamericanas se caracterizaron por facilitar el saqueo de los recursos naturales de sus respectivos países. El dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo otorgó a sus propias empresas, manejadas por testaferros, grandes concesiones madereras sobre los bosques nativos. Lo mismo hicieron otros dictadores emblemáticos como “Papa Doc” Duvalier de Haití, Alfredo Stroessner de Paraguay o Anastasio Somoza de Dominicana.

Las obras públicas de los dictadores de esta etapa pueden llegar a tener un absoluto desprecio por sus consecuencias ambientales. El dictador imaginario de García Márquez entrega a los norteamericanos el mar territorial, lo que en la novela significa que se llevan el agua con grandes exclusas y dejan la capital –antes costera- junto a un gran desierto de arena.

Muchas de las grandes obras diseñadas en tiempos de dictadura tuvieron el mismo carácter irracional que el resto de sus políticas. El dictador cubano Fulgencio Batista intentó construir un canal navegable que atravesara su país para acortar los tiempos de navegación. Lo iba a llenar con agua de mar (el de Panamá utiliza agua dulce) lo que habría significado la salinización de cursos de agua y napas subterráneas en  una amplia zona.

Por su parte, Alfredo Stroessner impuso una traza absolutamente irracional para la represa argentino-paraguaya de Yacyretá, que encareció desmesuradamente la obra, para evitar la inundación de un palacio que usaba para ocultar sus actividades de pedofilia.

La deforestación de un continente
La deforestación del siglo XX está ligada a grandes procesos de producción. Algunos son formas de expansión de las fronteras agropecuarias sobre tierras de bosques. Otros son extracción de materias primas forestales, realizados en gran escala. La expansión urbana es una muy fuerte presión a la extracción de maderas para construcción. La mata atlántica, el bosque tropical brasileño próximo a las costas, comienza a talarse para emplear sus maderas en la expansión de Río de Janeiro y São Paulo. Pronto se cortan en tablones las gigantescas araucarias y se las exporta con el nombre de pino Brasil para armar en Buenos Aires incontables encofrados de hormigón. A comienzos del siglo XX estos pinares ocupaban 50 millones de hectáreas en el estado de Paraná. A fines de la década de 1970 había 641 mil hectáreas con formaciones densas de esta especie y 2,5 millones con formaciones más claras[20].

La selva amazónica no es, como a menudo se cree, el pulmón del mundo. Se trata de un sistema complejo que funciona como si fuese cerrado, y que consume prácticamente todo el oxígeno que produce. Más allá de los mitos que circulen sobre esta región, lo cierto es que su apariencia de fertilidad inagotable ha sido la causa de tantos proyectos fracasados sobre la región. Desde los lejanos tiempos del marqués de Pombal, siempre se vio a la Amazonia como la tierra de promisión, donde cualquier cultivo tendría rendimientos infinitos, casi sin esfuerzo alguno. El retraso económico de la región se explicaba con argumentos de tipo racista, sobre la indolencia de los nativos y la necesidad de algún capitalista extranjero capaz de explotar esas riquezas con visión de futuro.

El primero de los salvadores modernos del Amazonas fue Henry Ford, quien en 1927 compró un millón de hectáreas en el estado de Pará, junto al río Tapajós. Era un momento de grandes dificultades económicas en el mercado mundial del caucho. La economía norteamericana se apoyaba en la industria automotriz, que necesitaba de neumáticos de caucho. Por lo cual parecía una buena idea hacer una gigantesca plantación de caucho en su misma tierra de origen. La forma de obtención  del caucho era tan primitiva y artesanal, que parecía el sitio ideal para llevar a la práctica los principios de división del trabajo, mecanización y organización en gran escala que caracterizaron al fordismo. Los trabajadores caucheros (seringueiros) van buscando en la selva ejemplares de este árbol, que van sangrado periódicamente.

Ford diseñó una explotación moderna, que combinaría los criterios industriales de eficiencia para el cultivo del caucho y la extracción y exportación de maderas duras. La ilusión de abundancia de la naturaleza era tal que a nadie le importó conocer cómo era realmente la selva. A la distancia sorprende la ignorancia ecológica de quienes intentaron realizar los grandes proyectos en el Amazonas. Por una parte, tenían una ilusión de homogeneidad, que les hacía creer que era lo mismo una parte de la selva que otra. La tierra elegida tenía colinas y suelos arenosos, que dificultaron el uso de maquinarias. El rey de los motores a explosión tuvo que retornar a las viejas carretas de bueyes, las únicas capaces de circular por esos terrenos.

Pero además, se realizó el emprendimiento sin tener los mínimos conocimientos sobre la ecología de la selva. Pronto empezaron a crecer miles de hectáreas con monocultivos de caucho. La ambición llevó a plantar los árboles tan juntos que sus ramas se rozaban. Apenas crecían, los hongos y los insectos destruyeron una plantación tras otra. Para combatirlos, se trajeron variedades que parecían resistentes, pero la extraordinaria capacidad de mutación de los insectos fue generando nuevas plagas. Las 53 variedades se volvieron susceptibles, y no menos de 23 variedades de insectos depredadores también atacaron los cultivos[21].

En 1941 la Compañía Ford del Brasil tenía 2.723 empleados traba­jando sus plantaciones, En 1945, después de una inversión total  del orden de los 10 millones de dólares, Henry Ford II vendió sus tierras al gobierno brasileño por 500.000 dólares. Parte de ellas seguían intactas y otra parte había sido irreversible e inútilmente deforestada.

La urbanización de América Latina
Durante el siglo XX las ciudades latinoamericanas tuvieron los índices de crecimiento más altos del mundo. Un modelo agrario que no retiene población en el campo, la pérdida de fuentes de trabajo en las pequeñas ciudades, impulsaron un continuo proceso de migración hacia las grandes ciudades, con el consiguiente colapso ambiental y demográfico.

La homogeneización cultural lleva a construir en todas partes paisajes urbanos semejantes. Los edificios de acero y cemento de la mayor altura posible son los símbolos urbanos de esta época.

Las capitales quedan rodeadas de un cinturón  de viviendas precarias, carentes de servicios básicos, cuyas condiciones ambientales son extremadamente deficitarias. Los sectores de menores recursos son los que no tienen acceso al agua potable ni al saneamiento, edifican sus viviendas entre basurales abandonados y respiran las emanaciones de la industria química y petroquímica. En el siglo XX, los temas de nivel de vida y los de calidad de vida son, sencillamente, los mismos.

Los niveles más críticos se encuentran en las ciudades ubicadas en valles, debido a las dificultades de circulación del aire. Un fenómeno meteorológico llamado de “inversión térmica” fue observado primero en Los Ángeles y después en Ciudad de México, Santiago de Chile, San Pablo y Caracas. Los cordones de montañas que rodean la ciudad detienen los vientos que podrían actuar sobre el humo. Una capa de aire frío se estaciona en la atmósfera e impide que el aire contaminado ascienda y disperse los gases emitidos en la ciudad. Poco a poco se eleva la concentración de esos gases, originados en automotores y en chimeneas de fábricas.

Durante siete meses, de noviembre a mayo, casi no llueve, con lo que se agravan las "inversiones térmicas" que son habituales en los meses más fríos[22]. Esto llevó a empeorar la contaminación del aire, lo que hizo que se declararan varias situaciones de emergencia ambiental. Pero el principal responsable no es la cantidad de habitantes sino la irracionalidad de un sistema de transporte basado en el au­tomóvil individual.

Santiago de Chile repite el drama de Ciudad de México. Desde hace milenios, los mejores lugares para el asentamiento de nuestra es­pecie son los valles. Disputados en las guerras, cantados en la lite­ratura, a partir de esta etapa los valles son sitios en los que el aire circula con difi­cultad y cuyos habitantes maldicen en el momento en que la autori­dad ordena una emergencia ambiental y la economía y el tránsito se detienen a la espera de una brisa salvadora.  Así como el verano es la época de la escasez de agua, el invier­no es el tiempo de la escasez de aire, ya que es el momento de ma­yor frecuencia de inversiones térmicas. Para el caso de Santiago de Chile, así como en otras ciudades latinoamericanas, la mayor proporción de la contaminación atmosférica proviene del transporte, sector que es la fuente principal de emisión de óxidos de nitró­geno, hidrocarburos y monóxido de carbono. Un tema que despierta tanta angustia que en algún momento se discutió el proyecto de dinamitar uno de los cerros de Santiago para facilitar la circulación de los vientos[23]. ¿Es más fácil cambiar la naturaleza que las costumbres y la forma de vivir en una ciudad?

A partir de 1926, cuando el petróleo pasó a ser el primer producto de exportación de Venezuela, se inició un éxodo masivo hacia Caracas. A medida que se va saturando el valle, los recién llegados se van ubicando en sitios de cada vez mayor riesgo geológico, sobre los cerros que rodean la ciudad. Los desbordes y aludes fueron el comienzo, ya que esa población pasó a estar en situación de riesgo ante deslaves y terremotos[24]. Al cerrarse las fuentes de trabajo del interior del país y al definir un modelo irracional de uso del espacio urbano, sólo les quedaba a los pobres la autoconstrucción en las laderas de los cerros. Y se creaban las condiciones para poner en situaciones de riesgo ambiental a grandes contingentes de población.

Sin embargo, las ciudades ubicadas en llanuras abiertas tampoco están libres de tener fenómenos semejantes. Y es que una gran ciudad genera alteraciones climáticas en su propio territorio. La idea de que las ciudades edificadas en llanuras están “abiertas a los cuatro vientos” es una ilusión. Lo están, pero por encima de la edificación, donde los vientos no tienen obstáculos. Pero al nivel del suelo, o, mejor aún, al nivel del sistema respiratorio de sus habitantes, cada calle se comporta como si fuera un valle,  y obstaculiza la circulación de los vientos. Los “malos aires” que tanto preocuparon a los urbanistas del Renacimiento, han regresado.

Algún comentario final
Hemos visto unos pocos episodios destacados de la compleja relación de América latina con su soporte natural. Tal vez lo más importante que tengamos para decir es tratar de superar el mito de los conquistadores, para quienes la naturaleza americana era inagotable.

Se agotan nuestros bosques, nuestra fauna, se agota el agua subterránea, se contamina el agua superficial y aún parece agotarse la capacidad de autodepuración del aire de nuestras grandes ciudades.

¿No será el momento de pensar algunas cosas de vuelta y tratar de mejorar nuestra relación con la naturaleza de la que depende nuestra subsistencia?


  1. Lic. en Economía Política, escritor. Profesor Titular en las Universidades de Buenos Aires y Belgrano.  Mail:  brailovsky@uolsinectis.com.ar
  2. Bibliografía general: Brailovsky, Antonio Elio: Historia ecológica de Iberoamérica: Primer tomo: De los mayas al Quijote:”, Buenos Aires, Ed. Kaicrón-Le Monde Diplomatique, 2006, y Brailovsky, Antonio Elio: “Historia ecológica de Iberoamérica: Segundo: De la Independencia a la Globalización”, Ed. Kaicrón-Le Monde Diplomatique, 2009.
  3. Vargas Llosa, Mario, en: Varios autores: "Descubriendo el valle del Colca", Barcelona, 1988.
  4. Arguedas, José María:  “Señores e indios”, Ed. Calicanto, Buenos Aires, 1976.
  5. Desarrollado sobre la base de Brailovsky, Antonio Elio y Foguelman, Dina: “Memoria Verde”, Sudamericana, 1992.
  6. Martínez Arzanz y Vela, Nicolás de: “Historia de la Villa Imperial de Potosí”, Buenos Aires, 1943.
  7. Capoche, Luis: “Relación General de la Villa Imperial de Potosí”, Madrid, 1959.
  8. Tandeter, Enrique: “Coacción y mercado: la minería de la plata en el Potosí colonial, 1692-1826”. Buenos Aires, Sudamericana, 1992.
  9. Coatsworth, John: “Ciclos de globalización, crecimiento económico y bienestar humano en América Latina”.
  10. Praderi, Raúl y Bergalli, Luis: “Notas para una historia de la cirugía uruguaya”, Montevideo, 1981
  11. Bosch, Juan: “De Cristóbal Colón a Fidel Castro”, Madrid, Alfaguara, 1970.
  12. Bosch, Juan: “De Cristóbal Colón a Fidel Castro”, op. cit.
  13. Bello, Andrés: "Silva a la Agricultura de la Zona Tórrida", Elija Clarence Hills, ed. “The Odes of Bello”, Olmedo and Heredia. New York: G. P. Putnam's Sons, 1920. El texto ha sido sintetizado por razones didácticas.
  14. Larra, Raúl: “Historia de América”,  ediciones Ánfora, 1973.
  15. Argollo Ferrao, André Munhoz de: “Paisaje cultural del café en Brasil”, en Tesis Doctoral, São Paulo, 1998.
  16. Damianovich, cit en: Rodríguez, Marcelo Gabriel: “La Sanidad Militar Argentina, durante la Guerra de la Triple Alianza”. Buenos Aires, Hospital Militar Central. 2004.
  17. Puga Borne, F: “Cómo se evita el cólera. Estudio de hijiene popular”. Santiago de Chile, 1886. Suponemos que el autor se refiere al retorno de las peregrinaciones a la Meca.
  18. “Instrucciones precaucionales dictadas durante la epidemia de cólera”. Tomado de: Ordenanza Municipal de la Ciudad de Buenos Aires, 20/12/ 1886.
  19. Ver comentarios en: Pérez-Brignoli, Héctor: “El fonógrafo en los trópicos: sobre el concepto de banana republic en la obra de O. Henry”, en Iberoamericana, VI, 23, 2006.
  20. Cunill Grau, Pedro: “Las transformaciones del espacio geohistórico latinoamericano, 1930-1990”, op. cit.
  21. Hecht, Susanna y Cockburn, Alexander: “La suerte de la selva”, Bogotá, Ediciones Uniandes, 1993.
  22. “El reto ambiental del desarrollo en América Latina y el Caribe". CEPAL-PNUMA, Santiago de Chile, 1990.
  23. Se trata de un proyecto imaginado durante la dictadura del general Augusto Pinochet. Es decir, en un momento en que se intentó resolver todos los problemas mediante el uso de la violencia ejercida desde el poder.
  24. Sarli, Alfredo Cilento: "Sobre la vulnerabilidad urbana de Caracas" Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales vol.8, n.3, Facultad de Economía y Ciencias Sociales Universidad Central de Venezuela, 
Fuente:
Antonio Elio Brailovsky, La naturaleza, casi ausente en el Bicentenario, 01/06/2010, Defensoría Ecológica.

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